Varias personas quisieron atender a mi queja de la vez pasada, la de no haber podido conocer todavía el término ruso que correspondía a ese trozo de Chéjov cuyo conocimiento — aprovecho para decirlo— debo a Kaufman. Aunque no es rusófono, el propio Kaufman me trajo hoy el texto exacto del que pedí a Smirnof, por ejemplo, como rusófono, que hiciera un rápido comentario.
En fin, apenas si me atrevo a articular estos vocablos, pues no poseo la fonología; enuncié entonces que el título CTPAXN es el plural de CTPAXA ; CTPAXA da las palabras concernientes al amor, al miedo, a la angustia, al terror, a los apuros, y nos plantea muy difíciles problemas de traducción.
Se parece un poco —lo pienso ahora, improvisadamente lo que pudo suscitarse a propósito del problema de los colores, cuya connotación seguramente no se recubre de una lengua a la otra. Nuestra dificultad —que ya les señalé— para aprehender el término que en ruso podría responder precisamente a la angustia —ya que de ella parten todas nuestras inquietudes— lo demuestra.
De todos modos, por lo que comprendí a través de los debates que esa palabra suscitó entre los rusófonos aquí presentes, se hace manifiesto que de alguna manera lo que yo sostenía la vez pasada era correcto, a saber, que Chéjov no pretendió con ella hablar de la angustia.
Al respecto, vuelvo a lo que deseaba expresar a Kaufman: que la vez pasada me serví de este ejemplo para esclarecer, por así decir, de una manera lateral, aquello cuya transposición deseaba operar ante ustedes, a saber, que para introducir la cuestión yo manifestaba que sería igualmente legítimo decir que el miedo no tiene objeto y, como por otra parte iba a anunciar, y ya lo había hecho antes, que la angustia no es sin objeto, esto ofrecía cierto interés para mí. Pero es evidente que así en modo alguno queda agotada la cuestión de lo que son esos miedos, o pavores, o apuros, o todo lo que ustedes quieran, designados en los ejemplos de Chéjov.
Ahora bien — y no pienso que esto sea traicionarlo— , como Kaufman tiene la inquietud de articular algo bien preciso y centrado justamente en esos pavores chejovianos, creo que importa subrayar que de ellos hago sólo un empleo lateral y en cierto modo dependiente en relación con aquél que será llevado él mismo a efectuar más tarde en un trabajo.
Y al respecto, creo que antes de comenzar voy a hacer que aprovechen un pequeño hallazgo, debido también a Kaufman, que no es rusófono: en el curso de esta búsqueda encontró otro termino, el más común por «yo temo», que según parece, es borocb . Se trata de la primera palabra que ven escrita en estas dos frases; y a ese propósito Kaufman dio en advertir que, si no me equivoco, tanto en ruso como en francés, la negación llamada «expletiva», aquélla sobre la cual hice tanto hincapié —pues en ella encuentro nada menos que la huella significante en la frase de lo que yo llamo el sujeto de la enunciación, distinto del sujeto del enunciado— , que también en ruso existe en la frase afirmativa, quiero decir la frase que designa en el modo afirmativo el objeto de mi temor, lo que yo temo, no es «que éI no venga», es «que él venga», y digo: «que él no venga», en lo cual me veo confirmado por el ruso cuando digo que no basta con calificar al»ne «expletivo de discordancial, es decir, con marcar la discordancia que hay entre mi temor: puesto que temo que él venga, espero que no venga.
Y bien, según el ruso, parecería que es preciso conceder todavía más especificidad — y esto responde al sentido del valor que le doy— a ese «ne» expletivo; a saber, que lo que el mismo representa es efectivamente el sujeto de la enunciación como tal, y no simplemente su sentimiento; porque en ruso la discordancia ya está indicada por un matiz especial, a saber, que el ZTOb ya es en sí mismo un «que no», pero marcado por otro matiz. Si comprendí bien a Smirnof, el b que distingue ese ZTOb del «que» simple, del ZTO que aparece en la segunda frase, abre, indica un matiz de verbo, una suerte de aspecto condicional, de modo que dicha discordancia está ya marcada a nivel de la letra b. Lo cual no impide que el «no» de la negación, por lo tanto todavía más expletiva, desde el simple punto de vista del significado, funciona sin embargo en ruso igual que en francés, dejando entonces abierto el problema de su interpretación, del que acabo de expresar cómo lo resuelvo.
Y ahora, ¿cómo he de entrar hoy en materia?. Yo diría que esta mañana, de manera bien notable, al pensar en lo que iba a producir aquí, de pronto me puse a evocar la época en que uno de mis analizados más inteligentes —todavía los hay de esa clase— me preguntaba con insistencia: «¿Qué puede impulsarlo a tomarse tanto trabajo para contarles eso?». Eran los áridos años en que la lingüística, y hasta el cálculo de probabilidades, ocupaban aquí cierto sitio.
En otras palabras, me dije que al fin y al cabo tampoco era un mal rodeo para introducir el deseo del analista recordar que existe una cuestión: la del deseo del enseñante.
No les daré ahora, y con motivo, la respuesta. Pero es llamativo que cuando, por un esbozo de culpa que experimento a nivel de lo que podemos llamar la ternura humana, llego a pensar en las tranquilidades contra las que atento, de buena gana adelanto la excusa —la vieron despuntar varias veces— de que, por ejemplo, yo no enseñaría si no hubiera existido la escisión.
No es cierto. Pero en fin, evidentemente, me habría gustado dedicarme a trabajos más limitados y hasta más intermitentes; pero en cuanto al fondo esto no cambia nada.
En resumen, yo diría que el hecho de que pueda plantearse la cuestión del deseo del enseñante a alguien es el signo, como diría el señor Perogrullo, de que la cuestión existe; es también el signo de que hay una enseñanza. Y al fin de cuentas esto nos introduce en la curiosa observación de que, allí donde la cuestión no se plantea, hay un profesor. El profesor existe cada vez que la respuesta a esa cuestión está, por así decir, escrita, escrita sobre su aspecto o en su comportamiento, en esa suerte de condicionamiento que podemos situar a nivel de aquello que en análisis llamamos lo preconsciente, es decir, de algo que podemos sacar, venga de donde venga, de las instituciones o incluso de lo que llamamos sus inclinaciones.
En este nivel no es inútil percatarse de que el profesor se define entonces como aquél que enseña sobre las enseñanzas o, dicho de otro modo, como aquél que recorta en las enseñanzas. Si esta verdad fuera mejor conocida, la de que a nivel del profesor se trata en suma de algo análogo al collage, si esta verdad fuera mejor conocida, esto les permitiría poner en ello un arte más consumado, del que justamente el collage, que ha cobrado su sentido por la obra de arte, nos muestra el camino. A saber, que si hicieran su collage de una manera menos preocupada por el empalme, menos temperada, tendrían alguna posibilidad de culminar en el resultado mismo al que en collage apunta, el de evocar propiamente esa falta que constituye todo el valor de la obra figurativa, desde luego que cuando está lograda. Por ese camino, pues, llegarían a alcanzar el efecto propio de aquello que, precisamente, es una enseñanza.
Y bien, esto para situar, y hasta para rendir homenaje a quienes quieren tomarse el trabajo de ver por medio de su presencia lo que aquí se enseña; no sólo rendirles homenaje sino agradecerles que se tomen ese trabajo.
Al respecto, yo mismo — puesto que, por otra parte, a veces me las veo con asistentes que sólo concurren aquí de manera intermitente— trataré de constituirme por un instante en el profesor de mi propia enseñanza, y puesto que la vez pasada les aporté elementos que creo bastante masivos, recordar el punto capital que en esa ocasión introduje.
Partiendo entonces de la distinción entre la angustia y el miedo, traté, al menos como primer paso, de invertir la oposición en que se detuvo la última elaboración de su distinción, hoy por todo el mundo aceptada.
Es indudable que el movimiento no transcurre en el sentido de la transición de una al otro. Si en Freud quedan huellas de esto, sólo un error podría atribuirle la idea de tal reducción, error fundado sobre lo que les recordé: que en éI tenemos, justamente, el amago de lo que es en realidad esa inversión de posición, en el sentido de que precisamente — a pesar de que en determinado recodo entre las frases pueda reaparecer el término objecktlos— que la angustia es Angst vor Etwas, angustia ante algo, lo cual no equivale por cierto a reducirla a ser otra forma del miedo, ya que Freud subraya la distinción esencial en la proveniencia de lo que provoca a una y a otro.
Por lo tanto, lo que dije al pasar en lo relativo al miedo debe ser retenido del lado del rechazo de toda acentuación de la diferencia entre el miedo del entgegenstehen, lo que se pone delante, y el miedo como respuesta, entgegen, precisamente.
Por el contrario, hay que recordar en primer término que en la angustia el sujeto está, yo diría, ceñido, concernido, interesado en lo más íntimo de sí mismo, y que simplemente vemos ya en el plano fenomenológico el anuncio de lo que más adelante trataré de articular de una manera más precisa. A ese fin recordé la estrecha relación de la angustia con todo el aparato de lo que llamamos «defensas». Y por esta vía remarqué, no sin haberlo articulado, preparado ya de todas las maneras, que es efectivamente del lado de lo real, como primera aproximación, que tenemos que buscar a la angustia como aquello que no engaña.
Esto no equivale a decir que lo real agote la noción de aquello a que apunta la angustia. En el cuadro denominado, por así decir, de la división significante del sujeto, traté de mostrarles la posición de eso a que apunta la angustia en lo real, y con relación a lo cual ella se presenta como señal. En dicho cuadro, la X de un sujeto primitivo va hacia su adversario, es decir, su
advenimiento como sujeto; esa relación A sobre S, A según la figura de una división, de un sujeto S con relación al A del Otro, por cuanto es por esta vía del Otro que el sujeto tiene que realizarse.
Se trata del sujeto —lo dejé indeterminado en cuanto a su denominación, los primeros términos de estas columnas de la división cuyos otros términos se vieron puesto según las formas que ya comenté— que inscribo aquí S.
Pienso que el final de mi discurso les permitió reconocer en grado suficiente cómo podría ser denominado el sujeto — en ese nivel mítico (S) previo a todo este juego de la operación— , en la medida en que este término tenga un sentido y justamente por aquélla de las razones sobre la cual volveremos: la de que de ninguna manera es posible aislarlo como sujeto; hoy lo llamaremos, míticamente, «sujeto del goce». Porque, como ustedes saben — creo haberlo escrito la vez pasada— los tres pisos a los cuales responden los tres tiempos de la operación son, respectivamente, el goce, la angustia y el deseo. Será en ese escalonamiento que hoy me adentraré para mostrar la función, no mediadora sino media, de la angustia entre el goce y el deseo.
Cómo podríamos comentar además ese importante momento de nuestra exposición, sino diciendo esto —cuyos diversos términos les ruego tomen con el sentido más pleno que se les pueda dar—: que el goce no conocerá al Otro, A, sino por medio del resto, a; que desde ese momento, en la medida en que les dije que no hay ninguna manera de operar con lo que resta, y por lo tanto que lo que surge en el piso inferior es el advenimiento,al final de la operación, del sujeto tachado, del sujeto en cuanto implicado en el fantasma, en cuanto, por ende, es uno de los términos que constituyen el soporte del deseo. Digo que sólo uno de los términos: porque el fantasma ($(a) es s barrada en cierta relación de oposición con a, relación cuyas polivalencia y multiplicidad están suficientemente definidas por el carácter compuesto del losange, que es tanto la disyunción V como la conjunción /\, tanto lo más
grande > como lo más pequeño <, $ en tanto que término de esa operación con forma de división, ya que a es irreductible, no puede representar, en esta manera de graficarlo con las formas matemáticas, sino el recuerdo de que si la división se hiciera, sería más adelante, sería la relación de a con S lo que estaría interesado en $: a sobre S
¿Qué significa esto?. Que para esbozar la traducción de lo que así designo, podría sugerir que a viene a tomar una suerte de función de metáfora del sujeto del goce. Esto sólo sería justo en la medida en que a fuera asimilable a un significante; pero justamente a es lo que resiste a tal asimilación a la función del significante. Por esto, a simboliza aquello que, en la esfera del significante, siempre se presenta como perdido, como lo que se pierde para la significantización. Ahora bien, justamente ese desecho, esa caída, lo que resiste a la significantización, viene a constituir el fundamento como tal del sujeto deseante, no ya del sujeto del goce, sino del sujeto en tanto que por la vía de su búsqueda en tanto que goza, que no es búsqueda de su goce sino un querer hacer entrar ese goce en el lugar del Otro como lugar del significante, es allí, por esa vía, que el sujeto se precipita, se anticipa como deseante.
Pero si hay aquí precipitación, anticipación, no es en el sentido de que esa marcha saltearía, iría más rápido que sus propias etapas. Es en el sentido de que ella aborda, de este lado de su realización, la abertura (béance) del deseo al goce: aquí se sitúa la angustia.
Y es tan cierto que el tiempo de la angustia no está ausente —como lo marca esa manera de ordenar los términos— en la constitución del deseo, que aunque ese tiempo esté elidido, no sea reparable en lo concreto, es esencial. Ruego a aquéllos a quienes tengo necesidad de sugerir una autoridad para que confíen en que yo no me equivoque, que a ese propósito recuerden el hecho de que en el análisis de «Ein Kind wird geschlagen», en el primer análisis, no sólo estructural sino finalista del fantasma, dado por Freud, también él habla de un segundo tiempo siempre elidido en su constitución, tan elidido que el análisis no puede hacer otra cosa que reconstruirlo. Esto no implica que sea siempre tan inaccesible el tiempo de la angustia, en muchos niveles fenomenológicamente localizables. Dije «de la angustia» en cuanto término intermedio entre el goce y el deseo, en cuanto que es franqueada la angustia, fundado sobre el tiempo de la misma que el deseo se constituye.
En todo caso, la secuencia de mi discurso estuvo destinada a ilustrar algo advertido hace tiempo: que en el corazón —no sabemos sacar pleno provecho cuando se trata de comprender a que responde lo que en nuestra experiencia de analistas cobra un valor muy diferente, el complejo de castración— que en el corazón, digo, de la experiencia del deseo, existe algo que resta cuando el deseo es «satisfecho», algo que resta, por así decir, al final del deseo, final que siempre es un falso final, final que es siempre el resultado de una equivocación.
El valor que asume lo que me permitirán encajar en aquello que la vez pasada articulé a propósito de la detumescencia, es lo que manifiesta, lo que representa, de la función del resto, el falo en estado reventado. Y ese elemento sincrónico tan claro, tanto que se cae de maduro, está allí para recordarnos que el objeto cae del sujeto esencialmente en su relación con el deseo. Que el objeto esté en esa caída, he aquí una dimensión que conviene acentuar esencialmente para dar ese pasito más al que deseo inducirlos hoy, es decir, lo que con un poco de atención ya pudo hacérseles manifiesto la vez pasada en mi discurso, cuando traté de mostrar bajo qué forma se encarna ese objeto a del fantasma, soporte del deseo.
¿No les llamo la atención que les haya hablado del pecho o de los ojos, haciéndolos partir de Zurbarán, de Lucía y de Agata, donde esos objetos a se presentan bajo una forma, por así decir, positiva?. Esos pechos y esos ojos que les mostré sobre la fuente donde los soportan las dos dignas Santas, y hasta sobre el amargo suelo por donde andan los pasos de Edipo, aparecen aquí con un signo diferente de lo que les mostré después en el falo, como especificado éste por el hecho de que en cierto nivel del orden animal, el goce coincide con la detumescencia; y les hice notar que no hay aquí nada necesario, ni necesario ni ligado a la Wesenheit, la esencia, del organismo en el sentido goldsteiniano.
A nivel del a, porque el falo no sólo es en la cópula instrumento del deseo sino instrumento que funciona de una cierta manera, en determinado nivel animal, por esto se presenta en posición de a con el signo menos (-).
Aquí hay algo que es esencial articular, diferenciar, lo que es importante, de la angustia de castración, de lo que funciona en el sujeto al final de un análisis cuando lo que Freud designa como amenaza de castración se mantiene. Si algo nos hace palpar que éste es un punto superable, que no es en absoluto necesario que el sujeto quede suspendido, cuando es masculino, de la amenaza de castración, suspendido, cuando es del otro sexo, del penis-neid, es justamente esa distinción. Para entender cómo podríamos franquear ese punto límite, hay que saber por que el análisis llevado en cierta dirección culmina en ese callejón sin salida por el cual el negativo que marca en el funcionamiento fisiológico de la cópula del ser humano al falo, se encuentra promovido al nivel del sujeto bajo la forma de una falta irreductible. Esto es lo que tiene que reaparecer como pregunta, como dirección de nuestro camino en lo que sigue, y creo importante haberlo señalado.
Lo que aporté a continuación en nuestro último encuentro fue la articulación de dos puntos muy importantes relativos al sadismo y al masoquismo, de los que resumo aquí lo esencial, lo esencial que es capital mantener, sostener en la medida en que ateniéndose a ello, pueden dar su pleno sentido a lo más elaborado de lo que se dice en el estado actual de las cosas con relación al sadismo y al masoquismo. Lo que debe retenerse de lo que enuncié concierne primeramente al masoquismo, del que podrán ver que si en verdad los autores penaron mucho, al punto de llevar muy lejos, tan lejos como una lectura que recientemente hice aquí a mí mismo puedo sorprenderme, un autor que para mi sorpresa, y para mi júbilo, llevó las cosas lo más cerca posible del punto al que este año intentaré conducir a ustedes en lo concerniente al masoquismo, bajo el ángulo que es el nuestro. En todo caso, inclusive ese artículo, cuyo título enseguida les daré, resulta, como todos los otros, estrictamente incomprensible, por la sola razón de que ya en el comienzo está en cierto modo como elidido, porque en él, absolutamente ante las narices, por así decir de la evidencia, se llega a desprenderse de poner el acento sobre aquello que, en primera instancia, choca más con nuestro finalismo, a saber, la intervención de la función del dolor. Hemos llegado a comprender que no está aquí lo esencial.
Así, gracias a Dios, en una experiencia como la del análisis, se ha llegado a saber que se apunta al Otro; que, en la transferencia, estas maniobras masoquistas se sitúan en un nivel que no carece de relación con el Otro.
Como es natural, muchos otros autores, por quedarse allí, aprovechan para caer en un insight cuyo carácter superficial salta a la vista: por manejable que haya revelado ser en ciertos casos, al no haber llegado más que a ese nivel, no puede decirse que la función del narcisismo —sobre la cual hizo hincapié un autor no sin cierto talento expositivo, Ludwig Heidelberg— pueda ser algo que nos baste. Sin haberlos hecho penetrar por ello en la estructura del funcionamiento masoquista, lo que simplemente quise acentuar la vez pasada — porque la luz que iluminará los detalles del cuadro será muy diferente fue recordarles lo que en apariencia se da de inmediato — por eso no está visto en la mira del masoquista, en el acceso más común a esas miras—: que el masoquista apunta al goce del Otro; y lo que acentué la vez pasada como otro término de aquello por medio de lo cual pretendo tender lo que permitirá desbaratar, por así decir, la maniobra, es que — y esto queda oculto por esa idea— aquello a lo que él apunta, aquello que él quiere (y se trata, por cierto, del término eventual de nuestra búsqueda) aquello de lo que no podrá, si ustedes quieren, justificarse plenamente sino por una verificación de los tiempos que prueban que éste es el último termino, el último termino es el siguiente: a lo que él apunta es a la angustia del Otro.
Dije otras cosas que hoy quiero recordarles, lo esencial e irreductible que hay allí dentro, y a lo cual les es preciso atenerse, al menos hasta el momento en que puedan juzgar sobre lo que he ordenado alrededor de esto.
Del lado del sadismo, por medio de una observación enteramente análoga, a saber, que el primer termino está elidido y que sin embargo tiene la misma evidencia que del lado del masoquismo: a lo que se apunta en el sadismo es, bajo todas sus formas, en todos sus niveles, algo que promueve también la función del Otro y, justamente aquí, lo patente es que lo buscado es la angustia del Otro, así como en el masoquismo lo que con ello queda en cubierto es, no por un proceso inverso de transposición, el goce del Otro; el sadismo no es el revés del masoquismo, por la sencilla razón de que no se trata de un par de reversibilidad; la estructura es más compleja, insisto, aunque hoy no aíslo en cada uno más que dos términos: para ilustrar lo que quiero decir diré que, como pueden presumir según muchos de mis esquemas esenciales, son funciones de cuatro términos, son, si así lo quieren, funciones cuadradas, y que el pasaje de uno al otro se efectúa por una rotación de un cuarto de vuelta y no por ninguna simetría o inversión.
No ven ustedes manifestarse esto en el nivel que ahora les señalo. Pero lo que les indiqué la vez pasada que se oculta detrás de la búsqueda de la angustia del Otro, es en el sadismo la búsqueda del objeto a. Para lo cual traje como referencia un término expresivo tomado de los fantasmas sadianos: «la piel del imbécil». No les recuerdo ahora ese texto de la obra de Sade.
Entre sadismo y masoquismo nos hallamos, pues, en presencia de lo que en el nivel segundo, en el nivel velado, en el nivel oculto de la mira de cada una de ambas tendencias se presenta como la alternancia de la ocultación recíproca, de la angustia en el primer caso, y del objeto a en el otro (sadismo).
He de terminar con una breve evocación que vuelve hacia atrás, sobre lo que dije precisamente de ese a, de ese objeto, a saber: la acentuación de lo que podría llamar el carácter manifiesto, que bien conocemos aunque no nos percatemos de su importancia, el carácter manifiesto por el que se marca, ¿qué cosa?. El modo bajo el cual entra esa anatomía de la que Freud erró al decir que carece de toda otra precisión: el destino.
La conjunción de cierta anatomía que la vez pasada traté de carácterizar a nivel de los objetos a por la existencia de lo que llame los caducos — a saber, justamente, lo que no existe sino en determinado nivel, el nivel mamífero entre los organismos— , la conjunción de esos caducos con algo que es efectivamente el destino, a saber, la [palabra en símbolos griegos], por el cual el goce tiene que confrontarse con el significante, tal es el resorte de la limitación en el hombre a la cual está sometido el destino del deseo, vale decir, ese encuentro con el objeto en cierta función, en la medida en que dicha función lo localiza, lo precipita en el nivel que llamé de la existencia de los caducos y de todo lo que puede servir como esos caducos, término que nos servirá, entre otros, para explorar mejor, quiero decir para poder ofrecer un catálogo exhaustivo y límite de las fronteras, de los momentos de corte donde la angustia puede ser esperada, y confirmar que es allí donde ella emerge.
Por último, terminé con un ejemplo clínico de los más conocidos en cuanto a la estrecha conexión —sobre la cual tendremos que volver, y que debido a ello es mucho menos accidental de lo que se cree—, la conjunción — dije— del orgasmo y la angustia, en tanto que uno y otra juntos pueden ser definidos a través de una situación ejemplar, la que definí bajo la forma de cierta espera del otro —y no de una espera cualquiera— que, bajo la forma de la hoja, en blanco o no, que debe entregar en un momento el candidato, es un ejemplo absolutamente admirable de lo que puede ser para él, por un instante, el a.
Tras todas estas evocaciones, trataremos de avanzar un poco más. Lo haré por una vía que tal vez no sea del todo — lo dije— aquella por la cual por mí mismo me habría decidido—. Enseguida verán qué quiero decir con esto. Hay algo que les he hecho notar a propósito de la contratransferencia: hasta qué punto las mujeres parecían desplazarse por ella con mayor comodidad. No lo duden: si se desplazan por ella con mayor comodidad en sus escritos, teóricamente, presumo que tampoco se desplazan mal por ella en la práctica, aunque no vean, aunque no articulen —ya que al respecto, al fin de cuentas, por qué no concederles un poquitito de restricción mental—, aunque no articulen de una manera completamente evidente y clara su resorte.
Aquí se trata a las claras de acometer algo que es del orden, del resorte del deseo al goce. Observemos primeramente el hecho de que, refiriéndonos a tales trabajos, parecería que la mujer comprende muy, muy bien lo que es el deseo del analista. ¿Como es esto posible? Aquí se hace preciso retomar las cosas en el punto en que las dejé por medio de este cuadro, al decirles que la angustia constituye el medio del deseo al goce. Introduciré algunas fórmulas en las que dejo a cada uno reencontrarse por su experiencia; tales fórmulas serán aforísticas. Es fácil comprender por qué. Acerca de un tema tan delicado como éste, siempre pendiente, de las relaciones del hombre y la mujer, articular todo lo que puede tornar lícito, justificar la permanencia de un malentendido forzoso, no puede sino producir el efecto totalmente envilecedor de permitir a cada uno de mis oyentes ahogar sus dificultades personales, que están mucho más acá de lo que voy a enfocar, en la seguridad de que ese malentendido es estructural.
Ahora bien, como verán si saben oírme, hablar aquí de malentendido de ningún modo equivale a hablar de fracaso necesario. No se advierte por qué, si lo real está siempre sobreentendido, el goce más eficaz no podría ser alcanzado por los propios caminos del malentendido.
Por lo tanto, de esos aforismos elegiré, yo diría fuertemente —lo único que distingue al aforismo del desarrollo doctrinario es que el renuncia al orden preconcebido— , enunciaré aquí algunas formas. Por ejemplo, ésta que puede hablarles de manera, por así decir, menos sujeta a que ustedes dejen deslizar una risa burlona: la de que sólo el amor permite al goce condescender al deseo. También enunciaremos otras que se deducen de nuestro cuadrito, donde se muestra que a como tal, y ninguna otra cosa, es el acceso, no al goce, sino al Otro, es todo lo que resta a partir del momento en que el sujeto quiere hacer allí, en ese Otro, su entrada. Esto para disipar, parece, en el último termino, ese término, el espectro venenoso desde el año 1927, el de la oblatividad inventada por el gramático Pichon —Dios sabe que reconozco su mérito en la gramática—, del que sólo demasiado podría lamentarse que un análisis, por así decir, ausente, lo haya librado por entero a la exposición de la teoría psicoanalítica, lo haya dejado enteramente capturado en las ideas que tenía previamente, y que no eran otras que las ideas maurasianas.
Cuando S surge del acceso al Otro, es el inconsciente, vale decir esto, el Otro tachado (A/) [A mayúscula barrada], como les dije antes, no le queda más que hacer de A algo de lo
que importa menos la función metafórica que la relación de caída en la que va a encontrarse con relación a a.
Desear, pues, al Otro A, nunca es desear más que a a. Entonces, ya que en mi primer aforismo partí del amor, para tratar sobre el amor, como para tratar sobre la sublimación, es preciso recordar lo que los moralistas que ya existían antes de Freud —hablo de los de la buena tradición, y especialmente de la tradición francesa, la que pasa, en lo que denominé su escansión, al «Hombre del placer»— lo que los moralistas ya articularon plenamente, y cuya adquisición conviene no considerar superada: que el amor es la sublimación del deseo. De esto resulta que de ningún modo podemos servirnos del amor como primero ni como último término. Por primordial que se presente en nuestra teorización el amor es un hecho cultural; y, como bien lo articuló La Rochefoucauld, no se trata sólo de: «cuantas personas nunca habrían amado si no hubieran oído hablar de él», sino de: no seria cuestión de amor si no existiera la cultura.
Esto debe incitarnos a colocar en otra parte los arcos de lo que tenemos que decir en lo relativo —pues de eso se trata, al punto de que lo dijo el propio Freud, al señalar que ese rodeo habría podido producirse en otra parte— al tema de la conjunción del hombre y de la mujer; tenemos que poner de otro modo sus arcos. Sigo por mi vía aforística.
Si debemos referirnos al deseo y al goce, diremos que proponerme como deseante, Eron, es proponerme como falta de a y que en nuestra exposición se trata de sostener lo siguiente: que es por esa vía que abro la puerta al goce de mi ser. Pienso que el carácter apórico de esta posición no puede dejar de manifestarse ante ustedes, no puede escapárseles. Pero hay que dar algunos pasos más. Señalo que volveré sobre tal carácter apórico. Porque pienso que ya han comprendido, puesto que se los digo desde hace largo tiempo, que si es en el nivel de Eron que me encuentro, que abro la puerta al goce de mi ser, está bien claro que la más próxima declinación que se ofrece a esa empresa es que yo sea apreciado como Eromenos, es decir, como amable, lo que —sin fatuidad— no deja de ocurrir, pero donde ya se lee que algo ha fallado en el asunto. Esto no es aforístico, sino sólo un comentario. Creí mi deber hacerlo por dos razones: primero, porque tuve una especie de lapsus de doble negación, lo que debería advertirme de algo, y segundo, porque creí vislumbrar el milagro de la incomprensión brillando sobre ciertos rostros.
Continúo. Toda exigencia de a por el camino de esta empresa, digamos, ya que he tomado la perspectiva androcéntrica de encontrar a la mujer, no puede sino desencadenar la angustia del otro, precisamente por cuanto yo no lo hago más que a, por cuanto mi deseo lo a-íza, por así decir. Y aquí, mi pequeño circuito aforístico se muerde la cola: es por eso que el amor-sublimación permite al goce — y me repito— condescender al deseo.
Como pueden ver, no temo al ridículo. Esto presenta para ustedes cierto airecillo de prédica, cuyo riesgo uno no deja de correr cada vez que se avanza por este terreno. Pero me pareció que sin embargo se tomaron tiempo para reirse. Sólo puedo estarles agradecido. Recomienzo.
Hoy sólo recomenzaré por un breve instante. Pero déjenme todavía dar algunos pasitos; porque es por esta misma vía que acabo de recorrer con cierto airecillo heroico que podremos avanzar en el sentido contrario, constatando muy curiosamente una vez más, confirmando la no-reversibilidad de sus recorridos, y así veremos surgir algo que tal vez les parezca de un tono menos conquistador.
Lo que el Otro quiere necesariamente por ese camino que condesciende a mi deseo, lo que éI quiere aunque no sepa en absoluto qué quiere, es sin embargo, necesariamente, mi angustia. Porque no basta decir que la mujer —para nombrarla— supera la suya por amor. Volveremos sobre esto.
Procedamos por la vía que hoy he elegido. Aún dejo de lado —será para la vez que viene— cómo se definen los partenaires al comienzo. El orden de las cosas en las que nos desplazamos implica siempre que así sea, que tomemos las cosas en ruta, y hasta a veces a la llegada: no podemos tomarlas al comienzo.
De todos modos, es en tanto que ella quiere mi goce, es decir, gozar de mí, —lo cual no puede tener otro sentido que la mujer suscita mi angustia; y esto por una razón muy simple, inscripta desde hace mucho en nuestra teoría: que no hay deseo realizable por la vía en la que lo situamos sino implicando la castración. Es en la medida en que se trata de goce, es decir, en que es mi ser lo que ella quiere, que la mujer no puede alcanzarlo sino castrándome. Que esto no les conduzca —hablo de la parte masculina de mi auditorio— a ninguna resignación en cuanto a los efectos siempre manifiestos de esta verdad primera en lo que llaman, con un término clasificatorio, la vida conyugal. Pues la definición (escritura en griego) de una primera no tiene absolutamente nada que ver con sus incidencias accidentales. Sin embargo, las cosas quedan más claras si se las articula con propiedad. Ahora bien, articularlo como acabo de hacerlo, aunque ello implique recubrir la experiencia de la manera más manifiesta, es justamente rozar el peligro que he señalado repetidamente, a saber, que en ello se vea lo que en el lenguaje corriente llaman una fatalidad, lo cual querría decir que está escrito. No porque yo lo diga debe pensarse que está escrito. Asimismo, si yo lo escribiera, pondría en ello más formas; y esas formas consisten, precisamente, en entrar en el detalle, esto es, en decir el por qué.
Supongamos —lo cual salta a la vista— que en referencia a lo que constituye la clave de esa función del objeto del deseo, a la mujer — y es evidente— no le falta nada. Pues nos equivocaríamos por completo si consideráramos que el penis-neid es un ultimo término. Ya les anuncié que aquí residiría la originalidad de lo que este año intento decirles.
El hecho de que en este punto ella no tenga nada que desear —y quizás trataré de articular el por que con mucha precisión en lo anatómico; pues este asunto de la analogía clítoris—pene está lejos de hallarse absolutamente fundada: un clítoris no es simplemente un pene más pequeño, es una parte del pene, corresponde a los cuerpos cavernosos y a ninguna otra cosa; ahora bien, que yo sepa, un pene, salvo en la hipospadia, no se limita a los cuerpos cavernosos (esto es un paréntesis)—, el hecho de no tener nada que desear en el camino del goce no regula en absoluto para ella la cuestión del deseo, justamente en la medida en que la función del a, para ella como para nosotros, juega todo su rol. Pero sin embargo, esto simplifica mucho la cuestión del deseo; digo, para ella; no para nosotros, en presencia de su deseo. Pero en fin, interesarse por el objeto como objeto de nuestro deseo les trae muchas menos complicaciones.
Se ha hecho tarde. Dejo las cosas en el punto al que pude conducirlas. Pienso que dicho punto es suficientemente atractivo como para que muchos de mis oyentes deseen conocer lo que sigue.
Para brindarles algunas premisas, anunciarles el hecho de que entiendo llevar las cosas al nivel de la función de la mujer en cuanto ella puede permitirnos ver más allá, en cierto nivel de la experiencia del análisis, les diré que, si puede darse un título a lo que enunciaré la próxima vez, sería algo así como: «De las relaciones de la mujer como psicoanalista con la posición de Don Juan».