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– El problema del estilo y la concepción psiquiátrica de las formas paranoicas de la experiencia
(Publicado inicialmente en el núm. 1 de la revista Minotaure, junio de 1933.)
Entre todos los problemas de la creación artística, creemos que es el del estilo el que requiere más imperiosamente, y para el artista mismo, una solución teórica. No carece de importancia, en efecto, la idea que el artista se forme del conflicto -revelado por el hecho del estilo- entre la creación realista fundada sobre el conocimiento objetivo, por una parte, y por otra parte la potencia superior de significación y la alta comunicabilidad emocional de la creación que se llama «estilizada». De acuerdo con la naturaleza de esta idea, en efecto, el artista concebirá el estilo como el fruto de una elección racional, de una elección ética, de una elección arbitraria, o bien de una necesidad experimentada por él, cuya espontaneidad se impone a todo control, o que incluso conviene liberar de cualquier control mediante una ascesis negativa. Y es inútil insistir en la importancia que estas concepciones tienen para el teórico.
Ahora bien, nos parece que el sentido que en nuestros días ha tomado la investigación psiquiátrica tiene datos nuevos que aportar a esos problemas. Hemos mostrado el carácter concretísimo de esos datos en algunos análisis de detalle relativos a escritos de locos. Quisiéramos aquí indicar, en términos forzosamente más abstractos, qué revolución teórica pueden significar en la antropología.
La psicología de escuela, por ser la novísima de las ciencias positivas y haber aparecido en el apogeo de la civilización burguesa que sostiene el cuerpo de estas ciencias, no podía menos de consagrar una confianza ingenua al pensamiento mecanicista que de manera tan brillante había demostrado sus capacidades en las ciencias de la física. Esto, por lo menos, durante todo el tiempo en que la ilusión de una infalible investigación de la naturaleza continué recubriendo la realidad con la fabricación de una segunda naturaleza, más conforme a las leyes de equivalencia fundamentales del espíritu, a saber la de la máquina. Se explica así que el progreso histórico de semejante psicología, cuyo punto de arranque fue la crítica experimental de las hipóstasis del racionalismo religioso, haya culminado, en las más recientes psicofísicas, en abstracciones funcionales cuya realidad se va reduciendo más y más rigurosamente a una medida sola, que es la del rendimiento físico del trabajo humano. En las condiciones artificiales del laboratorio no había, en efecto, nada que pudiera oponerse a un desconocimiento tan sistemático de la realidad del hombre.
El papel de los psiquiatras, cuya atención está siendo reclamada de modo especialmente imperioso por esa realidad, se debiera hallar no sólo los efectos del orden ético en las transferencias creadoras del deseo o de la libido, sino también las determinaciones estructurales del orden nouméníco en las formas primarias de la experiencia vivida: reconocer, en otras palabras, la primordialidad dinámica y la originalidad (te esa experiencia, de esa vivencia (Erlebnis), en relación con cualquier objetivación de acontecimiento (Geschehnis).
Nos hallaríamos, sin embargo, en presencia de la sorprendente excepción a las leyes propias del desarrollo de toda superestructura ideológica, si esos hechos hubieran sido reconocidos en el momento mismo en que se encontraron, y afirmados en el momento mismo en que se reconocieron. La antropología implicada por tales hechos hace demasiado relativos los postulados de la física y de la moral racionalizantes. Ahora bien, estos postulados están ya suficientemente integrados al lenguaje corriente, de tal manera que el médico -que, entre todos los tipos de intelectuales, es el marcado de manera más constante por un ligero retraso dialéctico- ha creído, ingenuamente, encontrarlos en los hechos mismos. Además, no hay que ocultar que el interés por los enfermos mentales nació históricamente de necesidades de orden jurídico. Estas necesidades aparecieron en el momento de la instauración formulada, a base del derecho, de la concepción filosófica burguesa del hombre como ser dotado de una libertad moral absoluta, y de la responsabilidad como atributo propio del individuo (vinculo de los derechos del hombre y de las investigaciones pioneras de Pinel y de Esquirol). De resultas de eso, el problema mayor que se le planteó prácticamente a la ciencia de los psiquiatras fue la cuestión artificial de un todo-o-nada de la invalidación mental (artículo 64 del Código penal francés).
Así, pues, era natural que, para dar con una explicación de los trastornos mentales, los psiquiatras acudieran por principio de cuentas a los análisis de la escuela y al cómodo esquema de un déficit cuantitativo (insuficiencia o desequilibrio) de una función de relación con el mundo, función y mundo procedentes de una misma abstracción y racionalización. En ese terreno, por lo demás, todo un orden de hechos, el que responde al marco clínico de las demencias, se dejaba resolver bastante bien.
Una buena muestra de lo que es el triunfo del genio intuitivo propio de la observación es el hecho de que un Kraepelin, a pesar de estar metido hasta el cuello en esos prejuicios teóricos, haya podido clasificar, con un rigor al cual no ha habido necesidad de añadir prácticamente nada, las especies clínicas cuyo enigma, a través de aproximaciones a menudo bastardas (de las cuales el público no recoge más que unas cuantas palabras genéricas: esquizofrenia, etc.), debía engendrar el relativismo nouméníco inigualado de los puntos de vista llamados fenomenológicos de la psiquiatría contemporánea.
Estas especies clínicas no son otras que las psicosis, propiamente dichas (las verdaderas ‘locura? del vulgo). Ahora bien, los trabajos de inspiración fenomenológica acerca de esos estados mentales (por ejemplo, el recientísimo de un Ludwig Binswanger sobre el estado llamado de «fuga de ideas» que se observa en la psicosis maniaco-depresiva, o bien mi propio trabajo sobre La psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad), al estudiar la reacción local que en esos estados se puede individualizar como trastorno mental (y que las más de las veces sólo es notable a causa de alguna discordancia pragmática), no la separan de la totalidad de las vivencias del enfermo, sino que tratan de definir la experiencia total en su originalidad. Esta experiencia no puede ser comprendida sino cuando se ha llegado al límite de un esfuerzo de asentimiento; se la puede describir válidamente como estructura coherente de una aprehensión nouménica inmediata de uno mismo y del mundo. Lo único capaz de hacer posible semejante descripción es un método analítico de grandísimo rigor; toda objetivación es, en efecto, eminentemente precaria en un orden fenoménico que se manifiesta como algo anterior a la objetivación racionalizante. Las formas exploradas de estas estructuras permiten concebirlas como diferenciadas entre sí por ciertos hiatos que hacen posible tipificarlas.
Ahora bien, algunas de esas formas de la experiencia vivida, las formas llamadas mórbidas, se presentan como particularmente fecundas en modos de expresión simbólicos que, aunque irracionales en su fundamento, no por ello dejan de estar provistos de una significación intencional eminente y de una comunicabilidad tensional muy elevada. Estas formas se encuentran en psicosis que nosotros hemos estudiado particularmente, conservándoles su etiqueta antigua -y etimológicamente satisfactoria- de «paranoia».
Estas psicosis se manifiestan clínicamente por un delirio de persecución, una evolución crónica especifica y unas reacciones crimi-nales particulares. Ante la incapacidad de detectar en ellas ningún trastorno en el manejo de la maquinaria lógica y de los símbolos espacio-témporo-causales, los autores del linaje clásico no han vacilado en relacionar paradójicamente todos esos trastornos con una hipertrofia de la función razonante.
Nosotros, en cambio, hemos podido demostrar no sólo que el mundo propio de tales sujetos está trasformado mucho más en su percepción que en su interpretación, sino que esta percepción misma no es comparable con la intuición de los objetos que es propia del individuo civilizado del término medio normal. Por una parte, en efecto, el campo de la percepción está impregnado en estos sujetos de un carácter inmanente e inminente de «significación personal» (síntoma llamado «interpretación»), y este carácter excluye la neutralidad afectiva del objeto que es exigida, virtualmente cuando menos, por el conocimiento racional. Por otra parte, la aliteración de las intuiciones espacio-temporales -alteración que en ellos es notable- modifica el alcance de la convicción de realidad (ilusiones del recuerdo, creencias delirantes).
Estos rasgos fundamentales de la vivencia paranoica la excluyen de la deliberación ético-racional y de toda libertad fenomenológicamente definible en la creación imaginativa.
Ahora bien, nosotros hemos estudiado metódicamente las expresiones simbólicas que de su experiencia dan estos sujetos: son por una parte los temas ideicos y los actos significativos de su delirio, y por otra parte las producciones plásticas y poéticas en las cuales se muestran notablemente fecundos.
Hemos podido hacer ver:
1] La significación eminentemente humana de estos símbolos, que no tiene análogo, en cuanto a los, temas delirantes, más que en las creaciones míticas del folklore, y que, en cuanto a los sentimientos animadores de esas fantasías, no tiene a menudo nada que pedirle a la inspiración de los artistas más grandes (sentimientos de la naturaleza, sentimiento idílico y utópico de la humanidad, sentimiento de reivindicación antisocial).
2] Hemos caracterizado en los símbolos una tendencia fundamental que hemos designado con el término de «identificación iterativa del objeto»: el delirio, en efecto, revela una gran fecundidad en fantasmas de repetición cíclica, de multiplicación ubicuista, de periódicos retornos sin fin de unos mismos acontecimientos, en «dobletes» y «tripletes» de unos mismos personajes, a veces en alucinaciones de desdoblamiento de la persona del sujeto. Estas intuiciones están notoriamente emparentadas con procesos muy constantes de la creación poética y parecen una de las condiciones de la tipificación, creadora del estilo.
3] Pero el punto más importante que hemos deducido de los símbolos engendrados por la psicosis es éste: que su valor de realidad no queda disminuido en nada a causa de la génesis que los excluye de la comunidad mental de la razón. Los delirios, en efecto, no tienen necesidad de ninguna interpretación para expresar con sus solos temas, y a las mil maravillas, esos complejos instintivos y sociales que sólo a costa de gran trabajo consigue el psicoanálisis sacar a la luz en el caso de los neuróticos. No menos notable es el hecho de que las reacciones criminales de esos enfermos se produzcan con gran frecuencia en un punto neurálgico de las tensiones sociales de la actualidad histórica.
Todos estos rasgos propios de la vivencia paranoica le dejan un margen de comunicabilidad humana en la que ha mostrado, bajo otras civilizaciones, toda su potencia. La experiencia vital de tipo paranoico no ha perdido por completo esa potencia ni siquiera bajo esta civilización racionalizante que es la nuestra: puede afirmarse que Rousseau, a propósito del cual puede pronunciarse con la mayor certidumbre el diagnóstico de paranoia típica, debe a su experiencia propiamente mórbida la fascinación que ejerció en su siglo por su persona y por su estilo. Sepamos también ver que el gesto criminal de los paranoicos excita a veces tan hondamente la simpatía trágica, que el siglo, para defenderse, no sabe ya si despojarlo de su valor humano o bien abrumar al culpable bajo su responsabilidad.
La vivencia paranoica y la concepción del mundo engendrada por ella pueden concebirse como una sintaxis original que contribuye a afirmar, mediante los vínculos de comprensión que le son propios, la comunidad humana. El conocimiento de esta sintaxis nos parece una introducción indispensable para la comprensión de los valores simbólicos del arte, y muy especialmente de los problemas del estilo -a saber, las virtudes de convicción y de comunión humana que le son propios-, y para la comprensión, también, de las paradojas de su génesis -problemas siempre insolubles para toda antropología que no se haya liberado del realismo ingenuo del objeto.
– Motivos del crimen paranoico: el crimen de las hermanas Papin
Al doctor Georges Dumas, con respetuoso afecto.
(Publicado inicialmente en la revista Minotaure, núm. 3, diciembre de 1933. Cf. los reportajes de Jéróme y Jean Tharaud en Paris-Soir, 29 y 30 de septiembre y 8 de octubre de 1933.)
Los lectores recordarán las circunstancias horribles de la matanza de Le Mans, y la emoción que provocó en la conciencia del público el misterio de los motivos de las dos asesinas, las hermanas Christine y Léa Papin. A esta inquietud, a este interés, respondió en la prensa una información muy amplia de los hechos, a través de las inteligencias más despiertas del campo del periodismo. Aquí, pues, no haremos más que resumir los hechos del crimen.
Las dos hermanas, una de veintiocho años y la otra de veintiuno, han, estado trabajando desde hace varios años como criadas de unos honorables burgueses de la pequeña ciudad provinciana, un abogado, su mujer y su hija. Criadas modelo, se ha dicho, excelentes trabajadoras; criadas-misterio también, pues, si se ha observado que los amos parecen haber carecido extrañamente de simpatía humana, nada nos permite decir que la indiferencia altiva de las sirvientas se haya limitado a corresponder a esa actitud; de un grupo al otro, «no se hablaban». Este silencio, sin embargo, no podía estar vacío, incluso si era oscuro a los ojos de los actores.
El 2 de febrero, al anochecer, esta oscuridad se materializa debido a un trivial apagón doméstico de la electricidad. La descompostura ha sido provocada por una torpeza de las hermanas, y las patronas ausentes ya han mostrado, a propósito de nimiedades sin importancia, reacciones muy vivas de humor. ¿Qué fue lo que dijeron la madre y la hija cuando, al regresar a casa, se encontraron con el vulgar desastre? Las respuestas de Christine- han variado en cuanto a este punto. En todo caso, el drama se desata muy aprisa, y sobre la forma del ataque es difícil admitir otra versión que la que han dado las hermanas, a saber, que fue repentino, simultáneo, y llevado de golpe al paroxismo del furor: cada una se apodera de una adversaria, le saca viva los ojos de las órbitas (hecho inaudito, según se ha dicho, en los anales del crimen) y luego la remata. Después, con ayuda de cuanto encuentran a su alcance, un martillo, un jarro de estaño, un cuchillo de cocina, se ensañan con los cadáveres de sus víctimas, les aplastan la cara y, desnudándoles el sexo, acuchillan profundamente los muslos y las nalgas de una para embadurnar con esa sangre los muslos y las nalgas de la otra. Lavan en seguida los instrumentos de estos ritos atroces, se purifican ellas mismas, y se acuestan en la misma cama. «¡Buena la hemos hecho!» Tal es la fórmula que intercambian y que parece dar el tono del desemborrachamiento, vaciado de toda emoción, que sucede en ellas a la orgía de sangre.
Al juez no le darán ningún motivo comprensible de su acto, ningún odio, ningún agravio contra sus víctimas; su única preocupación parecerá ser la de compartir enteramente la responsabilidad del crimen. Ante tres médicos expertos se mostrarán sin ninguna señal de delirio, ni de demencia, sin ningún trastorno actual psíquico ni físico, y a ellos les será forzoso registrar ese hecho.
En los antecedentes del crimen figuran algunos datos demasiado imprecisos, al parecer, para que se los pueda tomar en cuenta: unas gestiones embrolladas de las hermanas ante el alcalde para obtener la emancipación de la menor; un secretario general que las ha encontrado «chifladas»; un comisario central que atestigua haberlas tenido por «perseguidas». Hay también el cariño singular que las unía, su inmunidad a cualquier otro interés, los días de descanso que pasan juntas y en su habitación. Pero ¿acaso le han preocupado a alguien, hasta entonces, semejantes rarezas? Se omite también el dato de un padre alcohólico, brutal, que, según se dice, ha violado a una de sus hijas, así como el precoz abandono de su educación.
Pasados cinco meses de encarcelamiento, Christine, aislada de su hermana, presenta una crisis de agitación violentísima, con alucinaciones terroríficas. Durante otra crisis trata de sacarse los ojos, sin conseguirlo, por cierto, pero no sin lastimarse. La agitación furiosa hace necesario esta vez el uso de la camisa de fuerza. Se entrega a exhibiciones eróticas; después aparecen síntomas de melancolía: depresión, negativa a tomar alimentos, autoacusación, actos expiatorios de un carácter repugnante; posteriormente, en varias ocasiones, suelta frases de significación delirante. Christine declaró haber simulado alguno de esos estados. Digamos, sin embargo, que esa declaración no puede tenerse en modo alguno como la clave de su índole: el sentimiento de juego suele ser experimentado en tales estados por el sujeto, sin que su comportamiento sea por ello menos típicamente mórbido.
El 30 de septiembre, las hermanas son condenadas por el jurado. Christine, al oír que le van a cortar la cabeza en la plaza principal de la ciudad, recibe la noticia de rodillas.
Mientras tanto, los caracteres del crimen, los trastornos de Christine en la cárcel, las rarezas de la vida de las hermanas, hablan convencido a la mayoría de los psiquiatras de la irresponsabilidad de las asesinas.
Ante la negativa de un contra-peritaje, el doctor Logre, cuya personalidad altamente calificada es bien conocida, decidió tomar la palabra en la sala del tribunal en calidad de defensor. ¿Fue la regla de rigor inherente al clínico magistral, o la prudencia impuesta por unas circunstancias que lo ponían en postura de abogado? El caso es que el doctor Logre adelantó no una, sino varias hipótesis, acerca de la presunta anomalía mental de las hermanas: ideas de persecución, perversión sexual, epilepsia o histero-epilepsia. Si nosotros nos creemos capaces de formular una explicación más unívoca del problema, queremos antes que nada rendir homenaje a su autoridad, no sólo porque nos protege del reproche de emitir un diagnóstico sin haber examinado personalmente a las enfermas, sino también porque ha sancionado con fórmulas particularmente felices ciertos hechos muy delicados de aislar, y sin embargo, como vamos a ver, esenciales para la demostración de nuestra tesis.
Existe una entidad mórbida, la paranoia, que, a pesar de las fortunas diversas que ha sufrido con la evolución de la psiquiatría, responde grosso modo a los rasgos clásicos siguientes: a] un delirio intelectual
que varía sus temas de las ideas de grandeza a las ideas de persecución; b] unas reacciones agresivas que muy a menudo llevan al asesinato; c] una evolución crónica.
Dos concepciones se hablan opuesto hasta el día de hoy en cuanto a la estructura de esta psicosis: la primera se pronuncia por el desarrollo de una «constitución» mórbida, o sea de un vicio congénito del carácter; la segunda descubre los fenómenos elementales de la paranoia en trastornos momentáneos de la percepción, calificándolos de interpretativos a causa de su analogía aparente con la interpretación normal; el delirio es aquí considerado como una reacción pasional cuyos motivos están dados por la convicción delirante.
Por más que los fenómenos llamados elementales tengan una existencia mucho más cierta que la pretendida constitución paranoica, no es difícil ver la insuficiencia de estas dos concepciones, y nosotros hemos intentado fundar una nueva sobre una observación más conforme al comportamiento del enfermo.
Hemos reconocido así como primordial, tanto en los elementos como en el conjunto del delirio y en sus reacciones, la influencia de las relaciones sociales incidentes a cada uno de esos tres órdenes de fenómenos; y hemos admitido como explicativa de los hechos de la psicosis la noción dinámica de las tensiones sociales, cuyo estado de equilibrio o de ruptura define normalmente la personalidad en el individuo.
La pulsión agresiva, que se resuelve en el asesinato, aparece así como la afección que sirve de base a la psicosis. Se la puede llamar inconsciente, lo cual significa que el contenido intencional que la traduce en la consciencia no puede manifestarse sin un compromiso con las exigencias sociales integradas por el sujeto, es decir sin un camuflaje de motivos, que es precisamente todo el delirio.
Pero esta pulsión está teñida a su vez de relatividad social: tiene siempre la intencionalidad de un crimen, casi constantemente la de una venganza, a menudo el sentido de un castigo, es decir de una sanción emanada de los ideales sociales, y a veces, finalmente, se identifica con el acto acabado de la moralidad, tiene el alcance de una expiación (autocastigo). Los caracteres objetivos del asesinato, su electividad en cuanto a la víctima, su eficacia homicida, sus modos de explosión y de ejecución varían de manera continua con esos grados de la significación humana de la pulsión fundamental. Son esos mismos grados los que gobiernan la reacción de la sociedad frente al crimen paranoico, reacción ambivalente, de doble forma, que determina el contagio emocional de este crimen y las exigencias punitivas de la opinión.
Tal se nos muestra este crimen de las hermanas Papin, a causa de la emoción que suscita y que sobrepasa su horror, y a causa de su valor de imagen atroz, pero simbólica hasta en sus más espantosos detalles: las metáforas más sobadas del odio»sería capaz de sacarle los ojos»- reciben su ejecución literal. La conciencia popular revela el sentido que da a este odio al aplicarle el máximo de la pena, como la ley clásica al crimen de los esclavos. Tal vez, como luego veremos, se engañe así en cuanto al sentido real, del acto. Pero observemos, para beneficio de aquellos a quienes espanta la vía psicológica por la que estamos llevando el estudio de la responsabilidad, que el adagio «comprender es perdonar» está sometido a los límites de cada comunidad humana, y que, fuera de esos limites, comprender (o creer comprender) es condenar.
El contenido intelectual del delirio se nos muestra, según queda dicho, como una superestructura a la vez justificativa y negadora de la pulsión criminal. Lo concebimos, pues, como algo sometido a las variaciones de esta pulsión, por ejemplo al descenso resultante de su satisfacción: en el caso princeps del tipo particular de paranoia que hemos descrito (el caso Aimée), el delirio se evapora con la realización de los objetivos del acto. No hay por qué asombrarse de que otro tanto haya ocurrido durante los primeros meses que siguieron al crimen de las hermanas Papin. A lo largo de mucho tiempo, los defectos correlativos de las descripciones y de las explicaciones clásicas han hecho desconocer la existencia de tales variaciones, a pesar de tratarse de algo capital, afirmando la estabilidad de los delirios paranoicos, siendo así que lo único que hay es constancia de estructura: esa concepción conduce a los expertos a conclusiones erróneas, y explica sus aprietos en presencia de gran número de crímenes paranoicos, en los cuales su sentimiento de la realidad se abre paso a pesar de sus doctrinas, pero no engendra en ellos otra cosa que incertidumbre.
En el caso de las hermanas Papin, una sola huella de formulación de ideas delirantes anterior al crimen debe ser tenida por un complemento del cuadro clínico: y si se la sabe buscar, se la encontrará, principalmente en el testimonio del comisario central de la ciudad. Su imprecisión no puede de ninguna manera ser motivo para rechazarla: todo psiquiatra conoce el ambiente especialísimo evocado muy a menudo por no se sabe qué estereotipia de las palabras de tales enfermos, antes incluso de que esas palabras se concreten en fórmulas delirantes. Basta que alguien haya experimentado una sola vez esta impresión para que no pueda tener por desdeñable el hecho de reconocerla. Ahora bien, las funciones de selección de los centros de la policía dan el hábito de esa experiencia.
En la cárcel, Christine da expresión a varios temas delirantes. Calificamos así no sólo determinados síntomas típicos del delirio, por ejemplo el desconocimiento sistemático de la realidad (Christine pregunta cómo están de salud sus dos víctimas, y declara que las cree rencarnadas en otros cuerpos), sino también las creencias, más ambiguas, que s, traducen en frases como ésta: «Creo que en otra vida yo debería ser el marido de mi hermana.» En frases como éstas, en efecto, se pueden reconocer contenidos muy típicos de los delirios clasificados. Además, es constante encontrar cierta ambivalencia en toda creencia delirante, desde las formas más tranquilamente afirmativas de los delirios fantásticos (en los que el sujeto reconoce sin embargo- una «doble realidad») hasta las formas interrogativas de los delirios llamados «de suposición» en los que toda afirmación de la realidad le es sospechosa.
En nuestro caso, el análisis de esos contenidos y de esas formas nos permitiría precisar el sitio de las dos hermanas en la clasificación natural de los delirios. Las hermanas Papin no podrían ser acomodadas en la forma muy limitada de la paranoia que, por la vía de tales correlaciones formales, hemos aislado nosotros en nuestro trabajo sobre el caso Aimée. Probablemente, incluso, se saldrían de los marcos genéricos de la paranoia para entrar en el de las parafrenias, agrupadas por el genio de Kraepelin como formas inmediatamente contiguas. Esta precisión del diagnóstico, en el estado caótico de nuestra información, sería sin embargo muy precaria. Por lo demás, sería poco útil para nuestro estudio de los motivos del crimen, puesto que, como lo hemos indicado en nuestro trabajo, las formas de paranoia y las formas delirantes vecinas siguen unidas por una comunidad de estructura que justifica la aplicación de los mismos métodos de análisis.
Lo cierto es que las formas de la psicosis se nos muestran en las dos hermanas, si no idénticas, cuando menos estrechamente correlativas. Se ha escuchado en el curso de los debates la afirmación sorprendente de que era imposible que dos seres estuvieran afectados, al mismo tiempo, de la misma locura (o, por mejor decir, que la revelaran simultáneamente). Es una afirmación completamente falsa. Los delirios a dúo se cuentan entre las formas más antiguamente reconocidas de las psicosis. Las observaciones muestran que se producen electivamente entre deudos muy cercanos, padre e hijo, madre e hija, hermanos o hermanas. Digamos que su mecanismo depende en ciertos casos de la sugestión contingente ejercida por un sujeto delirante activo sobre un sujeto débil pasivo. Vamos a ver que nuestra concepción de la paranoia da de ese fenómeno una noción completamente distinta, y explica mejor el paralelismo criminal de las dos hermanas.
La pulsión homicida que concebimos como la base de la paranoia no sería, en efecto, más que una abstracción poco satisfactoria si no se encontrara controlada por una serie de anomalías correlativas de los instintos socializados, y si el estado actual de nuestros conocimientos sobre la evolución de la personalidad no nos permitiera considerar esas anomalías pulsionales como contemporáneas en su génesis. Homosexualidad, perversión sádico-masoquista, tales son los trastornos instintivos cuya existencia, en este caso, no había sido detectada más que por los psicoanalistas, y cuya significación genética hemos intentado nosotros mostrar en nuestro trabajo. Hay que confesar que las hermanas Papin parecen aportar a estas correlaciones una confirmación que se podría calificar de grosera: el sadismo es evidente en las manipulaciones ejecutadas sobre las víctimas, ¿y qué significación no toman, a la luz de estos datos, el afecto exclusivo de las dos hermanas, el misterio de su vida, las rarezas de su cohabitación, su medroso refugio en una misma cama después del crimen?
Nuestra experiencia precisa de estas enfermas nos hace vacilar, sin embargo, ante la afirmación, lanzada por algunos, de la realidad de relaciones sexuales entre las hermanas. Por eso le agradecemos al doctor Logre la sutileza del término «pareja psicológica» que da la medida de su reserva en cuanto a ese problema. Los psicoanalistas mismos, cuando hacen derivar la paranoia de la homosexualidad, califican esta homosexualidad de inconsciente, de «larvada». Esta tendencia homosexual no se expresaría sino por una negación enloquecida de si misma, que fundaría la convicción de ser perseguido y designaría al ser amado en el perseguidor. Pero ¿qué cosa es esta tendencia singular que, estando así tan cerca de su revelación evidente, permanecería siempre separada de ella por un obstáculo singularmente trasparente?
Freud, en un articulo admirable, sin damos la clave de esta paradoja, nos proporciona todos los elementos para encontrarla. Nos muestra en efecto que, cuando en los primeros estadios ahora reconocidos de la sexualidad infantil se opera la reducción forzosa de la hostilidad primitiva entre los hermanos, puede producirse una anormal inversión de esta hostilidad en deseo, y que este mecanismo engendra un tipo especial de homosexuales en los cuales predominan los instintos y actividades sociales. Se trata, de hecho, de un mecanismo constante: esa fijación amorosa es, la condición primordial de la primera integración a las tendencias instintivas de aquello que llamamos las tensiones sociales. Integración dolorosa, en la que se marcan ya las primeras exigencias sacrificiales que nunca más dejará de ejercer la sociedad sobre sus miembros: tal es su vinculo con esa intencionalidad personal del sufrimiento infligido, que constituye el sadismo. Esta integración se hace, sin embargo, según la ley de menor resistencia, mediante una fijación afectiva muy cercana aún al yo solipsista, fijación que merece el epíteto de narcisista, en la cual el objeto elegido es el más semejante al sujeto: tal es la razón de su carácter homosexual. Pero esta fijación deberá ser superada para llegar a una moralidad socialmente eficaz. Los magníficos estudios de Piaget nos han mostrado el progreso que se lleva a cabo desde el egocentrismo ingenuo de las primeras participaciones en las reglas del juego moral hasta la objetividad cooperativa de una consciencia idealmente acabada.
En nuestras enfermas, esta evolución no ha sobrepasado su primer estadio, y las causas de semejante detención pueden ser de ,orígenes muy diferentes, orgánicas unas (taras hereditarias), psicológicas otras (psicoanálisis infantil). Como se sabe, su acto parece no haber estado ausente de la vida de las hermanas.
A decir verdad, mucho antes de que hubiéramos hecho estos acercamientos teóricos, la observación prolongada de un crecido número de casos de paranoia, con el complemento de minuciosas indagaciones sociales, nos había conducido a considerar la estructura de las paranoias y de los delirios vecinos como un terreno enteramente dominado por la suerte de ese complejo fraternal. Un ejemplo muy importante de tal fenómeno salta a la vista en las observaciones que hemos publicado. La ambivalencia afectiva hacia la hermana mayor dirige todo el comportamiento autopunitivo de nuestro «caso Aimée». Si en el curso de su delirio Aimée trasfiere sobre varias cabezas sucesivas las acusaciones de su odio amoroso, es por un esfuerzo de liberarse de su fijación primera, pero este esfuerzo queda abortado: cada una de las perseguidoras no es, verdaderamente, otra cosa que una nueva imagen, completa e invariablemente presa del narcisismo, de esa hermana a quien nuestra enferma ha convertido en su ideal. Comprendemos ahora cuál es el obstáculo de vidrio que hace que Aimée no pueda saber nunca, a pesar de estarlo gritando, que ella ama a todas esas perseguidoras: no son más que imágenes.
El «mal de ser dos» que afecta a esos enfermos no los libera sino apenas del mal de Narciso. Pasión mortal y que acaba por darse la muerte. Aimée agrede al ser brillante a quien odia justamente porque representa el ideal que ella tiene de sí misma. Esta necesidad de autocastigo, este enorme sentimiento de culpabilidad se lee también en las acciones de las hermanas Papin, aunque sólo sea en el arrodillamiento de Christine al escuchar su sentencia. Pero es como si las hermanas no hubieran podido siquiera tomar, respecto la una de la otra, la distancia que habría sido necesaria para hacerse daño. Verdaderas almas siamesas, forman un mundo cerrado para siempre; cuando se leen las declaraciones que hicieron después del crimen, dice el doctor Logre, «uno cree estar leyendo doble». Sin más medios que los de su islote, tienen que resolver su enigma, el enigma humano del sexo.
Es preciso haber prestado oídos muy atentos a las extrañas declaraciones de tales enfermos para saber las locuras que su conciencia encadenada puede armar sobre el enigma del falo y de la castración femenina. Entonces queda uno preparado para reconocer en las confesiones tímidas del sujeto llamado normal las creencias que está callando, y que cree estar callando porque las, juzga pueriles, cuando en realidad las calla porque, sin saberlo, sigue adherido a ellas.
La frase de Christine: «creo que en otra vida yo debería ser el marido de mi hermana», se reproduce en estos enfermos a través de gran número de temas fantásticos para cuya captación sólo basta saber escuchar. Qué largo camino de tortura ha tenido que recorrer Christine antes de que la experiencia desesperada del crimen la desgarre de su otro yo, y de que pueda, después de su primera crisis de delirio alucinatorio, en la cual cree ver a su hermana muerta, muerta sin duda por ese golpe, gritarle, ante el juez que las confronta, las palabras de la pasión desengañada: «¡Sí, di que si!»
La noche fatídica, en la ansiedad de un castigo inminente, las hermanas entremezclan la imagen de sus patronas con el espejismo de su propio mal. Es su propia miseria lo que ellas detestan en esa otra pareja a la que arrastran en una atroz cuadrilla. Arrancan los ojos como castraban las bacantes. La curiosidad sacrílega que constituye la angustia del hombre desde el fondo de los tiempos es lo que las anima cuando desean a sus víctimas y cuando acechan en sus heridas abiertas aquello que Christine, en su inocencia, llamará más tarde, ante el juez, «el misterio de la vida».