K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: El afán de poderío, fama y posesión

EL AFÁN DE PODERÍO, FAMA Y POSESIÓN
La búsqueda de afecto es uno de los medios frecuentemente aplicados
en nuestra cultura para asegurarse contra la angustia. Otro recurso es el
afán de poderío, fama y posesión.
Quizá convenga explicar por qué consideramos el poderío, la fama y la
posesión como aspectos de un mismo problema; pues, entrando en
detalles, no cabe duda que representa una gran diferencia para la
persona el que su tendencia prevaleciente sea la de uno u otro de estos
fines. Cuál de ellos predomina en los esfuerzos del neurótico por
recuperar su seguridad, eso depende tanto de circunstancias exteriores
cuanto de diferencias en las dotes individuales y en la estructura
psíquica. Si los abordamos como unidad, es porque todos poseen algo
en común que los distingue de la necesidad de afecto. Conquistar cariño
significa obtener seguridad mediante un contacto más estrecho con los
otros, mientras que el anhelo de poderío, fama y posesión implica el
fortalecimiento a través de cierta pérdida de contacto y de cierto
reaseguramiento de la propia posición.
Por supuesto, el deseo de dominar, de ganar prestigio y de adquirir
riquezas no constituye, en esencia, una tendencia neurótica, tal como el
ansia de afecto tampoco es en sí neurótica. Para comprender las
características del afán neurótico dirigido hacia esos fines, será preciso
parangonarlo con la disposición normal. El sentimiento de poderío,
verbigracia, puede surgir en una persona normal que nota su propia
superioridad, ya consista en mayor fuerza o destreza física, en su
capacidad mental, su madurez o su sabiduría. En cuanto a la ambición
normal de poderío, suele vincularse a alguna causa particular: la familia,
el grupo político o profesional, la patria, una idea religiosa o científica. El
afán neurótico de poderío, en cambio, nace de la angustia, el odio o los
sentimientos de inferioridad. Para expresarlo categóricamente: el afán
normal de poderío nace de la fuerza; el neurótico, de la debilidad.
También aquí interviene un factor cultural. En efecto, el poderío, la fama
y las riquezas individuales no tienen idéntico papel en todas las culturas.
Así, entre los indios pueblo, por ejemplo, el pugnar por la conquista de
prestigio es objeto de decidida reprobación, y sólo se toleran escasas
diferencias de fortuna individual, de modo que también esta aspiración
carece de importancia. En esa cultura no tendría sentido el esfuerzo por
cualquier clase de prodominio, como forma de reasegurarse. En la
nuestra, por el contrario, los neuróticos eligen ese camino porque, de
acuerdo con la estructura social vigente, el poderío, la fama y la posesión
pueden conferir un sentimiento de mayor seguridad.
Investigando las condiciones que producen estos afanes, verificaremos
que de ordinario sólo aparecen una vez que ha resultado imposible
reconfortarse de la angustia subyacente mediante el cariño ajeno.
Citaremos un caso que demuestra cómo dicho anhelo puede
desarrollarse, en forma de ambición, una vez frustrada la necesidad de cariño.
Cierta niña estaba fuertemente ligada al hermano, cuatro años mayor,
por vínculos afectivos de carácter más o menos sexual; pero cuando
alcanzó los ocho años, aquél la rechazó bruscamente, aduciendo que ya
eran demasiado crecidos para esa clase de juegos. Poco después la
niña comenzó a desplegar en la escuela una repentina y ardiente
ambición que, a todas luces, obedecía a la decepción sufrida en sus
aspiraciones de afecto; frustración tanto más dolorosa, dado que no
tenía muchas personas en quienes apoyarse. El padre era indiferente
para con sus hijos y la madre prefería sin disimulo al hermano. Pero no
era únicamente frustración lo que experimentaba, sino también una
terrible ofensa a su amor propio, pues, claro está, ignorante de que el
cambio de actitud de su hermano se debía simplemente a su próxima
pubertad, se sintió avergonzada y humillada, tanto más cuanto que su
autoconfianza ya reposaba, de por sí, sobre base endeble.
En primer lugar, no era querida por su madre, y la belleza de ésta
hacíala sentirse insignificante; luego, el hermano no sólo era el predilecto
de la madre; también gozaba de su confianza. Los padres constituían un
matrimonio poco feliz y la madre comentaba todas sus preocupaciones
con el hermano, de suerte que la niña se sentía totalmente excluida de la
familia. Así, poco después de la dolorosa experiencia con el hermano,
realizó un intento más para obtener el afecto que necesitaba,
enamorándose de un muchacho que había conocido en una excursión.
Llegó a sentirse muy exaltada y se dio a tejer espléndidas fantasías en
torno al muchacho, pero cuando éste la abandonó a su vez, reaccionó al
nuevo desengaño cayendo en una depresión.
Conforme sucede a menudo en situaciones de esta clase, tanto los
padres como el médico de familia atribuyeron sus trastornos a que
estaba muy adelantada en la escuela para su edad, de manera que la
enviaron a reponerse a una colonia de veraneo, colocándola luego en un
grado inferior al cursado. Fue entonces, a los nueve años, cuando
mostró una ambición casi desesperada, resultándole insoportable no ser
la primera de su clase. Al mismo tiempo, empeoraron visiblemente las
relaciones con sus compañeras, que siempre habían sido muy amistosas.
Este ejemplo ilustra los factores típicos que se combinan para engendrar
una ambición neurótica: desde el principio se sentía insegura por
juzgarse malquerida; se produjo así considerable hostilidad, que no pudo
expresar porque la madre, figura dominante en la familia, le exigía
admiración ciega; el odio reprimido engendró, pues, intensa angustia; su
autoestima jamás tuvo oportunidad de desarrollarse, ya que había
padecido repetidas humillaciones y, para remate, quedó evidentemente
traumatizada por la experiencia con el hermano; así, fallaron todos sus
intentos de obtener afecto como medio de restablecer su autoconfianza y seguridad.
Los afanes neuróticos de poderío, fama y posesión no sólo ponen a
cubierto contra la ansiedad; son también útiles a manera de vías para
derivar la hostilidad reprimida. Examinaremos antes, pues, de qué modo
cada uno de estos afanes ofrece especial resguardo contra la angustia, y
luego, los diversos mecanismos por cuya mediación pueden contribuir a liberar la hostilidad.
El afán de poderío sirve, en primer lugar, de resguardo contra la
indefensión, que es, como ya hemos visto, uno de los elementos básicos
de la angustia. Al neurótico repúgnale tanto lo que tiene aun la más
remota apariencia de desvalidez o debilidad, que rehuirá situaciones muy
corrientes para toda persona normal: aceptar alguna guía, consejo o
ayuda, toda clase de dependencia personal o circunstancial, cualquier
concesión a los demás .o concordancia con ellos. Esta protesta contra la
carencia de defensa no surge en toda su magnitud del primer antuvión,
sino que aumenta poco a poco; cuanto más obstaculizado se sienta el
neurótico por sus inhibiciones, tanto menos capaz será de imponerse,
pero, a su vez, cuanto más endeble se torne, con tanta mayor ansiedad
tratará de evitar todo lo que tenga lejana semejanza con la debilidad.
En segundo término, el afán neurótico de poderío sirve como protección
contra el riesgo de sentirse o de ser estimado insignificante, forjándose el
neurótico una noción rígida e irracional acerca de su poder, que lleva a
persuadirle de que es capaz de superar cualquier situación, dominándola
inmediatamente por dificultosa que sea. Dicho ideal se enlaza con la
soberbia, y así el neurótico conceptúa la flaqueza no sólo como un
peligro, sino también como una ignominia. Clasifica a las personas en
dos clases, «fuertes» y «débiles», admirando a las primeras y
menospreciando a las últimas. Asimismo, llega al extremo en lo que
juzga endeblez, desdeñando más o menos a todos los que están de
acuerdo con él o ceden a sus deseos; a los que tienen inhibiciones o que
no gobiernan sus emociones en el grado de mostrar siempre un rostro
impasible. Pero en igual forma desestima esas cualidades en su propia
persona, sintiéndose humillado cuando debe reconocer su ansiedad o su
inhibición, de modo que se desprecia a causa de su neurosis v
ansiosamente trata de mantenerla en secreto. Por fin, se vilipendia a
causa de no ser capaz de vencerla por sí solo.
Las formas que tal afán de poderío son susceptibles de asumir dependen
de cuál falta de poder sea temida o despreciada en mayor grado.
Citaremos algunas de sus expresiones más frecuentes.
Primeramente, el neurótico deseará subyugar a los otros tanto como a sí
mismo. Nada ha de ocurrir que él no haya iniciado o aprobado. Este afán
de dominación puede adoptar la forma atenuada de otorgarle
conscientemente al prójimo su plena libertad, pero insistiérido en saber
cuánto hace y enojándose si se le oculta algo. Las tendencias a dominar
podrán ser reprimidas a tal punto que no sólo el mismo neurótico, sino
inclusive quienes lo rodean estarán convencidos de su profunda
generosidad al permitirles todas las libertades a los demás. Pero si una
persona reprime tan completamente su deseo de dominación, acaso se
sienta deprimida, o sufra intenso dolor de cabeza o trastornos gástricos
cada vez que el prójimo arregle una cita con otros amigos o se atrase en
forma inesperada. Desconociendo la causa de sus perturbaciones,
puede atribuirlas a las condiciones atmosféricas, a una mala comida o a
otros motivos sin importancia. La presunta curiosidad igualmente puede
estar determinada en gran medida por un secreto deseo de dominar la situación.
Las personas de este tipo propenden asimismo a querer hallarse
siempre en lo cierto y se irritan con facilidad cuando se les prueba que
no tienen razón, aunque se trate de detalles nimios. Han de saberlo todo
mejor que nadie, actitud que en ocasiones suele ser llamativa y molesta.
Personas que en otros aspectos son serias y de confianza, al
encontrarse con preguntas a las que no pueden responder, simulan
saber o inventan algo, aun cuando en ese caso su ignorancia nada tenga
de vergonzoso. A veces lo más importante es conocer de antemano qué
pasará, es decir, atinar a predecir todas las eventualidades. Esta actitud
puede aunarse con cierto aborrecimiento de cualquier situación que
involucre factores imprevisibles,, pues cuidadosamente procuran evitar el
menor riesgo. La preefinencia que conceden al dominio de sí mismos se
refleja en su reticencia a abandonarse a un sentimiento. La atración que
una mujer neurótica siente por un hombre es factible de trocarse
bruscamente en desprecio, si éste se enamora de ella. A los pacientes
de este tipo les resulta difícil abandonarse a sus asociaciones libres,
pues ello significaría perder el dominio sobre sí mismos y dejarse
arrastrar a ignotos territorios.
Otra actividad característica del neurótico en lo que atañe a su afán de
poderío, es su prurito de que todo se haga según lo quiere él, exigencia
susceptible de constituirse en una fuente de incesante irritación para él si
los demás no cumplen con exactitud lo que aguarda de ellos o si no lo
hacen en el preciso momento en que así lo desea. La impaciencia se
halla en estrecha relación con este aspecto del afán de poderío. Toda
suerte de demora, una forzosa espera, aunque no sea más que por las
señales del tránsito, pueden ser motivos de irritación. El propio neurótico
casi nunca se percata de su postura autoritaria o, al menos, de su
magnitud. No le conviene reconocerla ni modificarla, pues cumple para él
destacadas funciones protectoras. Tampoco los demás deben advertirla,
porque si así sucediera correría peligro de perder su afecto.
Esta ausencia de reconocimiento tiene importantes consecuencias para
los vínculos amorosos. Así, una mujer neurótica sentirá que su amante o
marido ya no la ama, si no hace cabalmente todo lo que espera de él, si
llega tarde, si no llama por teléfono, si parte de viaje. En lugar de
convenir que sufre una mera reacción de angustia ante la falta de
cumplimiento absoluto de sus deseos, casi siempre desmesurados, lo
interpreta todo como prueba de que no es querida. Esta falacia resulta,
por cierto, corriente en nuestra cultura y contribuye en gran parte al
sentimiento de no ser amado, factor decisivo en muchísimas neurosis.
Por lo general son los mismos padres quienes dan el ejemplo:
verbigracia, una madre tiránica, disgustada por la desobediencia del hijo,
creerá y declarará que éste no la quiere. Del mismo modo, suele
producirse una extraña contradicción que puede trastornar
profundamente cualquier lazo amoroso: una muchacha neurótica no
puede amar a un hombre «débil» porque detesta toda debilidad, pero
tampoco es capaz de competir con un hombre «fuerte» porque siempre
espera que éste se doblegue ante ella; de ahí que, en secreto, sólo
busque al «héroe», al superhombre recio, pero al mismo tiempo tan débil
que se someta sin vacilar a cualquier demanda suya.
Otra actitud que integra el afán de poderío es la de no ceder jamás. El
estar de acuerdo con una opinión o el aceptar un consejo, aunque se lo
considere acertado, se experimenta como una flaqueza, y la simple idea
de proceder así desencadena la rebelión. Aquellas personas en las
cuales prevalece esta postura tienden a reaccionar contra todo, y por su
verdadero temor a transigir adoptan compulsivamente actitudes de discrepancia.
La expresión más corriente de esta actitud es la oculta exigencia
neurótica de que el mundo se ajuste a él, en vez de adaptarse él mismo
al mundo. De esta postura surge una de las principales dificultades del
tratamiento psicoanalítico. En efecto, el objetivo último del análisis no es
adquirir conocimiento o mayor comprensión, sino aplicar esta
comprensión a fin de modificar las actitudes; mas, aunque reconoce que
un cambio redundaría en su personal beneficio, el neurótico de este tipo
abomina la perspectiva déenmendarse, pues para él significaría una
concesión fatal. Tal incapacidad de ceder ante el prójimo influye
asimismo sobre las relaciones amorosas. El amor, cualquiera sea su
significado en lo restante, siempre implica una entrega, es decir, ceder
ante la persona amada, así como ante los propios sentimientos. Cuanto
más inepta sea una persona, hombre o mujer, para tolerar tal concesión,
tanto menos satisfactorias serán sus correspondencias amorosas. El
mismo factor también puede intervenir en la frigidez, ya que el llegar al
orgasmo presupone, justamente, esa capacidad de abandonarse por
entero a los propios impulsos.
La influencia que, según hemos visto, tiene el afán de poderío en las
relaciones amorosas, nos permite comprender con mayor profundidad
varias consecuencias de la necesidad neurótica de cariño. En efecto,
numerosas actitudes vinculadas con el anhelo de amor sólo se penetran
a fondo si se examina el papel que en ellas desempeña el afán de poderío.
Como queda anotado también, este afán es un recurso protector contra
la indefensión y contra la inferiorización, cometido, este último, que
comparte con el afán de prestigio.
El neurótico de este grupo experimenta la perentoria necesidad de
impresionar, ser admirado y respetado. Suele tener fantasías de
deslumbrar a los demás con su belleza, su inteligencia o con alguna
hazaña notable, derrocha el dinero con ostentación, sabe conversar
acerca de los libros más recientes y de los últimos estrenos; conoce a
cuanto personaje destacado existe. No soporta que nadie, amigo,
marido, esposa o empleado, deje de admirarle. Todo su autoaprecio está
en ser aplaudido, y se desvanece al punto cuando no es objeto de
ponderación. Su excesiva sensibilidad y persistente temor a la humillación
convierten su vida en un tormento. Con frecuencia ni se percata
de que se siente degradado, pues tal reconocimiento le resultaría
excesivamente doloroso; pero, tenga o no conciencia de ello, siempre
reacciona contra tal sentimiento con ira desproporcionada al dolor
sufrido. Así, su actitud lleva a la constante producción de renovada
hostilidad y angustia.
A los fines meramente descriptivos, podría calificarse a tal persona de
narcisista; pero si la contemplamos en forma dinámica, el término es
equívoco, pues si bien está siempre preocupada poy exaltar el yo, en lo
fundamental no obra de este modo en aras del amor a sí mismo, sino
para protegerse contra el sentimiento de insignificancia y de
rebajamiento, o en términos positivos, para restablecer su autoestima
aniquilada.
Cuanto mayor distancia presenten sus relaciones con los otros, tanto
más adentrado se hallará este afán de prestigio, manifestándose
entonces como necesidad de ser infalible y extraordinario ante sus
propios ojos. Todo defecto, advertido o sólo sospechado, se considera
como una verdadera humillación.
El resguardo contra la indefensión y la insignificancia o la humillación
también puede lograrse, en nuestra cultura, mediante el afán de
posesión, ya que la riqueza otorga a la vez poder y prestigio. El ansia
irracional de posesión se encuentra tan difundida en nuestra cultura, que
sólo comparándola con otras alcanzamos a advertir que no se trata de
un instinto humano general, ya lo concibamos como instinto adquisitivo o
como una sublimación de impulsos biológicamente fundados. Empero,
inclusive en nuestra cultura, tan pronto disminuye o se elimina la
angustia que lo determina, aquel deseo compulsivo de posesión
desaparece.
La tendencia de fortuna protege específicamente contra el temor al
empobrecimiento, la miseria, la dependencia de los otros. Este miedo
puede constituir un permanente acicate que impele a trabajar en forma
incesante y a no perder ocasión alguna de ganar dinero. El carácter
defensivo de tal impulso se traduce en la incapacidad de aprovechar
para el goce personal el dinero conseguido. Además, el afán de poseer
no precisa referirse, directamente, tan sólo al dinero o a cosas
materiales, dado que asimismo puede darse como actitud posesiva
respecto a los otros y servir como salvaguardia contra el peligro de
perder el afecto ajeno. No traeremos ejemplos particulares acerca del
fenómeno del afán de posesión, ya que es bien conocido, en especial
por su frecuencia en los matrimonios, donde la ley suministra la base
legal para tales exigencias; por otra parte, sus características son muy
semejantes a las del afán de poderío, ya descrito.
Conforme señalamos, estos tres impulsos no contribuyen solamente a la
defensa contra la angustia; son también recursos para descargar, la
hostilidad. Ésta puede adoptar la forma de tendencias a dominar, a
humillar o a despojar a los otros, según el impulso que prevalezca.
La tendencia dominadora del afán neurótico de poderío no siempre
aparece como abierta hostilidad contra los demás, sino que puede estar
disfrazada bajo modalidades socialmente valiosas o humanitarias, como,
por ejemplo, en las actitudes de dar consejos, de inclinarse a dirigir los
asuntos ajenos, de tomar la iniciativa o la dirección. Pero si estas
actitudes albergan hostilidad encubierta. el prójimo -hijos, cónyuges o
empleados- la percibirá y reaccionará sometiéndose o rebelándose. Por
lo común, el propio neurótico no se percata de la hostilidad
enmascarada; y aun si se enfurece cuando no todo sale ajustado a sus
deseos, continúa sosteniendo que es un alma profundamente dócil y
apacible, sólo preocupada porque las personas cometen el grave error
de oponérsele. Pero lo que en verdad sucede es que la hostilidad del
neurótico ha sido obligada a adoptar modalidades civilizadas,
irrumpiendo sólo cuando aquél no logra imponerse. Los motivos de sus
arranques de ira pueden ser tales que otras personas no lo considerarían
como antagonismos, sino como meras diferencias de opinión o negativas
a seguir sus consejos. No obstante, aquél podrá sentirse muy airado
ante semejantes futilezas. Cabría conceptuar la actitud dominadora
como una válvula de seguridad a través de la cual se descarga cierta
dosis de hostilidad en formas inocuas, pues como esa actitud ya es, de
por sí, una expresión atenuada de la hostilidad, brinda un medio de
coartar los impulsos realmente destructivos.
La rabia despertada por la oposición puede ser reprimida y, como hemos
visto, la hostilidad reprimida es susceptible de tener por consecuencia
renovada angustia, y ésta a su vez de traducirse en depresión o fatiga.
Dado que los motivos de tales reacciones son tan fútiles que escapan a
la atención y como el neurótico no se da cuenta de sus propias
reacciones, es bien factible que tales estados depresivos y ansiosos
impresionen como espontáneos y carentes de estímulo exterior. Sólo la
observación muy atenta permite descubrir gradualmente el vínculo entre
los sucesos desencadenantes y las reacciones consiguientes.
Otra característica derivada del impulso a dominar es la incapacidad de
establecer relaciones recíprocas. El neurótico necesita dirigir, so pena de
sentirse completamente perdido, sometido e inerme.
Es tan autocrático, que cuanto no sea dominio absoluto significa para él
sometimiento. Si reprime la rabia que ello le provoca, tal represión puede
deprimirlo, abatirlo o fatigarlo. Sin embargo, es verosímil que su sentida
indefensión sea, en realidad, simplemente úit disimulado recurso
destinado a asegurarse la dominación o a expresar su hostilidad por no
ser capaz de dirigir. Así, apelando a un ejemplo, cierta mujer que recorre
una ciudad extranjera con su marido, lo guía por los barrios que
previamente ha estudiado en el mapa, mas al llegar a lugares
desconocidos en los cuales no atina a orientarse, deja al marido toda la
conducción. Aunque hasta entonces se ha sentido alegre y activa,
repentinamente queda agobiada por la fatiga y apenas puede dar un
paso. Todos conocemos relaciones conyugales, fraternas o amistosas,
en las que el neurótico actúa como un negrero, empleando su desvalidez
como látigo para constreñir al otro a servirle y a tributarle continua
atención y ayuda. Es característico de estas situaciones el hecho de que
el neurótico jamás se beneficia con los sacrificios que se le prodigan,
sino que responde con renovadas quejas y exigencias o, lo que es peor,
con acusaciones de que se lo descuida o se abusa de él.
La misma conducta es dable observar en el proceso del análisis. Los
enfermos de este tipo pueden clamar desesperadamente en demanda de
ayuda, y sin embargo no sólo resisten cualquier sugestión, sino que
inclusive expresan su resentimiento por no ser auxiliados. Si realmente
sacan alguna ventaja al comprender alguna peculiaridad suya con ayuda
del analista, inmediatamente vuelven a caer en su anterior disgusto, y
cual si nada hubiese ocurrido, logran anular el progreso obtenido gracias
a los arduos esfuerzos de aquél, forzándolo a recomenzar su labor, que
de nuevo se verá condenada al fracaso.
El paciente podrá obtener doble satisfacción de esta actitud: al ostentar
su indefensión, alcanza una especie de triunfo, dado que obliga al
analista a esclavizarse a causa suya; al mismo tiempo, dicha estrategia
tiende a despertar sentimientos de indefensión en el propio analista,
hallando así la posibilidad de dominar destructivamente, ya que sus
conflictos le impiden hacerlo de modo constructivo. Inútil decir que la
satisfacción obtenida en esta forma es totalmente inconsciente, como lo
es la técnica que aplica el neurótico con tal objeto. Sólo que, éste,
necesitado de ayuda como se halla, no la consigue. De ahí que además
de sentirse por completo justificado al actuar como lo hace, cree
asimismo tener derecho a enojarse con el analista. Pero,
simultáneamente, no puede dejar de notar que juega sucio, temiendo,
pues, ser descubierto y castigado. Por consiguiente, a fin de protegerse,
estima necesario reforzar su posición, y lo hace meramente
desquitándose por la recíproca: no es él quien en secreto lleva a efecto
una agresión destructiva, sino el analista quien lo descuida, lo engaña o
le hace víctima de abusos. Sin embargo, sólo puede adoptar y mantener
esta actitud con plena convicción si realmente se siente víctima, de modo
que una persona en esta condición no sólo se resiste a reconocer que
nadie la maltrata, sino que inclusive tiene gran interés en sostener esta
creencia. Tal pertinacia en considerarse agredido suele dar la impresión
de que en verdad quiere que no se lo trate bien; mas, en el fondo, lo
desea tan poco como cualquiera de nosotros, sólo que su creencia de
ser maltratado ha adquirido una función sobradamente importante como
para que sea posible abandonarla con facilidad.
Puede haber en la actitud dominadora tanta hostilidad encubierta, que
llega a crear nueva angustia, y ésta, a su vez, es susceptible de conducir
a inhibiciones tales como la incapacidad de dar órdenes, de adoptar
decisiones, de formular opiniones precisas, con el resultado de que el
neurótico suele parecer excesivamente sumiso, llegando a confundir de
esta suerte sus inhibiciones con una innata docilidad.
En las personas en quienes predomina el afán de prestigio, la hostilidad
adopta por lo común la forma de una inclinación a humillar a los demás.
Este deseo reviste suprema importancia en aquellas cuya autoestima ha
sido lesionada por humillaciones y que en consecuencia ansían
desquitarse. Por lo común han sufrido toda una serie de experiencias
agraviantes en su infancia, ya a causa de la situación social en la cual se
criaron -como el pertenecer a un grupo minoritario, o el ser pobre,
aunque con parientes ricos-, ya debido a su propia posición individual: el
ser rechazado en favor de otros niños, maltratos, padres que los
manejan como meros juguetes, castigos corporales, mimos alternados
con actitudes hirientes y rebajantes. Muchas veces se olvidan tales
experiencias en razón de su carácter penoso, mas al aclararse los
problemas relativos a la humillación, reaparecen en la conciencia. Sin
embargo, en los neuróticos adultos nunca es dable observar los
resultados directos de tales circunstancias infantiles, sino sólo los
indirectos, reforzados a través del siguiente «círculo vicioso»:
sentimiento de humillación, deseo de humillar a los demás, sensibilidad
aumentada a las humillaciones por temor al desquite, por fin, deseo
exaltado de humillar a los demás.
Las tendencias a humillar están profundamente reprimidas, por lo
general, en virtud de que el neurótico, sabiendo por experiencia propia
cuánto dolor y rencor causa la humillación, intuitivamente teme estas
reacciones en los demás. Empero, algunas podrán aparecer sin llegar a
ser conscientes, como en las inadvertidas faltas de atención para con
sus semejantes, dejándoles esperar, o colocándolos impensadamente en
situaciones embarazosas, haciéndoles sentirse inferiores, etc. Aun
cuando el neurótico no tenga la menor conciencia de su deseo de rebajar
a los otros, o de haberlo hecho real-: mente, sus relaciones se verán
saturadas de ansiedad difusa, la cúal se revela en su constante
expectación de censuras o humillaciones. Más adelante, al estudiar el
miedo al fracaso, volveremos a ocuparnos de tales temores. Las
inhibiciones que resultan de esta señsibilidad a la humillación
generalmente se presentan a modo de una necesidad de evitar todo
cuanto podría parecer afrentoso para los demás; estos neuróticos no son
capaces, por ejemplo, de criticar, rehusar una oferta o despedir a un
empleado, con lo que a menudo parecen ser deferentes y sobradamente
amables.
Por último, la tendencia a humillar puede esconderse tras la tendencia a
admirar. Puesto que infligir humillaciones y dedicar admiración son
actitudes diametralmente opuestas, la última ofrece el mejor arbitrio para
anular o encubrir las tendencias hacia la primera. También es por eso
que muchas veces se encuentran los dos extremos en una misma
persona. Ambas actitudes son susceptibles de distribuirse en varias
formas, que dependen del sujeto. Así, pueden aparecer por separado, en
distintos períodos de la vida, sucediendo uno de desprecio general por la
gente a otro de adoración del héroe; o bien se admira a los hombres y
desprecia a las mujeres, o viceversa, o se admira ciegamente a una o
dos personas, detestando no menos ciegamente al resto del mundo.
Sólo en el proceso del análisis es .factible observar que ambas posturas
en realidad coexisten: un paciente puede, a la vez, admirar y despreciar
obcecadamente al analista, ya suprimiendo uno de esos sentimientos, ya
vacilando entre ellos.
En el afán de posesión, la hostilidad suele asumir la forma de una
tendencia a despojar a los demás. El deseo de defraudar, aprovechar,
explotar o frustrar a los otros no es en sí neurótico, pues puede llegar a
constituir una norma cultural, justificarse por la situación actual, o ser
usualmente considerado como una cuestión de conveniencia. En el
neurótico, empero, dichas tendencias se dan intensamente saturadas de
emoción; aunque las ventajas positivas que de ellas obtenga sean muy
pequeñas o de valor escaso, se sentirá gozoso y triunfante siempre que
logre aplicarlas con éxito: por ejemplo, a fin de conseguir una ganga,
poder derrochar tiempo y energías sin proporción alguna con lo
economizado. Su satisfacción ante el éxito se origina en dos fuentes: por
una parte, el sentir que ha tenido mayor listeza que los demás,, y por
otra, el sentimiento de haberles perjudicado.
Esta tendencia a despojar al prójimo adopta múltiples aspectos. Un
neurótico puede experimentar resentimiento contra el médico porque
éste no lo atiende gratuitamente o con honorarios menores de los que
puede abonar, o sentir rabia contra sus empleados a causa de que no
están dispuestos a trabajar a deshora sin remuneración. En sus
relaciones con los amigos y con los hijos puede defender esta tendencia
a la explotación, alegando que le deben gratitud. Así, con tales motivos
los padres pueden aniquilar realmente la vida de sus hijos, exigiéndoles
sacrificios. Aunque esa tendencia no aparezca en formas tan
destructivas, toda madre que obre según la creencia de que el niño sólo
existe para procurarle satisfacciones está condenada a explotar
emocionalmente a su hijo. Un neurótico de este tipo acaso también se
incline a rehusarles todo a los demás, reteniendo el dinero que debería
pagarles, informaciones que podría suministrar, los goces sexuales cuya
esperanza ha despertado en el prójimo. Las tendencias al despojo a
veces se traducen por repetidos sueños de robo o por impulsos
conscientes, pero coartados, de robar; e inclusive el neurótico puede
haberse dedicado por un tiempo a la cleptomanía.
Las personas de este tipo general no suelen tener conciencia de que
despojan a los otros premeditadamente, pero la angustia que tal impulso
les acarrea puede producirles una inhibición cuando se espera algo de
ellos; así, verbigracia, olvidan comprar un regalo prometido para un
cumpleaños o se tornan impotentes cuando una mujer cede a sus
requerimientos. Sin embargo, esta ansiedad no siempre conduce a una
verdadera inhibición; también puede evidenciarse como temor
amenazante de estar explotando o despojando a los demás, cosa que
por cierto hacen, aunque conscientemente rechazarían indignados
semejante intención. Un neurótico hasta puede llegar al punto de abrigar
este temor frente a actitudes suyas que en realidad no están dominadas
por tales impulsos, mientras no atina a reconocer que en otras
efectivamente aprovecha o medra de los demás.
Una actitud emocional de celosa envidia acompaña tales tendencias al
despojo. En general, solemos sentir cierta envidia si los demás obtienen
determinados beneficios que desearíamos para nosotros; pero en la
persona normal lo importante es que anhela dichos beneficios para sí
misma, en tanto en el neurótico predomina la envidia que despiertan en
él, aunque no los ambicione realmente. Las madres de esta índole con
frecuencia envidian la alegría de sus hijos, diciéndoles: «Quienes cantan
antes del desayuno, llorarán antes de la comida».
El neurótico intentará disimular la dureza de su actitud celosa buscando
presentarla como envidia justificada. Las ventajas de los demás, ya se
concreten en una muñeca, una novia, comodidades o empleos, le
parecen tan magníficas y deseables que se siente justificado en su
envidia. Pero tal legitimación sólo es, posible si inadvertidamente falsifica
los hechos: si subestima lo que él mismo tiene y se forja la ilusión de que
las ventajas ajenas son las únicas en verdad deseables. Tal autoengaño
puede arribar al punto de hacerle creer. que se halla en la mayor miseria
porque no le es dable compartir cierto bien que otra persona posee,
olvidando del todo qu€’en muchos otros sentidos quizá no le gustaría
trocar papeles con ella. El precio de tal engaño es su incapacidad de
gozar y apreciar sus posibilidades de felicidad, impedimento que, no
obstante, lo preserva contra la muy temida envidia de los demás. No se
priva deliberadamente de gozar lo que posee, como hacen muchos seres
normales que tienen buenas razones para protegerse contra la envidia
ajena, fingiendo ser menos afortunados de lo que son. Al contrarió, el
neurótico va mucho más lejos, privándose realmente de todo placer y
devastándose con ello a sí mismo: quiere tenerlo todo, pero debido a sus
impulsos destructivos y a su angustia, queda a la postre con las manos
vacías.
Es evidente que la tendencia a despojar o a explotar, al igual que todas
las tendencias hostiles ya citadas, no sólo surge de relaciones
personales deficientes, sino que, a su vez, las perturba aún en mayor
grado. No menos forzoso es que torne a la persona aprensiva e inclusive
tímida ante los otros, particularmente si, conforme ocurre de ordinario,
esa tendencia es más o menos inconsciente. Así, sus actitudes serán
libres y naturales con aquellos de quienes nada aguarda, pero se sentirá
cohibido tan pronto exista alguna posibilidad de lograr el menor beneficio
de alguien. Tal ventaja puede referirse a cosas materiales: un informe o
una recomendación, o meramente concernir a algo mucho menos
concreto, como la simple posibilidad de ulteriores favores; circunstancia
ésta que rige tanto para las relaciones eróticas cuanto en las de
cualquier otra especie. Una neurótica de este tipo acaso sea franca y
natural con hombres que no le importan, mas se hallará molesta y
cohibida frente a un hombre a quien -desea gustar, pues, para ella;
obtener su cariño equivale a quitarle algo.
Las personas de esta clase pueden gozar de excepcional capacidad
para ganar dinero, encauzando así sus impulsos hacia conductos provechosos;
pero con mayor frecuencia padecen inhibiciones frente a la
ganancia, vacilando en exigir retribución o efectuando un trabajo
exagerado con mínima recompensa, de suerte que impresionan ser harto
más generosas de lo que son en realidad. Luego, tienden a sentirse
insatisfechas de sus menguados recursos, sin que, a menudo, conozcan
la razón de su descontento. Si las inhibiciones del neurótico llegan a
extenderse tanto que saturen toda su personalidad, la consecuencia será
su incapacidad de sostenerse por sí solo, debiendo acudir al apoyo
ajeno, lo cuál le permitirá llevar una existencia parásita y satisfacer así
sus tendencias a explotar. Tal actitud parasitaria no se traduce
necesariamente en la filosofía de la humanidad debe mantenerme, pues
suele adoptar la forma mucho más sutil de esperar que otros le hagan
ciertos favores, tomen la iniciativa, le sugieran ideas; en suma, aguarda
que los demás asuman la responsabilidad de su existencia. La
consecuencia es una singular postura frente a la vida: el neurótico no se
da clara cuenta de que se trata de su propia existencia y que le incumbe
a él aprovecharla o malograrla, sino que vive como si cuanto le sucede
no fuese de su ingerencia; como si el bien y el mal procedieran siempre
de afuera, sin que le sea posible hacer nada para modificarlos; como si
le asistiera el derecho de esperar todo lo bueno de los demás e
inculparles de todo lo malo. Dado que en tales circunstancias lo malo
suele sobrepujar a lo bueno, aparece casi por fuerza una creciente
amargura contra el mundo. Esta actitud parásita asimismo puede
hallarse en la necesidad neurótica de afecto, en especial si toma la forma
de un ansia de servicios materiales.
Otra frecuente derivación de la tendencia neurótica a despojar y explotar
al prójimo es su ansiedad ante la idea de ser engañado o explotado a su
vez. Así, puede llegar a vivir en un perpetuo temor de que alguien se
aproveche de él, de que le roben dinero o ideas, reaccionando ante toda
persona que encuentre con miedo de que pueda querer algo suyo.
Cuando realmente se le engaña -por ejemplo, si un taximetrista no toma
la ruta breve o un camarero le cobra más de lo debido- descarga su rabia
sin guardar la menor proporción con el motivo. Es evidente el valor
psíquico de la proyección de las propias tendencias abusivas sobre los
demás, pues resulta sumamente más agradable sentir una justa
indignación contra otros, que verse obligado a considerar un problema
propio. Por otra parte, los histéricos a menudo utilizan las acusaciones
como medio de intimidación o provocan en el prójimo sentimientos de
culpa, llevándole así a dejarse aprovechar. Al analizar el carácter de la
señora Dodsworth, Sinclair Lewis describió brillantemente esta clase de estrategia.
Los fines y las funciones del afán neurótico de poderío, fama y posesión
pueden esquematizarse groseramente así:

Horney, Personalidad neurótica, El afán de poderío, fama y posesión
Es la gran obra de Adler haber comprobado y destacado la importancia
de estos impulsos, el papel que desempeñan en las manifestaciones
neuróticas y las formas bajo las cuales se encubren. Sirt embargo, Adler
acepta que constituyen tendencias últimas de la na-: turaleza humana y
que no requieren ser esclarecidas a su vez (41); explica su exacerbación en
los neuróticos por los sentimientos de inferioridad y los defectos orgánicos.
También Freud observó muchas de las resultantes de éstos impulsos,
pero no las considera homólogas. Atribuye el ansia de prestigio a
tendencias narcisistas. En cuanto al afán de poderío y posesión, junto
con la hostilidad que engendran, los conceptuó originalmente cómo
derivaciones de la «fase sádico-anal», pero luego reconoció que no es
posible reducir tal hostilidad a una base sexual, interpretándola entonces
como expresión de un «instinto de muerte» y permaneciendo fiel, así, a
su orientación biologista. Ni Adler ni Freud reconocieron el papel de la
angustia en la producción de estos impulsos, ni advirtieron la
significación cultural de sus formas de manifestación.

Notas:

41- En Der Wille zur Macht (La voluntad del poderío), de Nietzsche, nos encontramos con
idéntica sobrevaloración unilateral del afán de poderío.

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