Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: SCIENTIA SEXUALIS

III. SCIENTIA SEXUALIS

Supongo que se me conceden los dos primeros puntos; imagino
que se acepta decir que el discurso sobre el sexo, desde hace ya tres
siglos hoy, ha sido multiplicado más bien que rarificado; y que si ha
llevado consigo interdicciones y prohibiciones, de una manera más
fundamental ha asegurado la solidificación y la implantación de toda
una disparidad sexual. Queda en pie que todo ello parece haber
desempeñado esencialmente un papel de defensa. Al hablar tanto del
sexo, al descubrirlo desmultiplicado, compartimentado y especificado
justamente allí donde se ha insertado, no se buscaría en el fondo sino
enmascararlo: discurso encubridor, dispersión que equivale a
evitación. Al menos hasta Freud, el discurso sobre el sexo —el
discurso de científicos y teóricos— no habría cesado de ocultar
aquello de lo que hablaba. Se podría tomar a todas esas cosas
dichas, precauciones meticulosas y análisis detallados, por otros
tantos procedimientos destinados a esquivar la insoportable, la
demasiado peligrosa verdad del sexo. Y el solo hecho de que se haya
pretendido hablar desde el punto de vista purificado y neutro de una
ciencia es en sí mismo significativo. Era, en efecto, una ciencia hecha
de fintas, puesto que en la incapacidad o el rechazo a hablar del sexo
mismo, se refirió sobre todo a sus aberraciones, perversiones, rarezas
excepcionales, anulaciones patológicas, exasperaciones mórbidas.
Era igualmente una ciencia subordinada en lo esencial a los
imperativos de una moral cuyas divisiones reiteró bajo los modos de
la norma médica. Son pretexto de decir la verdad, por todas partes
encendía miedos; a las menores oscilaciones de la sexualidad
prestaba una dinastía imaginaria de males destinados a repercutir en
generaciones enteras; afirmó como peligrosos para la sociedad entera
los hábitos furtivos de los tímidos y las pequeñas manías más
solitarias; como fin de los placeres insólitos puso nada menos que la
muerte: la de los individuos, la de las generaciones, la de la especie.
También se ligó así a una práctica médica insistente e
indiscreta, locuaz para proclamar sus repugnancias, lista para correr
en socorro de la ley y la opinión, más servil con las potencias del
orden que dócil con las exigencias de lo verdadero. Involuntariamente
ingenua en el mejor de los casos, y, en los más frecuentes,
voluntariamente mentirosa, cómplice de lo que denunciaba, altanera y
acariciadora, instauró toda una indecencia de lo mórbido,
característica del último tramo del siglo XIX; médicos como Garnier,
Pouillet y Ladoucette fueron en Francia sus escribas sin gloria, y
Rollinat su chantre. Pero más allá de esos placeres turbios
reivindicaba ella otros poderes; se definía como instancia soberana de
los imperativos de higiene, uniendo los viejos temores al mal venéreo
con los temas nuevos de la asepsia, los grandes mitos evolucionistas
con las recientes instituciones de salud pública; pretendía asegurar el
vigor físico y la limpieza moral del cuerpo social; prometía eliminar a
los titulares de taras, a los degenerados y a las poblaciones
bastardeadas. En nombre de una urgencia biológica e histórica
justificaba los racismos de Estado, entonces inminentes. Los fundaba
en la «verdad».
Sorprende la diferencia cuando se compara lo que en la misma
época era la fisiología de la reproducción animal y vegetal con esos
discursos sobre la sexualidad humana. Su débil tenor, no digo ya en
cientificidad, sino en mera racionalidad elemental, pone a tales
discursos en un lugar aparte en la historia de los conocimientos.
Forman una zona extrañamente embrollada. Todo a lo largo del siglo
XIX, el sexo parece inscribirse en dos registros de saber muy
distintos: una biología de la reproducción que se desarrolló de modo
continuo según una normatividad científica general, y una medicina
del sexo que obedeció a muy otras reglas de formación. Entre ambas,
ningún intercambio real, ninguna estructuración recíproca; la primera,
en relación con la otra, no desempeñó sino el papel de una garantía
lejana, y muy ficticia: una caución global que servía de pretexto para
que los obstáculos morales, las opciones económicas o políticas, los
miedos tradicionales, pudieran reescribirse en un vocabulario de
consonancia científica. Todo ocurriría como si una fundamental
resistencia se hubiera opuesto a que se pronunciara un discurso de
forma racional sobre el sexo humano, sus correlaciones y sus efectos.
Semejante desnivelación sería el signo de que en ese género de
discursos no se trataba de decir la verdad, sino sólo de impedir que se
produjese. En la diferencia entre la fisiología de la reproducción y la
medicina de la sexualidad habría que ver otra cosa (y más) que un
progreso científico desigual o una desnivelación en las formas de la
racionalidad; la primera dependería de esa inmensa voluntad de saber
que en Occidente sostuvo la institución del discurso científico; la
segunda, de una obstinada voluntad de no saber.
Es innegable: el discurso científico formulado sobre el sexo en el
siglo XIX estuvo atravesado por credulidades sin tiempo, pero también
por cegueras sistemáticas: negación a ver y oír; pero —sin duda es el
punto esencial— negación referida a lo mismo que se hacía aparecer
o cuya formulación se solicitaba imperiosamente. Pues no puede
haber desconocimiento sino sobre el fondo de una relación
fundamental con la verdad. Esquivarla, cerrarle el acceso,
enmascararla: tácticas locales, que como una sobreimpresión (y por
un desvío de última instancia) daban una forma paradójica a una
petición esencial de saber. No querer reconocer algo es también una
peripecia de la voluntad de saber. Que sirva aquí de ejemplo la
Salpêtrière de Charcot: era un inmenso aparato de observación, con
sus exámenes, sus interrogatorios, sus experiencias, pero también era
una maquinaria de incitación, con sus presentaciones públicas, su
teatro de las crisis rituales cuidadosamente preparadas con éter o
nitrito de amilo, su juego de diálogos, de palpaciones, de imposición
de manos, de posturas que los médicos, mediante un gesto o una
palabra, suscitan o borran, con la jerarquía del personal que espía,
organiza, provoca, anota, informa, y que acumula una inmensa
pirámide de observaciones y expedientes. Ahora bien, sobre el fondo
de esa incitación permanente al discurso y a la verdad, jugaban los
mecanismos propios del desconocimiento: tal el gesto de Charcot
interrumpiendo una consulta pública en la que demasiado
manifiestamente comenzaba a tratarse de «eso»; así también, con
mayor frecuencia, el desvanecimiento progresivo en los expedientes
de lo que, en materia de sexo, había sido dicho y mostrado por los
enfermos, pero también visto, solicitado por los médicos mismos, y
que las observaciones publicadas eliden casi por entero.(1) Lo
importante, en esta historia, no es que los sabios se taparan ojos y
oídos ni que se equivocaran; sino, en primer lugar, que se construyera
en torno al sexo y a propósito del mismo un inmenso aparato
destinado a producir, sin perjuicio de enmascararla en el último
momento, la verdad. Lo importante es que el sexo no haya sido
únicamente una cuestión de sensación y de placer, de ley o de
interdicción, sino también de verdad y de falsedad, que la verdad del
sexo haya llegado a ser algo esencial, útil o peligroso, precioso o
temible; en suma, que el sexo haya sido constituido como una
apuesta en el juego de la verdad. Lo que hay que localizar, pues, no
es el umbral de una racionalidad nueva cuyo descubrimiento
correspondería a Freud —o a otro—, sino la formación progresiva (y
también las trasformaciones) de ese «juego de la verdad y del sexo»
que nos legó el siglo XIX y del cual nada prueba que nos hayamos
liberado, incluso si hemos logrado modificarlo. Desconocimientos,
evasiones y evitaciones no han sido posibles, ni producido sus
efectos, sino sobre el fondo de esa extraña empresa: decir la verdad
del sexo. Empresa que no data del siglo XIX, aun si entonces le prestó
forma singular el proyecto de una «ciencia». Es el pedestal de todos
los discursos aberrantes, ingenuos o astutos en los que el saber sobre
el sexo se extravió al parecer tanto tiempo.
Ha habido históricamente dos grandes procedimientos para
producir la verdad del sexo.
Por un lado, las sociedades —fueron numerosas: China, Japón,
India, Roma, las sociedades árabes musulmanas— que se dotaron de
una ars erotica. En el arte erótico, la verdad es extraída del placer
mismo, tomado como práctica y recogido como experiencia; el placer
no es tomado en cuenta en relación con una ley absoluta de lo
permitido y lo prohibido ni con un criterio de utilidad, sino que, primero
y ante todo en relación consigo mismo, debe ser conocido como
placer, por lo tanto según su intensidad, su calidad específica, su
duración, sus reverberaciones en el cuerpo y el alma. Más aún: ese
saber debe ser revertido sobre la práctica sexual, para trabajarla
desde el interior y amplificar sus efectos. Así se constituye un saber
que debe permanecer secreto, no por una sospecha de infamia que
mancharía a su objeto, sino por la necesidad de mantenerlo secreto,
ya que según la tradición perdería su eficacia y su virtud si fuera
divulgado. Es, pues, fundamental la relación con el maestro poseedor
de los secretos; él. únicamente, puede trasmitirlo de manera esotérica
y al término de una iniciación durante la cual guía, con un saber y una
severidad sin fallas, el avance de su discípulo. Los efectos de ese arte
magistral, mucho más generosos de lo que dejaría suponer la
sequedad de sus recetas, deben trasfigurar al que recibe sus
privilegios: dominio absoluto del cuerpo, goce único, olvido del tiempo
y de los límites, elixir de larga vida, exilio de la muerte y de sus
amenazas.
Nuestra civilización, a primera vista al menos, no posee ninguna
ars erotica. Como desquite, es sin duda la única en practicar una
scientia sexualis. O mejor: en haber desarrollado durante siglos, para
decir la verdad del sexo, procedimientos que en lo esencial
corresponden a una forma de saber rigurosamente opuesta al arte de
las iniciaciones y al secreto magistral: se trata de la confesión.
Al menos desde la Edad Media, las sociedades occidentales
colocaron la confesión entre los rituales mayores de los cuales se
espera la producción de la verdad: reglamentación del sacramento de
penitencia por el concilio de Letrán, en 1215, desarrollo consiguiente
de las técnicas de confesión, retroceso en la justicia criminal de los
procedimientos acusatorios, desaparición de ciertas pruebas de
culpabilidad (juramentos, duelos, juicios de Dios) y desarrollo de los
métodos de interrogatorio e investigación, parte cada vez mayor de la
administración real en la persecución de las infracciones y ello a
expensas de los procedimientos de transacción privada, constitución
de los tribunales de inquisición: todo ello contribuyó a dar a la
confesión un papel central en el orden de los poderes civiles y
religiosos. La evolución de la palabra aveu (*) y de la función jurídica
que ha designado es en sí característica: del aveu, garantía de
condición y estatuto, de identidad y de valor acordado a alguien por
otro, se ha pasado al aveu, reconocimiento por alguien de sus propias
acciones o pensamientos. Durante mucho tiempo el individuo se
autentificó gracias a la referencia de los demás y a la manifestación
de su vínculo con otro (familia, juramento de fidelidad, protección);
después se lo autentificó mediante el discurso verdadero que era
capaz de formular sobre sí mismo o que se le obligaba a formular. La
confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los
procedimientos de individualización por parte del poder.
En todo caso, al lado de los rituales consistentes en pasar por
pruebas, al lado de las garantías dadas por la autoridad de la
tradición, al lado de los testimonios, pero también de los
procedimientos científicos de observación y demostración, la
confesión se convirtió, en Occidente, en una de las técnicas más
altamente valoradas para producir lo verdadero. Desde entonces
hemos llegado a ser una sociedad singularmente confesante. La
confesión difundió hasta muy lejos sus efectos: en la justicia, en la
medicina, en la pedagogía, en las relaciones familiares, en las
relaciones amorosas, en el orden de lo más cotidiano, en los ritos más
solemnes; se confiesan los crímenes, los pecados, los pensamientos
y deseos, el pasado y los sueños, la infancia; se confiesan las
enfermedades y las miserias; la gente se esfuerza en decir con la
mayor exactitud lo más difícil de decir, y se confiesa en público y en
privado, a padres, educadores, médicos, seres amados; y, en el
placer o la pena, uno se hace a sí mismo confesiones imposibles de
hacer a otro, y con ellas escribe libros. La gente confiesa —o es
forzada a confesar. Cuando la confesión no es espontánea ni
impuesta por algún imperativo interior, se la arranca; se la descubre
en el alma o se la arranca al cuerpo. Desde la Edad Media, la tortura
la acompaña como una sombra y la sostiene cuando se esquiva:
negras mellizas.(2) La más desarmada ternura, así como el más
sangriento de los poderes, necesitan la confesión. El hombre, en
Occidente, ha llegado a ser un animal de confesión.
De allí, sin duda, una metamorfosis literaria: del placer de contar
y oír, centrado en el relato heroico o maravilloso de las «pruebas» de
valentía o santidad, se pasó a una literatura dirigida a la infinita tarea
de sacar del fondo de uno mismo, entre las palabras, una verdad que
la forma misma de la confesión hace espejear como lo inaccesible. De
allí, también, esta otra manera de filosofar: buscar la relación
fundamental con lo verdadero no simplemente en uno mismo —en
algún saber olvidado o en cierta huella originaria— sino en el examen
de uno mismo, que libera, a través de tantas impresiones fugitivas, las
certidumbres fundamentales de la consciencia. La obligación de
confesar nos llega ahora desde tantos puntos diferentes, está ya tan
profundamente incorporada a nosotros que no la percibimos más
como efecto de un poder que nos constriñe; al contrario, nos parece
que la verdad, en lo más secreto de nosotros mismos, sólo «pide» salir
a la luz; que si no lo hace es porque una coerción la retiene, porque la
violencia de un poder pesa sobre ella, y no podrá articularse al fin sino
al precio de una especie de liberación. La confesión manumite, el
poder reduce al silencio; la verdad no pertenece al orden del poder y
en cambio posee un parentesco originario con la libertad: otros tantos
temas tradicionales en la filosofía, a los que una «historia política de la
verdad» debería dar vuelta mostrando que la verdad no es libre por
naturaleza, ni siervo el error, sino que su producción está toda entera
atravesada por relaciones de poder. La confesión es un ejemplo.
Es preciso que uno mismo haya caído en la celada de esta
astucia interna de la confesión para que preste un papel fundamental
a la censura, a la prohibición de decir y de pensar; también es
necesario haberse construido una representación harto invertida del
poder para llegar a creer que nos hablan de libertad todas esas voces
que en nuestra civilización, desde hace tanto tiempo, repiten la
formidable conminación de decir lo que uno es, lo que ha hecho, lo
que recuerda y lo que ha olvidado, lo que esconde y lo que se
esconde, lo que uno no piensa y lo que piensa no pensar. Inmensa
obra a la cual Occidente sometió a generaciones a fin de producir —
mientras que otras formas de trabajo aseguraban la acumulación del
capital— la sujeción de los hombres; quiero decir: su constitución
como «sujetos», en los dos sentidos de la palabra. Que el lector
imagine hasta qué punto debió de parecer exorbitante, a comienzos
del siglo XIII, la orden dada a los cristianos de arrodillarse al menos
una vez por año para confesar, sin omitir ninguna, cada una de sus
faltas. Y que piense, siete siglos más tarde, en ese oscuro militante
que va a reunirse, entre las montañas, con la resistencia servia; sus
jefes le piden que escriba su vida; y cuando entrega esas pocas y
pobres hojas, borroneadas en la noche, no las miran, sólo le dicen:
«Recomienza, y escribe la verdad.» Las famosas prohibiciones de
lenguaje a las que se otorga tanto peso, ¿deberían hacer olvidar este
milenario yugo de la confesión?
Ahora bien, desde la penitencia cristiana hasta hoy, el sexo fue
tema privilegiado de confesión. Lo que se esconde, suele decirse. ¿Y
si por el contrario fuera lo que, de un modo muy particular, se
confiesa? ¿Si la obligación de esconderlo no fuese sino otro aspecto
del deber de confesarlo (encubrirlo tanto más y con tanto más cuidado
cuanto que su confesión es más importante, exige un ritual más
estricto y promete efectos más decisivos)? ¿Si el sexo fuera, en
nuestra sociedad, a una escala de varios siglos ahora, lo que está
colocado bajo el régimen sin desfallecimiento de la confesión? La
puesta en discurso del sexo, de la que más arriba se hablaba, la
diseminación y el refuerzo de la disparidad sexual, quizá sean dos
piezas de un mismo dispositivo; se articulan en él gracias al elemento
central de una confesión que constriñe a la enunciación verídica de la
singularidad sexual, por extremada que sea. En Grecia la verdad y el
sexo se ligaban en la forma de la pedagogía, por la trasmisión, cuerpo
a cuerpo, de un saber precioso; el sexo servía de soporte a las
iniciaciones del conocimiento. Para nosotros, la verdad y el sexo se
ligan en la confesión, por la expresión obligatoria y exhaustiva de un
secreto individual. Pero esta vez es la verdad la que sirve de soporte
al sexo y sus manifestaciones.
Ahora bien, la confesión es un ritual de discurso en el cual el
sujeto que habla coincide con el sujeto del enunciado; también es un
ritual que se despliega en una relación de poder, pues no se confiesa
sin la presencia al menos virtual de otro, que no es simplemente el
interlocutor sino la instancia que requiere la confesión, la impone, la
aprecia e interviene para juzgar, castigar, perdonar, consolar,
reconciliar; un ritual donde la verdad se autentifica gracias al
obstáculo y las resistencias que ha tenido que vencer para formularse;
un ritual, finalmente, donde la sola enunciación, independientemente
de sus consecuencias externas, produce en el que la articula
modificaciones intrínsecas: lo torna inocente, lo redime, lo purifica, lo
descarga de sus faltas, lo libera, le promete la salvación. La verdad
del sexo, al menos en cuanto a lo esencial, ha sido presa durante
siglos de esa forma discursiva, y no de la de la enseñanza (la
educación sexual se limitará a los principios generales y a las reglas
de prudencia), ni de la de la iniciación (práctica esencialmente muda,
que el acto de despabilar o de desflorar sólo torna risible o violenta).
Es una forma, como se ve, lo más lejana posible de la que rige al «arte
erótico». Por la estructura de poder que le es inmanente , el discurso
de la confesión no sabría provenir de lo alto, como en el ars erotica,
por la voluntad soberana del maestro, sino de abajo, como una
palabra obligada, requerida, que por una coerción imperiosa hace
saltar los sellos de la discreción y del olvido. Lo que de secreto
supone tal discurso no está ligado al elevado precio de lo que tiene
que decir y al pequeño número de los que merecen recibir sus
beneficios, sino a su oscura familiaridad y a su general bajeza. Su
verdad no está garantizada por la autoridad altanera del magisterio ni
por la tradición que trasmite, sino por el vínculo, la pertenencia
esencial en el discurso entre quien habla y aquello de lo que habla. En
desquite, la instancia de dominación no está del lado del que habla
(pues es él el coercionado) sino del que escucha y se calla; no del
lado del que sabe y formula una respuesta, sino del que interroga y no
pasa por saber. Por último, este discurso verídico tiene efectos en
aquel a quien le es arrancado y no en quien lo recibe. Con tales
verdades confesadas estamos lo más lejos posible de las sabias
iniciaciones en el placer, con su técnica y su mística. Pertenecemos,
en cambio, a una sociedad que ha ordenado alrededor del lento
ascenso de la confidencia, y no en la trasmisión del secreto, el difícil
saber del sexo.
La confesión fue y sigue siendo hoy la matriz general que rige la
producción del discurso verídico sobre el sexo. Ha sido, no obstante,
considerablemente trasformada. Durante mucho tiempo permaneció
sólidamente encastrada en la práctica de la penitencia. Pero poco a
poco, después del protestantismo, la Contrarreforma, la pedagogía
del siglo XVIII y la medicina del XIX, perdió su ubicación ritual y
exclusiva; se difundió; se la utilizó en toda una serie de relaciones:
niños y padres, alumnos y pedagogos, enfermos y psiquiatras,
delincuentes y expertos. Las motivaciones y los efectos esperados se
diversificaron, así como las formas que adquirió: interrogatorios,
consultas, relatos autobiográficos, cartas; fueron consignados,
trascritos, reunidos en expedientes, publicados y comentados. Pero,
sobre todo, la confesión se abrió, si no a otros dominios, al menos a
nuevas maneras de recorrerlos. Ya no se trata sólo de decir lo que se
hizo —el acto sexual— y cómo, sino de restituir en él y en torno a él
los pensamientos, las obsesiones que lo acompañan, las imágenes,
los deseos, las modulaciones y la calidad del placer que lo habitan.
Por primera vez sin duda una sociedad se inclinó para solicitar y oír la
confidencia misma de los placeres individuales.
Diseminación, pues, de los procedimientos de la confesión,
localización múltiple de su coacción, extensión de su dominio: poco a
poco se constituyó un gran archivo de los placeres del sexo. Durante
mucho tiempo este archivo se disimuló a medida que se constituía. No
dejó huellas (así lo quería la confesión cristiana), hasta que la
medicina, la psiquiatría y también la pedagogía comenzaron a
solidificarlo: Campe, Salzmann, luego sobre todo Kaan, Krafft-Ebing,
Tardieu, Molle, Havelock Ellis, reunieron con cuidado toda esa lírica
pobre de la heterogeneidad sexual. Así las sociedades occidentales
comenzaron a llevar el indefinido registro de sus placeres.
Establecieron su herbario, instauraron su clasificación; describieron
las deficiencias cotidianas tanto como las rarezas o las
exasperaciones. Momento importante: es fácil reírse de los psiquiatras
del siglo XIX que enfáticamente se excusaban, por los horrores a los
que daban la palabra, evocando «atentados a las costumbres» o
«aberraciones de los sentidos genésicos». Yo me inclinaría más bien a
saludar su seriedad: tenían el sentido del acontecimiento. Era el
momento en que los placeres más singulares eran llamados a
formular sobre sí mismos un discurso verídico que ya no debía
articularse con el que habla del pecado y la salvación, de la muerte y
la eternidad, sino con el que habla del cuerpo y de la vida —con el
discurso de la ciencia. Había motivos para hacer temblar las palabras;
se constituía entonces esta cosa improbable: una ciencia-confesión,
una ciencia que se apoyaba en los rituales de la confesión y en sus
contenidos, una ciencia que suponía esa extorsión múltiple e
insistente y se daba como objeto lo inconfesable-confesado.
Escándalo, por supuesto, repulsión en todo caso, del discurso
científico, tan grandemente institucionalizado en el siglo XIX, cuando
debió tomar a su cargo todo ese discurso de abajo. Paradoja teórica y
metodológica: las largas discusiones sobre la posibilidad de constituir
una ciencia del sujeto, la validez de la introspección, la evidencia de lo
vivido o la presencia a sí de la conciencia, respondían sin duda al
problema inherente al funcionamiento de los discursos sobre la verdad
en nuestra sociedad: ¿es posible articular la producción de la verdad
según el viejo modelo jurídico-religioso de la confesión, y la extorsión
de la confidencia según la regla del discurso científico? Dejemos
hablar a los que creen que la verdad del sexo fue elidida más
rigurosamente que nunca en el siglo XIX, por un temible mecanismo
de bloqueo y un déficit central del discurso. No déficit, sino
sobrecarga, reduplicación, más bien demasiados (antes que no
bastantes) discursos, en todo caso interferencia entre dos
modalidades de producción de lo verdadero: los procedimientos de la
confesión y la discursividad científica.
Y en lugar de contar los errores, ingenuidades y moralismos que
poblaron en el siglo XIX los discursos sobre la verdad del sexo, más
valdría descubrir los procedimientos por los cuales esa voluntad de
saber relativa al sexo, que caracteriza al Occidente moderno, hizo
funcionar los rituales de la confesión en los esquemas de la
regularidad científica: ¿cómo se logró constituir esa inmensa y
tradicional extorsión de confesión sexual en formas científicas?
1] Por una codificación clínica del «hacer hablar»: combinar la
confesión con el examen, el relato de sí mismo con el despliegue de
un conjunto de signos y síntomas descifrables; el interrogatorio, el
cuestionario apretado, la hipnosis con la rememoración de recuerdos,
las asociaciones libres: otros tantos medios para reinscribir el
procedimiento de la confesión en un campo de observaciones
científicamente aceptables.
2] Por el postulado de una causalidad general y difusa: el deber
decirlo todo y el poder interrogar acerca de todo encontrarán su
justificación en el principio de que el sexo está dotado de un poder
causal inagotable y polimorfo. Al más discreto acontecimiento en la
conducta sexual —accidente o desviación, déficit o exceso— se lo
supone capaz de acarrear las consecuencias más variadas a lo largo
de toda la existencia; no hay enfermedad o trastorno físico al cual el
siglo XIX no le haya imaginado por lo menos una parte de etiología
sexual. De los malos hábitos de los niños a las tisis de los adultos, a
las apoplejías de los viejos, a las enfermedades nerviosas y a las
degeneraciones de la raza, la medicina de entonces tejió toda una red
de causalidad sexual. Puede parecemos fantástica. El principio del
sexo como «causa de todo y de cualquier cosa» es el reverso teórico
de una exigencia técnica: hacer funcionar en una práctica de tipo
científico los procedimientos de una confesión que debía ser total,
meticulosa y constante. Los peligros ilimitados que el sexo conlleva
justifican el carácter exhaustivo de la inquisición a la cual es sometido.
3] Por el principio de una latencia intrínseca de la sexualidad: si
hay que arrancar la verdad del sexo con la técnica de la confesión, no
sucede así simplemente porque sea difícil de decir o esté bloqueada
por las prohibiciones de la decencia, sino porque el funcionamiento
del sexo es oscuro; porque está en su naturaleza escapar siempre,
porque su energía y sus mecanismos se escabullen; porque su poder
causal es en parte clandestino. Al integrarla a un proyecto de discurso
científico, el siglo XIX desplazó a la confesión; ésta tiende a no versar
ya sobre lo que el sujeto desearía esconder, sino sobre lo que está
escondido para él mismo y que no puede salir a la luz sino poco a
poco y merced al trabajo de una confesión en la cual, cada uno por su
lado, participan el interrogador y el interrogado. El principio de una
latencia esencial de la sexualidad permite articular en una práctica
científica la obligación de una confesión difícil. Es preciso arrancarla,
y por la fuerza, puesto que se esconde.
4] Por el método de la interpretación: si hay que confesar, no es
sólo porque el confesor tenga el poder de perdonar, consolar y dirigir,
sino porque el trabajo de producir la verdad, si se quiere validarlo
científicamente, debe pasar por esa relación. La verdad no reside en
el sujeto solo que, confesando, la sacaría por entero a la luz. Se
constituye por partida doble: presente, pero incompleta, ciega ante sí
misma dentro del que habla, sólo puede completarse en aquel que la
recoge. A éste le toca decir la verdad de esa verdad oscura: hay que
acompañar la revelación de la confesión con el desciframiento de lo
que dice. El que escucha no será sólo el dueño del perdón, el juez
que condena o absuelve; será el dueño de la verdad. Su función es
hermenéutica. Respecto a la confesión, su poder no consiste sólo en
exigirla, antes de que haya sido hecha, o en decidir, después de que
ha sido proferida; consiste en constituir, a través de la confesión y
descifrándola, un discurso verdadero. Al convertir la confesión no ya
en una prueba sino en un signo, y la sexualidad en algo que debe
interpretarse, el siglo XIX se dio la posibilidad de hacer funcionar los
procedimientos de la confesión en la formación regular de un discurso
científico.
5] Por la medicalización de los efectos de la confesión: la
obtención de la confesión y sus efectos son otra vez cifrados en la
forma de operaciones terapéuticas. Lo que significa en primer lugar
que el dominio del sexo ya no será colocado sólo en el registro de la
falta y el pecado, del exceso o de la trasgresión, sino —lo que no es
más que una trasposición— bajo el régimen de lo normal y de lo
patológico; por primera vez se define una morbilidad propia de lo
sexual; aparece como un campo de alta fragilidad patológica:
superficie de repercusión de las otras enfermedades, pero también
foco de una nosografía propia, la del instinto, las inclinaciones, las
imágenes, el placer, la conducta. Ello quiere decir que la confesión
adquirirá su sentido y su necesidad entre las intervenciones médicas:
exigida por el médico, necesaria para el diagnóstico y por sí misma
eficaz para la curación. Lo verdadero sana, es curativo si lo dice a
tiempo y a quien conviene aquel que, a un tiempo, es el poseedor y el
responsable.
Tomemos puntos de referencia amplios: nuestra sociedad,
rompiendo con las tradiciones de la ars erotica, se dio una scientia
sexualis. Más precisamente, continuó la tarea de proseguir discursos
verdaderos sobre el sexo, ajustando, no sin trabajo, el antiguo
procedimiento de la confesión a las reglas del discurso científico. La
scientia sexualis, desarrollada a partir del siglo XIX, conserva
paradójicamente como núcleo el rito singular de la confesión
obligatoria y exhaustiva, que en el Occidente cristiano fue la primera
técnica para producir la verdad del sexo. Este rito, a partir del siglo
XVI, se desprendió poco a poco del sacramento de la penitencia, y por
mediación de la conducción de las almas y la dirección de las
conciencias —ars artium— emigró hacia la pedagogía, hacia las
relaciones entre adultos y niños, hacia las relaciones familiares, hacia
la medicina y la psiquiatría. En todo caso, desde hace casi ciento
cincuenta años, está montado un dispositivo complejo para producir
sobre el sexo discursos verdaderos : un dispositivo que atraviesa
ampliamente la historia puesto que conecta la vieja orden de confesar
con los métodos de la escucha clínica. Y fue a través de ese
dispositivo como, a modo de verdad del sexo y sus placeres, pudo
aparecer algo como la «sexualidad».
La «sexualidad»: correlato de esa práctica discursiva lentamente
desarrollada que es la scientia sexualis. Los caracteres fundamentales
de esa sexualidad no traducen una representación más o menos
embrollada, borroneada por la ideología, o un desconocimiento
inducido por las prohibiciones; corresponden a exigencias funcionales
del discurso que debe producir su verdad. En la intersección de una
técnica de confesión y una discursividad científica, allí donde fue
necesario hallar entre ellas algunos grandes mecanismos de ajuste
(técnica de la escucha, postulado de causalidad, principio de latencia,
regla de interpretación, imperativo de medicalización), la sexualidad
se definió «por naturaleza» como: un dominio penetrable por procesos
patológicos, y que por lo tanto exigía intervenciones terapéuticas o de
normalización; un campo de significaciones que descifrar; un lugar de
procesos ocultos por mecanismos específicos; un foco de relaciones
causales indefinidas, una palabra oscura que hay que desemboscar y,
a la vez, escuchar. Es la «economía» de los discursos, quiero decir su
tecnología intrínseca, las necesidades de su funcionamiento, las
tácticas que ponen en acción, los efectos de poder que los subtienden
y que conllevan —es esto y no un sistema de representaciones lo que
determina los caracteres fundamentales de lo que dicen. La historia
de la sexualidad —es decir, de lo que funcionó en el siglo XIX como
dominio de una verdad específica— debe hacerse en primer término
desde el punto de vista de una historia de los discursos. Adelantemos
la hipótesis general del trabajo. La sociedad que se desarrolla en el
siglo XVIII —llámesela como se quiera, burguesa, capitalista o
industrial—, no opuso al sexo un rechazo fundamental a reconocerlo.
Al contrario, puso en acción todo un aparato para producir sobre él
discursos verdaderos. No sólo habló mucho de él y constriñó a todos
a hacerlo, sino que se lanzó a la empresa de formular su verdad
regulada. Como si lo sospechase de poseer un secreto capital. Como
si tuviese necesidad de esa producción de la verdad. Como si fuese
esencial para ella que el sexo esté inscrito no sólo en una economía
del placer, sino en un ordenado régimen de saber. Así, se convirtió
poco a poco en el objeto de un gran recelo; el sentido general e
inquietante que a pesar nuestro atraviesa nuestras conductas y
nuestras existencias; el punto frágil por donde nos llegan las
amenazas del mal; el fragmento de noche que cada uno lleva en sí.
Significación general, secreto universal, causa omnipresente, miedo
que no cesa. Tanto y tan bien que en esta «cuestión» del sexo (en los
dos sentidos: (**) interrogatorio y problematización; exigencia de
confesión e integración a un campo de racionalidad) se desarrollan
dos procesos, y siempre cada uno de ellos remite al otro: le pedimos
que diga la verdad (pero como es el secreto y escapa a sí mismo,
nos reservamos el derecho de decir nosotros la verdad finalmente
iluminada, finalmente descifrada, de su verdad); y le pedimos que diga
nuestra verdad o, mejor, le pedimos que diga la verdad
profundamente enterrada de esa verdad de nosotros mismos que
creemos poseer en la inmediatez de la consciencia. Le decimos su
verdad, descifrando lo que él nos dice de ella; él nos dice la nuestra
liberando lo que se esquiva. Desde hace varios siglos, con ese juego
se constituyó, lentamente, un saber sobre el sujeto; no tanto un saber
de su forma, sino de lo que lo escinde; de lo que quizá lo determina,
pero, sobre todo, hace que se desconozca. Esto pudo parecer
imprevisto, pero no debe asombrar cuando se piensa en la larga
historia de la confesión cristiana y judicial, en los desplazamientos y
trasformaciones de esa forma de saber-poder, tan capital en
Occidente, que es la confesión: según círculos cada vez más
estrechos, el proyecto de una ciencia del sujeto se puso a gravitar
alrededor de la cuestión del sexo. La causalidad en el sujeto, el
inconsciente del sujeto, la verdad del sujeto en el otro que sabe, el
saber en el otro de lo que el sujeto no sabe, todo eso halló campo
propicio para desplegarse en el discurso del sexo. No, sin embargo,
en razón de alguna propiedad natural inherente al sexo mismo, sino
en función de las técnicas de poder inmanentes en tal discurso.
Scientia sexualis contra ars erotica, sin duda. Pero hay que notar
que la ars erotica, con todo, no ha desaparecido de la civilización
occidental; tampoco estuvo ausente del movimiento con que se
buscó producir la ciencia de lo sexual. Hubo en la confesión cristiana,
pero sobre todo en la dirección y el examen de conciencia, en la
búsqueda de la unión espiritual y del amor de Dios, toda una serie de
procedimientos que se vinculan a un arte erótica: guía por el maestro
a lo largo de un camino de iniciación, intensificación de las
experiencias hasta en sus componentes físicos, aumento de los
efectos gracias al discurso que los acompaña; los fenómenos de
posesión y de éxtasis, que tuvieron tanta frecuencia en el catolicismo
de la Contrarreforma, fueron sin duda los efectos incontrolados que
desbordaron la técnica erótica inmanente en esa sutil ciencia de la
carne. Y hay que preguntarse si desde el siglo XIX, la scientia
sexualis, bajo el afeite de su positivismo decente, no funciona al
menos en algunas de sus dimensiones como una ars erotica. Quizá la
producción de verdad, por intimidada que esté por el modelo
científico, haya multiplicado, intensificado e incluso creado sus
placeres intrínsecos. A menudo se dice que no hemos sido capaces
de imaginar placeres nuevos. Al menos inventamos un placer
diferente: placer en la verdad del placer, placer en saberla, en
exponerla, en descubrirla, en fascinarse al verla, al decirla, al cautivar
y capturar a los otros con ella, al confiarla secretamente, al
desenmascararla con astucia; placer específico en el discurso
verdadero sobre el placer. No es en el ideal de una sexualidad sana,
prometido por la medicina, ni en la ensoñación humanista de una
sexualidad completa y desenvuelta, ni, menos, en el lirismo del
orgasmo y los buenos sentimientos de la bioenergía, donde habría
que buscar los elementos más importantes de un arte erótica ligada
a nuestro saber sobre la sexualidad (todo eso se refiere sólo a su
utilización normalizadora), sino en esa multiplicación e intensificación
de los placeres ligados a la producción de la verdad sobre el sexo.
Los libros científicos, escritos y leídos, las consultas y los exámenes,
la angustia de responder a las preguntas y las delicias de sentirse
interpretado, tantos relatos contados a uno mismo y a los demás,
tanta curiosidad, tantas numerosas confidencias cuyo escándalo
sostiene, no sin temblar un poco, el deber de ser veraz, la pululación
de fantasías secretas que tan caro cuesta cuchichear a quien sabe
oírlas, en una palabra: el formidable «placer del análisis» (en el sentido
más amplio de la última palabra), que desde hace varios siglos el
Occidente ha fomentado sabiamente, todo ello forma los fragmentos
errantes de un arte erótica que, en sordina, trasmiten la confesión y la
ciencia del sexo. ¿Hay que creer que nuestra scientia sexualis no es
más que una forma singularmente sutil de ars erótica? ¿y qué es la
versión occidental y quintaesenciada de esa tradición aparentemente
perdida? ¿O hay que suponer que todos esos placeres no son sino los
subproductos de una ciencia sexual, un beneficio que sostiene los
innumerables esfuerzos de la misma?
En todo caso, la hipótesis de un poder de represión ejercido por
nuestra sociedad sobre el sexo por motivos de economía parece muy
exigua si hay que dar razón de toda esa serie de refuerzos e
intensificaciones que un primer recorrido hace aparecer: proliferación
de discursos, y de discursos cuidadosamente inscritos en exigencias
de poder; solidificación de la discordancia sexual y constitución de los
dispositivos capaces no sólo de aislarla , sino de suscitarla, de
constituirla en focos de atención, de discurso y de placeres;
producción obligatoria de confesiones e instauración a partir de allí de
un sistema de saber legítimo y de una economía de placeres
múltiples. Mucho más que un mecanismo negativo de exclusión o
rechazo, se trata del encendido de una red sutil de discursos, de
saberes, de placeres, de poderes; no se trata de un movimiento que
se obstinaría en rechazar el sexo salvaje hacia alguna región oscura e
inaccesible, sino, por el contrario, de procesos que lo diseminan en la
superficie de las cosas y los cuerpos, que lo excitan, lo manifiestan y
lo hacen hablar, lo implantan en lo real y lo conminan a decir la
verdad: toda una titilación visible de lo sexual que emana de la
multiplicidad de los discursos, de la obstinación de los poderes y de
los juegos del saber con el placer.
¿Ilusión, todo esto? ¿Impresión apresurada detrás de la cual
una mirada más cuidadosa redescubriría la grande y conocida
mecánica de la represión? Más allá de estas pocas fosforescencias,
¿no hay que redescubrir la oscura ley que dice siempre no?
Responderá, o debería responder, la investigación histórica.
Indagación de la manera en que se formó desde hace tres buenos
siglos el saber sobre el sexo; de la manera en que se multiplicaron los
discursos que lo tomaron como objeto, y de las razones por las cuales
hemos llegado a otorgar un precio casi fabuloso a la verdad que
pensaban producir. Quizás esos análisis históricos terminarán por
disipar lo que parece sugerir este primer recorrido. Pero el postulado
de partida que yo querría mantener el mayor tiempo posible, consiste
en que esos dispositivos de poder y saber, de verdad y placeres, no
son forzosamente secundarios y derivados; y que, de todos modos, la
represión no es fundamental ni triunfante. Se trata pues de considerar
con seriedad esos dispositivos y de invertir la dirección del análisis;
más que de una represión generalizada y de una ignorancia medida
con el patrón de lo que suponemos saber, hay que partir de esos
mecanismos positivos, productores de saber, multiplicadores de
discursos, inductores de placer y generadores de poder; hay que partir
de ellos y seguirlos en sus condiciones de aparición y funcionamiento,
y buscar cómo se distribuyen, en relación con ellos, los hechos de
prohibición y de ocultamiento que les están ligados. En suma, se trata
de definir las estrategias de poder inmanentes en tal voluntad de
saber. Y, en el caso preciso de la sexualidad, constituir la «economía
política» de una voluntad de saber.

1 Cf., por ejemplo, Bourneville, Iconographie de la Salpêtrière, pp. 110 ss. Los documentos inéditos sobre las lecciones de Charcot, que aún se encuentran en la Salpêtrière, son sobre este punto más explícitos que los textos publicados. Los juegos de la incitación y de la elisión se leen allí con gran claridad. Una nota manuscrita narra la sesión del 25 de noviembre de 1877. El sujeto presenta una contracción histérica; Charcot suspende una crisis colocando, primero, las manos, luego un bastón, sobre los ovarios. Retira el bastón, la crisis recomienza, la acelera con inhalaciones de nitrito de amilo. La enferma reclama entonces el bastónsexo con palabras que no implican ninguna metáfora. El manuscrito añade: «Se hace desaparecer a G., cuyo delirio continúa.»

2 Ya el derecho griego había unido tortura y confesión, al menos para los esclavos. Práctica que
amplió el derecho romano imperial. Estos temas serán retomados en Le pouvoir de la vérité.

* Aveu: 1] en la Edad Media, su primera acepción era: «Declaración escrita comprobando el
compromiso del vasallo hacia su señor, en razón del feudo que ha recibido» (Robert); 2] en el siglo XVII su primera acepción ha llegado a ser: «Acción de avouer (confesar), de reconocer ciertos hechos más o menos penosos de revelar» (Robert). A esta evolución se refiere el autor en el pasaje que sigue. [T.]

** «Question»: actualmente, entre otros, posee los significados de «cuestión» y de «pregunta»; pero
antiguamente, y a este sentido alude el autor, denominábase la question, por eufemismo, a la tortura infligida a un acusado para arrancarle confesiones. [T.]

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