Hoy seguiremos hablando de lo que designo como «pequeño a».
Para conservar nuestro eje o, dicho de otro modo, para que mi explicación no les dé la ocasión de un desvío, comenzaré recordando su relación con el sujeto. Sin embargo, lo que hoy tenemos que poner de relieve es su relación con el gran Otro, el otro connotado por una A; como veremos, resulta esencial comprender que es de ese Otro que toma su aislamiento, que, en la relación del sujeto con el Otro, se constituye como resto. Por eso he reproducido este esquema, homólogo al aparato de la división. El sujeto, bien arriba a la derecha, en la medida en que por nuestra dialéctica parte de la función del significante, el sujeto S hipotético en el origen de esa dialéctica se constituye en el lugar del otro como marcado por el significante; es el único sujeto al que tiene acceso nuestra experiencia, e inversamente suspende toda la existencia del Otro de una garantía que falta, el Otro tachado: A/.
Pero de esta operación quede un resto: el a. La vez pasada hice surgir ante ustedes mediante el ejemplo del caso de homosexualidad femenina — ejemplo no único pues detrás se perfilaba el de Dora— y como carácterística estructural de la relación del sujeto con el a, la posibilidad esencial, la relación, podemos decir, universal concerniente al a, ya que volverán a encontrarla siempre en todas los niveles, y yo diría que tal es su connotación más carácterística, pues justamente se halla ligada a esa función de resto. Es lo que llamé, tomándolo del vocabulario y de la lectura de Freud a propósito del pasaje el acto que le trae su caso de homosexualidad femenina, el «dejar caer» (le laisser tomber), el niederkommen lassen.
Recordarán sin duda que terminé con la observación de que, extrañamente, a propósito de ese caso el «dejar caer» marcó la respuesta del mismo Freud a una dificultad bien ejemplar, pues en todo lo que de su acción, de su conducta, de su experiencia Freud nos ha dado testimonio, ese dejar caer es único, al mismo tiempo que en su texto resulta casi tan manifiesto, tan provocador, que para algunos se torna casi invisible a la lectura. Ese «dejar caer» es el correlato esencial, como les indiqué la vez pasada, del pasaje al acto. Pero, en el pasaje al acto, ¿de qué lado es visto ese dejar caer? Precisamente, del lado del sujeto. El pasaje al acto está, si así lo quieren, en el fantasma, del lado del sujeto, en tanto que aparece borrado al máximo por la barra. En el momento del mayor embarazo, con la adición comportamental de la emoción como desorden del movimiento, el sujeto, por así decir, se precipita desde allí donde está, desde el lugar de la escena donde sólo puede mantenerse en su estatuto de sujeto como sujeto fundamentalmente historizado, y cae esencialmente fuera de la escena: tal es la estructura misma del pasaje al acto.
La mujer de la observación de homosexualidad femenina salta por encima de la pequeña barrera que la separa del canal por el que pasa el pequeño tranvía semisubterráneo de Viena; Dora, en el momento de embarazo en que la coloca — lo hice observar hace mucho tiempo— la frase trampa, la torpe trampa del señor K: «Mi mujer no es nada para mí», pasa al acto.
La bofetada no puede expresar aquí otra cosa que la más perfecta ambigüedad: ¿ama ella al señor K o a la señora K?. No nos lo dirá la bofetada, por cierto. Pero semejante bofetada es uno de esos signos, uno de esos momentos cruciales que podemos ver rebrotar de generación en generación con su valor de conducción en un destino.
Tal dirección de evasión de la escena nos permite reconocer y, ya verán, distinguir de eso otro tan diferente que es el acting-out, el pasaje al acto en su valor propio.
¿Les traeré otro ejemplo tan manifiesto? ¿Quién piensa en impugnar esa etiqueta en lo que llaman la fuga? Y a qué se la llama fuga en el sujeto, siempre más o menos puesto en posición infantil, que a ella se lanza, sino a esa salida de la escena, esa salida vagabunda al mundo puro, donde el sujeto parte a la búsqueda, al encuentro de algo rehusado por doquier: se hace mala sangre (il se fait mousse), como dicen; por supuesto, vuelve, retorna, y es ésta quizás la ocasión de darse importancia (se faire mousser); la partida es ese pasaje de la escena al mundo, para el cual además fue tan útil que en las primeras fases de este discurso sobre la angustia les planteara la distinción esencial entre dos registros del mundo, el sitio donde lo real se àpresura a esa escena del Otro en la que el hombre como sujeto tiene que constituirse y ocupar un lugar como aquél que porta la palabra, pero que no podría portarla sino en una estructura que, por verídica que se proponga, es estructura de ficción.
Les diré primero cómo se hace valer, de la manera más carácterística, ese resto; les hablaré hoy, y en primer lugar — quiero decir, antes de avanzar más en la función de la angustia—, del acting-out.
Sin duda puede parecerles si no sorprendente al menos algo así como un nuevo rodeo — ¿un rodeo más no es un rodeo de más?— el hecho de que en un discurso sobre la angustia me extienda sobre algo que en principio parece del orden de su evitamiento. Sin embargo, observen que aquí vuelven a encontrar lo que en mi discurso ya señaló al comienzo una interrogación esencial: si entre el sujeto y el Otro la angustia no será un modo de comunicación tan absoluto que, a decir verdad, cabría preguntarse si ella no es, para el sujeto y para el Otro, hablando con propiedad, lo común.
Pongo aquí, y se la reencontrará más tarde, una marquita, una piedra blanca, o sea uno de los rasgos que mayor dificultad nos produce y que nos es menester preservar, a saber: que ningún discurso sobre la angustia puede desconocer que debemos tener en cuenta el fenómeno de la angustia en ciertos animales. Después de todo, ¿qué hay aquí primeramente sino una pregunta, la de cómo podemos estar tan seguros, con respecto al animal, de un sentimiento, quizás el único? Porque es el único del que no podríamos dudar cuando lo descubrimos en el animal; volvemos a encontrar allí, bajo una forma exterior, ese carácter que, según apunté, conlleva la angustia, el de ser lo que no engaña.
Propuesto por mí el gráfico de lo que hoy espero recorrer, y en lo relativo al a hacia el que avanzamos por medio de su relación con el Otro, con el A, en primer lugar reitero algunas observaciones ya efectuadas, y partiendo de lo que ya se indicó en lo dicho hasta ahora, recuerdo que la angustia —lo ven despuntar en este esquema, que refleja taquigráficamente, y me excuso si al mismo tiempo parece un poco aproximativo—, la angustia, según lo que nos indica el último pensamiento de Freud, es una señal en el Yo. Si hay señal en el Yo, debe estar en alguna parte, en este lugar en el esquema del Yo ideal; y si está en alguna parte, pienso haber sugerido de manera suficiente que debe estar en X, y es un fenómeno de borde en el campo imaginario del Yo; el término borde se ve legitimado por apoyarse en la afirmación del mismo Freud de que el Yo es una superficie, e incluso —agrega— una proyección de superficie. Ya recordé esto en su momento. Digamos pues, que, por así decir, es un color.
Justificaré más tarde, sí llegara el caso, el empleo metafórico del término color, que se produce en el borde de la propia superficie especular, ella misma inversión. en tanto que especular, de la superficie real. Aquí, no lo olvidemos, es una imagen real que llamamos i (a), Yo ideal, función por donde el Yo es constituido por la serie de las identificaciones. ¿Identificaciones con qué? Con ciertos objetos, a propósito de los cuales Freud nos propone, en Das Ich und das Es, esencialmente la ambigüedad de la identificación y el amor.
Saben ustedes que Freud señala el problema de esa ambigüedad como algo que lo deja perplejo. No nos sorprenderá, pues, que tampoco nosotros podemos aproximarnos a ella sino con ayuda de las fórmulas que ponen a prueba el estatuto mismo de nuestra propia subjetividad en el discurso —entiendan que en el discurso docto o enseñante—; ambigüedad que designa la relación de lo que hace mucho tiempo acentué ante ustedes en ese lugar, donde conviene, como relación del ser con el tener.
a, objeto de la identificación, para señalar con un mojón los puntos salientes de la obra de Freud, es la identificación que encontramos, por ejemplo, en el principio del duelo. Ese a, objeto de le identificación, sólo es también a, objeto del amor, en le medida en que es lo que es, ese a, aquello que hace del amante —para emplear el término medieval y tradicional—, aquello que arranca metafóricamente a ese amante, para hacerlo, a proponerse como amable,(…) haciéndolo (…) sujeto de la falta, por lo tanto aquello por lo cual él se constituye propiamente en el amor, aquello que le da, por así decir, el instrumento del amor, a saber: —volvemos a caer en lo mismo— que se ama, que se es amante con lo que no se tiene.
a se llama a en nuestro discurso, no sólo como la función de identidad algebraica que el otro día precisamos, sino —para decirlo humorísticamente— por ser lo que ya no se tiene.
De allí que pueda encontrárselo por vía regresiva bajo forma de identificación, es decir, al ser, ese a, lo que ya no se tiene. Esto hace que Freud ponga el término regresión exactamente en el punto donde determina las relaciones entre la identificación y el amor. Pero en tal regresión donde a sigue siendo lo que es, instrumento, será con lo que se es que se podrá, por así decir, tener o no.
Es con la imagen real aquí constituida, cuando ella emerge, como i (a), que se toma o no en el cuello de ese imagen lo que resta, la multiplicidad de objetos a representados en mi esquema por las flores reales, tomadas o no en la constitución, gracias al espejo cóncavo del fondo, del símbolo de algo que debe reencontrarse en la estructura del cortex, fundamento de cierta relación del hombre con la imagen de su cuerpo y diferentes objetos constituibles de éste: los pedazos del cuerpo original son o no tomados, aprehendidos en el momento en que i (a) tiene ocasión de constituirse.
Por eso debemos comprender que antes del estadio del espejo lo que será i (a) se encuentra en el desorden de los pequeños a que todavía no es cuestión de tener o no. Y a esto responde el verdadero sentido, el sentido más profundo que ha de darse al término autoerotismo; es que se falta de sí (on manque de soil), por así decir, totalmente. No es del mundo exterior que se falta, como inapropiadamente se expresa, sino de sí mismo.
Aquí se da la posibilidad del fantasma de cuerpo despedazado que algunos de ustedes reconocieron en los esquizofrénicos. Esto no nos permite, sin embargo, concluir en la existencia de un determinismo en ese fantasma de cuerpo despedazado que aquellos de quienes hablo vieron dibujarse en el esquizofrénico. Por eso señalé el mérito de una reciente investigación relativa a las coordenadas de tal determinismo de los esquizofrenicos, investigación que de ningún modo pretendía agotarlo, sino que connotaba uno de sus rasgos al señalar estricta y exclusivamente en la articulación de la madre del esquizofrénico qué era su hijo cuando se hallaba en su vientre: no otra cosa que un cuerpo diversamente cómodo o molesto, a saber, la subjetivización de a como puro real.
Observemos todavía ese momento, ese estado anterior al surgimiento de i (a), anterior a la distinción entre todos los pequeños a y esa imagen real con relación a la cual van a ser el resto que se tiene o que no se tiene.
Si Freud nos dice que la angustia es un fenómeno de borde, una señal en el límite del Yo contra ese otra cosa, X, que aquí no debe aparecer como a, el resto es execrado por el Otro, A. ¿Como es posible que el movimiento de la reflexión, las guías, los carriles de la experiencia hayan llevado a los analistas, Rank primeramente, y Freud, al punto de encontrar el origen de la angustia en ese nivel preespecular, preautoerótico, en el nivel del nacimiento? A su respecto, ¿quién pensaría, en el concierto analítico — nadie lo pensó— en hablar de la constitución de un Yo? Hay aquí algo que prueba que, en efecto, si es posible definir a la angustia como señal, como fenómeno de borde en el Yo cuando el Yo esta constituido, esto no es, seguramente, exaustivo. Lo encontremos con toda claridad en uno de los fenómenos más conocidos que acompañan a la angustia, aquellos que designamos, comprendiéndolos analíticamente, de manera por cierto ambigüa si se perciben sus divergencias —pues tendremos que volver sobre ellos—, como los fenómenos precisamente más contrarios a la estructura del Yo como tal los fenómenos de despersonalización. Esto suscita una cuestión cuya auténtica ubicación no podremos evitar: la despersonalización.
Es conocido el sitio que este fenómeno ocupó en ciertos señalamientos propios de uno o varios autores de la Escuela Francesa a los que ya me referí. Pienso que será fácil reconocer las relaciones de tales señalamientos con lo que aquí desarrollo, quiero decir, presumir que no son extraños a los esbozos que pude dar previamente de los mismos. Le noción de la distancia, aquí casi sensible en la necesidad que siempre marqué, precisamente de la relación de esa distancia con la existencia del espejo, lo que da al sujeto ese alejamiento de sí mismo que la dimensión del Otro está destinada a ofrecerle; pero de esto tampoco podremos concluir que alguna aproximación pueda darnos la solución de ninguna de las dificultades que engendra la necesidad de esa distancia.
En otros términos, no es que los objetos sean invasores, por así decir, en la psicosis, y que esto constituye su peligro para el Yo; la propia estructura de esos objetos los torna impropios para la yoización. Intenté hacerlo comprender con ayuda de las referencias, de las metáforas si ustedes quieren —pero creo que esto llega más lejos— topológicas, de las que me he servido en tanto que introducen la posibilidad de una forma no especularizable en la estructura de algunos de esos objetos. Digamos que fenomenológicamente la despersonalización comienza —terminemos nuestra frase con algo que parece caer de su peso— con el no reconocimiento de la imagen especular. Es sabido cuán sensible resulta esto en la clínica, con qué frecuencia es por no reencontrarse en el espejo o cualquier otra cosa análoga, que el sujeto comienza a ser aprehendido por la vacilación despersonalizante. Pero articulemos con mayor precisión que la fórmula que da el hecho es insuficiente, o sea que si lo que se ve en el espejo no resulta susceptible de ser propuesto al reconocimiento del Otro, es porque lo que se ve en el espejo es angustiante; y que para referirme a un momento que marqué como carácterístico de la experiencia del espejo, como paradigmático de la constitución del Yo ideal en el espacio del Otro, diré que se establece una relación tal con la imagen especular que el niño no podría volver la cabeza, según ese movimiento que les describo como familiar, hacia ese otro, ese testigo, ese adulto que está detrás de él, para comunicarle su sonrisa, las manifestaciones de su júbilo por algo que le hace comunicarse con la imagen especular, y que en cambio se establece otra relación de la que se halla demasiado cautivo para que ese movimiento sea posible; en X, la relación dual pura desposee —sentimiento de relación de desposesión marcado por los clínicos para la psicosis— desposee al sujeto de la relación con el gran Otro.
La especularización es extraña y, como dicen los ingleses, odd, impar, fuera de simetría, es el Horla de Maupassant, lo fuera-del-espacio, en tanto que el espacio es la dimensión de lo superponible. Pero en este punto convendría hacer un alto en lo que significa la separación, el corte ligado a la angustia del nacimiento, en tenso que allí subsiste oigo impreciso que engendro toda clase de confusiones. A decir verdad, no tengo tiempo y sólo puedo indicarlo. Volveré sobre esto. Sepan, sin embargo, que en este lugar conviene, no obstante hacer grandes reservas en lo relativo a la estructuración del fenómeno de le angustia. Les bastara remitir se el texto de Freud. Como verán, Freud ve allí comodidad en el hecho de que a nivel de la angustia del nacimiento se constituye toda una constelación de movimientos principalmente vasomotores, respiratorios, de los que dice que en ellos hay «una constelación real» y que esto es lo que será transportado en su función de señal, a la manera como se constituye el acceso histérico, este mismo reproducción de movimientos heredados para la expresión de ciertos momentos emocionales.
Pero por cierto que esto es totalmente inconcebible, precisamente debido al hecho de que es imposible situar al comienzo esa complejidad en una relación con el Yo que le permita servir como señal del Yo después, salvo por intermedio de lo estructural que debemos buscar en la relación de i(a) con a.
Pero entonces la separación carácterística del comienzo, lo que nos permite abordar, concebir la relación, no es la separación con respecto a la madre.
El corte de que se trata no es el del niño con la madre. La manera como originalmente el niño habita en la madre plantea el problema del carácter de las relaciones del huevo con el cuerpo de la madre en los mamíferos, de lo que saben ustedes que hay toda una cara por donde con relación al cuerpo de la madre ese huevo es cuerpo extraño, parásito, cuerpo incrustado por las raíces vellosas de su corión en ese órgano especializado para recibirlo, el útero, con cuya mucosa se halla en cierta intrincación.
El corte que nos interesa y que lleva su marca a cierto número de fenómenos reconocibles clínicamente y para los cuales, por lo tanto, no podemos eludirlo, ese corte, felizmente para nuestra concepción, resulta mucho más satisfactorio que el del niño que nace, en el momento en que cae en el mundo, ¿con qué? con sus envolturas. Y no tengo más que remitirlos a cualquier librito de embriología que date de menos de cien años pera que comprendan lo siguiente que si quieren tener una noción acabada de ese conjunto preespecular que es a, es preciso que consideren a las envolturas como elementos del cuerpo. Si las envolturas están diferenciadas, es a partir del huevo, y verán curiosamente que lo están de una manera tal que ilustran … después de nuestros trabajos del año pasado alrededor del cross-cap, confío en que advertirán sencillamente hasta qué punto, en los esquemas que ilustran esos capítulos de embriología sobre la envoltura, puedan ver manifestarse todas las variedades de ese interior en el exterior, de ese externo en el cual flota el feto, él mismo envuelto en su amnios, envuelta la propia cavidad amniótica en una hoja ectodérmica y presentando hacia el exterior su cara en continuidad con el endoblasto.
En síntesis, resulta aquí sensible la analogía entre lo que es separado por el corte entre el embrión y sus envolturas, y esa separación, en el cross-cap, de cierto a enigmático sobre el que insistí. Y si más adelante lo reencontramos, pienso que hoy lo habré indicado con lo que precede. Nos queda por hacer lo que les anuncié, en cuanto a lo que de la relación esencial entre a y A indica el acting-out.
Contrariamente al pasaje al acto, todo lo que es acting-out se presenta con ciertas carácterísticas que nos permitirán aislarlo. A la relación profunda, necesaria del acting-out con ese a deseo conducirlos, en cierto modo de la mano, para no dejarlos caer. Además, observen en vuestros señalamientos clínicos hasta qué punto tenerse de la mano para no dejar caer es en todo esencial a cierto tipo de relaciones del sujeto con algo que, cuando lo encuentren, pueden designar absolutamente como siendo, para él, un a. Esto produce uniones de un tipo muy difundido que no por ello son más cómodas de manejar, pues el a de que se trata puede ser también para el sujeto el superyó más incómodo.
Les aconsejo prudencia antes de aplicar la etiqueta de mujer fálica al tipo de madre que así denominamos, no sin propiedad pero ignorando totalmente qué queremos decir. De pronto se encuentran ustedes con alguien que les dice que cuanto más precioso es un objeto para ella, ella sufrirá la atroz tentación de no retenerlo en una caída esperando vaya a saber qué milagro en esa suerte de catástrofe, y que el niño más amado es justamente ése al que un día dejó caer inexplicablemente. Saben ustedes que en la tragedia griega — y esto no escapó a la perspicacia de Giraudoux— aparece el más profundo reproche de Electra con respecto a Clitemnestra el de que un día la dejó caer de sus brazos.
Pueden hacer aquí la identificación de lo que conviene llamar «madre fálica». Hay otros modos, sin duda; nosotros decimos que éste nos parece el menos engañoso.
Y entremos ahora en el acting-out. En el caso de homosexualidad femenina, si la tentativa de suicidio es un pasaje al acto, yo diría que toda la aventura con la dama de dudosa reputación, y que es llevada a la función de objeto supremo, es un acting-out. Si la bofetada de Dora es un pasaje al acto, yo diría que todo el paradójico comportamiento que Freud descubre de inmediato con tanta perspicacia, el de Dora en la pareja de los K., es un acting-out.
Esencialmente, el acting-out es algo, en la conducta del sujeto, que se muestra.. El acento demostrativo, la orientación hacia el otro de todo acting-out deben ser destacados.
En el caso de homosexualidad femenina —Freud insiste en ello— es a los ojos de todos, y en la misma medida y más aún cuando la publicidad se torna escandalosa que la conducta de la joven homosexual se acentúa. Y lo que se muestra, cuando se avanza paso a paso, se muestra esencialmente como otra cosa, otra cosa de la que es; qué es nadie lo sabe, pero de qué es otra cosa nadie duda.
Pero sin embargo, Freud dice qué es en el caso de le joven homosexual «ella habría querido un hijo del padre». Pero si se contentan con esto, no son ustedes difíciles de contentar, porque ese hijo nada tiene que ver con una necesidad maternal. A ello se debe que recién tratara yo de indicar la problemática de la relación del hijo con la madre. Contrariamente al deslizamiento de todo el pensamiento analítico, y con respecto a la principal corriente elaborada, conviene poner la elucidación del deseo inconsciente en una relación en cierto modo lateral.
En la relación normal de la madre con el hijo, en todo caso en lo que de ella podemos aprehender por su incidencia económica, hay algo pleno, algo redondo, algo cerrado, algo justamente tan completo durante la fase gestativa que puede decirse que nos son precisos cuidados muy especiales para hacerlo volver a entrar, para ver cómo se aplica su incidencia a la relación de corte de i(a) con a. Después de todo, nos basta nuestra experiencia de la transferencia y saber en qué momento de nuestros análisis las analizadas quedan encintas y para qué les sirve, para comprender perfectamente que su embarazo es el escudo de un retorno al más profundo narcisismo.
Pero dejemos esto. Si la joven homosexual quiso tener ese hijo, lo quiso — en efecto— como otra cosa. Tampoco escapa esto a Freud: ella quiso ese hijo como falo, es decir, y la doctrina lo enuncia en Freud de la manera más desarrollada, como sustituto, ersatz de algo que cae de lleno entonces en nuestra dialéctica del corte y de la falta, del a como caldo, del a como faltante. Esto le permite, al haber fracasado en la realización de su deseo, realizarlo a la vez de otro modo y de la misma manera, como (Epov) [en griego]. Se hace amante; en otras palabras, se propone en lo que no tiene, el falo, y para mostrar que lo tiene, lo da. Se trata, en efecto, de una manera completamente demostrativa. Frente a la Dama (con D mayúscula) ella se comporta —nos dice Freud— como un caballero servidor, como un hombre, como aquél que puede sacrificarle lo que tiene, su falo.
Combinemos entonces los dos términos, mostrar, demostrar y deseo, sin duda un deseo cuya esencia, cuya presencia es ser, mostrarse — les dije— como otra cosa, y al mostrarse como otra cosa, sin embargo, designarse. En el acting-out diremos, pues, que el deseo, para afirmarse en cierto modo como verdad, se embarca por un camino al que sin duda no llega sino de una manera singular. Por nuestro trabajo aquí ya sabemos que de algún modo podría decirse que la verdad no está, por su naturaleza, en ese deseo. Si recordamos la fórmula de que esencialmente no es articulable aunque esté articulado, nos sorprenderá menos el fenómeno que tenemos delante. Y les di, un eslabón más: está articulado objetivamente si el objeto a que me refiero es el que la vez pasada llamé «objeto» como su causa..
Esencialmente, el acting-out es la mostración, el mostrado, velado sin duda, pero sólo para nosotros como sujeto, en tanto que eso habla, en tanto que eso podría ser verdadero, no velado en sí, visible, por el contrario, al máximo, y por esto mismo, en cierto registro, invisible. Al mostrar su causa, lo esencial de lo que se muestre es el resto, su caída.
Entre el sujeto, que aquí se encuentra, por así decir, «otrificado» en su estructura de ficción, y el Otro, nunca autentificable por completo, lo que surge es el resto, a, la libra de carne; esto quiere decir —y saben qué estoy citando— que es posible tomar todos los préstamos que se quiera para tapar los agujeros del deseo y de la melancolía; vemos allí al judío que algo sabe del balance de cuentas y al final demanda; la libra de carne..
Tal es el rasgo que siempre han de encontrar en el acting-out. Recuerden algo que llegué a escribir en mi «Informe sobre la dirección de la cura», donde hablo de la observación de Ernest Kriss a propósito del caso de plagiarismo.
Ernest Kriss, quien había elegido cierto sendero que tal vez tengamos que nombrar, quiere reducirlo por los medios de la verdad; le muestra de la manera más irrefutable que no es plagiario. Ha leído su libro, y su libro es completamente original. Fueron los otros, por el contrario, quienes lo copiaron.
El sujeto no puede discutirle. Sólo que le importa un bledo. Y al salir, ¿qué hará? Como ustedes saben — pienso que algunas personas, una mayoría, de vez en cuando leen lo que escribo—, se va a comer sesos frescos.
No estoy recordando el mecanismo del caso. Les enseño a reconocer un acting-out. Y esto quiere decir lo que designo como el pequeño a o la libra de carne.
Con los sesos frescos, el paciente simplemente le hace señas a Ernest Kriss: «Todo lo que usted dice es cierto, pero sencillamente no toca a la cuestión; quedan los sesos frescos. Se lo demostraré iré a comerlos al salir, para contárselo la próxima vez».
Insisto: en estas materias no podríamos andar con demasiada lentitud. Ustedes me dirán «¿qué tiene eso de original?», Me dirán, en fin, que hago las preguntas y hago les respuestas. No lo espero, pero sin embargo podrían decirme, si no lo acentué bastante: «¿qué tiene de original ese acting-out y ese demostración de un deseo desconocido?. Con el síntoma pasa algo parecido. También el acting-out es un síntoma que se muestra como otro; prueba de ello es que debe ser interpretado». Bien, entonces pongamos los puntos sobre las íes. Ustedes saben que el síntoma no puede ser interpretado directamente; que hace falta la transferencia, es decir, la introducción del Otro. Quizás todavía no entiendan bien. Entonces me dirán «Bien, sí, es lo que usted nos está diciendo del acting-out».
No, y tengo que decirles que no es esencialmente de la naturaleza del síntoma el tener que ser interpretado; el síntoma no llama a la interpretación como el acting-out, contrariamente a lo que podrían creer. Hay que decirlo: el acting-out llama a la interpretación y la cuestión que estoy planteando es saber si ella es posible. Les mostraré que sí. Pero esto esta dudoso tanto en la práctica como en le teoría analítica.
En el otro caso, está claro que es posible, pero con ciertas condiciones que se sobreagregan al síntoma, a saber, que la transferencia se halle establecida en su naturaleza; el síntoma no está, como el acting-out, llamando a la interpretación. Porque —se lo olvida demasiado— lo que descubrimos en el síntoma, en su esencia, no es un llamado el Otro, no es lo que muestra al Otro; el síntoma, en su naturaleza, es goce —no lo olviden—, goce engañoso, sin duda, unterbliebene Befriedigung; el síntoma, no tiene necesidad de ustedes como el acting-out, el síntoma se basta; es del orden de lo que les enseñé, a distinguir del deseo, el goce, es decir algo que va hacia la cosa habiendo pasado la barrera del bien (referencia a mi seminario sobre la Etica), es decir, del principio del placer, y por eso dicho goce puede traducirse por un Unlust.
Esto ni soy yo quien lo inventa ni soy yo quien lo articula, lo dice Freud con sus propias palabras Unlust, displacer —para quienes todavía no oyeron el término en alemán—.
Ahora volvamos al acting-out. A diferencia del síntoma, el acting-out es el amago de la transferencia. Es la transferencia salvaje. No hay necesidad de análisis —ustedes lo dudan— para que haya transferencia, pero la transferencia sin análisis, es el acting-out, y el acting-out sin análisis, es la transferencia. De esto resulta que una de las maneras de plantear la cuestión, en lo relativo a la organización de la transferencia — la organización, la Handlung de la transferencia— es preguntarse cómo domesticar la transferencia salvaje, cómo hacer entrar al elefante salvaje en el cercado, cómo poner a dar vueltas al caballo en el picadero.
Esta es una de las formas de plantear el problema de la transferencia; sería muy útil hacerlo por este extremo, pues es la única manera de saber cómo actuar con el acting-out.
A las personas que próximamente habrán de interesarse por el acting-out, les señalo la existencia, en el Psychanalytic Quaterly, del artículo de Phyllis Greenacre: «General problems of acting-out». Está en el N° IV del volumen 19, de 1950, y no es inhallable. Se trata de un artículo muy interesante por diversos motivos, y evocador para mí de un recuerdo: era en el tiempo ya lejano, hace unos diez años, en que se comenzaba a reportearnos. Phyllis Greenacre, quien vino a tal fin a visitarnos, me dió la ocasión de contemplar un magnífico acting-out, a saber, la frenética masturbación a la que se entregó ante mi vista, de una pequeña pescadora japonesa de mejillones, que estaba en mi posesión y que todavía lleva sus huellas (hablo de ese objeto). Debo decir que esto dio motivo a una conversación muy agradable, mucho mejor que esa conversación escondida por diversos pasajes al acto, entre los cuales, por ejemplo, saltos que la llevaban casi a nivel del techo, que yo tuve con Madame.
En el artículo mencionado hay observaciones muy pertinentes, aunque —como verán quienes lo lean— han de mejorar si las esclarecen las originales líneas que intento trazar ante ustedes.
El problema es saber, por lo tanto, cómo actuar con el acting-out. Hay tres maneras, dice ella interpretarlo, prohibirlo, o reforzar el Yo.
Con respecto a interpretarlo, no nos hagamos grandes ilusiones. Dado lo que acabo de decirles, interpretarlo no producirá mucho efecto, aunque más no sea porque para eso se hace el acting-out. Si examinan la cosa de cerca, casi siempre advertirán que el sujeto sabe muy bien que lo hace para ofrecerse a la interpretación.
Pero lo que cuenta no es el sentido de lo que interpreten, cualquiera que fuese: lo que cuenta es el resto. Entonces, al menos por esta vez sin adición, hay un callejón sin salida. Resulta interesante demorarse en escandir las hipótesis.
En cuanto a prohibirlo, hasta la propia autora se sonríe y dice: «podemos hacer muchas cosas, pero decirle al sujeto ‘nada de acting-out’, esto también es muy difícil». Nadie piensa en ello, además. Sin embargo, puede observarse que siempre hay prohibiciones perjudiciales en el análisis. Se hacen muchas cosas para evitar los acting-out en sesión. Y además se les dice que no tomen decisiones esenciales para su existencia durante el análisis. ¿Por qué se hace todo esto? En fin, es un hecho que tener ascendiente sobre alguien es algo que se vincula con lo que podemos llamar «peligro», sea para el sujeto o para el analista.
En realidad, se prohibe mucho más de lo que se cree. Si digo — lo ilustraré de buen grado— lo que acabo de decir, es que básicamente — porque somos médicos y porque somos buenos, como dice no sé ya quién— no queremos que el paciente, que viene a confiarse a nosotros, se haga daño. Y lo peor es que lo conseguimos.
El acting-out es el signo de que se le impide mucho. ¿De eso se trata, cuando la señora Greenacre habla de dejar que se establezca con mayor solidez una verdadera transferencia? Pretendo hacer notar aquí cierto lado del análisis que no se ve, su lado «seguro-accidente», «seguro-enfermedad»; a partir del momento en que un analista ha adquirido eso que llaman «experiencia», es decir, todo lo que ignora muy a menudo de su propia actitud, es divertido observar cuán raras son durante los análisis las enfermedades de corta duración, hasta qué punto, en un análisis que se prolonga un poco, los resfríos, las gripes, todo eso se borra, e inclusive las enfermedades largas. En fin, pienso que si hubiera más análisis en la sociedad, los seguros sociales, como los seguros de vida, deberían tener en cuenta la proporción de análisis en la población para modificar sus tarifas.
A la inversa, cuando el accidente ocurre —el accidente, no hablo simplemente del acting-out— lo regular es que tanto el paciente como el medio lo carguen en la cuenta del análisis, y esto en cierto modo por naturaleza. Tienen razón: es un acting-out; por lo tanto, se dirige al Otro. Y si se es analista, por lo tanto se dirige al analista. Si tomó ese lugar, tanto peor para él. Tiene la responsabilidad que pertenece el lugar que aceptó ocupar.
Esto quizás les aclare lo que quiero decir cuando hablo del deseo del analista y cuando planteo su pregunta. Sin detenerme un instante en el punto que hace vacilar, el punto por el que domesticamos la transferencia — porque, como ven, estoy diciendo que no es sencillo—, sin detenerme un instante para decir aquello a lo que siempre me opuse: que aquí se trata de reforzar al Yo, pues hasta por confesión de quienes se embarcaron por esa vía —hace mucho más de una década, exactamente tantas décadas que ya se habla menos de ello— reforzar al Yo sólo puede querer decir lo que para cierta literatura es llevar al sujeto a la identificación; no con esa imagen como reflejo del Yo ideal en el Otro, sino con el Yo del analista. Balint nos describe su resultado: la crisis terminal verdaderamente maníaca del fin de un análisis así carácterizado, y que representa la insurrección del a, que quedó absolutamente intocado.
Volvamos entonces a Freud y al caso de homosexualidad femenina. Freud ofrece toda clase de marcaciones verdaderamente admirables, porque al mismo tiempo que nos dice estar bien claro que nada señala aquí la producción de algo llamado transferencia, al mismo tiempo — en esa época y ese caso, que designa cierto punto ciego en su posición— dice, sin embargo, que no es cuestión de detenerse un instante en la hipótesis de que no hay transferencia. Ello equivaldría a desconocer por completo lo referente a la relación de transferencia. En el discurso de Freud sobre el caso de homosexualidad femenina esto aparece expresamente formulado. No es menos cierto que Freud, el día en que tuvo una paciente — la cosa está articulada como tal— que le mentía en sueños —porque así carácteriza el caso, el [palabra en símbolos griegos] precioso de su discurso sobre la homosexualidad femenina—, Freud se detuvo un instante, pasmado —también él hace las preguntas y dice las respuestas—, y dijo: «Entonces, ¿qué?, ¿el inconsciente puede mentir?», porque los sueños de esa paciente marcaban diariamente grandes progresos hacia el sexo al que estaba destinada. Pero Freud no le creyó por un sólo instante — ¡y con motivo!— porque la enferma que le contaba sus sueños al mismo tiempo le decía: «Sí, desde luego, esto me permitirá casarme y el mismo tiempo ocuparme de las mujeres». Por lo tanto, ella misma le decía que estaba mintiendo. Y Freud, además, no lo dudaba.. Esto es, precisamente, la ausencia de toda apariencia de relación transferencial. ¿Pero en qué se detiene, entonces, ese inconsciente que acostumbramos considerar como lo más profundo, la verdad verdadera? El inconsciente puede engañarnos. Y alrededor de esto gira todo el debate de Freud, alrededor de la Zutrauen, de la confianza que el inconsciente merece: podemos observarla, dice.
Lo afirma en una frase muy carácterística, tan elíptica y concentrada que casi tiene el carácter de un tropiezo verbal; sigue tratándose — leeré la frase la próxima vez, hoy no la traje y es muy bella— de un enganche (accrochage).
El inconsciente sigue mereciendo confianza. El discurso del sueño, nos dice, es algo diferente del inconsciente; esta hecho por un deseo que viene de éste, pero al mismo tiempo admite que lo que se expresa es ese deseo. Por lo tanto, el deseo viene de algo, y viniendo del inconsciente, es el deseo lo que se expresa con mentiras.
La propia paciente le dice que sus sueños son mentirosos. Freud se detiene, por lo tanto, ante el problema de toda mentira sintomática. Vean ustedes lo que ocurre con la mentira en el niño, lo que el sujeto quiere decir cuando miente. Lo extraño es que Freud se desentiende (iaisse tomber) de este agarrotamiento de todos los engranajes. Precisamente, se desinteresa de aquello que los hace agarrotarse: el desecho, el pequeño resto, lo que viene a detenerlo todo, y de esto se trata.
Sin advertir qué cosa lo embaraza se muestra sobrecogido, y ante tal amenaza a la fidelidad del inconsciente, pasa al acto. En este punto Freud rehusa ver que en la verdad, que es su pasión, la estructura de ficción se halla como en el origen.
No meditó bastante sobre aquello que, hablando del fantasma, recalqué en un reciente discurso sobre la paradoja de Epiménides, el «yo miento» y su perfecta admisibilidad, en la medida en que lo que miente es el deseo en el momento en que, afirmándose como tal, libra al sujeto a esa anulación lógica sobre la cual se detiene el filósofo cuando advierte la contradicción del «yo miento».
Pero después de todo, lo que falta aquí en Freud es lo que falta en su discurso. Aquello que siempre permaneció en él en estado de pregunta: «¿qué quiere una mujer?». El tropiezo del pensamiento de Freud con algo que podemos llamar provisoriamente … no me hagan decir que la mujer es mentirosa por ser mujer, sino que la femineidad se escurre y algo hay en ese sesgo.
Para emplear términos de lo líquido, esa dulzura que fluye, algo ante lo cual Freud estuvo a punto de perecer ahogado a causa del paseo nocturno de su novia, el mismo día en que intercambiaron los últimos votos, con un vago primo — ya no recuerdo bien, no volví a mirar la bibliografía, lo llamo un vago primo y es cualquier otra cosa, uno de esos pisaverdes de porvenir asegurado, como se dice, lo que significa que no tienen ninguno— con el cual descubrió poco después que ella había hecho una pequeña balada, y aquí, está el punto ciego: Freud quiere que ella le diga todo. Y bien, ella lo hizo, la talking cure, y en cuanto al chimmey-weeping, ¡deshollinaron bien!
Durante algún tiempo no se empacaron allí adentro; lo importante es estar juntos en la misma chimenea. El problema es éste: cuando se sale de ella — recordé la cuestión al final de un artículo tomado del Talmud—, cuando se sale juntos de una chimenea, ¿cuál de los dos irá a lavarse? Les aconsejo releer ese artículo, y no solamente ése sino también el que escribí sobre «La cosa freudiana». La «cosa freudiana» — podrán verla designada allí con cierto énfasis— es la Diana a quien señalo mostrando cómo sigue la caza. La «cosa freudiana» es lo que Freud «dejó caer» (a laissé tomber), pero ella además es quien se lleva, con la forma de todos nosotros, la caza entera tras su muerte. Continuaremos lo próxima vez.