Para empezar puntualmente, voy a iniciar mi charla de hoy con la lectura de un poema que, en verdad, no tiene ninguna relación con lo que les diré; pero tiene una con lo que dije el año pasado, en mi seminario, del objeto misterioso, el objeto más oculto, el de la pulsión escópica.
Se trata de este corto poema que, en la página 73 de Le Fou d’Elsa, Aragón titula Contre-chant, «Contracanto».
En vano llega tu imagen a mi encuentro.
Y no me entra donde estoy que sólo la muestro.
Tú volviéndote hacia mí sólo encuentras.
En la pared de mi mirada tu sombra soñada.
Soy ese desdichado comparable a los espejos.
Que pueden reflejar pero no pueden ver.
Como ellos mi ojo está vacío y como ellos habitado.
Por esa ausencia tuya que lo deja cegado.
Dedico este poema a la nostalgia que algunos pueden tener de ese seminario interrumpido, de lo que en él desarrollaba sobre la angustia y sobre la función del objeto a minúscula.
Esos, creo, saborearán -pido excusas por ser tan alusivo- saborearán el hecho de que Aragón en esta obra admirable en la que estuvo orgulloso de hallar el eco de los gustos de nuestra generación, la cual me obliga a remitirme a mis camaradas de mi misma edad, para poder todavía entenderme con este poema- de que Aragón continúe su poema con esta línea enigmática: Ainsi dit une fois An-Nadjî, comme on I’avait invité pour une circoncisión.
Punto en el que los que oyeron mi seminario del año pasado volverán a encontrar la correspondencia de las diversas formas del objeto a con la función central y simbólica del menos – φ aquí evocado por la referencia singular, y ciertamente no azarosa, que Aragón confiere a la connotación histórica, si puede decirse, de la emisión por su personaje, el poeta loco, de este contracanto.
Hay aquí algunos, lo sé, que se introducen en mi enseñanza. Se introducen en ella mediante escritos que ya están anticuados. Querría que sepan que una de las coordenadas indispensables para apreciar el sentido de esta primera enseñanza debe encontrarse en lo siguiente, en que no pueden, desde donde están, imaginar a qué grado de desprecio, o simplemente de desconocimiento por su instrumento pueden llegar los facultativos. Que sepan que, durante algunos años, ha sido necesario todo mi esfuerzo para revalorizar ante estos este instrumento, la palabra, para devolverle su dignidad, y hacer que no sean siempre para estos estas palabras de antemano desvalorizadas, que les obligaban a fijar su mirada en otro lugar, para encontrar su solvencia.
De ese modo he podido pasar al menos durante un tiempo, como frecuentado por no sé qué filosofía del lenguaje, hasta heideggeriana, cuando no se trataba más que de una referencia propedéutica. Y no porque hablo en estos lugares hablaré más como filósofo.
Lo que se trata es de combatir algo distinto, que aquí efectivamente podré más a mis anchas designar con su nombre, algo que no denominaré de otro modo que como el rechazo del concepto. Por ello, como anuncié al final de mi primer curso, hoy intentaré introducirles en los conceptos freudianos mayores que he aislado bajo número de cuatro y que cumplen propiamente esa función.
Estas pocas palabras en la pizarra bajo el título de conceptos freudianos, son los dos primeros, el inconsciente y la repetición. La transferencia, la abordaré, espero, el próximo día, nos introducirá directamente en los algoritmos que he creído tener que adelantar en la práctica, especialmente con el fin de poner en marcha la técnica analítica como tal. En cuanto a la pulsión, es de un acceso todavía tan difícil -en realidad, tan inabordado- que no creo que este año, podamos llegar a ella a no ser tan sólo después de que hayamos hablado de la transferencia.
Por tanto, solamente veremos la esencia del análisis, especialmente lo que tiene en sí de profundamente problemático, y al mismo tiempo rector, la función del análisis didáctico. Tan sólo después de haber pasado por esa exposición, quizá podremos, a finales de año, sin minimizar nosotros mismos el lado inestable hasta escabroso de la aproximación a este concepto, abordar la pulsión. En contraste con los que se aventuran en ella, en nombre de referencias frágiles e incompletas. Las dos pequeñas flechas que ven indicadas en la pizarra después del inconsciente y de la repetición apuntan hacia el interrogante que viene. Este indica que nuestra concepción del concepto implica que éste siempre se establece como una aproximación que no deja de estar relaciónada con lo que nos impone, como forma, el cálculo infinitesimal. Si el concepto se modela en efecto en una aproximación que en realidad está hecho para captar, no es más que por un salto, un paso al límite, que acaba por realizarse.
Por eso nos vemos requeridos a decir en que pueden acabarse- diré, bajo la forma de cantidad finita- la elaboración conceptual que se llama el inconsciente. E igualmente para la repetición. En lo que se refiere a los otros dos términos inscriptos en la pizarra, El sujeto y Lo real, es con respecto a ellos que nos veremos conducidos a dar forma a la pregunta planteada la última vez: ¿el psicoanálisis en sus aspectos paradójicos, singulares, de aporía, puede considerarse, entre nosotros, como constituyentes de una ciencia? Tomo, en primer lugar, el concepto de inconsciente.
La mayoría de esta asamblea posee algunas nociones de lo que enuncié, es decir, el inconsciente está estructurado como un lenguaje, que remite a un campo que en la actualidad no es mucho más accesible que en los tiempos de Freud. Lo ilustraré con algo que está materializado en un plano con seguridad científico, con ese campo que explora, estructura, elabora, Claude Lévi-Strauss, y que ha hilvanado con el titulo de Pensamiento salvaje.
Antes de toda experiencia, antes de toda deducción individual, incluso antes de que se inscriban en él las experiencias colectivas que sean, pueden referirse a las necesidades sociales, algo organiza ese campo o inscribe en él las líneas de fuerza iniciales. Esa es la función que Claude Lévi-Strauss nos muestra como la verdad de la función totémica, y cuya apariencia ha reducido, la función clasificatoria primaria.
Desde antes de que se establezcan relaciones propiamente humanas ya están determinadas ciertas relaciones. Estas están presas en todo lo que la naturaleza puede ofrecer como soportes, soportes que se disponen en temas de oposición. La naturaleza proporciona, por decirlo con su palabra, significantes, y estos significantes organizan de un modo inaugural las relaciones humanas, proporcionan sus estructuras, y las modelan.
Lo importante, para nosotros, consiste en que vemos aquí el nivel donde -antes de toda formación del sujeto, de un sujeto que piensa, que se sitúa- eso cuenta, es contado, y en esa cuenta, el que cuenta ya está en ella. Sólo después el sujeto tiene que reconocerse allí, reconocerse como contante. Recordemos el ingenuo tropiezo en el que el medidor del nivel mental se regocija al sorprender al niño que enuncia: tengo tres hermanos, Pablo, Ernesto y yo. Pero ello es completamente natural, en primer lugar, se cuentan los tres hermanos, Pablo, Ernesto y yo, y, además, hay yo al nivel en que se emite que tengo que pensar el primer yo, es decir, yo que cuento.
En nuestros días, en el tiempo histórico de formación de una ciencia, que podemos calificar de humana pero que hay, que distinguir claramente de toda psicosociología, a saber, la lingüística, cuyo modelo es el juego combinatorio que opera en la espontaneidad, por completo solo, de una manera presubjetiva, es esta estructura la que confiere su estatuto al inconsciente. Es ella, en cualquier caso, la que nos asegura que bajo el término de inconsciente hay algo cualificable, accesible y objetivable. Pero cuando incito a los psicoanalistas a no ignorar en absoluto ese terreno, que les proporciona un sólido apoyo para su elaboración, ¿quiere decir eso que pienso retener los conceptos introducidos históricamente por Freud bajo el término de inconsciente?. Pues bien ¡no!, no lo pienso. El inconsciente, concepto freudiano, es otra cosa que hoy querría intentar hacerles comprender.
No basta, en verdad, con decir que el inconsciente es un concepto, puesto que de ese modo se sustituye por un orden de misterio más corriente, un misterio particular; la fuerza sirve en general para designar un lugar de opacidad. Hoy me referiré a la función de la causa.
Sé claramente que entro ahí en un terreno que, desde el punto de vista de la crítica filosófica, no deja de evocar un mundo de referencias, las bastantes para hacerme vacilar entre ellas; somos libres de escoger. Una parte al menos de mi auditorio quedará en ascuas si indico simplemente que, en el Ensayo sobre las magnitudes negativas de Kant podemos comprender de qué modo es acosada la hiancia que la función de la causa ofrece, desde siempre, a toda comprensión conceptual. En ese ensayo se dice aproximadamente que es un concepto, al fin de cuentas, inanalizable, imposible de comprender por la razón, si es cierto que la regla de la razón, la Vernunftsregel, siempre consiste en cierta Vergleichung, o equivalente, y que en la función de la causa permanece esencialmente una cierta hiancia, término empleado en los Prolegómenos del mismo autor.
No voy a hacer notar que desde siempre el problema de la causa es el lugar de apuro de los filósofos, y que no es tan simple como algunos pueden creer al ver equilibrarse en Aristóteles las cuatro causas. No estoy aquí en plan de filósofo y no pretendo librarme de tan pesada carga con unas pocas referencias suficientes para evidenciar simplemente lo que quiere decir eso sobre lo que insisto. La causa, por mucha modalidad con que Kant la inscriba en las categorías de la razón pura; más exactamente, la inscribe en el cuadro de las relaciones entre la inherencia y la comunidad, no por ello está más racionalizada.
Se distingue de lo que hay de determinante en una cadena, o dicho de otro modo, de la ley. Para ejemplificarlo, piensen en lo que se manifiesta en la ley de la acción y la reacción. No hay aquí, si ustedes quieren, más que un sólo mantenedor. Uno no se da sin el otro. Cuando un cuerpo se estrella contra el suelo, su masa no es la causa de lo que recibe de rechazo de su fuerza viva, su masa esta integrada en esa fuerza que vuelve a él para disolver su coherencia por un efecto de rechazo o retorno. Aquí, no hay hiancia, a no ser al final.
Por el contrario, cada vez que hablamos de causa, siempre hay algo anticonceptual, indefinido. Las fases de la luna son la causa de las mareas; eso es algo vivo, sabemos en ese momento que la palabra causa esta bien empleada. O aún mas, los miasmas son la causa de la fiebre; eso tampoco quiere decir nada, hay un agujero, y algo que oscila en el intervalo. En resumen, no hay más causa que de lo que cojea. ¡Pues bien, el inconsciente freudiano! Es hacia ese punto en el que se sitúa que por aproximación intento dirigirlos, ese punto donde, entre la causa y lo que afecta, hay siempre cojera. Lo importante no radica en que el inconsciente determina la neurosis; ahí, muy fácilmente, Freud tiene el gesto pilático de lavarse las manos. Un día u otro quizá se halle algo, determinantes humorales, poco importa, eso le da igual. Pues el inconsciente nos muestra la hiancia por donde la neurosis se conecta con algo real, real que muy bien puede no estar determinado.
En esa hiancia ocurre algo. Taponada esa hiancia, ¿queda curada la neurosis? Después de todo, la pregunta siempre permanece abierta. Tan solo, la neurosis deviene otra, a veces simple lisiadura, cicatriz, como dice Freud; no cicatriz de la neurosis, sino del inconsciente. No les ordeno esta topología muy sabiamente, porque no tengo tiempo, salto dentro de ella, y creo que podrán sentirse guiados con los términos que introduzco cuando se acerquen a los textos de Freud. Vean de donde parte: de «La etiología de las neurosis» y, ¿qué encuentra en el agujero, en la hendidura, en la hiancia carácterística de la causa? Algo perteneciente al orden de lo » no realizado».
Se habla de rechazo. De ese modo se va demasiado deprisa en la cuestión. Por otra parte, desde hace algún tiempo, cuando se habla de rechazo, ya no se sabe lo que se dice. El inconsciente, en primer lugar, se nos manifiesta como algo que se mantiene a la espera en el aire, podría decir, de lo nonato. Que la represión vierta en él algo no debe sorprendernos. Esa es la relación con el limbo de la abortadora.
Esta dimensión debe evocarse con certeza en un registro que no tiene nada de irreal, ni de desreal, sino de no-realizado. Nunca sin peligro removemos algo en esa zona de las larvas, y quizás pertenece a la posición del analista, si verdaderamente se halla en ella, el tener que estar asediado; quiero decir realmente, por aquellos en los que ha evocado ese mundo de larvas sin haber podido siempre llevarlas hasta la luz. Todo discurso no es aquí inofensivo el discurso mismo que he podido mantener estos diez últimos años encuentra ahí algunos de esos efectos. No en vano, incluso en un discurso público, se apunta hacia los sujetos, y se les hiere en lo que Freud llama el ombligo, ombligo de los sueños, escribe, para designar, como último término, su centro de lo desconocido, que no es otra cosa, como el ombligo anatómico que lo representa, que esa hiancia de la que hablamos.
Peligro del discurso público ya que se dirige a lo más cercano, Nietzsche lo sabía, un cierto tipo de discurso sólo puede dirigirse a lo más lejano. En verdad, esta dimensión del inconsciente que evoco estaba olvidada, como perfectamente Freud lo había previsto. El inconsciente se había vuelto a cerrar sobre su mensaje gracias a los cuidados de esos activos ortopedistas en que se convirtieron los analistas de la segunda y de la tercera generación, que se han dedicado, al psicologizar la teoría analítica, a suturar esa hiancia.
Créanme, yo mismo nunca la vuelvo a abrir sin tomar precauciones.
Sin duda alguna, ahora, en estas fechas, en mi época, estoy en situación de introducir en el campo de la causa la ley del significante, en el lugar donde se produce esa hiancia. Sin embargo, es preciso, si queremos comprender lo que está en cuestión en el psicoanálisis, volver a evocar el concepto de inconsciente en los tiempos en que Freud procedió a forjarlo, puesto que no podemos consumarlo más que llevándolo a su límite.
El inconsciente freudiano no tiene nada que ver con las formas llamadas del inconsciente que le han precedido, incluso acompañado, que incluso todavía le rodean, abran, para comprender lo que quiero decir, el dicciónario Lalande. Lean la bonita enumeración realizada por Dwelshauvers en un libro aparecido hace unos cuarenta años en Flammarion. Allí enumera ocho o diez formas de inconsciente que no enseñan nada a nadie, que designan simplemente lo no-consciente, lo más o menos consciente, y que en el campo de las elaboraciones psicológicas hallamos mil variantes suplementarias.
El inconsciente de Freud no es en absoluto el inconsciente romántico de la creación imaginante. No es el lugar de las divinidades de la noche. Sin duda, este tiene alguna relación con el lugar hacia donde gira la mirada de Freud, pero el hecho de que Jung, posta de los términos del inconsciente romántico, haya sido repudiado por Freud nos indica bastante claramente que el psicoanálisis introduce otra cosa. Igualmente, para señalar que el inconsciente tan valija para todo, tan heteróclito, que durante toda su vida de filósofo solitario elaboró Eduardo Von Hartmann, no es el inconsciente de Freud, tampoco sería preciso preocuparse demasiado, puesto que Freud en el séptimo capítulo de «La interpretación de los sueños» se refiere a él en una nota, lo que quiere decir que hay que ir a verlo de más cerca para designar lo que en Freud se distingue de él.
A todos estos inconscientes siempre más o menos afiliados a una voluntad oscura considerada como primordial, a algo anterior a la conciencia, Freud opone la revelación de que al nivel del inconsciente hay algo en todos los aspectos homólogo a lo que ocurre al nivel del sujeto ;ello habla y ello funciona de una manera tan elaborada como al nivel de lo consciente, que pierde así lo que parecía su privilegio. Conozco las resistencias que todavía provoca esta simple observación a pesar de ser visible en el menor texto de Freud. Lean sobre esto el párrafo de ese séptimo capítulo titulado «El olvido en los sueños» a propósito del cual Freud se refiere continuamente a los juegos del significante.
No me contento con esta referencia masiva. Les he deletreado punto por punto el funcionamiento de lo que Freud nos produjo en primer lugar como el fenómeno del inconsciente. En el sueño, el acto falido, el chiste, ¿qué es lo que sorprende en primer lugar? El modo de tropiezo bajo el que aparecen.
Tropiezo, fallo, fisura. En una frase pronunciada, escrita, algo de un traspié. Freud está imantado por esos fenómenos, y es ahí donde buscará el inconsciente. Ahí, algo distinto pide realizarse que aparece como intencional, ciertamente, pero provisto de una extraña temporalidad, lo que se produce en esa hiancia, en el pleno sentido del término producirse, se presenta como el hallazgo. De ese modo, en primer lugar, la exploración freudiana vuelve a encontrar lo que ocurre en el inconsciente.
Hallazgo que es al mismo tiempo solución -no forzosamente acabada, pero que, por incompleta que está, tiene ese no-se-qué que nos afecta con ese acento particular que Theodor Reik ha destacado tan admirablemente -tan sólo destacado, pues Freud lo señala claramente antes que él- la sorpresa eso por lo que el sujeto se siente rebasado, por lo que halla a la vez más y menos de lo que esperaba, pero que de todos modos es, con respecto a lo que esperaba, de inestimable valor.
Ahora bien, ese hallazgo, desde el punto que se presenta, es hallazgo de algo perdido, y lo que es más, siempre está preparado para esconderse de nuevo, instaurando la dimensión de la pérdida.
Dejándome llevar a cierta metáfora, Eurídice dos veces perdida, esa es la imagen más sensible que podemos dar, en el mito, de lo que es la relación del Orfeo analista con el inconsciente.
En lo cual, si me permiten añadir algo de ironía, el inconsciente se encuentra en la orilla estrictamente opuesta de lo que ocurre con el amor, del que todos saben que siempre es único, y que el proverbio «une de perdue, dix de retrouvées» halla ahí su mejor aplicación.
La discontinuidad, esta es pues la forma esencial bajo la que nos aparece en primer lugar el inconsciente como fenómeno -la discontinuidad en la que algo se manifiesta como una vacilación. Ahora bien, aunque esta discontinuidad posee este carácter absoluto, inaugural, en el camino del descubrimiento de Freud, ¿debemos colocarla como fue a continuación la tendencia de los analistas, sobre el fondo de una totalidad?
Es el uno anterior a la discontinuidad? No lo creo así, y todo lo que he enseñado estos últimos años tendía a hacer cambiar esta exigencia de un uno cerrado -espejo al que se apega la referencia al psiquismo de envoltura, especie de doble del organismo en el que residiría esa falsa unidad. Ustedes estarán de acuerdo conmigo que el uno introducido por la experiencia del inconsciente, es el uno de la hendidura, del rasgo, de la ruptura.
Aquí yace una forma ignorada de lo uno, el Uno del Unbewusste. Digamos que el límite del Unbewusste, es el Unbegriff -no no-concepto, sino concepto de la carencia.
¿Dónde esta el fondo? ¿Es la ausencia?. Tampoco. La ruptura, la hendidura, el corte de la abertura hace surgir la ausencia -al igual que el grito tampoco se perfila sobre un fondo de silencio, sino que al contrario lo hace surgir como silencio.
Si conservan esta estructura inicial, se libraran de entregarse a tal o cual aspecto parcial de eso que esta en cuestión en lo que se refiere al inconsciente como por ejemplo el sujeto, en tanto que alienado en su historia, al nivel en el que la síncopa del discurso se une con su deseo. Verán que, más radicalmente, es en la dimensión de una, sincronía donde deben situar al inconsciente -al nivel de un ser, pero que tanto que puede referirse a todo, es decir, al nivel del sujeto de la enunciación, en tanto que, según las frases, según los modos, se pierde en la medida que se encuentra, y en tanto que, en una interjección, en un imperativo, en una invocación, hasta en un fallo, siempre es él quien les plantea su enigma, y quien habla -en resúmen, al nivel donde todo lo que se abre en el inconsciente se difunde, como el micelio, como dijo Freud a propósito del sueño, alrededor de un punto central. Se trata siempre del sujeto en tanto que indeterminado.
Oblivium es levis con la e larga -pulido unido, liso. Oblivium es lo que borra -¿qué [borra]? el significante como tal, aquí es donde volvemos a encontrar la estructura basal, que hace posible, de manera posible, de manera operatoria, que algo tome la función de tachar, de rayar, otra cosa. Nivel más primordial, estructuralmente que la represión de la que hablaremos más adelante. Pues bien, este elemento operatorio de la borradura, eso es lo que Freud designa, desde el origen, en la función de la censura.
Esa es la censura a base de tijeras, la censura rusa o incluso la censura alemana, ver Heinrich Heine, al principio del libro de Alemania: el señor y la señora Untel tienen el placer de anunciarles el nacimiento de un hijo hermoso como la libertad -el doctor Hoffmann censor, tacha la palabra libertad. Seguramente no podemos preguntar en que se convierte el efecto de esta palabra a partir de esta censura propiamente material, con lo cual nos encontramos ahí con otro problema. Pero esta ahí eso a lo que se refiere, de la manera más eficiente, el dinamismo del inconsciente.
Tomando el ejemplo nunca bastante explotado, el primero sobre el que Freud basa su demostración, el olvido, el tropiezo de la memoria, con respecto a la palabra Signorelli después de su visita a las pinturas de Orvieto, ¿es posible no ver surgir del texto mismo, e imponerse, no la metáfora, sino la realidad de la desaparición, de la supresión, de la Unterdrückung, paso a las interioridades? El término Signor, Herr, pasa a las interioridades; el señor absoluto, dije un tiempo, la muerte, para decirlo todo, ahí ha desaparecido. Y, además, ¿no vemos ahí detrás perfilarse todo lo que necesita Freud para hallar en los mitos de la muerte del padre la regulación de su deseo? Después de todo, se encuentra con Nietzsche para enunciar, en su mito, que Dios ha muerto. Y quizá sobre el fondo de las mismas razones. Pues el mito del Dios ha muerto -del que estoy por mi parte mucho menos seguro, como mito, entiéndanme bien, que la mayoría de los intelectuales contemporáneos, lo cual no es en absoluto, una declaración de teísmo, ni de fe en la resurrección- este mito quizás tan sólo es el logrado refugio contra la amenaza de castración.
Si saben leerlos, la verán en los frescos apocalípticos de la catedral de Orvieto. Si no, lean la conversación de Freud en el tren -el problema es tan sólo el del fin de la potencia sexual, sobre la que su interlocutor médico, el interlocutor precisamente frente al cual no encuentra el nombre Signorelli, le relata el carácter dramático que reviste para los que normalmente son sus pacientes.
Así, el inconsciente se manifiesta siempre como lo que vacila en un corte del sujeto -del que resurge un hallazgo, que Freud asimila al deseo- deseo que situaremos provisionalmente en la metonimia desnuda del discurso en juego en el que el sujeto se sorprende en algún punto inesperado.
En cuanto a Freud y a su relación con el padre, no olvidemos que todo su esfuerzo le condujo tan sólo a confesar que, para él, en cuestión permanecía en el aire, lo dijo a una de sus interlocutoras -¿qué quiere una mujer? Cuestión que nunca resolvió, ver si no lo que fue efectivamente su relación con la mujer, su carácter uxorioso, como expresa impúdicamente Jones refiriéndose a él. Diremos que Freud hubiera sido seguramente un admirable idealista sino se hubiera consagrado al otro, bajo la forma de la histérica, a propósito he decidido detener siempre, a las dos menos veinte, mi seminario. Como ven no he clausurado hoy lo que hay con respecto a la función del inconsciente.