VIGILAR Y CASTIGAR, Nacimiento de la prisión
SUPLICIO
I. EL CUERPO DE LOS CONDENADOS
Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1757, a «pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París», adonde debía ser «llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano»; después, «en dicha carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio (1), quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento» (2).
«Finalmente, se le descuartizó, refiere la Gazette d’Amsterdam (3). Esta última operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaban no estaban acostumbrados a tirar; de suerte que en lugar de cuatro, hubo que poner seis, y no bastando aún esto, fue forzoso para desmembrar los muslos del desdichado, cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas. . .
«Aseguran que aunque siempre fue un gran maldiciente, no dejó escapar blasfemia alguna; tan sólo los extremados dolores le hacían proferir horribles gritos y a menudo repetía: ‘Dios mío, tened piedad de mí; Jesús, socorredme.’ Todos los espectadores quedaron edificados de la solicitud del párroco de Saint-Paul, que a pesar de su avanzada edad, no dejaba pasar momento alguno sin consolar al paciente.»
Y el exento (4) Bouton: «Se encendió el azufre, pero el fuego era tan pobre que sólo la piel de la parte superior de la mano quedó no más que un poco dañada. A continuación, un ayudante, arremangado por encima de los codos, tomó unas tenazas de acero hechas para el caso, largas de un pie y medio aproximadamente, y le atenaceó primero la pantorrilla de la pierna derecha, después el muslo, de ahí pasó a las dos mollas del brazo derecho, y a continuación a las tetillas. A este oficial, aunque fuerte y robusto, le costó mucho trabajo arrancar los trozos de carne que tomaba con las tenazas dos y tres veces del mismo lado, retorciendo, y lo que sacaba en cada porción dejaba una llaga del tamaño de un escudo de seis libras. (5)
«Después de estos atenaceamientos, Damiens, que gritaba mucho aunque sin maldecir, levantaba la cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó con una cuchara de hierro del caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en abundancia sobre cada llaga. A continuación, ataron con soguillas las cuerdas destinadas al tiro de los caballos, y después se amarraron aquéllas a cada miembro a lo largo de los muslos, piernas y brazos.
«El señor Le Bretón, escribano, se acercó repetidas veces al reo para preguntarle si no tenía algo que decir. Dijo que no; gritaba como representan a los condenados, que no hay cómo se diga, a cada tormento: ‘¡Perdón, Dios mío! Perdón, Señor.’ A pesar de todos los sufrimientos dichos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y se miraba valientemente. Las sogas, tan apretadas por los hombres que tiraban de los cabos, le hacían sufrir dolores indecibles. El señor Le Bretón se le volvió a acercar y le preguntó si no quería decir nada; dijo que no. Unos cuantos confesores se acercaron y le hablaron buen rato. Besaba de buena voluntad el crucifijo que le presentaban; tendía los labios y decía siempre: ‘Perdón, Señor.’
«Los caballos dieron una arremetida, tirando cada uno de un miembro en derechura, sujeto cada caballo por un oficial. Un cuarto de hora después, vuelta a empezar, y en fin, tras de varios intentos, hubo que hacer tirar a los caballos de esta suerte: los del brazo derecho a la cabeza, y los de los muslos volviéndose del lado de los brazos, con lo que se rompieron los brazos por las coyunturas. Estos tirones se repitieron varias veces sin resultado. El reo levantaba la cabeza y se contemplaba. Fue preciso poner otros dos caballos delante de los amarrados a los muslos, lo cual hacía seis caballos. Sin resultado.
«En fin, el verdugo Samson marchó a decir al señor Le Bretón que no había medio ni esperanza de lograr nada, y le pidió que preguntara a los Señores si no querían que lo hiciera cortar en pedazos. El señor Le Bretón acudió de la ciudad y dio orden de hacer nuevos esfuerzos, lo que se cumplió; pero los caballos se impacientaron, y uno de los que tiraban de los muslos del supliciado cayó al suelo. Los confesores volvieron y le hablaron de nuevo. Él les decía (yo lo oí): ‘Bésenme, señores.’ Y como el señor cura de Saint-Paul no se decidiera, el señor de Marsilly pasó por debajo de la soga del brazo izquierdo y fue a besarlo en la frente. Los verdugos se juntaron y Damiens les decía que no juraran, que desempeñaran su cometido, que él no los recriminaba; les pedía que rogaran a Dios por él, y recomendaba al párroco de Saint-Paul que rezara por él en la primera misa.
«Después de dos o tres tentativas, el verdugo Samson y el que lo había atenaceado sacaron cada uno un cuchillo de la bolsa y cortaron los muslos por su unión con el tronco del cuerpo. Los cuatro caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron tras ellos los muslos, a saber: primero el del lado derecho, el otro después; luego se hizo lo mismo con los brazos y en el sitio de los hombros y axilas y en las cuatro partes. Fue preciso cortar las carnes hasta casi el hueso; los caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron el brazo derecho primero, y el otro después.
«Una vez retiradas estas cuatro partes, los confesores bajaron para hablarle; pero su verdugo les dijo que había muerto, aunque la verdad era que yo veía al hombre agitarse, y la mandíbula inferior subir y bajar como si hablara. Uno de los oficiales dijo incluso poco después que cuando levantaron el tronco del cuerpo para arrojarlo a la hoguera, estaba aún vivo. Los cuatro miembros, desatados de las sogas de los caballos, fueron arrojados a una hoguera dispuesta en el recinto en línea recta del cadalso; luego el tronco y la totalidad fueron en seguida cubiertos de leños y de fajina, y prendido el fuego a la paja mezclada con esta madera.
«…En cumplimiento de la sentencia, todo quedó reducido a cenizas. El último trozo hallado en las brasas no acabó de consumirse hasta las diez y media y más de la noche. Los pedazos de carne y el tronco tardaron unas cuatro horas en quemarse. Los oficiales, en cuyo número me contaba yo, así como mi hijo, con unos arqueros a modo de destacamento, permanecimos en la plaza hasta cerca de las once.
«Se quiere hallar significado al hecho de que un perro se echó a la mañana siguiente sobre el sitio donde había estado la hoguera, y ahuyentado repetidas veces, volvía allí siempre. Pero no es difícil comprender que el animal encontraba aquel lugar más caliente. (6)»
Tres cuartos de siglo más tarde, he aquí el reglamento redactado por Léon Faucher «para la Casa de jóvenes delincuentes de París» (7):
«ART. 17. La jornada de los presos comenzará a las seis de la mañana en invierno, y a las cinco en verano. El trabajo durará nueve horas diarias en toda estación. Se consagrarán dos horas al día a la enseñanza. El trabajo y la jornada terminarán a las nueve en invierno, y a las ocho en verano.
ART. 18. Comienzo de la jornada. Al primer redoble de tambor, los presos deben levantarse y vestirse en silencio, mientras el vigilante abre las puertas de las celdas. Al segundo redoble, deben estar en pie y hacer su cama. Al tercero, se colocan en fila para ir a la capilla, donde se reza la oración de la mañana. Entre redoble y redoble hay un intervalo de cinco minutos.
ART. 19. La oración la hace el capellán y va seguida de una lectura moral o religiosa. Este ejercicio no debe durar más de media hora.
ART. 20. Trabajo. A las seis menos cuarto en verano, y a las siete menos cuarto en invierno, bajan los presos al patio, donde deben lavarse las manos y la cara y recibir la primera distribución de pan. Inmediatamente después, se forman por talleres y marchan al trabajo, que debe comenzar a las seis en verano y a las siete en invierno.
ART. 21. Comida. A las diez, abandonan los presos el trabajo para pasar al refectorio; van a lavarse las manos en los patios, y a formarse por divisiones. Después del almuerzo, recreo hasta las once menos veinte.
ART. 22. Escuela. A las once menos veinte, al redoble del tambor, se forman las filas y se entra en la escuela por divisiones. La clase dura dos horas, empleadas alternativamente en la lectura, la escritura, el dibujo lineal y el cálculo.
ART. 23. A la una menos veinte, abandonan los presos la escuela, por divisiones, y marchan a los patios para el recreo. A la una menos cinco, al redoble del tambor, vuelven a formarse por talleres.
ART. 24. A la una, los presos deben marchar a los talleres: el trabajo dura hasta las cuatro.
ART. 25. A las cuatro se abandonan los talleres para marchar a los patios, donde los presos se lavan las manos y se forman por divisiones para el refectorio.
ART. 26. La comida y el recreo que la sigue duran hasta las cinco; en este momento los presos vuelven a los talleres.
ART. 27. A las siete en verano, y a las ocho en invierno, cesa el trabajo; se efectúa una última distribución de pan en los talleres. Un preso o un vigilante hace una lectura de un cuarto de hora que tenga por tema algunas nociones instructivas o algún rasgo conmovedor y a la que sigue la oración de la noche.
ART. 28. A las siete y media en verano, y a las ocho y media en invierno, los presos deben hallarse en sus celdas, después de lavarse las manos y de haber pasado la inspección de las ropas hecha en los patios. Al primer redoble de tambor, desnudarse, y al segundo, acostarse. Se cierran las puertas de las celdas y los vigilantes hacen la ronda por los corredores, para cerciorarse del orden y del silencio.»
He aquí, pues, un suplicio y un empleo del tiempo. No sancionan los mismos delitos, no castigan el mismo género de delincuentes. Pero definen bien, cada uno, un estilo penal determinado. Menos de un siglo los separa. Es la época en que fue redistribuida, en Europa y en los Estados Unidos, toda la economía del castigo. Época de grandes «escándalos» para la justicia tradicional, época de los innumerables proyectos de reforma; nueva teoría de la ley y del delito, nueva justificación moral o política del derecho de castigar; abolición de las viejas ordenanzas, atenuación de las costumbres; redacción de los códigos «modernos»: Rusia, 1769; Prusia, 1780; Pensilvania y Toscana, 1786; Austria, 1788; Francia, 1791, Año IV, 1808 y 1810. Por lo que toca a la justicia penal, una nueva era.
Entre tantas modificaciones, señalaré una: la desaparición de los suplicios. Existe hoy cierta inclinación a desdeñarla; quizá, en su época, dio lugar a demasiadas declamaciones; quizá se atribuyó demasiado fácilmente y con demasiado énfasis a una «humanización» que autorizaba a no analizarla. Y de todos modos, ¿cuál es su importancia, si se la compara con las grandes trasformaciones institucionales, con los códigos explícitos y generales, con las reglas unificadas de procedimiento; la adopción casi general del jurado, la definición del carácter esencialmente correctivo de la pena, o también esa gran tendencia, que no cesa de acentuarse desde el siglo XIX, a modular los castigos de acuerdo con los individuos culpables? Unos castigos menos inmediatamente físicos, cierta discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más silenciosos, y despojados de su fasto visible, ¿merece todo esto que se le conceda una consideración particular, cuando no es, sin eluda, otra cosa que el efecto de reordenaciones más profundas? Y, sin embargo, tenemos un hecho: en unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal.
A fines del siglo XVIII, y en los comienzos del XIX, a pesar de algunos grandes resplandores, la sombría fiesta punitiva está extinguiéndose. En esta trasformación, han intervenido dos procesos. No han tenido por completo ni la misma cronología ni las mismas razones de ser. De un lado, la desaparición del espectáculo punitivo. El ceremonial de la pena tiende a entrar en la sombra, para no ser ya más que un nuevo acto de procedimiento o de administración. La retractación pública en Francia había sido abolida por primera vez en 1791, y después nuevamente en 1830 tras un breve restablecimiento; la picota se suprime en 1789, y en Inglaterra en 1837. Los trabajos públicos, que Austria, Suiza y algunos de los Estados Unidos, como Pensilvania, hacían practicar en plena calle o en el camino real —forzados con la argolla de hierro al cuello, vestidos de ropas multicolores y arrastrando al pie la bala de cañón, cambiando con la multitud retos, injurias, burlas, golpes, señas de rencor o de complicidad—, (8) se suprimen casi en todas partes a fines del siglo XVIII, o en la primera mitad del XIX. La exposición se había mantenido en Francia en 1831, en contra de violentas críticas —»escena repugnante», decía Real—, (9) y se suprime finalmente en abril de 1848. En cuanto a la cadena de presidiarios, que paseaba a los forzados a través de toda Francia, hasta Brest y Tolón, fue remplazada en 1837 por decorosos coches celulares pintados de negro. El castigo ha cesado poco a poco de ser teatro. Y todo lo que podía llevar consigo de espectáculo se encontrará en adelante afectado de un índice negativo. Como si las funciones de la ceremonia penal fueran dejando, progresivamente, de ser comprendidas, el rito que «cerraba» el delito se hace sospechoso de mantener con él turbios parentescos: de igualarlo, si no de sobrepasarlo en salvajismo, de habituar a los espectadores a una ferocidad de la que se les quería apartar, de mostrarles la frecuencia de los delitos, de emparejar al verdugo con un criminal y a los jueces con unos asesinos, de invertir en el postrer momento los papeles, de hacer del supliciado un objeto de compasión o de admiración. Beccaria, en hora muy temprana, lo había dicho: «El asesinato que se nos representa como un crimen horrible, lo vemos cometer fríamente, sin remordimientos.» (10) La ejecución pública se percibe ahora como un foco en el que se reanima la violencia.
El castigo tenderá, pues, a convertirse en la parte más oculta del proceso penal. Lo cual lleva consigo varias consecuencias: la de que abandona el dominio de la percepción casi cotidiana, para entrar en el de la conciencia abstracta; se pide su eficacia a su fatalidad, no a su intensidad visible; es la certidumbre de ser castigado, y no ya el teatro abominable, lo que debe apartar del crimen; la mecánica ejemplar del castigo cambia sus engranajes. Por ello, la justicia no toma sobre sí públicamente la parte de violencia vinculada a su ejercicio. Si mata, ella también, o si hiere, no es ya la glorificación de su fuerza, es un elemento de sí misma al que no tiene más remedio que tolerar, pero del que le es difícil valerse. Las notaciones de la infamia se redistribuyen: en el castigo-espectáculo, un horror confuso brotaba del cadalso, horror que envolvía a la vez al verdugo y al condenado, y que si bien estaba siempre dispuesto a convertir en compasión o en admiración la vergüenza infligida al supliciado, convertía regularmente en infamia la violencia legal del verdugo. A partir de este momento, el escándalo y la luz se repartirán de modo distinto; es la propia condena la que se supone que marca al delincuente con el signo negativo y unívoco; publicidad, por lo tanto, de los debates y de la sentencia; pero la ejecución misma es como una vergüenza suplementaria que a la justicia le avergüenza imponer al condenado; mantiénese, pues, a distancia, tendiendo siempre a confiarla a otros, y bajo secreto. Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso castigar. De ahí ese doble sistema de protección que la justicia ha establecido entre ella y el castigo que impone. La ejecución de la pena tiende a convertirse en un sector autónomo, un mecanismo administrativo del cual descarga a la justicia; ésta se libera de su sorda desazón por un escamoteo burocrático de la pena. Es característico que, en Francia, la administración de las prisiones haya estado durante mucho tiempo colocada bajo la dependencia del Ministerio del Interior, y la de los presidios bajo el control de Marina o de Colonias. Y al mismo tiempo que esta distinción administrativa, se operaba la denegación teórica: lo esencial de la pena que nosotros, los jueces, infligimos, no crean ustedes que consiste en castigar; trata de corregir, reformar, «curar»; una técnica del mejoramiento rechaza, en la pena, la estricta expiación del mal, y libera a los magistrados de la fea misión de castigar. Hay en la justicia moderna y en aquellos que la administran una vergüenza de castigar que no siempre excluye el celo; crece sin cesar: sobre esta herida, el psicólogo pulula así como el modesto funcionario de la ortopedia moral.
La desaparición de los suplicios es, pues, el espectáculo que se borra; y es también el relajamiento de la acción sobre el cuerpo del delincuente. Rush, en 1787, dice: «No puedo por menos de esperar que se acerque el tiempo en que la horca, la picota, el patíbulo, el látigo, la rueda, se considerarán, en la historia de los suplicios, como las muestras de la barbarie de los siglos y de los países y como las pruebas de la débil influencia de la razón y de la religión sobre el espíritu humano.» (11) Y en efecto, al abrir Van Meenen sesenta años después el segundo congreso penitenciario, en Bruselas, recordaba el tiempo de su infancia como una época terminada: «Yo he visto el suelo cubierto de ruedas, de cepos, de horcas, de picotas; he visto esqueletos espantosamente tendidos sobre ruedas.» (12) La marca había sido abolida en Inglaterra (1834) y en Francia (1832); el gran suplicio de los traidores, Inglaterra no se atrevía ya a aplicarlo plenamente en 1820 (Thistlewood no fue descuartizado). Sólo el látigo seguía manteniéndose en cierto número de sistemas penales (Rusia, Inglaterra, Prusia). Pero de una manera general, las prácticas punitivas se habían vuelto púdicas. No tocar ya el cuerpo, o lo menos posible en todo caso, y eso para herir en él algo que no es el cuerpo mismo. Se dirá: la prisión, la reclusión, los trabajos forzados, el presidio, la interdicción de residencia, la deportación —que han ocupado lugar tan importante en los sistemas penales modernos— son realmente penas «físicas»; a diferencia de la multa, recaen, y directamente, sobre el cuerpo. Pero la relación castigo-cuerpo no es en ellas idéntica a lo que era en los suplicios. El cuerpo se encuentra aquí en situación de instrumento o de intermediario; si se interviene sobre él encerrándolo o haciéndolo trabajar, es para privar al individuo de una libertad considerada a la vez como un derecho y un bien. El cuerpo, según esta penalidad, queda prendido en un sistema de coacción y de privación, de obligaciones y de prohibiciones. El sufrimiento físico, el dolor del cuerpo mismo, no son ya los elementos constitutivos de la pena. El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos. Y si le es preciso todavía a la justicia manipular y llegar al cuerpo de los justiciables, será de lejos, limpiamente, según unas reglas austeras, y tendiendo a un objetivo mucho más «elevado». Como efecto de esta nueva circunspección, un ejército entero de técnicos ha venido a relevar al verdugo, anatomista inmediato del sufrimiento: los vigilantes, los médicos, los capellanes, los psiquiatras, los psicólogos, los educadores. Por su sola presencia junto al condenado cantan a la justicia la alabanza de que aquélla tiene necesidad: le garantizan que el cuerpo y el dolor no son los objetivos últimos de su acción punitiva. Hay que reflexionar sobre esto: hoy, un médico debe establecer una vigilancia sobre los condenados a muerte, y hasta el último momento, yuxtaponiéndose así como encargado del bienestar, como agente del no sufrimiento, a los funcionarios que, éstos sí, tienen la misión de suprimir la vida. Cuando se acerca el momento de la ejecución, se pone a los pacientes inyecciones de tranquilizantes. Utopía del pudor judicial: quitar la existencia evitando sentir el daño, privar de todos los derechos sin hacer sufrir, imponer penas liberadas de dolor. El recurso a la psicofarmacología y a diversos «desconectantes» fisiológicos, incluso si ha de ser provisional, se encuentra dentro de la lógica de esta penalidad «incorporal».
De este doble proceso —desaparición del espectáculo, anulación del dolor— son testigos los rituales modernos de la ejecución capital. Un mismo movimiento ha arrastrado, a cada una con su ritmo propio, a las legislaciones europeas: para todos, una misma muerte, sin que ésta tenga que llevar, como blasón, la marca específica del delito o el status social del delincuente; una muerte que no dura más que un instante, que ningún encarnizamiento debe multiplicar por adelantado o prolongar sobre el cadáver, una ejecución que afecta a la vida más que al cuerpo. Se acabaron los largos procesos en los que la muerte se halla a la vez aplazada por interrupciones calculadas, y multiplicada por una serie de ataques sucesivos. Se acabaron aquellas combinaciones como las que se ponían en escena para matar a los regicidas, o como aquella con que soñaba, en los comienzos del siglo XVIII, el autor de Hanging not punishment enough, (13) que permitían a la vez descoyuntar a un condenado en la rueda, azotarlo después hasta la pérdida del conocimiento, y tras ello suspenderlo con cadenas, antes de dejarlo morir lentamente de hambre. Se acabaron aquellos suplicios en los que el condenado era arrastrado sobre un zarzo (para evitar que la cabeza reventara contra el suelo), en los que se le abría el vientre, arrancándole las entrañas apresuradamente, para que tuviera tiempo de ver, con sus propios ojos, cómo las arrojaban al fuego; en los que se le decapitaba finalmente y se dividía su cuerpo en cuartos. (14) La reducción de estas «mil muertes» a la estricta ejecución capital define toda una nueva moral propia del acto de castigar.
Ya en 1760, se había probado en Inglaterra (fue para la ejecución de lord Ferrer) una máquina de ahorcar (un apoyo, que se replegaba bajo los pies del condenado servía para evitar las lentas agonías y las luchas cuerpo a cuerpo que se producían entre víctima y verdugo). Dicha máquina fue perfeccionada y adoptada definitivamente en 1783, el año mismo en que se suprimió el tradicional desfile de Newgate a Tyburn, y en que se aprovechó la reconstrucción de la prisión, cerca de los Gordon Riots, para instalar los patíbulos en el mismo Newgate. (15) El famoso artículo 3 del Código francés de 1791 —»a todo condenado a muerte se le cortará la cabeza»— lleva este triple significado: una muerte igual para todos («Los delitos del mismo género se castigarán con el mismo género de pena, cualesquiera que sean la categoría y el estado del culpable», decía ya la moción votada, a propuesta de Guillotin, el 1 de diciembre de 1789); una sola muerte por condenado, obtenida de un solo golpe y sin recurrir a esos suplicios «prolongados y por consiguiente crueles», como la horca denunciada por Le Peletier; en fin, el castigo para el condenado únicamente, ya que la decapitación, pena de los nobles, es la menos infamante para la familia del delincuente. (16) La guillotina, utilizada a partir de marzo de 1792, es el mecanismo adecuado a tales principios. En ella, la muerte queda reducida a un acontecimiento visible, pero instantáneo. Entre la ley, o quienes la ejecutan, y el cuerpo del delincuente, el contacto se reduce al momento de un relámpago. No existe enfrentamiento físico; al verdugo le basta con ser un relojero escrupuloso. «La experiencia y la razón demuestran que la manera usada en el pasado de cortarle la cabeza a un delincuente expone a un suplicio más espantoso que la simple privación de la vida, que es el deseo formal de la ley, para que la ejecución se realice en un solo instante y de un solo golpe; los ejemplos prueban cuan difícil es lograrlo. Es preciso necesariamente, para la exactitud del procedimiento, que dependa de medios mecánicos invariables, cuya fuerza y efecto se pueda igualmente determinar… Es fácil hacer construir una máquina semejante cuyo efecto es infalible; la decapitación se hará en un solo instante, de acuerdo con el deseo de la nueva ley. Dicho aparato, si parece necesario, no producirá sensación alguna y apenas se percibirá.» (17) Casi sin tocar el cuerpo, la guillotina suprime la vida, del mismo modo que la prisión quita la libertad, o una multa descuenta bienes. Se supone que aplica la ley menos a un cuerpo real capaz de dolor, que a un sujeto jurídico, poseedor, entre otros derechos, del de existir. La guillotina había de tener la abstracción de la propia ley.
Indudablemente, algo de los suplicios se sobreimpuso en Francia, por un tiempo, a la sobriedad de las ejecuciones. Los parricidas —y los regicidas, que se asimilaban a aquéllos— eran conducidos al patíbulo cubiertos por un velo negro; allí, hasta 1832, se les cortaba la mano. No quedó, entonces, más que el adorno del crespón. Así, para Fieschi, en noviembre de 1836: «Se le conducirá al lugar de la ejecución en camisa, descalzo, y cubierta la cabeza con un velo negro; habrá de ser expuesto sobre un cadalso mientras un oficial lee al pueblo la sentencia, y será inmediatamente ejecutado.» Acordémonos de Damiens, y notemos que el último suplemento de la muerte penal ha sido un velo de luto. El condenado no tiene ya que ser visto. La sola lectura de la sentencia sobre el cadalso, enuncia un delito que no debe tener rostro. (18) El último vestigio de los grandes suplicios es su anulación: unos paños para ocultar un cuerpo. Ejecución de Benoît, triplemente infame —matricida, homosexual, asesino—, el primero de los parricidas a quien la ley evitó que se le cortara la mano: «Mientras se leía la sentencia, él estaba en pie sobre el patíbulo, sostenido por los verdugos. Era algo horrible de ver aquel espectáculo: envuelto en un amplio sudario blanco, cubierto el rostro con un crespón negro, el parricida se sustraía a las miradas de la multitud silenciosa, y bajo aquel ropaje misterioso y lúgubre, no se manifestaba la vida más que por espantosos aullidos, que pronto se apagaron bajo la cuchilla.» (19)
Desaparece, pues, en los comienzos del siglo XIX, el gran espectáculo de la pena física; se disimula el cuerpo supliciado; se excluye del castigo el aparato teatral del sufrimiento. Se entra en la era de la sobriedad punitiva. Esta desaparición de los suplicios se puede considerar casi como conseguida alrededor de los años 1830-1848. Naturalmente, esta afirmación global exige paliativos. En primer lugar, las trasformaciones no se realizan en bloque ni según un proceso único. Ha habido demoras. Paradójicamente, Inglaterra fue uno de los países más refractarios a esta desaparición de los suplicios; quizá a causa del papel de modelo que habían conferido a su justicia penal la institución del jurado, el proceso público, el respeto del habeas corpus; sobre todo, sin duda, porque no había querido disminuir el rigor de sus leyes penales durante las grandes revueltas sociales de los años 1780-1820. Durante mucho tiempo, Romilly, Mackintosh y Fowell Buxton fracasaron en su propósito de que se atenuara la multiplicidad y la gravedad de las penas previstas por la ley inglesa: esa «horrible carnicería», decía Rossi. Su severidad (al menos en las penas previstas, ya que la aplicación era tanto más blanda cuanto que la ley parecía excesiva a los jurados) se había aumentado incluso, ya que, en 1760, Blackstone enumeraba 160 delitos capitales en la legislación inglesa, y se contaban 223 en 1819. Sería preciso también tener en cuenta las aceleraciones y los retrocesos que experimentara entre 1760 y 1840 el proceso de conjunto; la rapidez de la reforma en algunos países como Austria o Rusia, los Estados Unidos o Francia en el momento de la Constituyente, y después el reflujo en la época de contrarrevolución en Europa y del gran temor social de los años 1820-1848; las modificaciones más o menos temporales, introducidas por los tribunales o las leyes de excepción; la distorsión entre las leyes y la práctica real de los tribunales (que está lejos de reflejar siempre el estado de la legislación). Todo esto hace que sea muy irregular la evolución desarrollada en el viraje de los siglos XVIII y XIX.
A esto se agrega que si bien lo esencial de la trasformación se ha logrado hacia 1840, si bien los mecanismos del castigo han adquirido entonces su nuevo tipo de funcionamiento, el proceso se halla lejos de estar terminado. La reducción del suplicio es una tendencia arraigada en la gran trasformación de los años 1760-1840; pero no está terminada, y puede decirse que la práctica del suplicio ha obsesionado durante mucho tiempo nuestro sistema penal, y alienta en él todavía. La guillotina, esa maquinaria de las muertes rápidas y discretas, había marcado en Francia una nueva ética de la muerte legal. Pero la Revolución la revistió inmediatamente de un gran ritual teatral. Durante años, ha constituido un espectáculo. Fue preciso trasladarla hasta la barrera de Saint-Jacques, remplazar la carreta descubierta por un coche cerrado, empujar rápidamente al condenado desde el furgón a la plancha, organizar ejecuciones apresuradas a deshora, colocar finalmente la guillotina dentro del recinto de las prisiones y hacerla inaccesible al público (después de la ejecución de Weidmann, en 1939), acordonar las calles por las que se llega a la prisión en la que el patíbulo se halla oculto, y donde la ejecución se desarrolla en secreto (ejecución de Buffet y de Bontemps en la prisión de la Santé, en 1972), perseguir judicialmente a los testigos que refieren la escena, para que la ejecución deje de ser un espectáculo y para que se convierta en un extraño secreto entre la justicia y su sentenciado. Pero basta mencionar tantas precauciones para comprender que la muerte penal sigue siendo en su fondo, todavía hoy, un espectáculo, que es necesario, precisamente, prohibir.
En cuanto a la acción sobre el cuerpo, tampoco ésta se encuentra suprimida por completo a mediados del siglo XIX. Sin duda, la pena ha dejado de estar centrada en el suplicio como técnica de sufrimiento; ha tomado como objeto principal la pérdida de un bien o de un derecho. Pero un castigo como los trabajos forzados o incluso como la prisión —mera privación de libertad—, no ha funcionado jamás sin cierto suplemento punitivo que concierne realmente al cuerpo mismo: racionamiento alimenticio, privación sexual, golpes, celda. ¿Consecuencia no perseguida, pero inevitable, del encierro? De hecho, la prisión en sus dispositivos más explícitos ha procurado siempre cierta medida de sufrimiento corporal. La crítica que ha sólido hacerse al sistema penitenciario, en la primera mitad del siglo XIX (la prisión no es lo suficientemente punitiva: los presos pasan menos hambre, menos frío, se hallan menos privados en resumen que muchos pobres o incluso obreros) indica un postulado que jamás se ha suprimido francamente: es justo que un condenado sufra físicamente más que los otros hombres. La pena se disocia mal de un suplemento de dolor físico. ¿Qué sería un castigo no corporal?
Mantiénese, pues, un fondo «supliciante» en los mecanismos modernos de la justicia criminal, un fondo que no está por completo dominado, sino que se halla envuelto, cada vez más ampliamente, por una penalidad de lo no corporal.
La atenuación de la severidad penal en el trascurso de los últimos siglos es un fenómeno muy conocido de los historiadores del derecho. Pero durante mucho tiempo, se ha tomado de una manera global como un fenómeno cuantitativo: menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más «humanidad». De hecho, estas modificaciones van acompañadas de un desplazamiento en el objeto mismo de la operación punitiva. ¿Disminución de intensidad? Quizá. Cambio de objetivo, indudablemente.
Si no es ya el cuerpo el objeto de la penalidad en sus formas más severas, ¿sobre qué establece su presa? La respuesta de los teorizantes —de quienes abren hacia 1760 un periodo que no se ha cerrado aún— es sencilla, casi evidente. Parece inscrita en la pregunta misma. Puesto que ya no es el cuerpo, es el alma. A la expiación que causa estragos en el cuerpo debe suceder un castigo que actúe en profundidad sobre el corazón, el pensamiento, la voluntad, las disposiciones. Mably ha formulado el principio, de una vez para siempre: «Que el castigo, si se me permite hablar así, caiga sobre el alma más que sobre el cuerpo.» (20)
Momento importante. La antigua pareja del fasto punitivo, el cuerpo y la sangre, ceden el sitio. Entra en escena, cubierto el rostro, un nuevo personaje. Se pone fin a cierta tragedia; da principio una comedia con siluetas de sombra, voces sin rostro, entidades impalpables. El aparato de la justicia punitiva debe morder ahora en esta realidad sin cuerpo.
¿Simple afirmación teórica, que la práctica penal desmiente? Sería ésta una conclusión apresurada. Cierto es que, hoy, castigar no es simplemente convertir un alma; pero el principio de Mably no se ha quedado en un deseo piadoso. A lo largo de toda la penalidad moderna es posible seguir sus efectos.
En primer lugar, una sustitución de objetos. No quiero decir con esto que se haya pasado de pronto a castigar otros delitos. Sin duda, la definición de las infracciones, la jerarquía de su gravedad, los márgenes de indulgencia, lo que se toleraba de hecho y lo que estaba legalmente permitido —todo esto se ha modificado ampliamente desde hace doscientos años; muchos delitos han dejado de serlo, por estar vinculados a determinado ejercicio de la autoridad religiosa o a un tipo de vida económica: la blasfemia ha perdido su status de delito; el contrabando y el robo doméstico, una parte de su gravedad. Pero estos desplazamientos no son quizá el hecho más importante: la división entre lo permitido y lo prohibido ha conservado, de un siglo a otro, cierta constancia. En cambio, el objeto «crimen», aquello sobre lo que se ejerce la práctica penal, ha sido profundamente modificado: la calidad, el carácter, la sustancia en cierto modo de que está hecha la infracción, más que su definición formal. La relativa estabilidad de la ley ha cobijado todo un juego de sutiles y rápidos relevos. Bajo el nombre de crímenes y de delitos, se siguen juzgando efectivamente objetos jurídicos definidos por el Código, pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, achaques, inadaptaciones, efectos de medio o de herencia; se castigan las agresiones, pero a través de ellas las agresividades; las violaciones, pero a la vez, las perversiones; los asesinatos que son también pulsiones y deseos. Se dirá: no son ellos los juzgados; si los invocamos, es para explicar los hechos que hay que juzgar, y para determinar hasta qué punto se hallaba implicada en el delito la voluntad del sujeto. Respuesta insuficiente. Porque son ellas, esas sombras detrás de los elementos de la causa, las efectivamente juzgadas y castigadas. Juzgadas por el rodeo de las «circunstancias atenuantes», que hacen entrar en el veredicto no precisamente unos elementos «circunstanciales» del acto, sino otra cosa completamente distinta, que no es jurídicamente codificable: el conocimiento del delincuente, la apreciación que se hace de él, lo que puede saberse acerca de las relaciones entre él, su pasado y su delito, lo que se puede esperar de él para el futuro. Juzgadas, lo son también por el juego de todas esas nociones que han circulado entre medicina y jurisprudencia desde el siglo XIX (los «monstruos» de la época de Georget, las «anomalías psíquicas» de la circular Chaumié, los «perversos» y los «inadaptados» de los dictámenes periciales contemporáneos), y que con el pretexto de explicar un acto, son modos de calificar a un individuo. Castigadas, lo son con una pena que se atribuye por función la de volver al delincuente «no sólo deseoso sino también capaz de vivir respetando la ley y de subvenir a sus propias necesidades»; lo son por la economía interna de una pena que, si bien sanciona el delito, puede modificarse (abreviándose o, llegado el caso, prolongándose), según que se trasforme el comportamiento del condenado; lo son también por el juego de esas «medidas de seguridad» de que se hace acompañar la pena (interdicción de residencia, libertad vigilada, tutela penal, tratamiento médico obligatorio), y que no están destinadas a sancionar la infracción, sino a controlar al individuo, a neutralizar su estado peligroso, a modificar sus disposiciones delictuosas, y a no cesar hasta obtener tal cambio. El alma del delincuente no se invoca en el tribunal a los únicos fines de explicar su delito, ni para introducirla como un elemento en la asignación jurídica de las responsabilidades; si se la convoca, con tanto énfasis, con tal preocupación de comprensión y una tan grande aplicación «científica», es realmente para juzgarla, a ella al mismo tiempo que al delito, y para tomarla a cargo en el castigo. En todo el ritual penal, desde la instrucción hasta la sentencia y las últimas secuelas de la pena, se ha hecho penetrar un género de objetos que vienen a doblar, pero también a disociar, los objetos jurídicamente definidos y codificados. El examen pericial psiquiátrico, pero de una manera más general la antropología criminal y el discurso insistente de la criminología, encuentran aquí una de sus funciones precisas: al inscribir solemnemente las infracciones en el campo de los objetos susceptibles de un conocimiento científico, proporcionar a los mecanismos del castigo legal un asidero justificable no ya simplemente sobre las infracciones, sino sobre los individuos; no ya sobre lo que han hecho, sino sobre lo que son, serán y pueden ser. El suplemento de alma que la justicia ha conseguido es en apariencia explicativo y limitativo, es de hecho anexionista. Desde los 150 o 200 años que hace que Europa ha establecido sus nuevos sistemas de penalidad, los jueces, poco a poco, pero por un proceso que se remonta a mucho tiempo, se han puesto, pues, a juzgar otra cosa distinta de los delitos: el «alma» de los delincuentes.
Y se han puesto, por lo mismo, a hacer algo distinto de juzgar. O para ser más preciso, en el interior mismo de la modalidad judicial del juicio, han venido a deslizarse otros tipos de estimación que modifican en lo esencial sus reglas de elaboración. Desde que la Edad Media construyó, no sin dificultad y con lentitud, el gran procedimiento de la información judicial, juzgar era establecer la verdad de un delito, era determinar su autor, era aplicarle una sanción legal. Conocimiento de la infracción, conocimiento del responsable, conocimiento de la ley, tres condiciones que permitían fundar en verdad un juicio. Ahora bien, he aquí que en el curso del juicio penal, se encuentra inscrita hoy en día una cuestión relativa a la verdad, muy distinta. No ya simplemente: «El hecho, ¿se halla establecido y es delictivo?», sino también: «¿Qué es, pues, este hecho, esta violencia o este asesinato? ¿A qué nivel o en qué campo de realidad inscribirlo? ¿Fantasma, reacción psicótica, episodio delirante, perversidad?» No ya simplemente: «¿Quién es el autor?», sino: «¿Cómo asignar el proceso causal que lo ha producido? ¿Dónde se halla, en el autor mismo, su origen? ¿Instinto, inconsciente, medio, herencia?» No ya simplemente: «¿Qué ley sanciona esta infracción?», sino: «¿Qué medida tomar que sea la más apropiada? ¿Cómo prever la evolución del sujeto? ¿De qué manera sería corregido con más seguridad?» Todo un conjunto de juicios apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos, referentes al individuo delincuente han venido a alojarse en la armazón del juicio penal. Otra verdad ha penetrado la que requería el mecanismo judicial: una verdad que, trabada con la primera, hace de la afirmación de culpabilidad un extraño complejo científico-jurídico. Un hecho significativo: la manera en que la cuestión de la locura ha evolucionado en la práctica penal. Según el Código francés de 1810, no se planteaba hasta el final del artículo 64. Ahora bien, éste dice que no hay ni crimen ni delito, si el infractor se hallaba en estado de demencia en el momento del acto. La posibilidad de asignar la locura era, por lo tanto, exclusiva de la calificación de un acto como delito: si el autor estaba loco, no era la gravedad de su acción la que se modificaba, ni su pena la que debía atenuarse, era el delito mismo el que desaparecía. Era imposible, pues, declarar a alguien a la vez culpable y loco; el diagnóstico de locura, si se planteaba, no podía integrarse en el juicio; interrumpía el procedimiento, y deshacía la presa de la justicia sobre el autor del acto. No sólo el examen del delincuente sospechoso de demencia, sino los efectos mismos de tal examen debían ser externos y anteriores a la sentencia. Ahora bien, desde muy pronto, los tribunales del siglo XIX se equivocaron en cuanto al sentido del artículo 64. No obstante varias sentencias de la Suprema Corte recordando que el estado de locura no podía llevar aparejado ni una pena moderada, ni aun una absolución, sino un sobreseimiento, han planteado en su veredicto mismo la cuestión de la locura. Han admitido que se podía ser culpable y loco; tanto menos culpable cuanto un poco más loco; culpable indudablemente, pero para encerrarlo y cuidarlo más que para castigarlo; culpable peligroso ya que se hallaba manifiestamente enfermo, etc. Desde el punto de vista del Código penal, eran otros tantos absurdos jurídicos. Pero tal fue el punto de partida de una evolución que la jurisprudencia y la legislación misma iban a precipitar en el curso de los 150 años siguientes; ya la reforma de 1832, que introducía las circunstancias atenuantes, permitía modular la sentencia de acuerdo con los grados supuestos de una enfermedad o las formas de una semilocura. Y la práctica, general en los tribunales, extendida a veces a los tribunales correccionales, del examen pericial psiquiátrico, hace que la sentencia, aunque siempre formulada en términos de sanción legal, implica, más o menos oscuramente, juicios de normalidad, asignaciones de causalidad, apreciaciones de cambios eventuales, anticipaciones sobre el porvenir de los delincuentes. Operaciones todas estas de las cuales sería erróneo decir que preparan desde el exterior una sentencia bien fundada; se integran directamente en el proceso de formación de la sentencia. En lugar de que la locura anule el delito en el sentido prístino del artículo 64, todo delito ahora, y en el límite, toda infracción, llevan en sí mismos como una sospecha legítima, pero también como un derecho que pueden reivindicar, la hipótesis de la locura; digamos en todo caso de la anomalía. Y la sentencia que condena o absuelve no es simplemente un juicio de culpabilidad, una decisión legal que sanciona; lleva en sí una apreciación de normalidad y una prescripción técnica para una normalización posible. El juez de nuestros días —magistrado o jurado— hace algo muy distinto que «juzgar».
Y no es el único que juzga. A lo largo del procedimiento penal, y de la ejecución de la pena, bullen toda una serie de instancias anejas. En torno del juicio principal se han multiplicado justicias menores y jueces paralelos: expertos psiquiatras o psicólogos, magistrados de la aplicación de las penas, educadores, funcionarios de la administración penitenciaria se dividen el poder legal de castigar; se dirá que ninguno de ellos comparte realmente el derecho de juzgar; que los unos, después de las sentencias, no tienen otro derecho que el de aplicar una pena fijada por el tribunal, y sobre todo que los otros —los expertos— no intervienen antes de la sentencia para emitir un juicio, sino para ilustrar la decisión de los jueces. Pero desde el momento en que las penas y las medidas de seguridad definidas por el tribunal no están absolutamente determinadas, desde el momento en que pueden ser modificadas todavía, desde el momento en que se confía a otros que no son los jueces de la infracción el cometido de decidir si el condenado «merece» ser puesto en semilibertad o en libertad condicional, si es posible poner término a su tutela penal, son realmente mecanismos de castigo legal los que se ponen en sus manos y se dejan a su apreciación: jueces anejos, pero jueces después de todo. Todo el aparato que se ha desarrollado desde hace años en torno de la aplicación de las penas, y de su adecuación a los individuos, desmultiplica las instancias de decisión judicial y prolonga ésta mucho más allá de la sentencia. En cuanto a los expertos psiquiatras, pueden muy bien negarse a juzgar. Examínense las tres preguntas a las que, desde la circular de 1958, han de contestar: «¿Presenta el inculpado un estado de peligro? ¿Es accesible a la sanción penal? ¿Es curable o readaptable? Estas preguntas, como se ve, no tienen relación con el artículo 64, ni con la locura eventual del inculpado en el momento del acto. No son preguntas en términos de «responsabilidad». No conciernen sino a la administración de la pena, a su necesidad, su utilidad, su eficacia posible; permiten indicar, en un vocabulario apenas cifrado, si el asilo es preferible a la prisión, si hay que prever un encierro breve o prolongado, un tratamiento médico o unas medidas de seguridad. ¿El papel del psiquiatra en materia penal? No experto en responsabilidad, sino consejero en castigo; a él le toca decir si el sujeto es «peligroso», de qué manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si es preferible tratar de reprimir o de curar. En el comienzo de su historia, el peritaje psiquiátrico tuvo que formular proposiciones «ciertas» en cuanto a la parte que había tenido la libertad del infractor en el acto que cometiera; ahora, tiene que sugerir una prescripción sobre lo que podría llamarse su «tratamiento médico-judicial».
Resumamos: desde que funciona el nuevo sistema penal —el definido por los grandes códigos de los siglos XVIII y XIX—, un proceso global ha conducido a los jueces a juzgar otra cosa que los delitos; han sido conducidos en sus sentencias a hacer otra cosa que juzgar; y el poder de juzgar ha sido trasferido, por una parte, a otras instancias que los jueces de la infracción. La operación penal entera se ha cargado de elementos y de personajes extraju-rídicos. Se dirá que no hay en ello nada extraordinario, que es propio del destino del derecho absorber poco a poco elementos que le son ajenos. Pero hay algo singular en la justicia penal moderna: que si se carga tanto de elementos extra jurídicos, no es para poderlos calificar jurídicamente e integrarlos poco a poco al estricto poder de castigar; es, por lo contrario, para poder hacerlos funcionar en el interior de la operación penal como elementos no jurídicos; es para evitar que esta operación sea pura y simplemente un castigo legal; es para disculpar al juez de ser pura y simplemente el que castiga: «Naturalmente, damos un veredicto; pero aunque haya sido éste provocado por un delito, ya están ustedes viendo que para nosotros funciona como una manera de tratar a un criminal; castigamos, pero es como si dijéramos que queremos obtener una curación.» La justicia criminal no funciona hoy ni se justifica sino por esta perpetua referencia a algo distinto de sí misma, por esta incesante reinscripción en sistemas no jurídicos y ha de tender a esta recalificación por el saber.
Bajo la benignidad cada vez mayor de los castigos, se puede descubrir, por lo tanto, un desplazamiento de su punto de aplicación, y a través de este desplazamiento, todo un campo de objetos recientes, todo un nuevo régimen de la verdad y una multitud de papeles hasta ahora inéditos en el ejercicio de la justicia criminal. Un saber, unas técnicas, unos discursos «científicos» se forman y se entrelazan con la práctica del poder de castigar.
Objetivo de este libro: una historia correlativa del alma moderna y de un nuevo poder de juzgar; una genealogía del actual complejo científico-judicial en el que el poder de castigar toma su apoyo, recibe sus justificaciones y sus reglas, extiende sus efectos y disimula su exorbitante singularidad.
Pero ¿desde dónde se puede hacer esta historia del alma moderna en el juicio? Si nos atenemos a la evolución de las reglas de derecho o de los procedimientos penales, corremos el peligro de destacar como hecho masivo, externo, inerte y primordial, un cambio en la sensibilidad colectiva, un progreso del humanismo, o el desarrollo de las ciencias humanas. Limitándose, como lo ha hecho Durkheim, (21) a estudiar las formas sociales generales, se corre el riesgo de fijar como comienzo del suavizamiento punitivo los procesos de individualización, que son más bien uno de los efectos de las nuevas tácticas de poder y entre ellas de los nuevos mecanismos penales. El presente estudio obedece a cuatro reglas generales:
1) No centrar el estudio de los mecanismos punitivos en sus únicos efectos «represivos», en su único aspecto de «sanción», sino reincorporarlos a toda la serie de los efectos positivos que pueden inducir, incluso si son marginales a primera vista. Considerar, por consiguiente, el castigo como una función social compleja.
2) Analizar los métodos punitivos no como simples consecuencias de reglas de derecho o como indicadores de estructuras sociales, sino como técnicas específicas del campo más general de los demás procedimientos de poder. Adoptar en cuanto a los castigos la perspectiva de la táctica política,
3) En lugar de tratar la historia del derecho penal y la de las ciencias humanas como dos series separadas cuyo cruce tendría sobre la una o sobre la otra, sobre las dos quizá, un efecto, según se quiera, perturbador o útil, buscar si no existe una matriz común y si no dependen ambas de un proceso de formación «epístemológico-jurídico»; en suma, situar la tecnología del poder en el principio tanto de la humanización de la penalidad como del conocimiento del hombre.
4) Examinar si esta entrada del alma en la escena de la justicia penal, y con ella la inserción en la práctica judicial de todo un saber «científico», no será el efecto de una trasformación en la manera en que el cuerpo mismo está investido por las relaciones de poder.
En suma, tratar de estudiar la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de una tecnología política del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones de poder y de las relaciones de objeto. De suerte que por el análisis de la benignidad penal como técnica de poder, pudiera comprenderse a la vez cómo el hombre, el alma, el individuo normal o anormal han venido a doblar el crimen como objeto de la intervención penal, y cómo un modo específico de sujeción ha podido dar nacimiento al hombre como objeto de saber para un discurso con estatuto «científico».
Pero no tengo la pretensión de ser el primero que ha trabajado en esta dirección. (22)
Del gran libro de Rusche y Kirchheimer (23) se puede sacar cierto número de puntos de referencia esenciales. Desprenderse en primer lugar de la ilusión de que la penalidad es ante todo (ya que no exclusivamente) una manera de reprimir los delitos, y que, en este papel, de acuerdo con las formas sociales, con los sistemas políticos o las creencias, puede ser severa o indulgente, dirigida a la expiación o encaminada a obtener una reparación, aplicada a la persecución de los individuos o a la asignación de responsabilidades colectivas. Analizar más bien los «sistemas punitivos concretos», estudiarlos como fenómenos sociales de los que no pueden dar razón la sola armazón jurídica de la sociedad ni sus opciones éticas fundamentales; situarlos en su campo de funcionamiento donde la sanción de los delitos no es el elemento único; demostrar que las medidas punitivas no son simplemente mecanismos «negativos» que permiten reprimir, impedir, excluir, suprimir, sino que están ligadas a toda una serie de efectos positivos y útiles, a los que tienen por misión sostener (y en este sentido, si los castigos legales están hechos para sancionar las infracciones, puede decirse que la definición de las infracciones y su persecución están hechas de rechazo para mantener los mecanismos punitivos y sus funciones). En esta línea, Rusche y Kirchheimer han puesto en relación los diferentes regímenes punitivos con los sistemas de producción de los que toman sus efectos; así en una economía servil los mecanismos punitivos tendrían el cometido de aportar una mano de obra suplementaria, y de constituir una esclavitud «civil» al lado de la que mantienen las guerras o el comercio; con el feudalismo, y en una época en que la moneda y la producción están poco desarrolladas, se asistiría a un brusco aumento de los castigos corporales, por ser el cuerpo en la mayoría de los casos el único bien accesible, y el correccional —el Hospital general, el Spinhuis o el Rasphuis—, el trabajo obligado, la manufactura penal, aparecerían con el desarrollo de la economía mercantil. Pero al exigir el sistema industrial un mercado libre de la mano de obra, la parte del trabajo obligatorio hubo de disminuir en el siglo XIX en los mecanismos de castigo, sustituida por una detención con fines correctivos. Hay, sin duda, no pocas observaciones que hacer sobre esta correlación estricta.
Pero podemos, indudablemente, sentar la tesis general de que en nuestras sociedades, hay que situar los sistemas punitivos en cierta «economía política» del cuerpo: incluso si no apelan a castigos violentos o sangrientos, incluso cuando utilizan los métodos «suaves» que encierran o corrigen, siempre es del cuerpo del que se trata —del cuerpo y de sus fuerzas, de su utilidad y de su docilidad, de su distribución y de su sumisión. Es legítimo, sin duda alguna, hacer una historia de los castigos que tenga por fondo las ideas morales o las estructuras jurídicas. Pero ¿es posible hacerla sobre el fondo de una historia de los cuerpos, desde el momento en que pretenden no tener ya como objetivo sino el alma secreta de los delincuentes?
Por lo que a la historia del cuerpo se refiere, los historiadores la han comenzado desde hace largo tiempo. Han estudiado el cuerpo en el campo de una demografía o de una patología históricas; lo han considerado como asiento de necesidades y de apetitos, como lugar de procesos fisiológicos y de metabolismos, como blanco de ataques microbianos o virales; han demostrado hasta qué punto estaban implicados los procesos históricos en lo que podía pasar por el zócalo puramente biológico de la existencia, y qué lugar se debía conceder a la historia de las sociedades y de los «acontecimientos» biológicos como la circulación de los bacilos, o la prolongación de la duración de la vida. (24) Pero el cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos. Este cerco político del cuerpo va unido, de acuerdo con unas relaciones complejas y recíprocas, a la utilización económica del cuerpo; el cuerpo, en una buena parte, está imbuido de relaciones de poder y de dominación, como fuerza de producción; pero en cambio, su constitución como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla prendido en un sistema de sujeción (en el que la necesidad es también un instrumento político cuidadosamente dispuesto, calculado y utilizado). El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido. Pero este sometimiento no se obtiene por los únicos instrumentos ya sean de la violencia, ya de la ideología; puede muy bien ser directo, físico, emplear la fuerza contra la fuerza, obrar sobre elementos materiales, y a pesar de todo esto no ser violento; puede ser calculado, organizado, técnicamente reflexivo, puede ser sutil, sin hacer uso ni de las armas ni del terror, y sin embargo permanecer dentro del orden físico. Es decir que puede existir un «saber» del cuerpo que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del cuerpo. Indudablemente, esta tecnología es difusa, rara vez formulada en discursos continuos y sistemáticos; se compone a menudo de elementos y de fragmentos, y utiliza unas herramientas o unos procedimientos inconexos. A pesar de la coherencia de sus resultados, no suele ser sino una instrumentación multiforme. Además, no es posible localizarla ni en un tipo definido de institución, ni en un aparato estatal. Estos recurren a ella; utilizan, valorizan e imponen algunos de sus procedimientos. Pero ella misma en sus mecanismos y sus efectos se sitúa a un nivel muy distinto. Se trata en cierto modo de una microfísica del poder que los aparatos y las instituciones ponen en juego, pero cuyo campo de validez se sitúa en cierto modo entre esos grandes funcionamientos y los propios cuerpos con su materialidad y sus fuerzas.
Ahora bien, el estudio de esta microfísica supone que el poder que en ella se ejerce no se conciba como una propiedad, sino como una estrategia, que sus efectos de dominación no sean atribuidos a una «apropiación», sino a unas disposiciones, a unas maniobras, a unas tácticas, a unas técnicas, a unos funcionamientos; que se descifre en él una red de relaciones siempre tensas, siempre en actividad más que un privilegio que se podría detentar; que se le dé como modelo la batalla perpetua más que el contrato que opera una cesión o la conquista que se apodera de un territorio. Hay que admitir en suma que este poder se ejerce más que se posee, que no es el «privilegio» adquirido o conservado de la clase dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y a veces acompaña la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura y simplemente como una obligación o una prohibición, a quienes «no lo tienen»; los invade, pasa por ellos y a través de ellos; se apoya sobre ellos, del mismo modo que ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que ejerce sobre ellos. Lo cual quiere decir que estas relaciones descienden hondamente en el espesor de la sociedad, que no se localizan en las relaciones del Estado con los ciudadanos o en la frontera de las clases y que no se limitan a reproducir al nivel de los individuos, de los cuerpos, unos gestos y unos comportamientos, la forma general de la ley o del gobierno; que si bien existe continuidad (dichas relaciones se articulan en efecto sobre esta forma de acuerdo con toda una serie de engranajes complejos), no existe analogía ni homología, sino especificidad de mecanismo y de modalidad. Finalmente, no son unívocas; definen puntos innumerables de enfrentamiento, focos de inestabilidad cada uno de los cuales comporta sus riesgos de conflicto, de luchas y de inversión por lo menos transitoria de las relaciones de fuerzas. El derrumbamiento de esos «micropoderes» no obedece, pues, a la ley del todo o nada; no se obtiene de una vez para siempre por un nuevo control de los aparatos ni por un nuevo funcionamiento o una destrucción de las instituciones; en cambio, ninguno de sus episodios localizados puede inscribirse en la historia como no sea por los efectos que induce sobre toda la red en la que está prendido.
Quizás haya que renunciar también a toda una tradición que deja imaginar que no puede existir un saber sino allí donde se hallan suspendidas las relaciones de poder, y que el saber no puede desarrollarse sino al margen de sus conminaciones, de sus exigencias y de sus intereses. Quizás haya que renunciar a creer que el poder vuelve loco, y que, en cambio, la renunciación al poder es una de las condiciones con las cuales se puede llegar a sabio. Hay que admitir más bien que el poder produce saber (y no simplemente favoreciéndolo porque lo sirva o aplicándolo porque sea útil); que poder y saber se implican directamente el uno al otro; que no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder. Estas relaciones de «poder-saber» no se pueden analizar a partir de un sujeto de conocimiento que sería libre o no en relación con el sistema del poder; sino que hay que considerar, por lo contrario, que el sujeto que conoce, los objetos que conocer y las modalidades de conocimiento son otros tantos efectos de esas implicaciones fundamentales del poder-saber y de sus trasformaciones históricas. En suma, no es la actividad del sujeto de conocimiento lo que produciría un saber, útil o reacio al poder, sino que el poder-saber, los procesos y las luchas que lo atraviesan y que lo constituyen, son los que determinan las formas, así como también los dominios posibles del conocimiento.
Analizar el cerco político del cuerpo y la microfísica del poder implica, por lo tanto, que se renuncie —en lo que concierne al poder— a la oposición violencia-ideología, a la metáfora de la propiedad, al modelo del contrato o al de la conquista; en lo que concierne al saber, que se renuncie a la oposición de lo que es «interesado» y de lo que es «desinteresado», al modelo del conocimiento y a la primacía del sujeto. Prestándole a la palabra un sentido diferente del que le daban en el siglo XVII Petty y sus contemporáneos, podríamos soñar con una «anatomía» política. No sería el estudio de un Estado tomado como un «cuerpo» (con sus elementos, sus recursos y sus fuerzas), pero tampoco sería el estudio del cuerpo y del entorno tomados como un pequeño Estado. Se trataría en él del «cuerpo político» como conjunto de los elementos materiales y de las técnicas que sirven de armas, de relevos, de vías de comunicación y de puntos de apoyo a las relaciones de poder y de saber que cercan los cuerpos humanos y los dominan haciendo de ellos unos objetos de saber.
Se trata de reincorporar las técnicas punitivas —bien se apoderen del cuerpo en el ritual de los suplicios, bien se dirijan al alma— a la historia de ese cuerpo político. Considerar las prácticas penales menos como una consecuencia de las teorías jurídicas que como un capítulo de la anatomía política.
Kantorowitz ha hecho del «cuerpo del rey» un análisis notable: (25) cuerpo doble según la teología jurídica formada en la Edad Media, puesto que lleva en sí además del elemento transitorio que nace y muere, otro que permanece a través del tiempo y se mantiene como el soporte físico y sin embargo intangible del reino; en torno de esta dualidad, que fue, en su origen, cercana al modelo cristológico, se organizan una iconografía, una teoría política de la monarquía, unos mecanismos jurídicos que distinguen y vinculan a la vez la persona del rey y las exigencias de la Corona, y todo un ritual que encuentra en la coronación, los funerales, las ceremonias de sumisión, sus tiempos más vivos. En el otro polo podríamos imaginar que se coloca el cuerpo del condenado; también tiene él su status jurídico; suscita su ceremonial y solicita todo un discurso teórico, no para fundar el «más poder» que representaba la persona del soberano, sino para codificar el «menos poder» que marca a todos aquellos a quienes se somete a un castigo. En la región más oscura del campo político, el condenado dibuja la figura simétrica e invertida del rey. Habría que analizar lo que pudiéramos llamar en homenaje a Kantorowitz el «menor cuerpo del condenado».
Si el suplemento de poder del lado del rey provoca el desdoblamiento de su cuerpo, el poder excedente que se ejerce sobre el cuerpo sometido del condenado, ¿no ha suscitado otro tipo de desdoblamiento? El de un incorpóreo, de un «alma», como decía Mably. La historia de esta «microfísica» del poder punitivo sería entonces una genealogía o una pieza para una genealogía del «alma» moderna. Más que ver en esta alma los restos reactivados de una ideología, reconoceríase en ella más bien el correlato actual de cierta tecnología del poder sobre el cuerpo. No se debería decir que el alma es una ilusión, o un efecto ideológico. Pero sí que existe, que tiene una realidad, que está producida permanentemente en torno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un poder que se ejerce sobre aquellos a quienes se castiga, de una manera más general sobre aquellos a quienes se vigila, se educa y corrige, sobre los locos, los niños, los colegiales, los colonizados, sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su existencia. Realidad histórica de esa alma, que a diferencia del alma representada por la teología cristiana, no nace culpable y castigable, sino que nace más bien de procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de coacción. Esta alma real e incorpórea no es en absoluto sustancia; es el elemento en el que se articulan los efectos de determinado tipo de poder y la referencia de un saber, el engranaje por el cual las relaciones de saber dan lugar a un saber posible, y el saber prolonga y refuerza los efectos del poder. Sobre esta realidad-referencia se han construido conceptos diversos y se han delimitado campos de análisis: psique, subjetividad, personalidad, conciencia, etc.; sobre ella se han edificado técnicas y discursos científicos; a partir de ella, se ha dado validez a las reivindicaciones morales del humanismo. Pero no hay que engañarse: no se ha sustituido el alma, ilusión de los teólogos, por un hombre real, objeto de saber, de reflexión filosófica o de intervención técnica. £1 hombre de que se nos habla y que se nos invita a liberar es ya en sí el efecto de un sometimiento mucho más profundo que él mismo. Un «alma» lo habita y lo conduce a la existencia, que es una pieza en el dominio que el poder ejerce sobre el cuerpo. El alma, efecto e instrumento de una anatomía política; el alma, prisión del cuerpo.
Que los castigos en general y la prisión corresponden a una tecnología política del cuerpo, quizá sea menos la historia la que me lo ha enseñado que la época presente. En el trascurso de estos últimos años, se han producido acá y allá en el mundo rebeliones de presos. En sus objetivos, en sus consignas, en su desarrollo había indudablemente algo paradójico. Eran rebeliones contra toda una miseria física que data de más de un siglo: contra el frío, contra el hacinamiento y la falta de aire, contra unos muros vetustos, contra el hambre, contra los golpes. Pero eran también rebeliones contra las prisiones modelo, contra los tranquilizantes, contra el aislamiento, contra el servicio médico o educativo. ¿Rebeliones cuyos objetivos no eran sino materiales? ¿Rebeliones contradictorias, contra la degradación, pero contra la comodidad, contra los guardianes, pero también contra los psiquiatras? De hecho, era realmente de los cuerpos y de las cosas materiales de lo que se trataba en todos esos movimientos, del mismo modo que se trata de ello en los innumerables discursos que la prisión ha producido desde los comienzos del siglo XIX. Lo que se ha manifestado en esos discursos y esas rebeliones, esos recuerdos y esas invectivas, son realmente las pequeñas, las ínfimas materialidades. Quien pretenda no ver en ello otra cosa que reivindicaciones ciegas, o la sobreimpresión de estrategias extranjeras, está en su derecho. Se trataba realmente de una rebelión, al nivel de los cuerpos, contra el cuerpo mismo de la prisión. Lo que estaba en juego no era el marco demasiado carcomido o demasiado aséptico, demasiado rudimentario o demasiado perfeccionado de la prisión; era su materialidad en la medida en que es instrumento y vector de poder; era toda esa tecnología del poder sobre el cuerpo, que la tecnología del «alma» —la de los educadores, de los psicólogos y de los psiquiatras— no consigue ni enmascarar ni compensar, por la razón de que no es sino uno de sus instrumentos. De esa prisión, con todos los asedios políticos del cuerpo que en su arquitectura cerrada reúne, es de la que quisiera hacer la historia. ¿Por puro anacronismo? No, si se entiende por ello hacer la historia del pasado en los términos del presente. Sí, si se entiende por ello hacer la historia del presente. (26)
Notas:
1) * Parricidio, por ser contra el rey, a quien se equipara al padre. [T.]
2) Pièces originales ft procédures du procès fait à Robert-François Damiens, 1757, t. MI, pp. 372-374.
3) Gazette d’Amsterdam, 1 de abril de 1757.
4) Exento: oficial de ciertos cuerpos, inferior al alférez y superior al brigadier. [T.]
5) Escudo de seis libras: cierta moneda de la época. [T.]
6) Citado en A. L. Zevaes, Damiens le régicide, 1937, pp. 201-214.
7) L. Faucher, De la reforme des prisons, 1838, pp. 274-282.
8) Robert Vaux, Notices, p. 45, citado en N. K. Teeters, They were in prison, 1937, p. 24.
9) Archives parlementaires. 2» serie, t. LXXII, I de dic. de 1831.
10) C. de Beccaria, Traite des délits et des peines, 1764, p. 101 de la edición de F. Hélie, 1856, que será la que citemos aquí.
11) B. Rush, ante la Society for promoting political enquiries, en N. K.Teeers, The eradle of penitentiary, 1935, p. 30.
12) Cf. Annales, de la Charité, II, 1847, pp. 529-530.
13) Texto anónimo publicado en 1701.
14) Suplicio de los traidores descrito por W. Blackstone, Commentaire sur le Code criminal anglais, trad. de 1776, I, p. 105. Por estar la traducción destinada a poner de relieve el humanitarismo de la legislación inglesa en oposición a la vieja Ordenanza de 1760, el comentarista agrega: «En este suplicio espantoso en cuanto al espectáculo, el culpable no sufre ni mucho ni largo tiempo.»
15) Cf. Ch. Hibbert, The roots of evil, ed. de 1966, pp. 85-86.
16) Peletier de Saint-Fargeau, Archives parlementaires, t. XXVI, 3 de junio de 1791, p. 720.
17) A. Louis, «Rapport sur la guillotine», citado por Saint-Edme, Dictionnaire de pénalité, 1825, t. IV, p. 161.
18) Tema frecuente en la época: un criminal, en la medida misma de su monstruosidad, debe ser privado de la luz: no ver, no ser visto. En cuanto al parricida, sería preciso «fabricar una jaula de hierro o cavar una mazmorra impenetrable que le sirviera de eterna clausura». De Molène, De l’humanité des lois criminelles, 1830, pp. 275-277.
19) Gazette des tribunaux, 30 de agosto de 1832.
20) G. de Mably, De la législation, Oeuvres completes, 1789, t. IX, p. 326.
21) E. Durkheim, «Deux lois de l’évolution pénale», Année sociologiquef iv, 1899-1900.
22) De todos modos, no podría ponderar por referencias o citas lo que este libro debe a G. Deleuze y al trabajo hecho por éste con F. Guattarí. Igual¬mente hubiese debido citar en no pocas páginas al Psychanalysme de R. Castel y decir cuan grande es mi deuda con P. Nora.
23) 20 G. Rusche y O. Kirchheimer, Punishment and social structures, 1939.
24) Cf. E. Le Roy-Ladurie, «L’histoire immobile». Annales, mayo-junio de 1974.
25) E. Kantorowitz, The king’s two bodies, 1959.
26) 23 Estudiaré el nacimiento de la prisión únicamente en el sistema penal francés. Las diferencias en los desarrollos históricos y las instituciones harían demasiado laboriosa la tarea de entrar en el detalle y demasiado esquemática la empresa de restituir el fenómeno de conjunto.
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