DISCIPLINA
I. LOS CUERPOS DÓCILES
He aquí la figura ideal del soldado tal como se describía aún a comienzos del siglo XVII. El soldado es por principio de cuentas alguien a quien se reconoce de lejos. Lleva en sí unos signos: los signos naturales de su vigor y de su valentía, las marcas también de su altivez; su cuerpo es el blasón de su fuerza y de su ánimo; y si bien es cierto que debe aprender poco a poco el oficio de las armas —esencialmente batiéndose—, habilidades como la marcha, actitudes como la posición de la cabeza, dependen en buena parte de una retórica corporal del honor: «Los signos para reconocer a los más idóneos en este oficio son los ojos vivos y despiertos, la cabeza erguida, el estómago levantado, los hombros anchos, los brazos largos, los dedos fuertes, el vientre hundido, los muslos gruesos, las piernas flacas y los pies secos; porque el hombre de tales proporciones no podrá dejar de ser ágil y fuerte.» Llegado a piquero, el soldado «deberá, al marchar, tomar la cadencia del paso para tener la mayor gracia y gravedad posibles; porque la pica es un arma honorable que merece ser llevada con gesto grave y audaz». (1) Segunda mitad del siglo XVIII: el soldado se ha convertido en algo que se fabrica; de una pasta informe, de un cuerpo inepto, se ha hecho la máquina que se necesitaba; se han corregido poco a poco las posturas; lentamente, una coacción calculada recorre cada parte del cuerpo, lo domina, pliega el conjunto, lo vuelve perpetuamente disponible, y se prolonga, en silencio, en el automatismo de los hábitos; en suma, se ha «expulsado al campesino» y se le ha dado el «aire del soldado». (2) Se habitúa a los reclutas «a llevar la cabeza derecha y alta; a mantenerse erguido sin encorvar la espalda, a adelantar el vientre, a sacar el pecho y meter la espalda; y a fin de que contraigan el hábito, se les dará esta posición apoyándolos contra una pared, de manera que los talones, las pantorrillas, los hombros y la cintura toquen a la misma, así como el dorso de las manos, volviendo los brazos hacia afuera, sin despegarlos del cuerpo… se les enseñará igualmente a no poner jamás los ojos en el suelo, sino a mirar osadamente a aquellos ante quienes pasan… a mantenerse inmóviles aguardando la voz de mando, sin mover la cabeza, las manos ni los pies… finalmente, a marchar con paso firme, la rodilla y el corvejón tensos, la punta del pie apuntando hacia abajo y hacia afuera». (3)
Ha habido, en el curso de la edad clásica, todo un descubrimiento del cuerpo como objeto y blanco de poder. Podrían encontrarse fácilmente signos de esta gran atención dedicada entonces al cuerpo, al cuerpo que se manipula, al que se da forma, que se educa, que obedece, que responde, que se vuelve hábil o cuyas fuerzas se multiplican. £1 gran libro del Hombre-máquina ha sido escrito simultáneamente sobre dos registros: el anatomo-metafísico, del que Descartes había compuesto las primeras páginas y que los médicos y los filósofos continuaron, y el técnico-político, que estuvo constituido por todo un conjunto de reglamentos militares, escolares, hospitalarios, y por procedimientos empíricos y reflexivos para controlar o corregir las operaciones del cuerpo. Dos registros muy distintos ya que se trataba aquí de sumisión y de utilización, allá de funcionamiento y de explicación: cuerpo útil, cuerpo inteligible. Y, sin embargo, del uno al otro, puntos de cruce. L’Homme-machine de La Mettrie es a la vez una reducción materialista del alma y una teoría general de la educación, en el centro de las cuales domina la noción de «docilidad» que une al cuerpo analizable el cuerpo manipulable. Es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser trasformado y perfeccionado. Los famosos autómatas, por su parte, no eran únicamente una manera de ilustrar el organismo; eran también unos muñecos políticos, unos modelos reducidos de poder: obsesión de Federico II, rey minucioso de maquinitas, de regimientos bien adiestrados y de prolongados ejercicios.
En estos esquemas de docilidad, que tanto interés tenían para el siglo XVIII, ¿qué hay que sea tan nuevo? No es la primera vez, indudablemente, que el cuerpo constituye el objeto de intereses tan imperiosos y tan apremiantes; en toda sociedad, el cuerpo queda prendido en el interior de poderes muy ceñidos, que le imponen coacciones, interdicciones u obligaciones. Sin embargo, hay varias cosas que son nuevas en estas técnicas. En primer lugar, la escala del control: no estamos en el caso de tratar el cuerpo, en masa, en líneas generales, como si fuera una unidad indisociable, sino de trabajarlo en sus partes, de ejercer sobre él una coerción débil, de asegurar presas al nivel mismo de la mecánica: movimientos, gestos, actitudes, rapidez; poder infinitesimal sobre el cuerpo activo. A continuación, el objeto del control: no los elementos, o ya no los elementos significantes de la conducta o el lenguaje del cuerpo, sino la economía, la eficacia de los movimientos, su organización interna; la coacción sobre las fuerzas más que sobre los signos; la única ceremonia que importa realmente es la del ejercicio. La modalidad, en fin: implica una coerción ininterrumpida, constante, que vela sobre los procesos de la actividad más que sobre su resultado y se ejerce según una codificación que retícula con la mayor aproximación el tiempo, el espacio y los movimientos. A estos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad, es a lo que se puede llamar las «disciplinas». Muchos procedimientos disciplinarios existían desde largo tiempo atrás, en los conventos, en los ejércitos, también en los talleres. Pero las disciplinas han llegado a ser en el trascurso de los siglos XVII y XVIII unas fórmulas generales de dominación. Distintas de la esclavitud, puesto que no se fundan sobre una relación de apropiación de los cuerpos, es incluso elegancia de la disciplina prescindir de esa relación costosa y violenta obteniendo efecto de utilidad tan grande por lo menos. Distintas también de la domesticidad, que es una relación de dominación constante, global, masiva, no analítica, ilimitada, y establecida bajo la forma de la voluntad singular del amo, su «capricho». Distintas del vasallaje, que es una relación de sumisión extremadamente codificada, pero lejana y que atañe menos a las operaciones del cuerpo que a los productos del trabajo y a las marcas rituales del vasallaje. Distintas también del ascetismo y de las «disciplinas» de tipo monástico, que tienen por función garantizar renunciaciones más que aumentos de utilidad y que, si bien implican la obediencia a otro, tienen por objeto principal un aumento del dominio de cada cual sobre su propio cuerpo. El momento histórico de las disciplina es el momento en que nace un arte del cuerpo humano, que no tiende únicamente al aumento de sus habilidades, ni tampoco a hacer más pesada su sujeción, sino a la formación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y al revés. Fórmase entonces una política de las coerciones que constituyen un trabajo sobre el cuerpo, una manipulación calculada de sus elementos, de sus gestos, de sus comportamientos. El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo explora, lo desarticula y lo recompone. Una «anatomía política», que es igualmente una «mecánica del poder», está naciendo; define cómo se puede hacer presa en el cuerpo de los demás, no simplemente para que ellos hagan lo que se desea, sino para que operen como se quiere, con las técnicas, según la rapidez y la eficacia que se determina. La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos «dóciles». La disciplina aumenta las fuerzas del cuerpo (en términos económicos de utilidad) y disminuye esas mismas fuerzas (en términos políticos de obediencia). En una palabra: disocia el poder del cuerpo; de una parte, hace de este poder una «aptitud», una «capacidad» que trata de aumentar, y cambia por otra parte la energía, la potencia que de ello podría resultar, y la convierte en una relación de sujeción estricta. Si la explotación económica separa la fuerza y el producto del trabajo, digamos que la coerción disciplinaria establece en el cuerpo el vínculo de coacción entre una aptitud aumentada y una dominación acrecentada.
La «invención» de esta nueva anatomía política no se debe entender como un repentino descubrimiento, sino como una multiplicidad de procesos con frecuencia menores, de origen diferente, de localización diseminada, que coinciden, se repiten, o se imitan, se apoyan unos sobre otros, se distinguen según su dominio de aplicación, entran en convergencia y dibujan poco a poco el diseño de un método general. Se los encuentra actuando en los colegios, desde hora temprana más tarde en las escuelas elementales; han invadido lentamente el espacio hospitalario, y en unas décadas han restructurado la organización militar. Han circulado a veces muy de prisa y de un punto a otro (entre el ejército y las escuelas técnicas o los colegios y liceos), otras veces lentamente y de manera más discreta (militarización insidiosa de los grandes talleres). Siempre, o casi siempre, se han impuesto para responder a exigencias de coyuntura: aquí una innovación industrial, allá la recrudescencia de ciertas enfermedades epidémicas, en otro lugar la invención del fusil o las victorias de Prusia. Lo cual no impide que se inscriban en total en unas trasformaciones generales y esenciales que será preciso tratar de extraer.
No se trata de hacer aquí la historia de las diferentes instituciones disciplinarias, en lo que cada una pueda tener de singular, sino únicamente de señalar en una serie de ejemplos algunas de las técnicas esenciales que, de una en otra, se han generalizado más fácilmente. Técnicas minuciosas siempre, con frecuencia ínfimas, pero que tienen su importancia, puesto que definen cierto modo de adscripción política y detallada del cuerpo, una nueva «microfísica» del poder; y puesto que no han cesado desde el siglo XVII de invadir dominios cada vez más amplios, como si tendieran a cubrir el cuerpo social entero. Pequeños ardides dotados de un gran poder de difusión, acondicionamientos sutiles, de apariencia inocente, pero en extremo sospechosos, dispositivos que obedecen a inconfesables economías, o que persiguen coerciones sin grandeza, son ellos, sin embargo, los que han provocado la mutación del régimen punitivo en el umbral de la época contemporánea. Describirlos implicará el estancarse en el detalle y la atención a las minucias: buscar bajo las menores figuras no un sentido, sino una precaución; situarlos no sólo en la solidaridad de un funcionamiento, sino en la coherencia de una táctica. Ardides, menos de la gran razón que trabaja hasta en su sueño y da sentido a lo insignificante, que de la atenta «malevolencia» que todo lo aprovecha. La disciplina es una anatomía política del detalle.
Para advertir las impaciencias, recordemos al mariscal de Sajonia: «Aunque quienes se ocupan de los detalles son considerados como personas limitadas, me parece, sin embargo, que este aspecto es esencial, porque es el fundamento, y porque es imposible levantar ningún edificio ni establecer método alguno sin contar con sus principios. No basta tener afición a la arquitectura. Hay que conocer el corte de las piedras.» (4) De este «corte de las piedras» se podría escribir toda una historia, historia de la racionalización utilitaria del detalle en la contabilidad moral y el control político. La era clásica no la ha inaugurado; la ha acelerado, ha cambiado su escala, le ha proporcionado instrumentos precisos y quizá le ha encontrado algunos ecos en el cálculo de lo infinitamente pequeño o en la descripción de las características más sutiles de los seres naturales. En todo caso, el «detalle» era desde hacía ya mucho tiempo una categoría de la teología y del ascetismo: todo detalle es importante, ya que a los ojos de Dios, no hay inmensidad alguna mayor que un detalle, pero nada es lo bastante pequeño para no haber sido querido por una de sus voluntades singulares. En esta gran tradición de la eminencia del detalle vendrán a alojarse, sin dificultad, todas las meticulosidades de la educación cristiana, de la pedagogía escolar o militar, de todas las formas finalmente de encarnamiento de la conducta. Para el hombre disciplinado, como para el verdadero creyente, ningún detalle es indiferente, pero menos por el sentido que en él se oculta que por la presa que en él encuentra el poder que quiere aprehenderlo. Característico, ese gran himno a las «cosas pequeñas» y a su eterna importancia, cantado por Juan Bautista de La Salle, en su Tratado de las obligaciones de los hermanos de las Escuelas Cristianas. La mística de lo cotidiano se une en él a la disciplina de lo minúsculo. «¡Cuan peligroso es no hacer caso de las cosas pequeñas! Una reflexión muy consoladora para un alma como la mía, poco capaz de grandes acciones, es pensar que la fidelidad a las cosas pequeñas puede elevarnos, por un progreso insensible, a la santidad más eminente; porque las cosas pequeñas disponen para las grandes… Cosas pequeñas, se dirá, ¡ay, Dios mío!, ¿qué podemos hacer que sea grande para vos, siendo como somos, criaturas débiles y mortales? Cosas pequeñas; si las grandes se presentan, ¿las practicaríamos? ¿No las creeríamos por encima de nuestras fuerzas? Cosas pequeñas; ¿y si Dios las acepta y tiene a bien recibirlas como grandes? Cosas pequeñas; ¿se ha experimentado? ¿Se juzga de acuerdo con la experiencia? Cosas pequeñas; ¿se es tan culpable, si considerándolas tales, nos negamos a ellas? Cosas pequeñas; ¡ellas son, sin embargo, las que a la larga han formado grandes santos! Sí, cosas pequeñas; pero grandes móviles, grandes sentimientos, gran fervor, gran ardor, y, por consiguiente, grandes méritos, grandes tesoros, grandes recompensas.» (5) La minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa de las inspecciones, la sujeción a control de las menores partículas de la vida y del cuerpo darán pronto, dentro del marco de la escuela, del cuartel, del hospital o del taller, un contenido laicizado, una racionalidad económica o técnica a este cálculo místico de lo ínfimo y del infinito. Y una Historia del Detalle en el siglo XVIII, colocada bajo el signo de Juan Bautista de La Salle, rozando a Leibniz y a Buffon, pasando por Federico II, atravesando la pedagogía, la medicina, la táctica militar y la economía, debería conducir al hombre que había soñado, a fines del siglo, ser un nuevo Newton, no ya el de las inmensidades del cielo o de las masas planetarias, sino de los «pequeños cuerpos», de los pequeños movimientos, de las pequeñas acciones; al hombre que respondió a Monge («No había más que un mundo que descubrir»): «¿Qué es lo que oigo? El mundo de los detalles, ¿quién ha pensado jamás en ese otro, en ése? Yo, desde los quince años creía en él. Me ocupé de él entonces, y este recuerdo vive en mí, como una idea fija que no me abandona jamás… Este otro mundo es el más importante de todos cuantos me había lisonjeado de descubrir: pensar en ello me parte el corazón.» (6) No lo descubrió; pero sabido es que se propuso organizado, y que quiso establecer en torno suyo un dispositivo de poder que le permitiera percibir hasta el más pequeño acontecimiento del Estado que gobernaba; pretendía, por medio de la rigurosa disciplina que hacía reinar, «abarcar el conjunto de aquella vasta máquina sin que, no obstante, pudiera pasarle inadvertido el menor detalle».(7)
Una observación minuciosa del detalle, y a la vez una consideración política de estas pequeñas cosas, para el control y la utilización de los hombres, se abren paso a través de la época clásica, llevando consigo todo un conjunto de técnicas, todo un corpus de procedimientos y de saber, de descripciones, de recetas y de datos. Y de estas fruslerías, sin duda, ha nacido el hombre del humanismo moderno.(8)
EL ARTE DE LAS DISTRIBUCIONES
La disciplina procede ante todo a la distribución de los individuos en el espacio. Para ello, emplea varias técnicas.
1) La disciplina exige a veces la clausura, la especificación de un lugar heterogéneo a todos los demás y cerrado sobre sí mismo. Lugar protegido de la monotonía disciplinaria. Ha existido el gran «encierro» de los vagabundos y de los indigentes; ha habido otros más discretos, pero insidiosos y eficaces. Colegios: el modelo de convento se impone poco a poco; el internado aparece como el régimen de educación si no más frecuente, al menos el más perfecto; pasa a ser obligatorio en Louis-le-Grand cuando, después de la marcha de los jesuítas, se hace de él un colegio modelo. (9) Cuarteles: es preciso asentar el ejército, masa vagabunda; impedir el saqueo y las violencias; aplacar a los habitantes que soportan mal la presencia de las tropas de paso; evitar los conflictos con las autoridades civiles; detener las deserciones; controlar los gastos. La ordenanza de 1719 prescribe la construcción de varios centenares de cuarteles a imitación de los dispuestos ya en el sur; en ellos el encierro sería estricto: «El conjunto estará cercado y cerrado por una muralla de diez pies de altura que rodeará dichos pabellones, a treinta pies de distancia por todos los lados» —y esto para mantener las tropas «en el orden y la disciplina y para que el oficial se halle en situación de responder de ellas«. (10) En 1745 había cuarteles en 320 ciudades aproximadamente, y se estimaba en 200000 hombres sobre poco más o menos la capacidad total de los cuarteles en 1775. (11) Al lado de los talleres diseminados se desarrollaban también grandes espacios manufactureros, homogéneos y bien delimitados a la vez: las manufacturas reunidas primero, después las fábricas en la segunda mitad del siglo XVIII (las fundiciones de la Chaussade ocupan toda la península de Médine, entre el Nièvre y el Loira; para instalar la fábrica de In-dret en 1777, Wilkinson dispone sobre el Loira una isla, a fuerza de terraplenes y de diques; Toufait construye Le Creusot en el valle de la Charbonnière, remodelado por él, e instala en la fábrica misma alojamientos para obreros); es un cambio de escala, es también un nuevo tipo de control. La fábrica explícitamente se asemeja al convento, a la fortaleza, a una ciudad cerrada; el guardián «no abrirá las puertas hasta la entrada de los obreros, V luego que la campana que anuncia la reanudación de los trabajos haya sonado»; un cuarto de hora después nadie tendrá derecho a entrar; al final de la jornada, los jefes de taller tienen la obligación de entregar las llaves al portero de la manufactura que abre entonces las puertas. (12) Se trata, a medida que se concentran las fuerzas de producción, de obtener de ellas el máximo de ventajas y de neutralizar sus inconvenientes (robos, interrupciones del trabajo, agitaciones y «cábalas»); de proteger los materiales y útiles y de dominar las fuerzas de trabajo: «El orden y la seguridad que deben mantenerse exigen que todos los obreros estén reunidos bajo el mismo techo, a fin de que aquel de los socios que está encargado de la dirección de la manufactura pueda prevenir y remediar los abusos que pudieran introducirse entre los obreros y detener su avance desde el comienzo.» (13)
2) Pero el principio de «clausura» no es ni constante, ni indispensable, ni suficiente en los aparatos disciplinarios. Éstos trabajan el espacio de una manera mucho más flexible y más fina. V en primer lugar según el principio de localización elemental o de la división en zonas. A cada individuo su lugar; y en cada emplazamiento un individuo. Evitar las distribuciones por grupos; descomponer las implantaciones colectivas; analizar las pluralidades confusas, masivas o huidizas. El espacio disciplinario tiende a dividirse en tantas parcelas como cuerpos o elementos que repartir hay. Es preciso anular los efectos de las distribuciones indecisas, la desaparición incontrolada de los individuos, su circulación difusa, su coagulación inutilizable y peligrosa; táctica de antideserción, de antivagabundeo, de antiaglomeración. Se trata de establecer las presencias y las ausencias, de saber dónde y cómo encontrar a los individuos, instaurar las comunicaciones útiles, interrumpir las que no lo son, poder en cada instante vigilar la conducta de cada cual, apreciarla, sancionarla, medir las cualidades o los méritos. Procedimiento, pues, para conocer, para dominar y para utilizar. La disciplina organiza un espacio analítico.
Y aquí, todavía, encuentra un viejo procedimiento arquitectónico y religioso: la celda de los conventos. Incluso si los compartimientos que asigna llegan a ser puramente ideales, el espacio de las disciplinas es siempre, en el fondo, celular. Soledad necesaria del cuerpo y del alma decía cierto ascetismo: deben por momentos al menos afrontar solos la tentación y quizá la severidad de Dios. «El sueño es la imagen de la muerte, el dormitorio es la imagen del sepulcro… aunque los dormitorios sean comunes, los lechos están, sin embargo, dispuestos de tal manera y se cierran a tal punto por medio de las cortinas, que las mujeres pueden levantarse y acostarse sin verse.» (14) Pero ésta no es todavía sino una forma bastante aproximada.
3) La regla de los emplazamientos funcionales va poco a poco, en las instituciones disciplinarias, a codificar un espacio que la arquitectura dejaba en general disponible y dispuesto para varios usos. Se fijan unos lugares determinados para responder no sólo a la necesidad de vigilar, de romper las comunicaciones peligrosas, sino también de crear un espacio útil. El proceso aparece claramente en los hospitales, sobre todo en los hospitales militares y navales. En Francia, parece que Rochefort ha servido de experimentación y de modelo. Un puerto, y un puerto militar, es, con los circuitos de mercancías, los hombres enrolados de grado o por fuerza, los marinos que se embarcan y desembarcan, las enfermedades y epidemias, un lugar de deserción, de contrabando, de contagio; encrucijada de mezclas peligrosas, cruce de circulaciones prohibidas. El hospital marítimo, debe, por lo tanto, curar, pero por ello mismo, ha de ser un filtro, un dispositivo que localice y seleccione; es preciso que garantice el dominio sobre toda esa movilidad y ese hormigueo, descomponiendo su confusión de la ilegalidad y del mal. La vigilancia médica de las enfermedades y de los contagios es en él solidaria de toda una serie de otros controles; militar sobre los desertores, fiscal sobre las mercancías, administrativo sobre los remedios, las raciones, las desapariciones, las curaciones, las muertes, las simulaciones. De donde la necesidad de distribuir y de compartimentar el espacio con rigor. Las primeras medidas adoptadas en Rochefort concernían a las cosas más que a los hombres, a las mercancías preciosas más que a los enfermos. Las disposiciones de la vigilancia fiscal y económica preceden las técnicas de la observación médica: localización de los medicamentos en cofres cerrados, registro de su utilización; un poco después, se pone en marcha un sistema para verificar el número efectivo de los enfermos, su identidad, las unidades de que dependen; después se reglamentan sus idas y venidas, se les obliga a permanecer en sus salas; en cada lecho se coloca el nombre de quien se encuentra en él; todo individuo atendido figura en un registro que el médico debe consultar durante la visita; más tarde vendrán el aislamiento de los contagiosos, las camas separadas. Poco a poco, un espacio administrativo y político se articula en espacio terapéutico, tiende a individualizar los cuerpos, las enfermedades, los síntomas, las vidas y las muertes; constituye un cuadro real de singularidades yuxtapuestas y cuidadosamente distintas. Nace de la disciplina un espacio médicamente útil.
En las fábricas que aparecen a fines del siglo XVIII, el principio de la división en zonas individualizantes se complica. Se trata a la vez de distribuir a los individuos en un espacio en el que es posible aislarlos y localizarlos; pero también de articular esta distribución sobre un aparato de producción que tiene sus exigencias propias. Hay que ligar la distribución de los cuerpos, la disposición espacial del aparato de producción y las diferentes formas de actividad en la distribución de los «puestos». A este principio obedece la manufactura de Oberkampf, en Jouy. Está formada por una serie de talleres especificados de acuerdo con cada gran tipo de operaciones: para los estampadores, los trasportadores, los entintadores, las afinadoras, los grabadores, los tintoreros. El mayor de los edificios, construido en 1791, por Toussaint Barré, tiene ciento diez metros de longitud y tres pisos. La planta baja está destinada, en lo esencial, al estampado y contiene ciento treinta y dos mesas dispuestas en dos hileras a lo largo de la sala que recibe luz por ochenta y ocho ventanas; cada estampador trabaja en una mesa, con su «tirador», encargado de preparar y de extender los colores. 264 personas en total. Al extremo de cada mesa hay una especie de enrejado sobre el cual deja el obrero, para que se seque, la tela que acaba de estampar. (15) Recorriendo el pasillo central del taller es posible ejercer una vigilancia general e individual a la vez: comprobar la presencia y la aplicación del obrero, así como la calidad de su trabajo; comparar a los obreros entre sí, clasificarlos según su habilidad y su rapidez, y seguir los estadios sucesivos de la fabricación. Todas estas disposiciones en serie forman un cuadriculado permanente en el que se aclaran las confusiones: (16) es decir que la producción se divide y el proceso de trabajo se articula por una parte según sus fases, sus estadios o sus operaciones elementales, y por otra, según los individuos que lo efectúan: los cuerpos singulares que a él se aplican. Cada variable de esta fuerza —vigor, rapidez, habilidad, constancia— puede ser observada, y por lo tanto caracterizada, apreciada, contabilizada, y referida a aquel que es su agente particular. Rotulando así de manera perfectamente legible toda la serie de los cuerpos singulares, la fuerza de trabajo puede analizarse en unidades individuales. Bajo la división del proceso de producción, al mismo tiempo que ella, se encuentra, en el nacimiento de la gran industria, la descomposición individualizante de la fuerza de trabajo; las distribuciones del espacio disciplinario han garantizado a menudo una y otra.
4) En la disciplina, los elementos son intercambiables puesto que cada uno se define por el lugar que ocupa en una serie, y por la distancia que lo separa de los otros. La unidad en ella no es, pues, ni el territorio (unidad de dominación), ni el lugar (unidad de residencia), sino el rango: el lugar que se ocupa en una clasificación, el punto donde se cruzan una línea y una columna, el intervalo en una serie de intervalos que se pueden recorrer unos después de otros. La disciplina, arte del rango y técnica para la trasformación de las combinaciones. Individualiza los cuerpos por una localización que no los implanta, pero los distribuye y los hace circular en un sistema de relaciones.
Consideremos el ejemplo de la «clase». En los colegios de los jesuítas, se encontraba todavía una organización binaria y masiva a la vez: las clases, que podían contar hasta doscientos o trescientos alumnos, y estaban divididas en grupos de diez. Cada uno de estos grupos con su decurión, estaba colocado en un campo, el romano o el cartaginés; a cada decuria correspondía una decuria contraria. La forma general era la de la guerra y la rivalidad; el trabajo, el aprendizaje, la clasificación se efectuaba bajo la forma del torneo, por medio del enfrentamiento de los dos ejércitos; la prestación de cada alumno estaba inscrita en ese duelo general; aseguraba, por su parte, la victoria o las derrotas de un campo y a los alumnos se les asignaba un lugar que correspondía a la función de cada uno y a su valor de combatiente en el grupo unitario de su decuria. (17) Es de advertir, por lo demás, que esta comedia romana permitiría vincular a los ejercicios binarios de la rivalidad una disposición espacial inspirada en la legión, con rango, jerarquía y vigilancia piramidal. No hay que olvidar que de una manera general, el modelo romano, en la época de las Luces, ha desempeñado un doble papel; bajo su apariencia republicana, era la institución misma de la libertad; bajo su faz militar, era el esquema ideal de la disciplina. La Roma del siglo XVIII y de la Revolución es la del Senado, pero también la de la legión; la del Foro, pero la de los campamentos. Hasta el Imperio, la referencia romana ha trasportado, de una manera ambigua, el ideal jurídico de la ciudadanía y la técnica de los procedimientos disciplinarios. En todo caso, lo que en la fábula antigua que se representaba permanentemente en los colegios de los jesuítas había de estrictamente disciplinario ha predominado sobre lo que tenía de torneo y de remedo de guerra. Poco a poco —pero sobre todo después de 1762— el espacio escolar se despliega; la clase se torna homogénea, ya no está compuesta sino de elementos individuales que vienen a disponerse los unos al lado de los otros bajo la mirada del maestro. El «rango», en el siglo XVIII, comienza a definir la gran forma de distribución de los individuos en el orden escolar: hileras de alumnos en la clase, los pasillos y los estudios; rango atribuido a cada uno con motivo de cada tarea y cada prueba, rango que obtiene de semana en semana, de mes en mes, de año en año; alineamiento de los grupos de edad unos a continuación de los otros; sucesión de las materias enseñadas, de las cuestiones tratadas según un orden de dificultad creciente. Y en este conjunto de alineamientos obligatorios, cada alumno de acuerdo con su edad, sus adelantos y su conducta, ocupa ya un orden ya otro; se desplaza sin cesar por esas series de casillas, las unas, ideales, que marcan una jerarquía del saber o de la capacidad, las otras que deben traducir materialmente en el espacio de la clase o del colegio la distribución de los valores o de los méritos. Movimiento perpetuo en el que los individuos sustituyen unos a otros, en un espacio ritmado por intervalos alineados.
La organización de un espacio serial fue una de las grandes mutaciones técnicas de la enseñanza elemental. Permitió sobrepasar el sistema tradicional (un alumno que trabaja unos minutos con el maestro, mientras el grupo confuso de los que esperan permanece ocioso y sin vigilancia). Al asignar lugares individuales, ha hecho posible el control de cada cual y el trabajo simultáneo de todos. Ha organizado una nueva economía del tiempo de aprendizaje. Ha hecho funcionar el espacio escolar como una máquina de aprender, pero también de vigilar, de jerarquizar, de recompensar. J.-B. de La Salle soñaba con una clase cuya distribución espacial pudiera asegurar a la vez toda una serie de distinciones: según el grado de adelanto de los alumnos, según el valor de cada uno, según la mayor o menor bondad de carácter, según su mayor o menor aplicación, según su limpieza y según la fortuna de sus padres. Entonces, la sala de clase formaría un gran cuadro único, de entradas múltiples, bajo la mirada cuidadosamente «clasificadora» del maestro: «Habrá en todas las clases lugares asignados para todos los escolares de todas las lecciones, de suerte que todos los de la misma lección estén colocados en un mismo lugar y siempre fijo. Los escolares de las lecciones más adelantadas estarán sentados en los bancos más cercanos al muro, y los otros a continuación según el orden de las lecciones, avanzando hacia el centro de la clase… Cada uno de los alumnos tendrá su lugar determinado y ninguno abandonará ni cambiará el suyo sino por orden y con el consentimiento del inspector de las escuelas.» Habrá de hacer de modo que «aquellos cuyos padres son descuidados y tienen parásitos estén separados de los que van limpios y no los tienen; que un escolar frívolo y disipado esté entre dos sensatos y sosegados, un libertino o bien solo o entre dos piadosos». (18)
Al organizar las «celdas», los «lugares» y los «rangos», fabrican las disciplinas espacios complejos: arquitectónicos, funcionales y jerárquicos a la vez. Son unos espacios que establecen la fijación y permiten la circulación; recortan segmentos individuales e instauran relaciones operatorias; marcan lugares e indican valores; garantizan la obediencia de los individuos pero también una mejor economía del tiempo y de los gestos. Son espacios mixtos: reales, ya que rigen la disposición de pabellones, de salas, de mobiliarios; pero ideales, ya que se proyectan sobre la ordenación de las caracterizaciones, de las estimaciones, de las jerarquías. La primera de las grandes operaciones de la disciplina es, pues, la constitución de «cuadros vivos» que trasforman las multitudes confusas, inútiles o peligrosas, en multiplicidades ordenadas. La constitución de «cuadros» ha sido uno de los grandes problemas de ta tecnología científica, política y económica del siglo XVIII: disponer jardines de plantas y de animales, y hacer al mismo tiempo clasificaciones racionales de los seres vivos; observar, controlar, regularizar la circulación de las mercancías y de la moneda y construir así un cuadro económico que pueda valer como principio de enriquecimiento; inspeccionar a los hombres, comprobar su presencia y su ausencia, y constituir un registro general y permanente de las fuerzas armadas; distribuir los enfermos, separarlos unos de otros, dividir con cuidado el espacio de los hospitales y hacer una clasificación sistemática de las enfermedades: otras tantas operaciones paralelas en que los dos constituyentes —distribución y análisis, control e inteligibilidad— son solidarios el uno del otro. El cuadro, en el siglo XVIII, es a la vez una técnica de poder y un procedimiento de saber. Se trata de organizar lo múltiple, de procurarse un instrumento para recorrerlo y dominarlo; se trata de imponerle un «orden». Como el jefe de ejército de que hablaba Guibert, el naturalista, el médico, el economista están «cegados por la inmensidad, aturdidos por la multitud… las combinaciones innumerables que resultan de la multiplicidad de los objetos, tantas atenciones reunidas forman una carga que sobrepasa sus fuerzas. La ciencia de la guerra moderna al perfeccionarse, al acercarse a los verdaderos principios, podría volverse más simple y menos difícil»; los ejércitos «con tácticas simples, análogas, susceptibles de plegarse a todos los movimientos… serían más fáciles de poner en movimiento y de conducir». (19) Táctica, ordenamiento espacial de los hombres; taxonomía, espacio disciplinario de los seres naturales; cuadro económico, movimiento regulado de las riquezas.
Pero el cuadro no desempeña la misma función en estos diferentes registros. En el orden de la economía, permite la medida de las cantidades y el análisis de los movimientos. Bajo la forma de la taxonomía, tiene como función caracterizar (y por consiguiente reducir las singularidades individuales), y constituir clases (por lo tanto excluir las consideraciones de número). Pero en la forma de la distribución disciplinaria, la ordenación en cuadro tiene como función, por el contrario, tratar la multiplicidad por sí misma, distribuirla y obtener de ella el mayor número de efectos posibles. Mientras que la taxonomía natural se sitúa sobre el eje que va del carácter a la categoría, la táctica disciplinaria se sitúa sobre el eje que une lo singular con lo múltiple. Permite a la vez la caracterización del individuo como individuo, y la ordenación de una multiplicidad dada. Es la condición primera para el control y el uso de un conjunto de elementos distintos: la base para una microfísica de un poder que se podría llamar «celular».
EL CONTROL DE LA ACTIVIDAD
1) El empleo del tiempo es una vieja herencia. Las comunidades monásticas habían sin duda sugerido su modelo estricto. Rápidamente se difundió. Sus tres grandes procedimientos —establecer ritmos, obligar a ocupaciones determinadas, regular los ciclos de repetición— coincidieron muy pronto en los colegios, los talleres y los hospitales. A las nuevas disciplinas no les ha costado trabajo alojarse en el interior de los esquemas antiguos; las casas de educación y los establecimientos de asistencia prolongaban la vida y la regularidad de los conventos, de los que con frecuencia eran anejos. El rigor del tiempo industrial ha conservado durante siglos un ritmo religioso; en el XVII el reglamento de las grandes manufacturas precisaba los ejercicios que debían escandir el trabajo: «Todas las personas…, al llegar por la mañana a su lugar, antes de trabajar comenzarán por lavarse las manos, ofrecerán a Dios su trabajo, harán el signo de la cruz y se pondrán a trabajar»; (20) pero todavía en el siglo XIX, cuando se quiere utilizar en la industria a las poblaciones rurales, ocurre que, para habituarlas al trabajo en los talleres, se apela a congregaciones; se encuadra a los obreros en unas «fábricas-convento». La gran disciplina militar se ha formado, en los ejércitos protestantes de Mauricio de Orange y de Gustavo Adolfo, a través de una rítmica del tiempo que estaba escandida por los ejercicios de piedad; la existencia en el ejército debe tener, decía Boussanelle, bastante más tarde, algunas «de las perfecciones del claustro mismo». (21) Durante siglos, las órdenes religiosas han sido maestras de disciplina: eran los especialistas del tiempo, grandes técnicos del ritmo y de las actividades regulares. Pero estos procedimientos de regularización temporal que las disciplinas heredan, ellas mismas los modifican. Afinándolos en primer lugar. Se ponen a contar en cuartos de hora, en minutos, en segundos. En el ejército, naturalmente; Guibert hizo proceder sistemáticamente a cronometrajes de tiro cuya idea había tenido Vauban. En las escuelas elementales, el recorte del tiempo se hace cada vez más sutil; las actividades se hallan ceñidas cada vez más por órdenes a las que hay que responder inmediatamente: «al último toque de la hora, un alumno hará sonar la campana y a la primera campanada todos los escolares se pondrán de rodillas, con los brazos cruzados y los ojos bajos. Acabada la oración, el maestro dará un golpe como señal para que los alumnos se levanten, otro para hacerles que se inclinen ante el Cristo, y el tercero para que se sienten». (22) A comienzos del siglo XIX, se propondrá para la escuela de enseñanza mutua unos empleos del tiempo como el siguiente: 8 h 45 entrada del instructor, 8 h 52 llamada del instructor, 8 h 56 entrada de los niños y oración, 9 h entrada en los bancos, 9 h 04 primera pizarra, 9 h 08 fin del dictado, 9 h 12 segunda pizarra, etcétera. (23) La extensión progresiva del salariado lleva aparejada por su parte una división ceñida del tiempo: «Si ocurriera que los obreros llegaran pasado un cuarto de hora después de haber tocado la campana.»; (24) «aquel de los compañeros a quien se hiciera salir durante el trabajo y perdiera más de cinco minutos…»; «aquel que no esté en su trabajo a la hora exacta… » (25) Pero se busca también asegurar la calidad del tiempo empleado: control ininterrumpido, presión de los vigilantes, supresión de todo cuanto puede turbar y distraer, se trata de constituir un tiempo íntegramente útil: «Está expresamente prohibido durante el trabajo divertir a los compañeros por gestos o de cualquier otro modo, entregarse a cualquier juego sea el que fuere, comer, dormir, contar historias y comedias»; (26) e incluso durante la interrupción de la comida, «no se hará ningún discurso de historia, de aventura o de otros temas que distraiga a los obreros de su trabajo»; «está expresamente prohibido a todo obrero y bajo ningún pretexto introducir vino en la manufactura y beber en los talleres». (27) El tiempo medido y pagado debe ser también un tiempo sin impureza ni defecto, un tiempo de buena calidad, a lo largo de todo el cual permanezca el cuerpo aplicado a su ejercicio. La exactitud y la aplicación son, junto con la regularidad, las virtudes fundamentales del tiempo disciplinario. Pero no es esto lo más nuevo. Otros procedimientos son más característicos de las disciplinas.
2) La elaboración temporal del acto. Consideremos dos maneras de controlar la marcha de un cuerpo de tropa. Comienzos del siglo XVII : «Acostumbrar a los soldados, que marchan en fila o en batallón, a marchar a la cadencia del tambor. Y para hacerlo, hay que comenzar por el pie derecho, a fin de que toda la tropa se encuentre levantando un mismo pie al mismo tiempo.» (28) Mediados del siglo XVIII, cuatro especies de paso: «La longitud del paso corto será de un pie, la del paso ordinario, del paso redoblado y del paso de maniobra de dos pies, todo ello medido de un talón al otro; en cuanto a la duración, la del paso corto y el paso ordinario será de un segundo, durante el cual se harán dos pasos redoblados; la duración del paso de maniobra será de un poco más de un segundo. El paso oblicuo se hará en el mismo espacio de un segundo; será todo lo más de 18 pulgadas de un talón al otro… Se ejecutará el paso ordinario de frente llevando la cabeza alta y el cuerpo derecho, manteniéndose en equilibrio sucesivamente sobre una sola pierna, y echando la otra hacia delante, con la corva tensa, la punta del pie un tanto vuelta hacia fuera y baja para rozar sin exageración la superficie sobre la cual se deberá marchar y dejar el pie en el suelo de manera que cada parte se apoye en éste al mismo tiempo sin golpearlo.» (29) Entre estas dos prescripciones, se ha puesto en juego un nuevo conjunto de coacciones, otro grado de precisión en la descomposición de los gestos y de los movimientos, otra manera de ajustar el cuerpo a unos imperativos temporales.
Lo que define la ordenanza de 1766 no es un empleo del tiempo, marco general para una actividad; es más que un ritmo colectivo y obligatorio, impuesto desde el exterior; es un «programa»; asegura la elaboración del propio acto; controla desde el interior su desarrollo y sus fases. Se ha pasado de una forma de conminación que medía o ritmaba los gestos a una trama que los coacciona y los sostiene a lo largo de todo su encadenamiento. Se define una especie de esquema anatomo-cronológico del comportamiento. El acto queda descompuesto en sus elementos; la posición del cuerpo, de los miembros, de las articulaciones se halla definida; a cada movimiento le están asignadas una dirección, una amplitud, una duración; su orden de sucesión está prescrito. El tiempo penetra el cuerpo, y con él todos los controles minuciosos del poder.
3) De donde el establecimiento de correlación del cuerpo y del gesto. El control disciplinario no consiste simplemente en enseñar o en imponer una serie de gestos definidos; impone la mejor relación entre un gesto y la actitud global del cuerpo, que es su condición de eficacia y de rapidez. En el buen empleo del cuerpo, que permite un buen empleo del tiempo, nada debe permanecer ocioso o inútil: todo debe ser llamado a formar el soporte del acto requerido. Un cuerpo bien disciplinado forma el contexto operatorio del menor gesto. Una buena letra, por ejemplo, supone una gimnasia, toda una rutina cuyo código riguroso domina el cuerpo por entero, desde la punta del pie a la yema del dedo índice. Hay que «tener el cuerpo derecho, un poco vuelto y libre del lado izquierdo, y un tanto inclinado hacia delante, de suerte que estando apoyado el codo sobre la mesa, la barbilla pueda apoyarse en el puño, a menos que el alcance de la vista no lo permita; la pierna izquierda debe estar un poco más delante bajo la mesa que la derecha. Hay que dejar una distancia de dos dedos entre el cuerpo y la mesa; porque no sólo se escribe con más rapidez, sino que nada hay más perjudicial para la salud como contraer el hábito de apoyar el estómago contra la mesa; la parte del brazo izquierdo desde el codo hasta la mano, debe estar colocada sobre la mesa. El brazo derecho ha de estar alejado del cuerpo unos tres dedos, y sobresalir casi cinco dedos de la mesa, sobre la cual debe apoyarse ligeramente. El maestro hará conocer a los escolares la postura que deben adoptar para escribir y la corregirá, ya sea por señas o de otro modo, cuando se aparten de ella». (30) Un cuerpo disciplinado es el apoyo de un gesto eficaz.
4) La articulación cuerpo-objeto. La disciplina define cada una de las relaciones que el cuerpo debe mantener con el objeto que manipula. Entre uno y otro, dibuja aquélla un engranaje cuidadoso. «Ejercido con el arma hacia delante. En tres tiempos. Se da un golpe con la mano izquierda, el brazo tendido pegado al cuerpo para mantenerlo verticalmente frente a la rodilla derecha, con el extremo del cañón a la altura del ojo, agarrándolo entonces de un golpe con la mano izquierda, el brazo tendido pegado al cuerpo-a la altura del cinturón. Al segundo tiempo, se llevará con la mano-izquierda el fusil ante sí, con el cañón entre los dos ojos, a plomo; la mano derecha lo tomará por el cuello, con el brazo tendido y el guardamonte apoyado en el dedo índice, la mano izquierda a la altura de la muesca, extendido el pulgar a lo largo del cañón contra la moldura. Al tercer tiempo, la mano izquierda abandonará el fusil, para caer contra el muslo; se levantará el arma con la mano derecha, con la llave hacia fuera y frente al pecho, el brazo derecho medio tendido, el codo junto al cuerpo, el pulgar contra la llave, apoyado en el primer tornillo, el dedo índice sobre el gatillo, el cañón a plomo.» (31) Aquí tenemos un ejemplo de lo que podría llamarse el cifrado instrumental del cuerpo. Consiste en una descomposición del gesto global en dos series paralelas: la de los elementos del cuerpo que hay que poner en juego (mano derecha, mano izquierda, diferentes dedos de la mano, rodilla, ojo, codo, etcétera), y la de los elementos del objeto que se manipula (cañón, muesca, gatillo, tornillo, etcétera); después pone en correlación a los unos con los otros según cierto número de gestos simples (apoyar, doblar); finalmente, fija la serie canónica en la que cada una de estas correlaciones ocupa un lugar determinado. A esta sintaxis obligada es a lo que los teóricos militares del siglo XVIII llamaban la «maniobra». La receta tradicional se sustituye por prescripciones explícitas y coactivas. El poder viene a deslizarse sobre toda la superficie de contacto entre el cuerpo y el objeto que manipula; los amarra el uno al otro. Constituye un complejo cuerpo-arma, cuerpo-instrumento, cuerpo-máquina. Se está lo más lejos posible de aquellas formas de sujeción que no pedían al cuerpo otra cosa que signos o productos, formas de expresión o el resultado del trabajo. La reglamentación impuesta por el poder es al mismo tiempo la ley de construcción de la operación. Y así aparece este carácter del poder disciplinario: tiene menos una función de extracción que de síntesis, menos de extorsión del producto que de vínculo coercitivo con el aparato de producción.
5) La utilización exhaustiva. El principio que estaba subyacente en el empleo del tiempo en su forma tradicional era esencialmente negativo; principio de no ociosidad: está vedado perder un tiempo contado por Dios y pagado por los hombres; el empleo del tiempo debía conjurar el peligro de derrocharlo, falta moral y falta de honradez económica. En cuanto a la disciplina, procura una economía positiva; plantea el principio de una utilización teóricamente creciente siempre del tiempo: agotamiento más que empleo; se trata de extraer, del tiempo, cada vez más instantes disponibles y, de cada instante, cada vez más fuerzas útiles. Lo cual significa que hay que tratar de intensificar el uso del menor instante, como si el tiempo, en su mismo fraccionamiento, fuera inagotable; o como si, al menos, por una disposición interna cada vez más detallada, pudiera tenderse hacia un punto ideal en el que el máximo de rapidez va a unirse con el máximo de eficacia. Era realmente esta técnica la que se utilizaba en los famosos reglamentos de la infantería prusiana que toda Europa imitó después de las victorias de Federico II: (32) cuanto más se descompone el tiempo, cuanto más se multiplican sus subdivisiones, mejor se lo desarticula desplegando sus elementos internos bajo una mirada que los controla, más se puede acelerar entonces una operación, o al menos regularla de acuerdo con un grado óptimo de velocidad. De ahí la reglamentación del tiempo de la acción que fue tan importante en el ejército y que debía serlo para toda la tecnología de la actividad humana: 6 tiempos preveía el reglamento prusiano de 1743 para descansar el arma, 4 para tenderla, 13 para ponerla vuelta sobre el hombro, etcétera. Por otros medios, la escuela de enseñanza mutua ha sido dispuesta también como un aparato para intensificar la utilización del tiempo; su organización permitía eludir el carácter lineal y sucesivo de la enseñanza del maestro: regulaba el contrapunto de operaciones hechas, en el mismo momento, por diferentes grupos de alumnos, bajo la dirección de los instructores y de los ayudantes, de suerte que cada instante que trascurría estaba lleno de actividades múltiples, pero ordenadas; y por otra parte, el ritmo impuesto por señales, silbatos, voces de mando, imponía a todos unas normas temporales que debían a la vez acelerar el proceso de aprendizaje y enseñar la rapidez como una virtud; (33) «el único objeto de estas voces de mando es… habituar a los niños a ejecutar pronto y bien las mismas operaciones, disminuir en la medida de lo posible por la celeridad la pérdida de tiempo que supone el paso de una operación a otra». (34)
Ahora bien, a través de esta técnica de sujeción, se está formando un nuevo objeto; lentamente, va ocupando el puesto del cuerpo mecánico, del cuerpo compuesto de sólidos y sometido a movimientos, cuya imagen había obsesionado durante tanto tiempo a los que soñaban con la perfección disciplinaria. Este objeto nuevo es el cuerpo natural, portador de fuerzas y sede de una duración; es el cuerpo susceptible de operaciones especificadas, que tienen su orden, su tiempo, sus condiciones internas, sus elementos constitutivos. El cuerpo, al convertirse en blanco para nuevos mecanismos del poder, se ofrece a nuevas formas de saber. Cuerpo del ejercicio, más que de la física especulativa; cuerpo manipulado por la autoridad, más que atravesado por los espíritus animales; cuerpo del encauzamiento útil y no de la mecánica racional, pero en el cual, por esto mismo, se anunciará cierto número de exigencias de naturaleza y de coacciones funcionales. Es él lo que descubre Guibert en la crítica que hace de las maniobras demasiado artificiales. En el ejercicio que se le impone y al que resiste, el cuerpo dibuja sus correlaciones esenciales, y rechaza espontáneamente lo incompatible: «Éntrese en la mayoría de nuestras escuelas de ejercicio, y se verá a todos los desdichados soldados en actitudes violentas y forzadas, se verán todos sus músculos contraídos, la circulación de la sangre interrumpida… Estudiemos la intención de la naturaleza y la construcción del cuerpo humano y encontraremos la posición y la actitud que prescribe claramente para el soldado. La cabeza debe estar derecha, libre y fuera de los hombros, asentada perpendicularmente en medio de éstos. No debe estar vuelta ni a la izquierda ni a la derecha; porque, dada la correspondencia que existe entre las vértebras del cuello y el omóplato al cual están unidas, ninguna de ellas puede moverse circularmente sin arrastrar levemente del mismo lado que actúa una de las ramas del hombro, y entonces, al no estar ya el cuerpo situado en ángulo recto, el soldado no puede caminar hacia delante en línea recta ni servir de punto de alineamiento… Y como el hueso de la cadera, que la Ordenanza indica como el punto en el que debe apoyarse el pico de la culata, no tiene la misma situación en todos los hombres, el fusil deben llevarlo unos más a la derecha y otros más a la izquierda. Por la misma razón de la desigualdad de estructura, el guardamonte se encuentra más o menos apretado contra el cuerpo, según tenga un hombre la parte externa del hombro más o menos carnosa, etcétera.» (35)
Hemos visto cómo los procedimientos de la distribución disciplinaria tenían su lugar entre las técnicas contemporáneas de clasificación y de disposición en cuadro; pero cómo introducían el problema específico de los individuos y de la multiplicidad. Asimismo, los controles disciplinarios de la actividad se sitúan entre todas las investigaciones, teóricas o prácticas, sobre la maquinaria natural de los cuerpos; pero comienzan a descubrir procesos específicos; el comportamiento y sus exigencias orgánicas van a sustituir poco a poco la simple física del movimiento. El cuerpo, al que se pide ser dócil hasta en sus menores operaciones, opone y muestra las condiciones de funcionamiento propias de un organismo. El poder disciplinario tiene como correlato una individualidad no sólo analítica y «celular», sino natural y «orgánica».
LA ORGANIZACIÓN DE LAS GÉNESIS
En 1667, el edicto que creaba la manufactura de los Gobelinos preveía la organización de una escuela. El superintendente del real patrimonio había de elegir 60 niños becados, confiados durante cierto tiempo a un maestro que les daría «educación e instrucción», y después colocados como aprendices con los diferentes maestros tapiceros de la manufactura, los cuales recibían por ello una indemnización tomada de la beca de los alumnos. Después de seis años de aprendizaje, cuatro de servicio y una prueba de suficiencia, tenían derecho a «levantar y abrir establecimiento» en cualquier ciudad del reino. Se encuentran aquí las características propias del aprendizaje corporativo: relación de dependencia individual y total a la vez respecto del maestro; duración estatutaria de la formación que termina por una prueba calificadora, pero que no se descompone de acuerdo con un programa precioso; intercambio global entre el maestro que debe dar su saber y el aprendiz que debe aportar sus servicios, su ayuda y con frecuencia una retribución. La forma de la servidumbre va mezclada con una transferencia de conocimiento. (36) En 1737, un edicto organiza una escuela de dibujo para los aprendices de los Gobelinos; no está destinada a remplazar la formación con los maestros obreros, sino a completarla. Ahora bien, implica un aprovechamiento del tiempo completamente distinto. Dos horas diarias, excepto los domingos y fiestas, se reúnen los alumnos en la escuela… Se pasa lista, por una que está adherida a la pared, y a los ausentes se les apunta en un registro. La escuela está dividida en tres clases. La primera para los que no tienen noción alguna de dibujo; se les hace recopiar unos modelos, más o menos difíciles, según las aptitudes de cada cual. La segunda «para los que tienen ya algunos principios», o que han pasado por la primera clase; deben reproducir cuadros «a ojo y sin tomar las proporciones», no teniendo en cuenta más que el dibujo. En la clase tercera, aprenden los colores, hacen pastel y se inician en la teoría y en la práctica del tinte. Regularmente, los alumnos hacen deberes individuales; cada uno de estos ejercicios, con el nombre del autor y la fecha de ejecución, queda en manos del profesor; se recompensa a los mejores. Reunidos a fin de año y comparados unos con otros, permiten establecer los progresos, el valor actual y el lugar relativo de cada alumno, determinándose entonces quiénes pueden pasar a la clase superior. En un libro general que llevan los profesores y sus ayudantes debe registrarse cotidianamente la conducta de los alumnos y todo cuanto ocurre en la escuela. Dicho libro se somete periódicamente al examen de un inspector. (37) La escuela de los Gobelinos no es sino el ejemplo de un fenómeno importante: el desarrollo, en la época clásica, de una nueva técnica para ocuparse del tiempo de las existencias singulares; para regir las relaciones del tiempo, de los cuerpos y de las fuerzas; para asegurar una acumulación de la duración, y para invertir en provecho o en utilidad siempre acrecentados el movimiento del tiempo que pasa. ¿Cómo capitalizar el tiempo de los individuos, acumularlo en cada uno de ellos, en sus cuerpos, en sus fuerzas o sus capacidades y de una manera que sea susceptible de utilización y de control? ¿Cómo organizar duraciones provechosas? Las disciplinas, que analizan el espacio, que descomponen y recomponen las actividades, deben ser también comprendidas como aparatos para sumar y capitalizar el tiempo. Y esto por cuatro procedimientos, que la organización militar muestra con toda claridad.
1) Dividir la duración en segmentos, sucesivos o paralelos, cada uno de los cuales debe llegar a un término especificado. Por ejemplo, aislar el tiempo de formación y el periodo de la práctica; no mezclar la instrucción de los reclutas y el ejercicio de los veteranos; abrir escuelas militares distintas del servicio armado (en 1764, creación de la Escuela de París, en 1776, creación de las doce escuelas de provincia); reclutar los soldados de profesión desde la más tierna edad, tomar niños, «hacerlos adoptar por la patria, educarlos en escuelas particulares»; (38) enseñar sucesivamente la posición, luego la marcha, después el manejo de las armas, tras ello el tiro, y no pasar a una actividad hasta que la precedente no esté totalmente dominada: «Uno de los principales errores es enseñar a un soldado toda la instrucción a la vez»; (39) en suma, descomponer el tiempo en trámites separados y ajustados. 2) Organizar estos trámites de acuerdo con un esquema analítico —sucesiones de elementos tan simples como sea posible, combinándose según una complejidad creciente. Lo cual supone que la instrucción abandone el principio de la repetición analógica. En el siglo XVI, el ejercicio militar consistía sobre todo en simular todo o parte del combate, y en hacer crecer globalmente la habilidad o la fuerza del soldado; (40) en el siglo XVIII la instrucción del «manual» sigue el principio de lo «elemental» y no ya de lo «ejemplar»: gestos simples —posición de los dedos, flexión de las piernas, movimiento de los brazos— que son todo lo más los componentes de base para las conductas útiles, y que garantizan además una educación general de la fuerza, de la habilidad, de la docilidad. 3) Finalizar estos segmentos temporales, fijarles un término marcado por una prueba que tiene por triple función indicar si el sujeto ha alcanzado el nivel estatutario, garantizar la conformidad de su aprendizaje con el de los demás y diferenciar las dotes de cada individuo. Cuando los sargentos, cabos, etcétera, «encargados de instruir a los demás, crean tener a alguien en situación de pasar a la primera clase, lo presentarán primero a los Oficiales de su compañía, quienes lo examinarán con atención; si no lo encuentran todavía lo bastante ejercitado, se negarán a admitirlo; si por el contrario el hombre presentado les parece en el caso de ser admitido, dichos oficiales lo propondrán por sí mismos al comandante del regimiento, que lo verá si lo juzga oportuno, y lo hará examinar por los oficiales mayores. Las faltas más leves bastarán para hacerlo rechazar, y nadie podrá pasar de la segunda clase a la primera sin saber sufrido este primer examen».(41) 4) Disponer series de series; prescribir a cada una, según su nivel, su antigüedad y su grado, los ejercicios que le convienen; los ejercicios comunes tienen un papel diferenciador y cada diferencia lleva consigo ejercicios específicos. Al término de cada serie, comienzan otras, forman una ramificación, y se subdividen a su vez. De suerte que cada individuo se encuentra incluido en una serie temporal, que define específicamente su nivel o su rango. Polifonía disciplinaria de los ejercicios: «Los soldados de la segunda clase serán sometidos a ejercicios todas las mañanas por los sargentos, cabos, cabos segundos y soldados de la primera clase. Los soldados de la primera clase serán sometidos a ejercicios todos los domingos por el jefe de la escuadra…; los cabos y los cabos segundos lo serán todos los martes por la tarde por los sargentos de su compañía y éstos todos los días 2, 12 y 22 de cada mes por la tarde también por los oficiales mayores.» (42)
Es este tiempo disciplinario el que se impone poco a poco a la práctica pedagógica, especializando el tiempo de formación y separándolo del tiempo adulto, del tiempo del oficio adquirido; disponiendo diferentes estadios separados los unos de los otros por pruebas graduales; determinando programas que deben desarrollarse cada uno durante una fase determinada, y que implican ejercicios de dificultad creciente; calificando a los individuos según la manera en que han recorrido estas series. El tiempo disciplinario ha sustituido el tiempo «iniciático» de la formación tradicional (tiempo global, controlado únicamente por el maestro, sancionado por una prueba única), por sus series múltiples y progresivas. Fórmase toda una pedagogía analítica, muy minuciosa en su detalle (descompone hasta en sus elementos más simples la materia de enseñanza, jerarquiza en grados exageradamente próximos cada fase del progreso) y muy precoz también en su historia (anticipa ampliamente los análisis genéticos de los ideólogos, de los que aparece como el modelo técnico). Demia, en los comienzos del siglo XVIII quería que se dividiera el aprendizaje de la lectura en siete niveles: el primero para los que aprenden a conocer las letras, el segundo, para los que aprenden a deletrear, el tercero para los que aprenden a unir las sílabas, para formar con ellas palabras, el cuarto para los que leen el latín por fraseo o de puntuación en puntuación, el quinto para los que comienzan a leer francés, el sexto para los más capaces en la lectura, el séptimo para los que leen los manuscritos. Pero en el caso en que los alumnos fuesen numerosos, habría que introducir todavía subdivisiones; la primera clase habría de contar cuatro secciones: una para los que aprenden «las letras simples»; otra para los que aprenden las letras mezcladas; la tercera para los que aprenden las letras abreviadas (â, ê …); la última para los que aprenden las letras dobles (ff, ss, tt, st). La segunda clase se dividiría en tres secciones: para los que «nombran cada letra en voz alta antes de dar el sonido de la sílaba: D.O., DO»; para los «que deletrean las sílabas más difíciles», etcétera. (43) Cada grado en la combinatoria de los elementos debe inscribirse en el interior de una gran serie temporal, que es a la vez una marcha natural del intelecto y un código para los procedimientos educativos.
La disposición en «serie» de las actividades sucesivas permite toda una fiscalización de la duración por el poder: posibilidad de un control detallado y de una intervención puntual (de diferenciación, de corrección, de depuración, de eliminación) en cada momento del tiempo; posibilidad de caracterizar, y por lo tanto de utilizar a los individuos según el nivel que tienen en las series que recorren; posibilidad de acumular el tiempo y la actividad, de volver a encontrarlos, totalizados, y utilizables en un resultado último, que es la capacidad final de un individuo. Se recoge la dispersión temporal para hacer de ella un provecho y se conserva el dominio de una duración que escapa. El poder se articula directamente sobre el tiempo; asegura su control y garantiza su uso.
Los procedimientos disciplinarios hacen aparecer un tiempo lineal cuyos momentos se integran unos a otros, y que se orienta hacia un punto terminal y estable. En suma, un tiempo «evolutivo». Ahora bien, hay que recordar que en el mismo momento, las técnicas administrativas y económicas de control hacían aparecer un tiempo social de tipo serial, orientado y acumulativo: descubrimiento de una evolución en términos de «progreso». En cuanto a las técnicas disciplinarias, hacen emerger series individuales: descubrimiento de una evolución en términos de «génesis». Progreso de las sociedades, génesis de los individuos, estos dos grandes «descubrimientos» del siglo XVIII son quizá correlativos de las nuevas técnicas de poder, y, más precisamente, de una nueva manera de administrar el tiempo y hacerlo útil, por corte segmentario, por seriación, por síntesis y totalización. Una macro y una microfísica de poder han permitido, no ciertamente la invención de la historia (hacía mucho tiempo que no tenía ya necesidad de serlo), sino la integración de una dimensión temporal, unitaria, continua, acumulativa en el ejercicio de los controles y la práctica de las dominaciones. La historicidad «evolutiva», tal como se constituye entonces —y tan profundamente que todavía hoy es para muchos una evidencia—, está vinculada a un modo de funcionamiento del poder. Igual que, sin duda, la «historia-rememoración» de las crónicas, de las genealogías, de las hazañas, de los reinos y de los actos había estado largo tiempo vinculada a otra modalidad del poder. Con las nuevas técnicas de sometimiento, la «dinámica» de las evoluciones continuas tiende a remplazar la «dinástica» de los acontecimientos solemnes.
En todo caso, el pequeño continuo temporal de la individualidad-génesis parece muy bien ser, como la individualidad-célula o la individualidad-organismo, un efecto y un objeto de la disciplina. Y en el centro de esta seriación del tiempo se encuentra un procedimiento que es, para ella, lo que era la disposición en «cuadro» para la distribución de los individuos y el recorte celular; o, también, lo que era la «maniobra» para la economía de las actividades y el control orgánico. Se trata del «ejercicio». El ejercicio es la técnica por la cual se imponen a los cuerpos tareas a la vez repetitivas y diferentes, pero siempre graduadas. Influyendo en el comportamiento en un sentido que disponga hacia un estado terminal, el ejercicio permite una perpetua caracterización del individuo ya sea en relación con ese término, en relación con los demás individuos, o en relación con un tipo de trayecto. Así, garantiza, en la forma de la continuidad y de la coerción, un crecimiento, una observación, una calificación. Antes de adoptar esta forma estrictamente disciplinaria, el ejercicio ha tenido una larga historia: se le encuentra en las prácticas militares, religiosas, universitarias —ritual de iniciación, ceremonia preparatoria, ensayo teatral, prueba. Su organización lineal, continuamente progresiva, su desarrollo genético a lo largo del tiempo, son, al menos en el ejército y en la escuela, de introducción tardía. Y sin duda, de origen religioso. En todo caso, la idea de un «programa» escolar que siga al niño hasta el término de su educación y que implique de año en año, de mes en mes, unos ejercicios de complejidad creciente, ha surgido primero, parece ser, en un grupo religioso, los Hermanos de la Vida Común. (44) Fuertemente inspirados por Ruysbroek y la mística renana, llevaron una parte de las técnicas espirituales a la educación, y no sólo a la de los religiosos, sino a la de los magistrados y comerciantes: el tema de una perfección hacia la cual guía el maestro ejemplar, se convierte en ellos en el de un perfeccionamiento autoritario de los discípulos por el profesor; los ejercicios cada vez más rigurosos que se propone la vida ascética se convierten en las tareas de complejidad creciente que marcan la adquisición progresiva del saber y de la buena conducta; el esfuerzo de la comunidad entera hacia la salvación se vuelve el concurso colectivo y permanente de los individuos que se clasifican los unos por relación a los otros. Son quizá procedimientos de vida y de salvación colectivos que han constituido el primer núcleo de métodos destinados a producir aptitudes individualmente caracterizadas pero colectivamente útiles. (45) Bajo su forma mística o ascética, el ejercicio era una manera de ordenar el tiempo terreno en la conquista de la salvación. Va poco a poco, en la historia del Occidente, a invertir su sentido conservando algunas de sus características: sirve para economizar el tiempo de la vida, para acumularlo en una forma útil, y para ejercer el poder sobre los hombres por medio del tiempo así dispuesto. El ejercicio, convertido en elemento en una tecnología política del cuerpo y de la duración, no culmina hacia un más allá; pero tiende a una sujeción que no ha acabado jamás de completarse.
LA COMPOSICIÓN DE FUERZAS
«Comencemos por destruir el viejo prejuicio según el cual se creía aumentar la fuerza de una tropa aumentando su profundidad. Todas las leyes físicas sobre el movimiento se vuelven quimeras cuando se las quiere adaptar a la táctica.» (46) Desde fines del siglo XVII el problema técnico de la infantería ha sido el de liberarse del modelo físico de la masa. Armada de picas y de mosquetes —lentos, imprecisos, sin permitir apenas apuntar a un blanco—, una tropa se utilizaba ya como un proyectil, ya como un muro o una fortaleza: «la formidable infantería del ejército de España»; la distribución de los soldados en esa masa se hacía sobre todo basándose en su antigüedad y su valentía; en el centro, para hacer peso y volumen y dar densidad al cuerpo, los más novatos; delante, en los ángulos y a los lados, los soldados más valerosos, o reputados como los más hábiles. En el curso de la época clásica, se ha pasado por todo un juego de articulaciones delicadas. La unidad —regimiento, batallón, sección, más tarde «división»— (47) se convierte en una especie de máquina de piezas múltiples que se desplazan las unas respecto de las otras, para llegar a una configuración y obtener un resultado específico. ¿Las razones de esta mutación? Algunas son económicas: hacer útil a cada individuo y rentable la formación, el mantenimiento, el armamento de las tropas; dar a cada soldado, unidad preciosa, un máximo de eficacia. Pero estas razones económicas no han podido llegar a ser determinantes sino a partir de una trasformación técnica: la invención del fusil: (48) más preciso, más rápido que el mosquete, valorizaba la habilidad del soldado; más capaz de dar en un blanco determinado, permitía explotar la potencia de fuego al nivel individual; e inversamente, hacía de todo soldado un blanco posible, exigiendo por ello una mayor movilidad; ocasionaba, por lo tanto, la desaparición de una técnica de masas en provecho de un arte que distribuía las unidades y los hombres a lo largo de líneas prolongadas, relativamente flexibles y móviles. De ahí la necesidad de encontrar toda una práctica calculada de los emplazamientos individuales y colectivos, de los desplazamientos de grupos o de elementos aislados, de los cambios de posición, de paso de una disposición a otra; en suma, de inventar una maquinaria cuyo principio no fuera ya la masa móvil o inmóvil, sino una geometría de segmentos divisibles cuya unidad de base fuera el soldado móvil con su fusil; (49) y sin duda, por debajo del propio soldado, los gestos mínimos, los tiempos de acción elementales, los fragmentos de espacio ocupados o recorridos.
Los mismos problemas cuando se trata de constituir una fuerza productiva cuyo efecto deba ser superior a la suma de las fuerzas elementales que la componen: «que la jornada laboral combinada obtenga esa fuerza productiva aumentada porque acrecienta la potencia mecánica del trabajo, o porque amplía el campo espacial de acción de este último o reduce espacialmente el campo de producción en proporción a la escala de ésta, o porque en el momento crítico aplica mucho trabajo en poco tiempo… la fuerza productiva específica de la jornada laboral combinada es una fuerza productiva social de trabajo, o fuerza del trabajo social. Surge de la cooperación misma». (50)
Así aparece una exigencia nueva a la cual debe responder la disciplina: construir una máquina cuyo efecto se llevará al máximo por la articulación concertada de las piezas elementales de que está compuesta. La disciplina no es ya simplemente un arte de distribuir cuerpos, de extraer de ellos y de acumular tiempo, sino de componer unas fuerzas para obtener un aparato eficaz. Esta exigencia se traduce de diversas maneras.
1) El cuerpo singular se convierte en un elemento que se puede colocar, mover, articular sobre otros. Su arrojo o su fuerza no son ya las variables principales que lo definen, sino el lugar que ocupa, el intervalo que cubre, la regularidad, el orden según los cuales lleva a cabo sus desplazamientos. El hombre de tropa es ante todo un fragmento de espacio móvil, antes de ser una valentía o un honor. Caracterización del soldado por Guibert: «Cuando está bajo las armas, ocupa dos pies en su diámetro mayor, es decir tomándolo de un extremo a otro, y aproximadamente un pie en su mayor grosor, tomado del pecho a los hombros, a lo cual hay que añadir un pie de intervalo real entre él y el hombre que lo sigue; lo cual da dos pies en todas direcciones por (169) soldado e indica que una tropa de infantería en orden de batalla ocupa, ya sea en un frente, ya sea en su profundidad, tantos pasos como filas cuenta.» (51) Reducción funcional del cuerpo. Pero también inserción de este cuerpo-segmento en todo un conjunto sobre el cual se articula. El soldado cuyo cuerpo ha sido educado para funcionar pieza por pieza en operaciones determinadas, debe a su vez constituir elemento en un mecanismo de otro nivel. Se instruirá primero a los soldados «uno a uno, después de dos en dos, a continuación en mayor número… Se observará para el manejo de las armas, cuando los soldados hayan sido instruidos en él separadamente, de hacérselo ejecutar de dos en dos, y hacerles cambiar de lugar alternativamente para que el de la izquierda aprenda a regular sus movimientos por el de la derecha». (52) El cuerpo se constituye como pieza de una máquina multisegraentaria.
2) Piezas igualmente, las diversas series cronológicas que la disciplina debe combinar para formar un tiempo compuesto. El tiempo de los unos debe ajustarse al tiempo de los otros de manera que la cantidad máxima de fuerzas pueda ser extraída de cada cual y combinada en un resultado óptimo. Servan soñaba así con un aparato militar que cubriera todo el territorio de la nación y en el que cada cual estaría ocupado sin interrupción pero de manera diferente según el segmento evolutivo, la secuencia genética en que se encuentra. La vida militar comenzaría en la edad más tierna, en la que se enseñaría a los niños, en «casas de campo militares», la profesión de las armas, y terminaría en esas mismas casas de campo cuando los veteranos, hasta su último día, enseñaran a los niños, hicieran maniobrar a los reclutas, dirigieran los ejercicios de los soldados y los vigilaran cuando realizaran trabajos de interés público, y en fin hicieran reinar el orden en el país, mientras la tropa luchaba en las fronteras. No hay un solo momento de la vida en el que no se puedan extraer fuerzas, con tal de que se sepa diferenciarlo y combinarlo con otros. De la misma manera, se apela en los grandes talleres a los niños y a los ancianos; porque cuentan con determinadas dotes elementales para las cuales no es necesario utilizar obreros que tienen en cambio otras aptitudes; además, constituyen una mano de obra barata; en fin, si trabajan ya no son una carga para nadie: «La humanidad laboriosa, decía un recaudador de contribuciones a propósito de una empresa de Angers, puede encontrar en esta manufactura, desde la edad de diez años hasta la vejez, recursos contra la ociosidad y la miseria que es su consecuencia.» (53) Pero sin duda es en la enseñanza primaria donde este ajuste de las cronologías diferentes habrá de ser más sutil. Del siglo XVII a la introducción, a comienzos del XIX, del método de Lancaster, el sistema complejo de relojería de la escuela de enseñanza mutua se construirá engranaje tras engranaje: se ha comenzado por confiar a los escolares mayores tareas de simple vigilancia, después de control del trabajo, y más tarde de enseñanza; a tal punto que, a fin de cuentas, todo el tiempo de todos los alumnos ha quedado ocupado ya sea en enseñar, ya sea en ser enseñado. La escuela se convierte en un aparato de enseñar en el que cada alumno, cada nivel y cada momento, si se combinan como es debido, están utilizados permanentemente en el proceso general de enseñanza. Uno de los grandes partidarios de la escuela de enseñanza mutua da la medida de este progreso: «En una escuela de 360 niños, el maestro que quisiera instruir a cada alumno a su vez durante una sesión de tres horas no podría dedicar a cada uno más que medio minuto. Por el nuevo método los 360 alumnos escriben, leen o cuentan, todos, durante dos horas y media cada uno.» (54)
3) Esta combinación cuidadosamente medida de las fuerzas exige un sistema preciso de mando. Toda la actividad del individuo disciplinado debe ser ritmada y sostenida por órdenes terminantes cuya eficacia reposa en la brevedad y la claridad; la orden no tiene que ser explicada, ni aun formulada; es precisa y basta que provoque el comportamiento deseado. Entre el maestro que impone la disciplina y aquel que le está sometido, la relación es de señalización: se trata no de comprender la orden sino de percibir la señal, de reaccionar al punto, de acuerdo con un código más o menos artificial establecido de antemano. Situar los cuerpos en un pequeño mundo de señales a cada una de las cuales está adscrita una respuesta obligada, y una sola: técnica de la educación que «excluye despóticamente en todo la menor observación y el más leve murmullo»; el soldado disciplinado «comienza a obedecer mándesele lo que se le mande; su obediencia es rápida y ciega; la actitud de indocilidad, el menor titubeo sería un crimen». (55) La educación de los escolares debe hacerse de la misma manera: pocas palabras, ninguna explicación, en el límite un silencio total que no será interrumpido más que por señales: campanas, palmadas, gestos, simple mirada del maestro, o también el pequeño utensilio de madera que empleaban los hermanos de las Escuelas Cristianas; lo llamaban por excelencia la «Señal» y debía unir en su brevedad maquinal la técnica de la orden a la moral de la obediencia. «El primer y principal uso de la señal es atraer de golpe todas las miradas de los alumnos hacia el maestro y volverlos atentos a lo que quiere darles a conocer. Así, siempre que quiera atraer la atención de los niños, y hacer que cese todo ejercicio, dará un solo golpe. Un buen escolar, siempre que oiga el ruido de la señal imaginará estar oyendo la voz del maestro o más bien la voz del propio Dios que lo llama por su nombre. Compartirá entonces los sentimientos del joven Samuel, diciendo con éste desde el fondo de su alma: ‘Señor, heme aquí’.» El alumno deberá haber aprendido el código de las señales y responder automáticamente a cada una de ellas. «Terminada la oración, el maestro tocará una vez la señal, y mirando al niño al que quiere hacer leer, le indicará con una seña que comience. Para hacer que se detenga el que lee, hará sonar una vez la señal… Para indicar al que lee que se corrija, cuando ha pronunciado mal una letra, una sílaba o una palabra, hará sonar dos veces la señal sucesiva y rápidamente. Si, después de haber recomenzado, no lo hace por la palabra que pronunció mal, por haber leído varias después de ésta, el maestro hará sonar la señal tres veces sucesivamente y con rapidez para indicarle que retroceda unas palabras y continuará haciendo este signo, hasta que el alumno llegue a la sílaba o a la palabra que ha dicho mal.» (56) La escuela de enseñanza mutua insistirá sobre este control del comportamiento por el sistema de señales a las que hay que reaccionar instantáneamente. Incluso las órdenes verbales deben funcionar como elementos de señalización: «Entren en sus bancos. A la palabra entren los niños ponen ruidosamente la mano derecha sobre la mesa y al mismo tiempo pasan la pierna por encima del banco; a las palabras en sus bancos, pasan la otra pierna y se sientan frente a sus pizarras. .. Tomen pizarras. A la palabra tomen los niños llevan la mano derecha hacia la cuerdecita que sirve para colgar la pizarra del clavo que está delante de ellos, y con la izquierda, toman la pizarra por la parte media; a la palabra pizarras, la descuelgan y la ponen sobre la mesa.» (57)
En resumen, puede decirse que la disciplina fabrica a partir de los cuerpos que controla cuatro tipos de individualidad, o más bien una individualidad que está dotada de cuatro características: es celular (por el juego de la distribución espacial), es orgánica (por el cifrado de las actividades), es genética (por la acumulación del tiempo), es combinatoria (por la composición de fuerzas). Y para ello utiliza cuatro grandes técnicas: construye cuadros; prescribe maniobras; impone ejercicios; en fin, para garantizar la combinación de fuerzas, dispone «tácticas». La táctica, arte de construir, con los cuerpos localizados, las actividades codificadas y las aptitudes formadas, unos aparatos donde el producto de las fuerzas diversas se encuentra aumentado por su combinación calculada, es sin duda la forma más elevada de la práctica disciplinaria. En este saber, los teóricos del siglo XVIII veían el fundamento general de toda la práctica militar, desde el control y el ejercicio de los cuerpos individuales hasta la utilización de las fuerzas específicas de las multiplicidades más complejas. Arquitectura, anatomía, mecánica, economía del cuerpo disciplinario: «A los ojos de la mayoría de los militares, la táctica no es sino una rama de la vasta ciencia de la guerra; a los míos, es la base de esta ciencia; es esta ciencia misma, ya que enseña a constituir las tropas, a ordenarlas, a moverlas, a hacerlas combatir; puesto que ella sola puede suplir el número, y manejar la multitud; incluirá, en fin, el conocimiento de los hombres, de las armas, de las tensiones, de las circunstancias, ya que son todos estos conocimientos reunidos, los que deben determinar dichos movimientos.» (58) Y también: «Este término [de táctica]… da la idea de la posición respectiva de los hombres, que componen una tropa cualquiera de la de las diferentes tropas que componen un ejército, de sus movimientos y de sus acciones, de las relaciones que tienen entre ellas.» (59)
Es posible que la guerra como estrategia sea la continuación de la política. Pero no hay que olvidar que la «política» ha sido concebida como la continuación, si no exacta y directamente de la guerra, al menos del modelo militar como medio fundamental para prevenir la alteración civil. La política, como técnica de la paz y del orden internos, ha tratado de utilizar el dispositivo del ejército perfecto, de la masa disciplinada, de la tropa dócil y útil, del regimiento en el campo y en los campos, en la maniobra y en el ejercicio. En los grandes Estados del siglo XVIII, el ejército garantiza la paz civil sin duda porque es una fuerza real, un acero siempre amenazador; pero también porque es una técnica y un saber que pueden proyectar su esquema sobre el cuerpo social. Si hay una serie política-guerra que pasa por la estrategia, hay una serie ejército-política que pasa por la táctica. Es la estrategia la que permite comprender la guerra como una manera de conducir la política entre los Estados; es la táctica la que permite comprender el ejército como un principio para mantener la ausencia de guerra en la sociedad civil. La época clásica vio nacer la gran estrategia política y militar según la cual las naciones afrontan sus fuerzas económicas y demográficas; pero vio nacer también la minuciosa táctica militar y política por la cual se ejerce en los Estados control de los cuerpos y de las fuerzas individuales. «Lo» militar —la institución militar, el personaje del militar, la ciencia del militar, tan diferentes de lo que caracterizaba en otro tiempo al «guerrero»— se especifica, durante este periodo, en el punto de unión entre la guerra y el estruendo de batalla de una parte, el orden y el silencio obediente de la paz, de otro. Los historiadores de las ideas atribuyen fácilmente a los filósofos y a los juristas del siglo XVIII el sueño de una sociedad perfecta; pero ha habido también un sueño militar de la sociedad; su referencia fundamental se hallaba no en el estado de naturaleza, sino en los engranajes cuidadosamente subordinados de una máquina, no en el contrato primitivo, sino en las coerciones permanentes, no en los derechos fundamentales, sino en la educación y formación indefinidamente progresivos, no en la voluntad general, sino en la docilidad automática.
«Sería preciso reinstaurar la disciplina nacional», decía Guibert: «El Estado que describo tendrá una administración simple, sólida, fácil de gobernar. Se asemejará a esas grandes máquinas, que por medio de resortes poco complicados producen grandes efectos; la fuerza de dicho Estado nacerá de su fuerza, su prosperidad de su prosperidad. El tiempo que lo destruye todo aumentará su potencia. Desmentirá el prejuicio vulgar que hace imaginar que los imperios se hallan sometidos a una ley imperiosa de decadencia y de ruina.» (60) El régimen napoleónico no está lejos, y con él esta forma de Estado que le subsistirá y de la cual no hay que olvidar que ha sido preparada por juristas pero también por soldados, consejeros de Estado y oficiales, hombres de ley y hombres de campo. La referencia romana que ha acompañado a esta formación lleva bien consigo este doble índice: los ciudadanos y los legionarios, la ley y la maniobra. Mientras los juristas o los filósofos buscaban en el pacto un modelo primitivo para la construcción o la reconstrucción del cuerpo social, los militares, y con ellos los técnicos de la disciplina, elaboraban los procedimientos para la coerción individual y colectiva de los cuerpos.
Notas:
1) L. de Montgommery, La Milice française, edición de 1636, pp. 6 y 7.
2) Ordenanza del 20 de marzo de 1764.
3) Ibid.
4) Maréchal de Saxe, Mes réveries, t. I. Avant-propos, p. 5.
5) J.-B. de La Salle, Traite sur les obligations des frères des Écoles chrétiennes, edición de 1783, pp. 238-239.
6) E. Geoffroy Saint-Hilaire atribuye esta declaración a Bonaparte, en la Introducción a las Notions synthétiques et historiques de philosophie naturelle.
7) J. B. Treilhard, Motifs du code d’instruction criminelle, 1808, p. 14
8) Elegiré los ejemplos de las instituciones militares, médicas, escolares e industriales. Otros ejemplos podrían tomarse de la colonización, la esclavitud y los cuidados de la primera infancia.
9) Cf. Ph. Aries, L’enfant et la famille, 1960, pp. 308-313, y G. Snyders, La pédagogie en France aux XVIIe et XVIIle siècles, 1965, pp. 35-41.
10) L’ordonnance militaire, 25 de septiembre de 1719. Cf. lám. 5.
11) Daisy, Le Royaume de France, 1745, pp. 201-209; Mémoire anonyme de 1775 (Dépôt de la guerre, 3689, f. 156). A Navereau, Le logement et les ustensiles des gens de guerre de 1439 à 1789, 1924, pp. 132-135. Cf. láms. 5 y 6.
12) Projet de règlement pour l’aciérie d’Amboise, Archives nationales, f. 12 1301.
13) «Mémoire au roi, à propos de la fabrique de toile à voiles d’Angers», en V. Dauphin, Recherches sur l’industrie textile en Anjou, 1913, p. 199.
14) Règlement pour la communauté des filles du Bon Pasteur, en Delamare, Traité de police, libro III, título v, p. 507. Cf. también lám. 9.
15) Reglamento de la fábrica de Saint-Maur. B. N. Ms. col. Delamare. Manufactures III.
16) Cf. lo que decía La Métherie al visitar Le Creusot: «Las construcciones para tan hermoso establecimiento y una cantidad tan grande de obras diferentes, debían tener una extensión suficiente, con el fin de que no hubiera confusión entre los obreros durante el tiempo de trabajo» (Journal de physique, t. xxx, 1787, p. 66).
17) Cf. C. de Rochemonteix, Un collège au XV11e siècle, 1889, t. III, pp. 51ss.
18) J.-B. de La Salle, Conduite des écoles chrétiennes, B. N. Ms. 1I759, pp. 248-249. Poco tiempo antes, Batencour proponía que las salas de clase estuvieran divididas en tres partes: «La más honorable para los que aprenden latín… Es de desear que haya tantos lugares en las mesas como alumnos que escriban, para evitar las confusiones que provocan de ordinario los perezosos.» En otra los que aprenden a leer; un banco para los ricos, otro para los pobres, «a fin de que los parásitos no se trasmitan». El tercer emplazamiento para los recién llegados: «Cuando se ha reconocido su capacidad, se les fija un lugar» (M. I. D. B., Instruction méthodique pour l’école paroissiale, 1669, pp. 56-57). Cf. láms. 10-11.
19) J. A. de Guibert, Essai général de tactique, I. Discurso preliminar, p. xxxvi.
20) Artículo 1 del reglamento de la fábrica de Saint-Maur.
21) L. de Boussanelle, Le bon militaire, 1770, p. 2. Sobre el carácter religioso de la disciplina en el ejército sueco, cf. The Swedish discipline, Londres, 1632.
22) J.-B. de La Salle, Conduite des écoles chrétiennes, B. N. Ms. 11759. pp.
23) Bally, citado por R. R. Tronchot, L’enseignement mutuel en France, tesis mecanografiada, I, p. 221.
24) Projet de règlement pour la fabrique d’Amboise, art. 2. Archivos nacionales F 12 1301. Se précisa que esto es también para los que trabajan en las piezas.
25) Reglamento provisional para la fábrica de M. S. Oppenheim, 1809, arts. 7-8, en Hayem, Mémoires et documents pour revenir à l’histoire du commerce.
26) Reglamento para la fábrica de M. S. Oppenheim, art. 16.
27) Projet de règlement pour la fabrique d’Amboise, art. 4.
28) L. de Montgommery, La milice française, éd. de 1636, p. 86.
29) Ordonnance du 1er janvier 1766, pour régler l’exercise de l’infanterie.
30) J.-B. de La Salle, Conduite des Écoles chrétiennes, ed. de 1828, pp. 63-64. Cf. lám. 8.
31) Ordonnance du 1er janvier 1766, titre XI, art. 2.
32) No se puede atribuir el éxito de las tropas prusianas «a otra cosa que a la excelencia de su disciplina y de su ejercicio; no es, por lo tanto, una cosa indiferente la elección del ejercicio; se ha trabajado en ello en Prusia por espacio de cuarenta años, con una aplicación sin tregua» (Mariscal de Sajo-nia, carta al conde de Argenson, 25 de febrero de 1750; Arsenal, Ms. 2701. Mes rêveries, t. II, p. 249). Cf. láms. 3 y 4.
33) Ejercicio de escritura: …»9: Manos sobre las rodillas. Esta orden se da por medio de un toque de campanilla; 10: manos sobre la mesa, cabeza alta; 11: limpien las pizarras: todos limpian las pizarras con un poco de saliva o mejor aún con una muñequilla de retazos; 12: muéstrense las pizarras: 13: instructores, revisen. Revisan las pizarras de sus ayudantes y a continuación las de su banco. Los ayudantes revisan las de su banco, y todos permanecen en su lugar.»
34) Samuel Bernard. «Rapport du 30 octobre 1816 à la société de l’enseignement mutuel».
35) J. A. de Guibert, Essai général de tactique, 1772, I, pp. 21-22.
36) Esta mezcla aparece claramente en algunas de lu cláusulas del contrato de aprendizaje: el maestro está obligado a trasmitir a su discípulo —a cambio de su dinero y su trabajo— todo su saber, sin guardar para sí ningún secreto; de lo contrario, incurre en una multa. Cf. por ejemplo, F. Grosrenaud, La corporation ouvrière à Besançon, 1907, p. 62.
37) Cf. E. Gerspach, La manufacture des Gohelins, 1892.
38) Era el proyecto de J. Servan, Le soldat citoyen, 1780, p. 456.
39) Reglamento de 174S para la infantería prusiana; Arsenal, Ms. 4076.
40) F. de la Noue recomendaba la creación de academias militares a fines del siglo XVI, y quería que en ellas se enseñara «a domar caballos, a correr el jabalí en jubón y algunas veces armado, la esgrima, a caracolear y saltar a caballo, y si se añadiera nadar y luchar, no habría cosa mejor, ya que todo esto hace a la persona más robusta y más diestra». Discours politiques et militaires, ed. de 1614, pp. 181-182.
41) Instruction par l’exercice de l’infanterie, 14 de mayo de 1754.
42) Ibid.
43) Demia, Règlement pour les écoles de la ville de Lyon, 1716, pp. 19-20.
44) Cf. G. Codina Meir, Aux sources de la pédagogie des Jésuites, 1968, pp. 160 M.
45) Por intermedio de las escuelas de Lieja, Devenport, Zwolle, Wesel, y gracias también a Jean Sturm, a su memoria de 1538 para la organización de un gimnasio en Estrasburgo. Cf. Bulletin de la société d’histoire du protestantisme, t. xxv, pp. 499-505.
Hay que advertir que las relaciones entre el ejército, la organización religiosa y la pedagogía son muy complejas. La «decuria», unidad del ejército romano, vuelve a encontrarse en los conventos benedictinos, como unidad de trabajo y sin duda de vigilancia. Los Hermanos de la Vida Común la tomaron de aquéllos, y la adaptaron a su organización pedagógica, ya que los alumnos estaban agrupados por decenas. Esta unidad es la que los jesuítas utilizaron para la escenografía de sus colegios, introduciendo con ello un modelo militar. Pero la decuria a su vez fue disuelta a cambio de un esquema todavía más militar con jerarquía, columnas y líneas.
46) J. A. de Guibert, Essai géneral de tactique, 1772, I, 18. A decir verdad, este antiquísimo problema había recobrado actualidad en el siglo XVIII, por las razones económicas y técnicas que habrán de verse; y el «prejuicio» en cuestión había sido discutido muy a menudo por otros que el propio Guibert (en torno de Folard, de Pireh, de Mesnil-Durand).
47) En el sentido en que este término fue empleado desde 1759.
48) Se puede datar, aproximadamente, de la batalla de Steinkerque (1699) el movimiento que generalizó el fusil.
49) Sobre esta importancia de la geometría véase J. de Beausobre: «La ciencia de la guerra es esencialmente geométrica… La disposición de un batallón y de un escuadrón sobre un frente entero y determinada altura es sólo el resultado de una geometría profunda todavía ignorada» (Commentaires sur les défenses des places, 1757. t. II, p. 307).
50) K. Marx, El capital, libro I, 4a sección, cap. xi. Insiste Marx repetidas veces en la analogía entre los problemas de la división del trabajo y los de la táctica militar. Por ejemplo: «Así como la fuerza ofensiva de un escuadrón de caballería o la fuerza defensiva de un regimiento de infantería difiere esencialmente de la suma de fuerzas ofensivas y defensivas que despliega por separado cada jinete o infante, la suma mecánica de fuerzas de obreros aislados difiere esencialmente de la potencia social de fuerzas que se despliega cuando muchos brazos cooperan simultáneamente en la misma operación indivisa.» (Ibid.)
51) J. A. de Guibert, Essai général de tactique. 1772, t. i, p. 27.
52) Ordenanza sobre el ejercicio de la infantería, 6 de mayo de 1755.
53) Harvouin, «Rapport sur la généralité de Tours», en P. Marchegay, Archives d’Anjou, t. H, 1850, p. 360.
54) Samuel Bernard, informe del 30 de octubre de 1816 a la sociedad de la Enseñanza mutua.
55) L. de Boussanclle, Le bon militaire, 1770, p. 2.
56) J.-B. de La Salle, Conduite des Écoles chrétiennes, 1828, pp. 137-138. Cf. también Ch. Demia, Règlements pour les ¿coles de la ville de Lyon, 1716, p. 21.
57) Journal pour l’instruction élémentaire, abril de 1816. Cf. R. R. Tronchot, L’enseignement mutuel en France, tesis mecanografiada, I, que ha calculado que los alumnos debían recibir más de 200 órdenes por día (sin contar las órdenes excepcionales); sólo por la mañana, 26 órdenes por medio de la voz, 23 por signos, 37 por toques de campanilla, y 24 por toques de silbato, lo cual hace un toque de silbato o de campanilla cada 3 minutos.
58) J. A. de Guibert, Essai général de tactique, 1772, p. 4.
59) P. Joly de Maizeroy, Théorie de la guerre, 1777, p. 2.
60) J. A. de Guibert, Essai général de tactique, 1772, Discours préliminaire pp. xxiii-xxiv. Cf. lo que decía Marx a propósito del ejército y de las formas de la sociedad burguesa (carta a Engels, 25 de septiembre de 1857).
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