«Weitere Bemerkungen über die Abwehr-Neuropsychosen»
Nota introductoria
Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa (1896)
«Weitere Bemerkungen über die Abwehr-Neuropsychosen»
Ediciones en alemán
1896 Neurol. Zbl., 15, nº 10, págs. 434-48. (15 de mayo.)
1906 SKSN, 1, págs. 112-34. (1911, 2º ed.; 1920, 3º ed.; 1922, 4º ed.)
1925 GS, 1, págs. 363-87.
1952 GW, 1, págs. 379-403.
Traducciones en castellano
1926(?) «Nuevas observaciones sobre las neuropsicosis de defensa». BN (17 vols.), 11, págs. 236-64. Traducción de Luis López-Ballesteros.
1943 Igual título. EA, 11, págs. 219-44. El mismo traductor.
1948 Igual título. BN (2 vols.), 1, págs. 220-31. El mismo traductor.
1953 Igual título. SR, 11, págs. 175-94. El mismo traductor.
1967 Igual título. BN (3 vols.) , 1, págs. 219-30. El mismo traductor.
1972 Igual título. BN (9 vols.), 1, págs. 288-98. El mismo traductor.
Este trabajo fue resumido por Freud bajo el número XXXV en el sumario de sus primeros escritos científicos (1897b).
Como ya hemos explicado en la «Nota introductoria» a «La herencia y la etiología de las neurosis» (1896), este artículo fue enviado por Freud a su editor el mismo día que aquel (5 de febrero de 1896), pero publicado unas seis semanas después. Al incluírselo en los Gesammelte Schriften en 1925, Freud agregó dos o tres notas a pie de página. Anteriormente había hecho un agregado sustancial en una nota de la traducción inglesa de 1924 , pero este agregado no fue incluido en ninguna edición en alemán.
En este segundo artículo sobre las neuropsicosis de defensa, la discusión es retomada en el punto al que había llegado en el primero (1894a), dos años atrás. Muchas de las conclusiones a que aquí se arriba habían sido sumariamente anticipadas en el trabajo en francés sobre la herencia (1896a); la parte esencial del trabajo le fue comunicada unas semanas antes a Fliess en un largo documento de fecha 1º de enero de 1896, al que Freud tituló «Un cuento de Navidad» (Freud, 1950a, Manuscrito K). De igual modo que su antecesor de 1894, el presente artículo se divide en tres secciones, que tratan respectivamente la histeria, las representaciones obsesivas y los estados psicóticos, y en cada caso se nos ofrecen los resultados de dos años de ulteriores investigaciones. En el trabajo anterior, el acento ya estaba colocado en el concepto de «defensa» o «represión»; aquí se examina mucho más de cerca aquello contra lo cual se hace operar la defensa, y en todos los casos se llega a la conclusión de que el factor causante es una vivencia sexual de índole traumática -en la histeria una experiencia pasiva, en las obsesiones una activa, si bien incluso en este último caso hay en el trasfondo más remoto una experiencia pasiva previa-. Dicho de otro modo, la causa última es siempre la seducción de un niño por parte de un adulto. (Cf. «La etiología de la histeria» (1896c). Además, el suceso traumático eficiente tiene lugar siempre antes del período de la pubertad, por más que el estallido de la neurosis se produzca luego de esta.
Como lo demuestra una nota agregada por Freud, más adelante él abandonó por entero esta posición, abandono que marca un punto de viraje de máxima importancia en sus concepciones. En una carta a Fliess del 21 de setiembre de 1897 (Freud, 1950a, Carta 69), AE, 1, pág. 301, le revela lo que había estado columbrando durante varios meses: era poco creíble que acciones perversas realizadas en perjuicio de niños gozaran de tanta generalidad, en especial teniendo en cuenta que en todos esos casos debía verse en el padre el causante de tales acciones. Pero Freud daría expresión pública a este cambio en sus opiniones sólo varios años más tarde, en «Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis» (1906a), AE, 7, págs. 266-7. La importante consecuencia de haber admitido esto fue, empero, que Freud pudo percatarse del papel que desempeñan las fantasías en los sucesos anímicos, lo cual le abrió la puerta para el descubrimiento de la sexualidad infantil y del complejo de Edipo. Hacemos una reseña más detallada de los cambios que sufrieron sus opiniones sobre este tema en la «Nota introductoria» a Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, págs. 112-6; se registra un desarrollo ulterior de esta teoría en «Sobre la sexualidad femenina» (1931b), AE, 21, págs. 239-40, donde las tempranas fantasías de la niña de ser seducida por su padre se reconducen a sus relaciones aún anteriores con la madre.
Señalemos, de paso, que merced al descubrimiento de la sexualidad infantil y a la admisión de la persistencia de mociones pulsionales inconcientes, perdió significatividad el problema planteado por el hecho de que el recuerdo de un trauma infantil pudiera tener mucho más efecto que su vivencia real en el momento de producirse dicho trauma -problema tratado repetidas veces por Freud en esta época y del que da minuciosa cuenta.
Mayor interés todavía reviste quizás el observar la presentación, en este trabajo, de varios novedosos ‘ mecanismos psíquicos, que habrían de cumplir amplio cometido en las posteriores elucidaciones de Freud sobre los procesos anímicos. Particularmente notable es su detenido análisis de los mecanismos obsesivos, que anticipa gran parte de lo que quince años más tarde dio a conocer en la sección teórica del historial clínico del «Hombre de las Ratas» (1909d). De este modo, nos encontramos con tempranas alusiones a la concepción de las representaciones obsesivas como autorreproches, a la noción de que los síntomas son un fracaso de la defensa y un «retorno de lo reprimido», y a la teoría, de vasto alcance, según la cual los síntomas son formaciones de compromiso entre las fuerzas reprimidas y las represoras. Por último, en la sección que versa sobre la paranoia hace su primera aparición el concepto de «proyección», y más adelante, hacia el final del artículo, encontramos el concepto de «alteración del yo», en el cual es posible ver prefiguradas ideas que volverían a salir a la luz en algunos de los postreros escritos de Freud -como por ejemplo en «Análisis terminable e interminable» (1937c)-.
James Strachey
Introducción
En un breve ensayo publicado en 1894 he reunido la histeria, las representaciones obsesivas, así como ciertos casos de confusión alucinatoria aguda, bajo el título de «neuropsicosis de defensa», porque se había obtenido para estas afecciones un punto de vista común, a saber ellas nacían mediante el mecanismo psíquico de la defensa (inconciente), es decir, a raíz del intento de reprimir una representación inconciliable que había entrado en penosa oposición con el yo del enfermo. En algunos pasajes de un libro aparecido después, Estudios sobre la histeria, que escribí en colaboración con el doctor J. Breuer, he podido elucidar e ilustrar mediante observaciones clínicas el sentido en que se ha de comprender este proceso psíquico de la «defensa» o «represión». Allí mismo se encuentran también indicaciones sobre el método del psicoanálisis, método arduo, pero enteramente confiable, del que me valgo en esas indagaciones que constituyen a la vez una terapia.
Pues bien: las experiencias que he tenido en los dos últimos años de trabajo me han corroborado en mi inclinación a situar la defensa en el punto nuclear dentro del mecanismo psíquico de las neurosis mencionadas, y por otra parte me han permitido dar una base clínica a la teoría psicológica. Para mi propio asombro, he hallado para los problemas de las neurosis algunas soluciones simples, pero bien circunscritas, de las que informaré de manera provisional y sucinta en las páginas que siguen. No se concilia con el modo de comunicación escogido adjuntar aquí a las tesis las pruebas que requieren; espero poder cumplir esa obligación más adelante, en una exposición de detalle.
La etiología «específica» de la histeria
Que los síntomas de la histeria sólo se vuelven inteligibles reconduciéndolos a unas vivencias de eficiencia «traumática», y que estos traumas psíquicos se refieren a la vida sexual, he ahí algo que Breuer y yo hemos declarado ya en publicaciones anteriores. Lo que hoy tengo para agregar, como el resultado uniforme de los análisis, por mí realizados, de trece casos de histeria, atañe por un lado a la naturaleza de estos traumas sexuales, y por el otro al período de la vida en que ocurrieron. Para la causación de la histeria no basta que en un momento cualquiera de la vida se presente una vivencia que de alguna manera roce la vida sexual y devenga patógena por el desprendimiento y la sofocación de un afecto penoso. Antes bien, es preciso que estos traumas sexuales correspondan a la niñez temprana {frühen Kindheit} (el período de la vida anterior a la pubertad), y su contenido tiene que consistir en una electiva irritación de los genitales (procesos semejantes al coito).
Hallé cumplida esta condición específica de la histeria -pasividad sexual en períodos presexuales- en todos los casos de histeria analizados (entre ellos, dos hombres). Apenas si hace falta indicar todo lo que disminuye, en virtud de la apuntada condicionalidad de los factores etiológicos accidentales, el reclamo de una predisposición hereditaria; además, empezamos a entender la frecuencia incomparablemente mayor de la histeria en el sexo femenino, que, en efecto, es más estimulador de ataques sexuales aun en la niñez.
Las objeciones más obvias a este resultado aducirán que los ataques sexuales a niños pequeños son demasiado frecuentes para que su comprobación pudiera reclamar un valor etiológico, o que tales vivencias por fuerza carecerán de toda eficiencia por afectar a un ser no desarrollado sexualmente; además, se dirá, hay que guardarse de instilar a los enfermos, por medio del examen, esta clase de supuestas reminiscencias, o de creer en las novelas que ellos mismos inventan. A estas últimas objeciones cabe oponer el pedido de que nadie juzgue con demasiada suficiencia en estos oscuros terrenos si antes no se valió del único método capaz de iluminarlos (el psicoanálisis, para hacer conciente lo hasta entonces inconciente). En cuanto a lo esencial de las dudas consignadas en primer término, se lo aventa con la puntualización de que no son las vivencias mismas las que poseen efecto traumático, sino sólo su reanimación como recuerdo, después que el individuo ha ingresado en la madurez sexual.
Mis trece casos de histeria eran todos graves; llevaban varios años de duración, algunos tras largo e infructuoso tratamiento en sanatorios. Los traumas infantiles descubiertos por el análisis para estos casos graves debieron calificarse sin excepción como unos serios influjos sexuales nocivos; a veces eran cosas directamente aborrecibles. Entre las personas culpables de esos abusos de tan serias consecuencias aparecen sobre todo niñeras, gobernantas y otro personal de servicio, a quienes son entregados los niños con excesiva desaprensión; están representados además los educadores, con lamentable frecuencia; en siete de aquellos trece casos se trataba, empero, de unos atentados infantiles no culposos, las más de las veces por hermanos varones que durante años habían mantenido relaciones sexuales con sus hermanas un poco menores. En todos los casos el proceso fue quizá semejante al que se averiguó con certeza en algunos, a saber: el muchacho había sufrido abusos de una persona del sexo femenino, lo cual le despertó prematuramente la libido, y años después, en una agresión sexual contra su hermana, repitió exactamente los mismos procedimientos a que lo habían sometido a él.
De la lista de las nocividades sexuales de la niñez temprana patógenas para la histeria, es preciso excluir una masturbación activa. Si, no obstante, tan a menudo se la encuentra junto a la histeria, ello se debe a la circunstancia de que la masturbación misma es, con frecuencia mucho mayor de lo que se cree, el resultado del abuso o de la seducción. No es raro que las dos partes de la pareja infantil contraigan luego neurosis de defensa: el hermano, unas representaciones obsesivas; la hermana, una histeria; y ello desde luego muestra la apariencia de una predisposición neurótica familiar. Esta seudoherencia se resuelve a veces, sin embargo, de una manera sorprendente; en una de mis observaciones, un hermano, una hermana y un primo algo mayor estaban enfermos. Por el análisis que emprendí con el hermano, me enteré de que sufría de unos reproches por ser el culpable de la enfermedad de la hermana; a él mismo lo había seducido el primo, y de este se sabía en la familia que había sido víctima de su niñera.
No puedo indicar con seguridad el límite máximo de edad hasta el cual un influjo sexual nocivo entra en la etiología de la histeria; dudo, sin embargo, de que una pasividad sexual después del octavo año, y hasta el décimo, pueda posibilitar una represión sí esta última no es promovida por una vivencia anterior. En cuanto al límite inferior, llega hasta donde alcanza el recuerdo, vale decir, ¡hasta la tierna edad de un año y medio, o dos años! (dos casos). En algunos de mis casos, el trauma sexual (o la serie de traumas) está contenido dentro del tercero y el cuarto año de vida. Yo mismo no daría crédito a estos peregrinos descubrimientos si ellos no se volvieran cabalmente confiables por la plasmación de la posterior neurosis. En cada caso, toda una suma de síntomas patológicos, hábitos y fobias sólo es explicable si uno se remonta a aquellas vivencias infantiles, y la ensambladura lógica de las exteriorizaciones neuróticas vuelve imposible desautorizar esos recuerdos que afloran desde el vivenciar infantil y se han conservado fielmente. Desde luego que en vano se pretendería inquirir a un histérico por estos traumas de la infancia fuera del psicoanálisis; su huella nunca se descubre en el recordar conciente, sino sólo en los síntomas de la enfermedad.
Todas las vivencias y excitaciones que preparan u ocasionan el estallido de la histeria en el período de la vida posterior a la pubertad sólo ejercen su efecto, comprobadamente, por despertar la huella mnémica de esos traumas de la infancia, huella que no deviene entonces conciente, sino que conduce al desprendimiento de afecto y a la represión. Armoniza muy bien con este papel de los traumas posteriores el hecho de que no estén sujetos al estricto condicionamiento de los traumas infantiles, sino que puedan variar en intensidad y naturaleza desde un avasallamiento sexual efectivo hasta unos meros acercamientos sexuales, y hasta la percepción sensorial de actos sexuales en terceros o el recibir comunicaciones sobre procesos genésicos.
En mi primera comunicación sobre las neurosis de defensa quedó sin esclarecer cómo el afán de la persona hasta ese momento sana por olvidar una de aquellas vivencias traumáticas podía tener por resultado que se alcanzara realmente la represión deliberada y, con ello, se abriesen las puertas a la neurosis de defensa. Ello no podía deberse a la naturaleza de la vivencia, pues otras personas permanecían sanas a despecho de idénticas ocasiones. No era posible entonces explicar cabalmente la histeria a partir del efecto del trauma; debía admitirse que la aptitud para la reacción histérica existía ya antes de este.
Ahora bien, tal predisposición histérica indeterminada puede remplazarse enteramente o en parte por el efecto póstumo {posthume} del trauma infantil sexual. Sólo consiguen «reprimir» el recuerdo de una vivencia sexual penosa de la edad madura aquellas personas en quienes esa vivencia es capaz de poner en vigor la huella mnérnica de un trauma infantil.
Las representaciones obsesivas tienen de igual modo por premisa una vivencia sexual infantil (pero de otra naturaleza que en la histeria). La etiología de las dos neuropsicosis de defensa presenta el siguiente nexo con la etiología de las dos neurosis simples, la neurastenia y la neurosis de angustia. Estas dos últimas son efectos inmediatos de las noxas sexuales mismas, según lo expuse en 1895 en un ensayo sobre la neurosis de angustia; y las dos neurosis de defensa son consecuencias mediatas de influjos nocivos sexuales que sobrevinieron antes del ingreso en la madurez sexual, o sea, consecuencias de las huellas mnémicas psíquicas de estas noxas. Las causas actuales productoras de neurastenia y neurosis de angustia desempeñan a menudo, simultáneamente, el papel de causas suscitadoras de las neurosis de defensa; por otro lado, las causas específicas de la neurosis de defensa, los traumas infantiles, establecen al mismo tiempo el fundamento para la neurastenia que se desarrollará luego. Por último, tampoco es raro el caso de que una neurastenia o una neurosis de angustia no sean mantenidas por influjos nocivos sexuales actuales, sino sólo por el continuado recuerdo de traumas infantiles.
Naturaleza y mecanismo de la neurosis obsesiva
En la etiología de la neurosis obsesiva, unas vivencias sexuales de la primera infancia poseen la misma significatividad que en la histeria; empero, ya no se trata aquí de una pasividad sexual, sino de unas agresiones ejecutadas con placer y de una participación, que se sintió placentera, en actos sexuales; vale decir, se trata de una actividad sexual. A esta diferencia en las constelaciones etiológicas se debe que la neurosis obsesiva parezca preferir al sexo masculino.
Por lo demás, en todos mis casos de neurosis obsesiva he hallado un trasfondo de síntomas histéricos que se dejan reconducir a una escena de pasividad sexual anterior a la acción placentera. Conjeturo que esta conjugación es acorde a ley, y que una agresión sexual prematura presupone siempre una vivencia de seducción. Todavía no puedo, sin embargo, proporcionar una exposición acabada de. la etiología de la neurosis obsesiva; sólo tengo una impresión: la decisión de que sobre la base de los traumas de la infancia se genere una histeria o una neurosis obsesiva parece entramada con las constelaciones temporales del desarrollo de la libido.
La naturaleza de la neurosis obsesiva admite ser expresada en una fórmula simple: las representaciones obsesivas son siempre reproches mudados, que retornan de la represión {desalojo} y están referidos siempre a una acción de la infancia, una acción sexual realizada con placer. Para elucidar esta tesis es necesario describir la trayectoria típica de una neurosis obsesiva.
En un primer período -período de la inmoralidad infantil-, ocurren los sucesos que contienen el germen de la neurosis posterior. Ante todo, en la más temprana infancia, las vivencias de seducción sexual que luego posibilitan la represión; y después las acciones de agresión sexual contra el otro sexo, que más tarde aparecen bajo la forma de acciones-reproche.
Pone término a este período el ingreso -a menudo anticipado- en la maduración sexual. Ahora, al recuerdo de aquellas acciones placenteras se anuda un reproche, y el nexo con la vivencia inicial de pasividad posibilita -con frecuencia sólo tras un empeño conciente y recordado- reprimir ese reproche y sustituirlo por un síntoma defensivo primario. Escrúpulos de la conciencia moral, vergüenza, desconfianza de sí mismo, son esos síntomas, con los cuales empieza el tercer período, de la salud aparente, pero, en verdad, de la defensa lograda.
El período siguiente, el de la enfermedad, se singulariza por el retorno de los recuerdos reprimidos, vale decir, por el fracaso de la defensa; acerca de esto, es incierto si el despertar de esos recuerdos sobreviene más a menudo de manera casual y espontánea, o a consecuencia de unas perturbaciones sexuales actuales, por así decir como efecto colateral de estas últimas. Ahora bien, los recuerdos reanimados y los reproches formados desde ellos nunca ingresan inalterados en la conciencia; lo que deviene conciente como representación y afecto obsesivos, sustituyendo al recuerdo patógeno en el vivir conciente, son unas formaciones de compromiso entre las representaciones reprimidas y las represoras.
Para describir de una manera intuible y con acierto probable los procesos de la represión, del retorno de lo reprimido y la formación de representaciones patológicas de compromiso, uno tendría que decidirse por unos muy precisos supuestos sobre el sustrato del acontecer psíquico y de la conciencia. Mientras se los quiera evitar, habrá que limitarse a las siguientes puntualizaciones, entendidas más bien figuralmente: Existen dos formas de la neurosis obsesiva, según que se conquiste el ingreso a la conciencia sólo el contenido mnémico de la acción-reproche, o también el afecto-reproche a ella anudado. El primer caso es el de las representaciones obsesivas típicas, en que el contenido atrae sobre sí la atención del enfermo y como afecto se siente sólo un displacer impreciso, en tanto que al contenido de la representación obsesiva sólo convendría el afecto del reproche. El contenido de la representación obsesiva está doblemente desfigurado respecto del que tuvo la acción obsesiva en la infancia: en primer lugar, porque algo actual remplaza a lo pasado, y, en segundo lugar, porque lo sexual está sustituido por un análogo no sexual. Estas dos modificaciones son el efecto de la inclinación represiva que continúa vigente, y que atribuiremos al «yo». El influjo del recuerdo patógeno reanimado se muestra en que el contenido de la representación obsesiva sigue siendo fragmentariamente idéntico a lo reprimido o se deriva de esto por medio de una correcta secuencia de pensamiento. Si uno reconstruye, con ayuda del método psicoanalítico, la génesis de cada representación obsesiva, halla que desde una impresión actual han sido incitadas dos diversas ilaciones de pensamiento; de ellas, la que ha pasado por el recuerdo reprimido demuestra estar formada tan correctamente desde el punto de vista lógico como la otra, no obstante ser insusceptible de conciencia e incorregible. Si los resultados de las dos operaciones psíquicas no concuerdan, esto no conduce, por ejemplo, a la nivelación lógica de la contradicción entre ambas, sino que en la conciencia entra, junto al resultado del pensar normal, y como un compromiso entre la resistencia y el resultado del pensar patológico, una representación obsesiva que parece absurda. Y si las dos ilaciones de pensamiento llevan a la misma conclusión, se refuerzan entre sí, de suerte que un resultado del pensar adquirido por vía normal se comporta ahora, psicológicamente, como una representación obsesiva. Toda vez que una obsesión neurótica aparece en lo psíquico, ella proviene de una represión. Las representaciones obsesivas {Zwangsvorstellung} no tienen, por así decir, curso psíquico forzoso {Zwangskurs} a causa de su valor intrínseco, sino por el de la fuente de que provienen o que ha contribuido a su vigencia.
Una segunda plasmación de la neurosis obsesiva se produce si lo que se conquista una subrogación en la vida psíquica conciente no es el contenido mnémico reprimido, sino el reproche, reprimido igualmente. El afecto de reproche puede mudarse, en virtud de un agregado psíquico, en un afecto displacentero de cualquier otra índole; acontecido esto, el devenir-conciente del afecto sustituyente ya no encuentra obstáculos en su camino. Entonces el reproche (por haber llevado a cabo en la infancia la acción sexual) se muda fácilmente en vergüenza (de que otro se llegue a enterar), en angustia hipocondríaca (por las consecuencias corporalmente nocivas de aquella acción-reproche), en angustia social (por la pena que impondrá la sociedad a aquel desaguisado), en angustia religiosa, en delirio de ser notado (miedo de denunciar a otros aquella acción), en angustia de tentación (justificada desconfianza en la propia capacidad de resistencia moral), etc. A todo esto, el contenido mnémico de la acción-reproche puede estar subrogado también en la conciencia o ser relegado por completo, lo cual dificulta en sumo grado el discernimiento diagnóstico. Muchos casos que tras una indagación superficial se tendrían por una hipocondría común (neurasténica) pertenecen a este grupo de los afectos obsesivos; en particular, la llamada «neurastenia periódica» o «melancolía periódica» parece resolverse con insospechada frecuencia en afectos y representaciones obsesivos, discernimiento este que no es indiferente desde el punto de vista terapéutico.
Junto a estos síntomas de compromiso, que significan el retorno de lo reprimido y, con él, un fracaso de la defensa originariamente lograda, la neurosis obsesiva forma una serie de otros síntomas de origen por entero diverso. Y es que el yo procura defenderse de aquellos retoños del recuerdo inicialmente reprimido, y en esta lucha defensiva crea unos síntomas que se podrían agrupar bajo el título de «defensa secundaria».
Todos estos síntomas constituyen «medidas protectoras» que han prestado muy buenos servicios para combatir las representaciones y afectos obsesivos. Sí estos auxilios para la lucha defensiva consiguen efectivamente volver a reprimir los síntomas del retorno [de lo reprimido] impuestos al yo, la compulsión se trasfiere sobre las medidas protectoras mismas, y así crea una tercera plasmación de la «neurosis obsesiva»: las acciones obsesivas. Estas nunca son primarias, nunca contienen algo diverso de una defensa, nunca una agresión; acerca de ellas, el análisis psíquico demuestra que en todos los casos se esclarecen plenamente -no obstante su rareza- reconduciéndolas al recuerdo obsesivo que ellas combaten.
La defensa secundaria frente a las representaciones obsesivas puede tener éxito mediante un violento desvío hacia otros pensamientos, cuyo contenido sea el más contrario posible; en el caso de prevalecer la compulsión de cavilar, por ejemplo, pensamientos sobre cosas suprasensibles, porque las representaciones reprimidas se ocupan siempre de lo sensual. O el enfermo intenta enseñorearse de cada idea obsesiva singular mediante un trabajo lógico y una invocación a sus recuerdos concientes; esto lleva a la compulsión de pensar y examinar, y a la manía de duda. La superioridad de la percepción frente al recuerdo en estos exámenes mueve al enfermo primero, y lo compele después, a coleccionar y guardar todos los objetos con los cuales ha entrado en contacto. La defensa secundaria frente a los afectos obsesivos da por resultado una serie todavía mayor de medidas protectoras que son susceptibles de mudarse en acciones obsesivas. Es posible agrupar estas con arreglo a su tendencia: medidas expiatorias (fastidiosos ceremoniales, observación de números), preventivas (toda clase de fobias, superstición, meticulosidad pedante, acrecentamiento del síntoma primario de los escrúpulos de la conciencia moral), miedo a traicionarse (coleccionar papeles, misantropía), aturdimiento (dipsomanía). Entre estas acciones e impulsos obsesivos, las fobias desempeñan el máximo papel como limitaciones existenciales del enfermo.
Hay casos en los que se puede observar cómo la compulsión se trasfiere de la representación o el afecto a la medida de defensa; otros en que la compulsión oscila periódicamente entre el síntoma de retorno [de lo reprimido] y el síntoma de la defensa secundaría; pero, junto a estos, otros casos en que no se forma representación obsesiva alguna, sino que el recuerdo reprimido está subrogado de manera inmediata por la medida de defensa aparentemente primaría. Aquí se alcanza de un salto aquel estadio que de lo contrario cierra la trayectoria de la neurosis obsesiva sólo tras la lucha de la defensa. Los casos graves de esta afección culminan en la fijación de acciones ceremoniales, o en una manía de duda universal, o en una existencia estrafalaria condicionada por fobias.
Que la representación obsesiva y todo cuanto de ella deriva no halle creencia [en el sujeto] se debe a que a raíz de la represión primaria se formó el síntoma defensivo de la escrupulosidad de la conciencia moral, que de igual modo cobró vigencia obsesiva. La certidumbre de haber vivido con arreglo a la moral durante todo el período de la defensa lograda impide creer en el reproche que está envuelto en la representación obsesiva. Los síntomas patológicos del retorno reciben también creencia sólo pasajeramente, a raíz de la emergencia de una representación obsesiva nueva y, aquí y allí, en estados de agotamiento melancólico del yo. La «compulsión» de las formaciones psíquicas aquí descritas no tiene absolutamente nada que ver con su reconocimiento por la creencia, y tampoco se debe confundir con aquel factor que se designa como «fortaleza» o «intensidad» de una representación. Su carácter esencial es, antes bien, que no puede ser resuelta por la actividad psíquica susceptible de conciencia; y este carácter no experimenta cambio alguno porque la representación a que la obsesión adhiere sea más fuerte o más débil, esté más o menos intensamente «iluminada», «investida con energía», etc.
Análisis de un caso de paranoia crónica.
Desde hace ya largo tiempo aliento la conjetura de que también la paranoia -o grupos de casos pertenecientes a ella- es una psicosis de defensa, es decir que proviene, lo mismo que la histeria y las representaciones obsesivas, de la represión de recuerdos penosos, y que sus síntomas son determinados en su forma por el contenido de lo reprimido. Es preciso que la paranoia posea un particular camino o mecanismo de represión, así como la histeria lleva a cabo esta por el camino de la conversión a la inervación corporal, y la neurosis obsesiva por sustitución (desplazamiento a lo largo de ciertas categorías asociativas). Yo observé varios casos que propiciaban esta interpretación, pero no había hallado ninguno que la probara; hasta que hace unos pocos meses, por deferencia del doctor Josef Breuer, pude someter a un psicoanálisis, con propósito terapéutico, el caso de una inteligente señora de treinta y dos años, al que no se podría denegarle la designación de paranoia crónica. Si no he aguardado más para informar sobre algunos esclarecimientos obtenidos a raíz de ese trabajo, ello se debe a que no tengo posibilidades de estudiar la paranoia salvo en ejemplos muy aislados, y a que considero posible que estas puntualizaciones muevan a un psiquiatra mejor situado que yo a hacer valer los derechos del factor de la «defensa» en el debate, hoy tan vivo, acerca de la naturaleza y el mecanismo psíquico de la paranoia. Lejos de mí, por cierto, querer decir con esta única observación, que paso a exponer, algo más que esto: ella es una psicosis de defensa, y quizá dentro del grupo «paranoia» haya otros casos más que también lo sean.
La señora P. tiene treinta y dos años de edad, está casada desde hace tres, es madre de un niño de dos años; sus progenitores no son nerviosos; empero, sé que sus dos hermanos son neuróticos igual que ella. Es dudoso que promediando su tercera década de vida no sufriera alguna depresión pasajera y extravío de juicio; en los últimos años permaneció sana y productiva, hasta que seis meses después de nacido su hijo dejó discernir los primeros indicios de la afección presente. Se volvió huraña y desconfiada, mostraba aversión al trato con los hermanos y hermanas de su marido y se quejaba de que los vecinos de la pequeña ciudad en que vivía habían variado su comportamiento hacia ella, siendo ahora descorteses y desconsiderados. Estas quejas aumentaron poco a poco en intensidad, aunque no en su precisión: decía que tenían algo contra ella, aunque no vislumbraba qué pudiera ser. Pero no había duda -según ella- de que todos, parientes y amigos, le faltaban al respeto, hacían lo posible para mortificarla. Se quiebra la cabeza para averiguar a qué se debe, y no lo sabe. Algún tiempo después, se queja de ser observada, le coligen sus pensamientos, se sabe todo cuanto le pasa en su hogar. Una siesta le acudió repentinamente el pensamiento de que a la noche la observaban cuando se desvestía. Desde ese momento recurrió para desvestirse a las más complicadas medidas precautorias, se deslizaba a oscuras dentro de la cama y sólo se desvestía bajo las mantas {Decke}. Como rehuía todo trato, se alimentaba mal y andaba muy desazonada, en el verano de 1895 la internaron en un instituto de cura de aguas. Allí afloraron nuevos síntomas y se le reforzaron los existentes. Ya en la primavera, cierto día tuvo de pronto, estando sola con su mucama, una sensación en el regazo, y a raíz de ella pensó que la muchacha tenía en ese momento un pensamiento indecente. Esta sensación se volvió en el verano más frecuente, casi continua; sentía sus genitales «como se siente una mano pesada». Luego empezó a ver imágenes que la espantaban, alucinaciones de desnudeces femeninas, en particular de un regazo femenino desnudo, con vello; en ocasiones, también genitales masculinos. La imagen del regazo velludo y la sensación de órgano en el regazo le acudían las más de las veces juntas. Las imágenes eran muy martirizadoras para ella, pues las tenía cuando estaba en compañía de una mujer, y entonces seguía la interpretación de que ella veía a esa mujer en desnudez indecorosa, pero en el mismo momento esta tenía la misma imagen de ella (!). Simultáneamente con estas alucinaciones visuales -que tornaron a desaparecer durante varios meses tras su primer ingreso en el instituto de salud-, empezaron unas voces que la fastidiaban, que ella no reconocía ni sabía explicar. Si andaba por la calle, eso decía: «Esta es la señora P. – Ahí va ella. ¿Adónde irá?». – Cada uno de sus movimientos y acciones eran comentados, a veces oía amenazas y reproches. Todos estos síntomas la hostigaban más cuando estaba en compañía o iba por la calle; por eso se rehusaba a salir. Luego tuvo asco a la comida y decayó rápidamente.
Todo esto lo supe por ella, cuando en el invierno de 1895 llegó a Viena para que yo la tratara. Lo he expuesto en detalle para trasmitir la impresión de que efectivamente se trata aquí de una forma frecuentísima de paranoia crónica, juicio con el cual armonizan los detalles, que luego consignaré, de los síntomas y de la conducta de ella. En cuanto a formaciones delirantes para la interpretación de las alucinaciones, o bien me las ocultó en ese momento o efectivamente no se habían producido aún; su inteligencia no había sufrido menoscabo; como cosa llamativa, sólo me informaron que repetidas veces visitaba a su hermano, que vivía en la vecindad, para encargarle algo, pero nunca le había comunicado nada. Jamás hablaba sobre sus alucinaciones y últimamente tampoco lo hacía mucho sobre las mortificaciones y persecuciones que sufría.
Ahora bien, lo que yo tengo para informar sobre esta enferma atañe a la etiología del caso y al mecanismo de las alucinaciones. Descubrí la etiología aplicando, en un todo como si se tratara de una histeria, el método de Breuer para explorar primero y eliminar después las alucinaciones. A tal fin, partí de la premisa de que en la paranoia, como en las otras dos neurosis de defensa con que yo estaba familiarizado, había unos pensamientos inconcientes y unos recuerdos reprimidos que, lo mismo que en aquellas, podían ser llevados a la conciencia venciendo una cierta resistencia; y la enferma corroboró enseguida esa expectativa, pues se comportó en el análisis como lo haría una histérica, y, reconcentrada bajo la presión de mi mano, produjo unos pensamientos que no recordaba haber tenido, que al principio no entendía y que contradecían su expectativa. Así quedaba probada también para un caso de paranoia la ocurrencia de unas representaciones inconcientes sustantivas, y ello me daba derecho a esperar que podría reconducir la compulsión de la paranoia igualmente a una represión. Lo peculiar era que la mayoría de las veces ella oía o alucinaba interiormente, como sus voces, las indicaciones que provenían de lo inconciente.
Sobre el origen de las alucinaciones visuales o, al menos, de las imágenes vivaces, averigüé lo siguiente: La imagen del regazo femenino acudía casi siempre junto con la sensación de órgano en el regazo, pero esta última era mucho más constante y solía presentarse sin la imagen.
Las primeras imágenes de regazos femeninos se le habían aparecido en el instituto de cura de aguas, pocas horas después que hubiera visto a unas mujeres realmente desnudas en la sala de baños; probaron ser, entonces, simples reproducciones de una impresión real, Ahora bien, era lícito suponer que si estas impresiones se habían repetido, sólo pudo deberse a que se les anudó un gran interés. Informó que en aquel momento había sentido vergüenza por aquellas mujeres; y ella misma, desde que tiene memoria, se avergüenza de que la vean desnuda. Como yo no podí a menos que ver en esa vergüenza algo compulsivo, inferí, de acuerdo con el mecanismo de la defensa, que ahí debía de haber sido reprimida una vivencia en que ella no se avergonzó, y la exhorté a dejar aflorar los recuerdos que correspondieran al tema del avergonzarse. Me reprodujo con prontitud una serie de escenas desde su séptimo hasta su octavo año, en que se había avergonzado de su desnudez en el baño ante su madre, su hermana, el médico; ahora bien, la serie desembocó en esta escena: teniendo ella seis años, se desvistió en el dormitorio para meterse en cama, sin avergonzarse ante su hermano presente. A mi inquisición, se averiguó que hubo muchas escenas de estas, y que los hermanitos durante años habían tenido la costumbre de mostrarse desnudos uno al otro antes de meterse en cama. Comprendí entonces el significado de la ocurrencia repentina de que la observaban cuando se metía en cama. Era un fragmento inalterado del viejo recuerdo-reproche, y ella reparaba ahora con su vergüenza lo que había omitido de niña.
La conjetura de que aquí se trataba de una constelación infantil, como es tan frecuente en la etiología de la histeria, quedó corroborada por ulteriores progresos del análisis, que arrojaron soluciones, simultáneamente, para detalles singulares de frecuente recurrencia en el cuadro de la paranoia.
El comienzo de su desazón coincidió con una gran disputa entre su marido y su hermano, a raíz de la cual este último no volvió a pisar la casa de ella. Siempre había amado muchísimo a este hermano, y lo extrañaba mucho en esa época. Pero, además, ella habló de un momento de su historial clínico en el que por primera vez «se le aclaró todo», es decir, obtuvo el convencimiento de que era cierta su conjetura de que todos la despreciaban y la mortificaban adrede. Ganó esta certeza por la visita de una cuñada, que en el curso de la plática dejó caer estas palabras:
«Si a mí me pasara algo así, lo tomaría a la ligera». La señora P. tomó esta manifestación primero sin malicia, pero, tras despedirse la visita se le antojó que esas palabras contenían un reproche para ella, como si soliera tornar a la ligera cosas serias, y desde esa hora se convenció de que era víctima de la murmuración general. Cuando le inquirí por qué se sentía justificada para darse por aludida con esas palabras, respondió que el tono con que habló la cuñada la convenció de ello -es cierto que con efecto retardado {nachträglich}-, lo cual es un detalle bien característico de la paranoia. La compelí entonces a recordar los dichos de la cuñada anteriores a la manifestación inculpada, y se averiguó que aquella había contado que en la casa paterna había toda clase de dificultades con los hermanos varones, anudando a ello la sabia observación: «En toda familia ocurren muchas cosas, sobre las que se prefiere echar un manto {Decke}. Y que si a ella le pasara algo así, lo tomaría a la ligera». Y bien, la señora P. no pudo menos que confesarlo, su desazón se había anudado a esas frases anteriores a la última manifestación. Pero como ella había reprimido {des alojado- suplantado} estas dos frases que podían despertarle el recuerdo de su relación con el hermano, conservando sólo la última frase insustancial, se vio forzada a anudar a esta la sensación de que su cuñada le hacía un reproche y, no ofreciéndole el contenido de la frase ningún asidero para ello, se volcó desde el contenido sobre el tono con el cual las palabras fueron pronunciadas. Tenemos aquí una prueba probablemente típica de que las falsas interpretaciones de la paranoia están basadas en una represión.
De manera sorprendente se solucionó también su raro proceder de convocar a su hermano para unas citas en las que luego no tenía nada que decirle. Ella lo explicó así: había pensado que él no podía menos que comprender su padecer con sólo verla, pues él sabía la causa de aquel. Ahora bien, como este hermano era de hecho la -única persona que podía conocer la etiología de su enfermedad, resultaba que ella había actuado siguiendo un motivo que por cierto no entendía concientemente, pero que aparecía de todo punto justificado si se le atribuía un sentido desde lo inconciente.
Conseguí entonces moverla a que reprodujera las diversas escenas en que había culminado el comercio sexual con el hermano (al menos desde su sexto hasta su décimo año). Durante este trabajo de reproducción, la sensación de órgano en el regazo «intervino en la conversación» {«mitsprechen»}, como es regular observarlo en el análisis de restos mnémicos histéricos. La imagen de un regazo femenino desnudo (pero ahora reducido a unas proporciones infantiles y sin vello) ora le acudía, ora le faltaba, según que la escena en cuestión hubiera ocurrido a plena luz o en la oscuridad. También el asco a la comida halló una explicación en un detalle repelente de estos procesos. Después que hubimos recorrido la serie de estas escenas, las sensaciones e imágenes alucinatorias desaparecieron para no retornar (al menos hasta hoy).
De esta suerte, yo había aprendido que esas alucinaciones no eran otra cosa que fragmentos tomados del contenido de las vivencias infantiles reprimidas, síntomas del retorno de lo reprimido.
Pasé entonces al análisis de las voces. Aquí era preciso explicar, ante todo, que un contenido tan indiferente como «Ahí va la señora P.», «Ahora busca vivienda», etc., pudiera ser sentido tan penoso por ella; y luego, los caminos por los cuales estas inocentes frases consiguieron singularizarse mediante un refuerzo alucinatorio. Estaba claro de antemano que estas «voces» no podían ser unos recuerdos reproducidos por vía alucinatoria, como las imágenes y sensaciones, sino que eran más bien unos pensamientos «dichos en voz alta».
La primera vez que oyó las voces, aconteció bajo las siguientes circunstancias: Había leído con gran tensión el bello relato de Otto Ludwig, Die Heiterethei, notando que a raíz de la lectura la reclamaban unos pensamientos que le acudían en tropel. Inmediatamente después salió a pasear por las callecitas vecinales, y entonces las voces le dijeron de pronto, cuando pasaba por una choza de campesinos: «¡Así era la casa de Heiterethei! Esta es la fuente y ese el arbusto. ¡Cuán dichosa era ella a pesar de su pobreza!». Y entonces las voces le repitieron fragmentos enteros de lo que acababa de leer; pero quedó sin entender por qué la casa, el arbusto y la fuente de la Heiterethei, y justamente los pasajes más insignificantes e incidentales de la obra literaria, tenían que imponerse a su atención con intensidad patológica. Sin embargo, la solución del enigma no era difícil. Por el análisis se averiguó que durante la lectura había tenido también otros pensamientos y la habían incitado muy otros pasajes del libro. Contra este material -analogías entre la pareja de la obra literaria y ella y su marido, recuerdos de intimidades de su vida conyugal y de secretos de familia-, contra todo esto, se había levantado una resistencia represora, porque siguiendo unos caminos fácilmente pesquisables se entramaba con su aversión sexual y así, en definitiva, desembocaba en el despertar de las viejas vivencias infantiles. A consecuencia de esta censura ejercida por la represión, los pasajes inocentes e idílicos, que se enlazaban por contraste y también por vecindad con los objetados, cobraron ese refuerzo para la conciencia que les posibilitó ser dichos en voz alta. La primera de las ocurrencias reprimidas se refería, por ejemplo, a las murmuraciones a que estaba expuesta por parte de sus vecinos la heroína, que vivía sola. Fácilmente halló la analogía con su propia persona. También ella vivía en una pequeña localidad, no se trataba con nadie y se creía despreciada por los vecinos. Esta desconfianza a sus vecinos tenía un fundamento real: al comienzo se vio constreñida a conformarse con una vivienda pequeña, la pared de cuyo dormitorio, a la cual estaba arrimada la cama matrimonial de la joven pareja, era contigua a una habitación de la casa vecina. En los comienzos de su vida conyugal despertó en ella -evidentemente por un despertar inconciente de su relación infantil, en que jugaban a marido y mujer- una gran aversión sexual; estaba siempre temerosa de que los vecinos pudieran oír palabras y ruidos a través de la pared medianera, y esta vergüenza se le mudó en un sentimiento de enojo hacia los vecinos.
Las voces debían su génesis, entonces, a la represión de unos pensamientos que en su resolución última significaban en verdad unos reproches con ocasión de una vivencia análoga al trauma infantil; según eso, eran síntomas del retorno de lo reprimido, pero al mismo tiempo consecuencias de un compromiso entre resistencia del yo y poder de lo retornante, compromiso que en este caso había producido una desfiguración que llegaba a lo irreconocible. En otros ejemplos de voces que tuve oportunidad de analizar en la señora P., !a desfiguración era menos grande; no obstante, las palabras oídas siempre tenían un carácter de diplomática imprecisión; la alusión mortificadora estaba las más de las veces profundamente escondida, y los nexos entre las frases singulares se disfrazaban por medio de una expresión ajena, unas formas lingüísticas desacostumbradas, etc.: caracteres estos que son universales en las alucinaciones auditivas de los paranoicos y en que yo diviso la huella de la desfiguración-compromiso. El dicho: «Ahí va la señora P., ella busca vivienda en la calle», significaba, por ejemplo, la amenaza de no curar nunca, pues yo le había prometido que luego del tratamiento estaría en condiciones de regresar a la pequeña ciudad donde su marido tenla sus ocupaciones; había alquilado una vivienda en Viena provisionalmente, por algunos meses.
En algunos casos, la señora P. oía también amenazas más nítidas, relacionadas, por ejemplo, con los parientes de su marido; aun así, su expresión reticente contrastaba con la tortura que tales voces le producían. De acuerdo con lo que ya se sabe acerca de los paranoicos, me inclino a suponer una progresiva parálisis de aquella resistencia que amortigua los reproches, de suerte que la defensa termina en un total fracaso y el reproche originario, el vituperio que uno se quería ahorrar, regresa en su forma inalterada. Empero, yo no sé si este es un decurso constante, si la censura de los dichos-reproche no puede faltar desde el comienzo o perseverar hasta el final.
Me resta todavía valorizar los esclarecimientos obtenidos de este caso de paranoia para una comparación entre la paranoia y la neurosis obsesiva. Aquí como allí se ha comprobado que la represión es el núcleo del mecanismo psíquico; lo reprimido es en ambos casos una vivencia sexual infantil. También en esta paranoia, toda obsesión proviene de una represión; los síntomas de la paranoia admiten una clasificación semejante a la que se probó justificada para la neurosis obsesiva. Una parte de los síntomas brota igualmente de la defensa primaria, a saber: todas las ideas delirantes de la desconfianza, la inquina, la persecución de otros. En la neurosis obsesiva, el reproche inicial ha sido reprimido {desalojado-suplantado} por la formación del síntoma defensivo primario: desconfianza de sí mismo. Así se reconoció la licitud del reproche, y entonces, para compensar eso, la vigencia que el escrúpulo de la conciencia moral adquirió en el intervalo de salud protege de dar crédito al reproche que retorna como representación obsesiva. En la paranoia, el reproche es reprimido por un camino que se puede designar como proyección, puesto que se erige el síntoma defensivo de la desconfianza hacia otros; con ello se le quita reconocimiento al reproche, y, como compensación de esto, falta luego una protección contra los reproches que retornan dentro de las ideas delirantes.
A otros síntomas de mi caso de paranoia cabe designarlos como síntomas del retorno de lo reprimido y también llevan en sí, como los síntomas de la neurosis obsesiva, las huellas del compromiso que les consintió -sólo él- el ingreso en la conciencia. Así, la idea delirante de ser observada cuando se desvestía, las alucinaciones visuales y de sensación, y el oír voces. El retorno de lo reprimido en imágenes visuales se acerca más al carácter de la histeria que al de la neurosis obsesiva; empero, la histeria suele repetir sus símbolos mnémicos sin modificación, mientras que la alucinación mnémica paranoica experimenta una desfiguración, como sucede en la neurosis obsesiva; una imagen moderna análoga remplaza a la reprimida (regazo de una mujer adulta, y no el de una niña; y por eso mismo el vello particularmente nítido, dado que este faltaba en la impresión originaría). Una circunstancia por entero peculiar de la paranoia, y ya no susceptible de ser iluminada en esta comparación, es que los reproches reprimidos retornan como unos pensamientos enunciados en voz alta, para lo cual se ven forzados a consentir una doble desfiguración: una censura lleva a su sustitución por otros pensamientos asociados o a su encubrimiento por modos imprecisos de expresión, y están referidos a vivencias recientes, meramente análogas a las antiguas.
En cuanto al tercer grupo de los síntomas hallados en la neurosis obsesiva, los síntomas de la defensa secundaria, no se los halla presentes como tales en la paranoia; en efecto, contra los síntomas que retornan y que hallan creencia, no se hace valer defensa alguna. Como sustituto de ello, hallamos en la paranoia otra fuente para la formación de síntoma; las ideas delirantes que llegaron a la conciencia en virtud del compromiso (síntomas del retorno [de lo reprimido]) proponen demandas al trabajo de pensamiento del yo hasta que se las pueda aceptar exentas de contradicción. Como ellas mismas no son influibles, el yo se ve precisado a adecuárseles; así es como a los síntomas de la defensa secundaria en el caso de la neurosis obsesiva corresponde aquí la formación delirante combinatoria el delirio de interpretación, que desemboca en la alteración del yo. Mi caso era incompleto en este aspecto; en aquel momento aún no mostraba nada de los ensayos interpretativos que sólo después advinieron. Pero no dudo de que se comprobarán importantes resultados cuando se aplique el psicoanálisis a ese estadio de la paranoia. Acaso se averigüe que también la llamada debilidad mnémica de los paranoicos es tendenciosa, es decir, descansa en una represión y sirve a los propósitos de esta. Con efecto retardado {nachträglich}, es posible que se repriman y sustituyan aquellos recuerdos no patógenos que se sitúan en contradicción con la alteración del yo, reclamada esta imperiosamente por los síntomas del retorno.
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