SENTIMIENTOS NEURÓTICOS DE CULPABILIDAD
Los sentimientos de culpabilidad parecen desempeñar un papel capital
en el cuadro manifiesto de las neurosis. En algunas se expresan en
forma abierta e intensa, pero en otras se encuentran disfrazados, aunque
su presencia se traduce en la conducta, en las actitudes y en la manera
de pensar y reaccionar. Comenzaremos por exponer brevemente las
diversas manifestaciones que indican la existencia de estos
sentimientos.
Según dijimos en el capítulo anterior, el neurótico acostumbra explicarse
sus sufrimientos con la creencia de que no merece mejor destino. Este
sentimiento puede ser muy incierto e indefinido, o fijarse a ideas y
actividades socialmente vedadas, como la masturbación, los deseos
incestuosos y los de muerte contra familiares. Tales personas suelen
sentirse culpables ante el más leve motivó. Así, al saber que alguien se
interesa en verlos, la primera reacción es esperar acusaciones por algo
que habrían cometido, cuando los amigos no los visitan ni les escriben
por un tiempo, se preguntan si por ventura no los habrán ofendido;
cuando algo anda mal, inmediatamente piensan que fue por falta de
ellos. Aun si otros han incurrido en flagrante culpa y les han hecho
víctimas de notorios malos tratos, persisten en su actitud de
autoacusación. En cualquier conflicto de intereses o polémica se inclinan
a aceptar ciegamente que los otros tienen razón.
Sólo un variable e incierto límite separa estos latentes sentimientos de
culpabilidad, prestos a manifestarse en el momento más oportuno, de los
que se ha dado en llamar sentimientos inconscientes de culpabilidad,
puestos en evidencia por los estados depresivos. Tales sentimientos
adoptan la forma de autoacusaciones con frecuencia fantásticas, o, al
menos, groseramente exageradas. La existencia de sentimientos
flotantes de culpa sobre los cuales es preciso ejercer un dominio
constante tradúcese asimismo en los continuos intentos del neurótico por
justificarse ante sí mismo y ante los demás, en especial si no se
reconoce el enorme valor estratégico de semejantes esfuerzos.
Los sentimientos difusos de culpabilidad también se aparentan a través
del temor neurótico de ser desenmascarado o reprobado. En sus
discusiones con el analista, el neurótico podrá conducirse como si la
relación entre ambos fuese la del criminal y el juez, creando así sumas
dificultades a toda cooperación en el análisis. Juzga como reproche
cualquier interpretación que se le proponga, y si el análisis le demuestra,
por ejemplo, que tras su angustia latente se esconde cierta actitud
defensiva, no hesitará en responder: «ya sabía que soy un cobarde». Si
el analista le explica que no se atreve a acercarse a la gente por temor
de ser rechazado, se inculpará interpretando que habría buscado
facilitarse la vida en lo posible. La tendencia compulsiva a la perfección
surge en gran medida de la necesidad de prevenir toda censura.
Por fin, el neurótico suele sentirse mucho más cómodo, e inclusive
perder ciertos síntomas, al ocurrirle algún suceso adverso: reveses de
fortuna o accidentes. La observación de estas reacciones, así como la
circunstancia de que el neurótico a veces parece disponer o promover
los desgraciados acontecimientos que le ocurren, aunque sólo sea
inadvertidamente, nos induce a aceptar que el enfermo sufre tan
poderosos sentimientos de culpabilidad, que despiertan en él la urgencia
de castigo a fin de aliviarlos.
Parecen existir, pues, abundantes testimonios, no sólo de la presencia
de sentimientos de culpabilidad peculiarmente agudos en el neurótico,
sino también del imperio que ejercen sobre su personalidad. No obstante
esta aparente revelación, cabe preguntarse si los sentimientos
conscientes de culpabilidad en el neurótico son realmente genuinos y si
las actitudes sintomáticas que sugieren la existencia de sentimientos
inconscientes de culpabilidad no admitirían otra interpretación. En efecto,
son múltiples los factores que prestan asidero a tales dudas.
Los sentimientos de culpabilidad, al igual que los de inferioridad, en
modo alguno suscitan desagrado en el neurótico, quien, muy lejos de
afanarse por eliminarlos, insiste es que es culpable y se opone
enérgicamente a todo intento de reivindicarle. Esta postura basta por sí
sola para indicar que, subyacente a su porfía, en los sentimientos de
culpabilidad debe haber, como en los de inferioridad, otra tendencia que
cumple una función importante.
Asimismo, ha de tenerse en cuenta otro factor. Resulta doloroso sentirse
honestamente arrepentido o avergonzado de algo, y más penoso todavía
es confesarle a alguien este sentimiento. El neurótico, más que nadie, se
resistirá á proceder así, debido a su temor a la reprobación; en cambio,
no vacilará en expresar libremente los sebtimientos que hemos.
denominado de culpabilidad.
Además, las autoacusaciones, que tan a menudo se intérpretan como
signos de sentimientos inconscientes de culpabilidad en el neurótico, se
caracterizan por elementos a todas luces irracionales. El neurótico tiende
a apelar a la más extrema irracionalidad, desde las groseras
exageraciones hasta la más flagrante fantasía, no sólo en sus
autoacusaciones específicas, sino también en sus sentimientos difusos
de no ser acreedor a amabilidad, elogio o éxito algunos.
Otro factor demostrativo de que las autoacusaciones no constituyen por
fuerza expresiones de culpabilidad, reside en el hecho de que en su
inconsciente el neurótico no está nada convencido de ser por completo
inútil e indigno. Inclusive cuando da la impresión de hallarse dominado
por sus sentimientos de culpabilidad, puede resentirse profundamente si
los demás se muestran inclinados a tomar en serio sus autocensuras.
Esta observación nos lleva a un último factor, señalado por Freud al
examinar las autoacusaciones en la melancolía (45); la contradicción entré
los sentimientos de culpabilidad manifiestos y la falta de humildad que
por lógica debiera acompañarlos. Al tiempo que proclama su indignidad a
los cuatro vientos, el neurótico abriga y denota grandes exigencias de
miramiento y admiración, mostrándose muy reacio a aceptar la más
ligera crítica. Tal discrepancia puede traducirse burdamente, como en el
caso de una mujer que se sentía responsable de todo crimen que se
anunciara en los periódicos, llegando hasta culparse por cuanto
fallecimiento acaecía en su familia, pero que, agotada por un agudo
acceso de rabia, se desmayó cuando su hermana le reconvino en forma
delicada el que demandase tanta consideración para sí. Mas no siempre
esta contradicción es tan perceptible, y en realidad existe con harta
mayor frecuencia de lo que parece a primera vista. El neurótico puede
confundir su actitud autoacusadora con una sana posición crítica
respecto de sí mismo. Su sensibilidad a las críticas es susceptible de
disfrazarse -bajo la creencia de ser capaz de tolerarlas muy bien,
siempre que se las formulen de manera amistosa o constructiva; pero
esta creencia es sólo una pantalla, y no soporta la prueba de los hechos.
Inclusive los consejos más cordiales son recibidos con rabia y furor, pues
cualquier consejo implica para el neurótico la crítica de no ser
cabalmente perfecto. De este modo, si examinamos en detalle y
procuramos establecer el verdadero carácter de los sentimientos de
culpabilidad, advertiremos que muchos que impresionen serlo; no son
sino expresiones de la angustia o de la defensa contra ella. En parte,
esto también rige para el individuo normal. Así, en nuestra cultura
conceptúase de mayor nobleza temer a Dios que a los hombres, o, dicho
en términos profanos, se valora más el abstenerse de hacer algo por
razones de conciencia que por temor a ser descubierto. Muchos maridos
que fingen ser fieles en su vida conyugal por motivos de conciencia, en
verdad lo son por miedo a sus esposas. En el neurótico la angustia es
tan intensa que se ve impelido a disfrazarla con sentimientos de
culpabilidad mucho más comúnmente que el sujeto normal. A diferencia
de éste, no sólo recela de sus consecuencias, sino que también prevé
otras claramente desproporcionadas a la realidad. La índole de estas
consecuencias anticipadas depende de la situación respectiva. Así,
puede estar dominado por un desmesurado temor de castigos
inminentes, venganzas, abandonos, o acaso sus temores adopten una
forma totalmente vaga y difusa. Pero cualquiera sea su naturaleza, todas
sus aprensiones tienen un rasgo común: están vinculadas en un sentido
determinado, que a grandes trazos podemos calificar como miedo a la
reprobación o, si éste llega a trocarse en un convencimiento, como
miedo a ser desenmascarado.
El temor a la reprobación es harto común en las neurosis. Casi todo
neurótico, aunque de primera impresión aparente hallarse muy seguro de
sí mismo y ser indiferente a las opiniones ajenas, está dominado por
desmedido temor o por hipersensibilidad a los reproches; a que se le
critique, acuse o desenmascare. Ya hemos señalado que semejante
aprensión a la censura suele interpretarse como indicio de subyacentes
sentimientos de culpabilidad; en otras palabras, se la estima como
consecuencia de éstos. Sin embargo, la observación crítica pondrá en
duda tal conclusión, puesto que en el análisis sucede a veces que a un
paciente le resulte sumamente difícil hablar acerca de determinadas
experiencias o pensamientos -por ejemplo, de los que conciernan a
deseos de muerte, a la masturbación, a deseos incestuosos- en razón de
que se siente o cree sentirse culpable de ellos. Estos «sentimientos de
culpabilidad» desaparecen cuando, al no encontrar reproche alguno, el
neurótico adquiere suficiente confianza para relatarlos. El neurótico se
siente culpable porque; a consecuencia de sus angustias, depende, aún
más que otros del juicio público e ingenuamente lo confunde con el suyo
propio. Sin embargo, en lo restante, su sensibilidad general frente a la
reprobación queda fundamentalmente inalterada, aunque sus
sentimientos específicos de culpabilidad se desvanezcan una vez
resuelto a comunicar las experiencias que los provocaron. Esto nos lleva
a concluir que los sentímientos de culpabilidad no constituyen la causa,
sino el resultado del temor a la reprobación.
Dado que este último temor parece ser tan significativo para comprender
los sentimientos de culpabilidad, examinaremos aquí algunas de sus
manifestaciones.
El temor desproporcionado a la reprobación es susceptible de extenderse
ciegamente a todos los seres humanos, o abarcar sólo a los
amigos, si bien de ordinario el neurótico es incapaz de distinguir con
claridad entre amigos y enemigos. Al principio sólo se refiere al mundo
exterior, y en mayor o menor grado siempre se vincula con la
reprobación del prójimo, pero también puede llegar a «internalizarse».
Cuanto más suceda esto, tanto más se reducirá la importancia que se
otorga a la reprobación exterior, comparada con la que el sujeto se
confiere a sí mismo.
El temor a la reprobación puede manifestarse de diversas maneras. A
veces se traduce en constante aprensión de molestar a la gente; así, el
neurótico suele tener miedo de rehusar una invitación, de estar en
desacuerdo con algún parecer, de expresar cualquier deseo, de
trasgredir las normas establecidas o de llamar la atención bajo cualquier
forma. Puede manifestarse también como un persistente temor de que la
gente descubra algo acerca de él, y aun cuando se sienta querido,
tenderá a replegarse en sí mismo a fin de impedir la posibilidad de ser
desenmascarado y repudiado; igualmente es susceptible de traducirse
en una desmesurada reticencia a dar a conocer algo de su vida privada,
o en una desproporcionada ira frente a la más inocente pregunta que le
ataña, pues siente que con ella se intenta inmiscuirse en sus asuntos.
El temor a la reprobación es uno de los principales factores que hacen
del análisis un proceso difícil para el analista y penoso para el paciente.
Por distintos que sean los análisis individuales, todos tienen en común la
circunstancia de que el paciente, aunque busca la ayuda del analista y
desea llegar a una comprensión, se ve al mismo tiempo obligado a
rechazarlo como al más peligroso de los intrusos. Es asímismo este
temor el que induce al enfermo a portarse como si fuese un criminal ante
su juez y a sentir, al igual que aquél, la tenaz determinación de negarlo y
confundirlo todo. Esta actitud puede presentarse en los sueños bajó la
forma de verse forzado a confesarse y de sufrir por ello peores castigos y
tormentos. En una oportunidad en que estaba revelando algunas de
estas tendencias reprimidas, un paciente nuestro tuvo un ensueño diurno
muy significativo al respecto. Imaginaba ver a un niño que tenía la
costumbre de refugiarse, de tanto en tanto, en una isla maravillosa. Allí
se incorporaba a una comunidad regida por cierta ley que prohibía
revelar a nadie la existencia de la isla, imponiendo la pena de muerte a
todo intruso. Una persona querida por el niño, la cual, bajo un aspecto
distinto del real, representaba al analista, encontró el camino de la isla y
debía ser muerta de conformidad con la citada ley. El niño logró salvarla,
jurando que a su vez jamás retornaría a ese territorio. He ahí, artísticamente
expresado, el conflicto que desde el principio al fin del análisis
se acusó bajo una y otra forma; un conflicto entre el cariño y el odio
hacia el analista, por atreverse éste a intervenir en sus ocultos
pensamientos y sentimientos; un conflicto entre los impulsos del paciente
a luchar en defensa de sus secretos y la necesidad de abandonarlos.
Podría, empero, preguntarse: ¿por qué le preocupa tanto al neurótico la
perspectiva de ser desenmascarado y censurado, si su temor a la
reprobación no obedece a los sentimientos de culpabilidad?
El factor capital del temor a la reprobación es la profunda discrepancia
entre la fachada (46) que el neurótico exhibe como propia al mundo y todas
las tendencias reprimidas que se encubren bajo ella. A pesar de sufrir,
inclusive más de lo que él comprende, por no sentirse a sí mismo como
una unidad y por las simulaciones que debe mantener a toda costa, le es
preciso resguardar estas últimas con todas sus energías, pues
representan las únicas defensas que lo protegen contra su amenazante
angustia. Si reconocemos que estas cosas que debe esconder
constituyen el fundamento de su miedo a la reprobación,
comprenderemos mejor por qué la desaparición de ciertos «sentimientos
de culpabilidad» de ningún modo lo libra de ese temor. ¡Evidentemente,
mucho más es lo que ha de modificarse para lograrlo! Diciéndolo en
términos inequívocos, es toda la insinceridad de su personalidad o,
mejor, de la porción neurótica de la misma, la responsable de su temor a
la reprobación; y es esta insinceridad la que el neurótico realmente teme se descubra.
En cuanto al contenido peculiar de sus secretos, el neurótico trata de
disfrazar, antes que nada, la suma total de lo que suele abarcar el
término «agresión». El cual no sólo incluye su hostilidad reactiva -rabia,
deseos de venganza, envidia, impulsos a humillar y otros análogos-, sino
también todas sus secretas exigencias dirigidas hacia los demás. Como
ya lo hemos examinado en detalle, basta repetir ahora sintéticamente
que el neurótico no quiere pararse sobre sus propios pies, ni tampoco
hacer esfuerzos para lograr por sí mismo lo que desea; antes bien,
insiste íntimamente en aprovechar de la vida ajena, ora dominando a los
demás, ora utilizándolos mediante él cariño, el «amor» o la «sumisión».
Apenas se le señalan sus reacciones hostiles o sus exigencias, se
angustia, no porque se sienta culpable, sino a causa de que ve en
peligro sus posibilidades de obtener el apoyo que necesita.
En segundo lugar, desea mantener oculto cuán débil, inseguro e
indefenso se siente, cuán poco capaz es de afirmarse a sí mismo, y
cuánta es la angustia que sufre. Por tal razón erige una fachada de
aparente energía, pero cuanto más sus anhelos particulares de seguridad
se concentran en el dominio del prójimo, cuanto más se vincula
su orgullo a la noción de poderío y de fuerza, con tanta mayor
profundidad se desprecia. No sólo percibe que la debilidad significa un
riesgo, sino que también la juzga desdeñable, en sí mismo como en el
prójimo, y no vacila en considerar endeblez cualquier insuficiencia, ya
consista ésta en no ser el amo de su propia casa, en la incapacidad de
superar los obstáculos en su misma persona, en la precisión de aceptar
ayuda ajena, o inclusive en el hecho de estar poseído por la angustia.
Dado que desprecia radicalmente toda «debilidad» en sí mismo, y como
no puede dejar de creer que los otros también lo detestarán si llegaran a
descubrir su flaqueza, realiza denodados esfuerzos para ocultarla, pero
sigue subyugado por el constante temor de que tarde o temprano se lo
desenmascarará; de ahí su permanente angustia.
Estos sentimientos de culpabilidad, con las autoacusaciones que los
acompañan, no sólo son el resultado -y no la causa- del miedo a la
reprobación; representan, asimismo, una defensa contra éste. Cumplen
para ello la doble finalidad de inducir a los demás a reconfortar al sujeto
y de trastocar el verdadero estado de cosas; esto último lo consiguen
distrayendo la atención de lo que es preciso encubrir, o manifestándose
en forma tan exagerada que dejan de parecer sinceros.
Citaremos dos ejemplos que servirán para ilustrar muchos otros. Cierto
día un paciente se acusó amargamente de ser desagradecido, de
representar una carga para el analista, de no apreciar lo suficiente el
hecho de que éste le trataba con reducidos honorarios; pero, al final de
la sesión, comprobó que había olvidado traer el dinero que se proponía
pagarle en esa ocasión. Ésta sólo era una de las muchas pruebas de su
deseo de obtenerlo todo por nada. Aquí, como en otras circunstancias,
sus frondosas y generalizadas autoacusaciones llenaban la función de
confundir la situación concreta.
Una mujer inteligente y madura se siente culpable por haber tenido
accesos de rabia en la infancia, a pesar de que intelectualmente sabe
que éstos fueron provocados por la conducta irracional de sus padres, y
de que en el ínterin habíase librado de la creencia de que los padres se
hallan por encima de todo reproche. Empero, sus sentimientos de
culpabilidad al respecto persistían con tal intensidad, que inclinábase a
atribuir su fracaso en establecer relaciones eróticas con hombres al
castigo por la hostilidad que dirigía contra los padres. Inculpando a una
ofensa infantil su actual incapacidad para crear tales vínculos, lograba
recatar los factores que verdaderamente intervenían: su propia hostilidad
hacia los hombres y su ensimismamiento como consecuencia del temor al rechazo.
Las autoacusaciones no sólo protegen del miedo a la reprobación;
también incitan a reconfortar al sujeto, pues los demás se sienten
obligados a disuadirlo de su pretendida culpabilidad. Pero asimismo
ofrecen cierto reconfortamiento, aunque no intervenga otra persona,
pues levantan el autoaprecio del neurótico al demostrarle que posee un
juicio moral tan agudo, que se incrimina a sí mismo de faltas que otros
pasan por alto, haciéndole sentirse de esta manera. en última instancia,
como una persona auténticamente admirable. También le brindan cierto
alivio, ya que por lo general no tocan el real motivo del descontento
consigo mismo, dejándole de esta suerte abierta una puerta secreta para
la creencia de que, después de todo, no es tan malvado como parece.
Antes de exponer otras funciones de las tendencias autoacusadoras,
examinaremos los otros medios de que dispone el individuo para evitar la
reprobación de sus semejantes. Una defensa directamente opuesta a la
autoacusación. pero que no obstante cumple idéntico propósito, consiste
en evitar toda crítica, estando siempre en lo cierto o siendo en todo
perfecto; así no deja punto vulnerable alguno que aquélla pudiese tomar
como asidero. Donde prevalezca este tipo de protección, toda conducta,
por más flagrantemente equivocada que esté, se justificará con un
fárrago de sofismas intelectuales, dignos del más hábil e inteligente de
los abogados. Semejante actitud acaso llegue al punto de imponerle la
ineludible necesidad de tener razón., aun en los más insignificantes y
triviales pormenores -verbigracia, de acertar siempre en la predicción del
tiempo-, pues equivocarse en algún detalle expone a estas personas al
peligro de estar totalmente erradas. Por lo común, las personas de este
tipo tampoco son capaces de soportar la menor diferencia de opinión, ni
siquiera una discrepancia en el énfasis emocional prestado a alguna
cosa, pues en su pensamiento hasta la más pequeña discordancia
equivale a una crítica. Las tendencias de esta índole explican en gran
medida el fenómeno llamado «seudoadaptación», observable en sujetos
que no obstante sufrir una grave neurosis logran mantener, según su
propio juicio y a veces también según el de los demás, una apariencia de
ser «normales» y hallarse bien adaptados. En los neuróticos de este tipo
es factible predecir; con casi absoluta seguridad, que tienen terrible
miedo de ser desenmascarados o reprobados.
Un tercer recurso mediante el cual le es dable al neurótico preservarse
contra la reprobación, es el de refugiarse en la ignorancia, la enfermedad
y la indefensión. Nítido ejemplo de esto lo ofreció,una muchacha
francesa que tratamos en Alemania: una de aquéllas jóvenes. ya citadas
que se nos envió con la presunción de ser débiles mentales. Durante las
primeras semanas del análisis hasta llegó a hacernos dudar de su
capacidad intelectual, pues pese a su cabal dominio de la lengua
alemana, no comprendía nada de cuanto le decíamos. Ensayamos
expresar las mismas cosas en lenguaje más sencillo, sin obtener
mejores resultados. Por último, dos factores vinieron a esclarecer la
situación: tuvo sueños en los cuales nuestro consultorio aparecía como
una cárcel o como el consultorio de un médico que la había sometido a
un examen físico. Ambos sueños manifestaban su angustia de ser
descubierta o desenmascarada; en el segundo, por el hecho dé que la
aterrorizaba todo examen físico. El otro factor revelador fue una
incidencia de su vida consciente. Había olvidado presentar su pasaporte
a las autoridades en determinada fecha, según lo exigía la ley, y cuando
por fin cumplió con ésta, simuló no entender el alemán, esperando que
de tal manera escaparía al castigo, circunstancia que nos contó riendo.
Inmediatamente reconoció que había estado empleando la misma táctica
con nosotros, por idénticos motivos. Desde ese momento demostró ser
una muchacha muy inteligente, que se había refugiado tras la ignorancia
y la estupidez a fin de escapar al peligro de ser acusada y castigada.
En principio, igual táctica adopta quien se siente y actúa como un niño
juguetón e irresponsable al que nadie podría considerar seriamente.
Algunos neuróticos asumen en forma permanente esta actitud o, aunque
no se comporten de un modo infantil, pueden no tomarse en serio en lo
concerniente a sus propios sentimientos. La función de semejante actitud
se observa también en el análisis, donde ciertos pacientes, cuando se
encuentran a punto de tener que reconocer sus propias tendencias
agresivas, pueden sentirse repentinamente inermes o proceder de súbito
como niños que sólo desean ser protegidos, amparados y queridos, o
bien producen sueños en los cuales se ven pequeños y desvalidos, o
llevados por la madre en su seno o en brazos.
Si la indefensión resulta ineficaz o no es aplicable en determinada
situación, las enfermedades son susceptibles de llenar el mismo propósito.
Es bien sabido que éstas pueden servir como vías de escape
respecto de las dificultades de la vida práctica. Al mismo tiempo, sin
embargo, el neurótico se vale de ellas a título de pantalla contra la
comprensión de que es su miedo el que le obliga a emprender la retirada
ante una circunstancia que debería resolver. Un neurótico que tenga
conflictos con su jefe, por ejemplo, acaso se refugie.en un grave accesode
indigestión; en tal oportunidad la conveniencia de la incapacidad física
reside en que le crea al sujeto un completo impedimento de su actividad,
es decir una coartada, en cierto modo, evitándose así tener que
comprender su cobardía (47).
Un último e importantísimo expediente defensivo contra toda clase de
censuras consiste en el sentimiento de ser una víctima. Al sentirse
explotado el neurótico elude tener que reprocharse sus propias
tendencias de aprovechar a los demás; al sentirse miserablemente
abandonado, anula las recriminaciones por sus propias tendencias a la
posesión; al sentir que los demás no lo ayudan en absoluto, así evita
reconocer sus propias tendencias a perjudicarlos. Esta táctica de
sentirse víctima del mundo exterior se utiliza con tanta frecuencia y es
mantenida tan tenazmente porque constituye, en efecto, el mecanismo
de defensa más eficaz, ya que permite al neurótico no sólo rechazar
todas las acusaciones, sino, al mismo tiempo, culpar a los demás.
Volviendo ahora a las actitudes de autoacusación, señalaremos que, al
par de resguardar contra el temor a las censuras y de facilitar un positivo
reconfortamíento, cumplen el objeto de impedirle al neurótico advertir la
necesidad de modificarse y hasta llegan a sustituirla por completo. A
toda personalidad desarrollada le resulta harto dificil cambiar, pero tal
empresa es doblemente penosa para el neurótico, no sólo en razón de
que encuentra mayor dificultad en aceptar la precisión de la mudanza,
sino también por la circunstancia de que son tantas sus actitudes
impuestas por la angustia que, por ello, se siente mortalmente asustado
ante la perspectiva de tener que aceptar una transformación en sí mismo
y repele todo reconocimiento de esta imperiosa necesidad. Uno de los
medios para disfrazar este reconocimiento radica en creer secretamente
que autoacusándose podrá «escurrir el bulto». Este proceso es
susceptible de observarse a menudo en la vida cotidiana, cuando una
persona lamenta haber hecho . algo o dejado de hacerlo, y en
consecuencia quiere compensar, su falta o abandonar la actitud
responsable, pero a causa de ello se entrega a los sentimientos de
culpabilidad. Si lo hace, indica que trata de soslayar la ardua tarea de
modificarse. En efecto, mucho más fácil es sentir remordimiento que
soportar un cambio personal.
Incidentalmente, otra forma que le permite al neurótico cerrar los ojos a
la necesidad de transformarse consiste en intelectualizar sus problemas
actuales. Los pacientes inclinados a hacerlo encuentran gran
complacencia intelectual en la adquisición de nuevos conocimientos
psicológicos, inclusive los referentes a sí mismos, pero no van más allá.
Tal actitud de intelectualización la aprovechan luego a título de medida
protectora contra toda experiencia emocional y, por consiguiente, contra
la comprensión de que deberían someterse a un cambio. Sucede como
si se contemplasen a sí mismos y no hiciesen más que exclamar: «¡Qué
interesante soy!».
Las autoacusaciones también pueden servir para eludir el riesgo de
acusar a los otros, dado que lo más seguro para estas personas bien
podría ser el echarse la culpa a sí mismas. Las inhibiciones de las
críticas y de las acusaciones contra los demás, que refuerzan fácilmente
las tendencias a inculparse a sí mismos, desempeñan tan importante
papel en las neurosis que convendrá estudiarlas con mayor amplitud.
Por regla general, estas inhibiciones tienen antecedentes en la historia
del individuo. Así, un niño que se haya criado en una atmósfera de
angustia y odio, coartado al mismo tiempo su espontáneo autoaprecio,
desenvolverá profundos sentimientos acusadores contra su medio; pero,
si ha sido lo bastante intimidado no sólo le resultará imposible
expresarlos, sino que ni siquiera se atreverá a percatarse de ellos en sus
sentimientos conscientes. Esto obedece en parte a un simple temor al
castigo, y en parte, también, a su miedo de perder el afecto ajeno que
requiere. Semejantes reacciones infantiles tienen sólidos fundamentos
en la realidad, dado que los padres que producen semejante atmósfera,
a causa de su propia sensibilidad neurótica, difícilmente aceptan críticas.
Sin embargo, el carácter universal de la creencia en la infalibilidad de los
progenitores es un factor propio de la cultura (48). La posición parental en
nuestra cultura se fundamenta en un poder autoritario que siempre
impone la más absoluta obediencia. En muchos casos, las relaciones
domésticas estáis regidas por la benevolencia y los padres no necesitan
aplicar su poder autoritario; pero en tanto existe esa actitud cultural, no
dejará de arrojar ciertas sombras sobre los lazos filiales, por mucho que
en determinadas circunstancias permanezca relegada al fondo de los
vínculos familiares.
Cuando una relación se basa en la autoridad, queda vedada toda crítica,
pues no podría menos que socavarla. Puede ser prohibida
manifiestamente, siendo la prohibición impuesta por el castigo; o bien, lo
que es de mejor efectividad, ésta puede ser más bien tácita y
administrada con fundamentos morales. En tal caso, la crítica de los hijos
no sólo es coartada por la sensibilidad individual de los padres, sino
también por el hecho de que éstos, imbuidos de la actitud cultural según
la cual es un pecado criticara los progenitores, tratan de influir tácita o
explícitamente sobre sus vástagos en el sentido de que adopten idéntica
postura. Bajo tales condiciones, un niño poco intimidado acaso exprese
ciertos signos de rebeldía, pero se sentirá culpable de ellos. En cambio,
otro más amedrentado no se atreverá a evidenciar el menor
resentimiento, y poco a poco ni siquiera osará pensar que sus padres
pudieran hallarse equivocados. Pero no por eso deja de sentir que
alguien debe estar errado, y llega así a la conclusión de que, asistiendo
siempre la razón a sus padres, debe ser él quien tiene la culpa.
Superfluo es decir que de ordinario éste no es un proceso intelectual,
sino afectivo, y que está determinado por la angustia, no por el
pensamiento. De tal modo, el niño comienza a sentirse culpable o, con
mayor exactitud, desarrolla la tendencia a buscar y encontrar defectos en
sí mismo, en lugar de cotejar serenamente ambas partes y considerar la
situación familiar con criterio objetivo. Los reproches pueden conducirle a
sentirse inferior, más bien que culpable, pero sólo hay distinciones
fluctuantes entre estos dos sentimientos, que dependen por completó de
la importancia implícita o explícita que en su medio se conceda a la
moral en vigencia. Una niña constantemente subordinada a su hermana,
que por miedo a ésta se someta a los más injustos abusos, ahogando las
acusaciones que en realidad le dirige, puede llegar a decirse que tan
desigual tratamiento está justificado por su inferioridad respecto a la
hermana (por ser menos hermosa o menos inteligente), o bien
considerarlo legítimo porque ella misma es una niña mala. En ambos
casos se inculpará en lugar de comprender que es objeto de una injusticia.
Este tipo de reacción no persiste necesariamente, y siempre que no haya
llegado a arraigarse demasiado, es susceptible de modificarse al entrar
en la vida del niño personas que lo aprecien y lo apoyen afectivamente.
Pero si este cambio no se produce, al correr el tiempo la inclinación a
trocar las acusaciones en autoacusaciones se refuerza en lugar de
debilitarse. De un modo simultáneo, ese resentimiento contra el mundo
se nutre cada vez más desde varias fuentes, creciendo también el temor
de expresarlo a causa del progresivo miedo de ser desenmascarado y la
presunción de que los otros deben sufrir idéntica hipersensibilidad.
Empero, el reconocimiento del origen histórico de una actitud no es
suficiente para explicarla, pues tanto práctica como dinámicamente tiene
harto mayor importancia establecer cuáles son los factores que en la
actualidad la impulsan. En la personalidad neurótica del adulto
intervienen diversos factores determinantes de la extraordinaria dificultad
que halla en criticar y acusar a los demás.
En primer término, tal incapacidad constituye una de las expresiones de
su carencia de espontánea autoafirmación. A fin de entender esté
defecto basta comparar su actitud con la manera en que las personas
sanas de nuestra cultura sienten y actúan en el trance de hacer y
formular acusaciones o, en términos más generales, en el ataque y la
defensa. La persona normal es capaz de sostener su opinión en una
polémica, rechazar acusaciones, insinuaciones o imposiciones
injustificadas, rebelarse interior o exteriormente contra el desprecio o el
engaño, resistir un pedido o un ofrecimiento si no le agradan y si la
situación dada le permite negarse a cumplirlos. Tiene la capacidad de
sentir y expresar críticas y acusaciones, de retirarse o de rechazar a los
demás, si lo cree necesario. Igualmente es apta para defenderse y
atacar sin sufrir una tensión emocional desproporcionada, y para seguir
el camino medio entre las autoacusaciones y la agresividad exagerada
que la precipitaría en insólitas y violentas acusaciones contra el mundo.
Este feliz término medio únicamente puede adoptarse sobre la base de
condiciones que en mayor o menor grado faltan en las neurosis: una
cierta ausencia de hostilidad inconsciente y difusa, y un autoaprecio
relativamente sólido.
Si tal autoafirmación espontánea está ausente, la inevitable consecuencia
es el sentimiento de debilidad e indefensión. Cuando una
persona sabe -tal vez sin haber pensado jamás en ello- que puede
atacar o defenderse si la situación lo exige, necesariamente ha de
sentirse fuerte y, en efecto, lo será. En cambio, una persona consciente
de que son mayores las probabilidades de qué no podrá hacerlo, es y se
siente débil. Aun cuando engañemos con éxito a nuestra conciencia,
registramos con la precisión de un reloj si hemos rehuido u1 na disputa
por temor, o por prudencia; si hemos aceptado una acusación por
debilidad o por nuestro sentido de justicia. Para el neurótico, por el
contrario, tal verificación de su debilidad constituye una perpetua fuente
secreta de cólera. Muchas depresiones comienzan después que el sujeto
se ha visto incapaz de defender sus argumentos o de expresar una
opinión crítica.
Otro importante impedimento de las críticas y las acusaciones se vincula
en forma directa con la angustia básica. Cuando uno experimenta que el
mundo exterior es hostil y se encuentra inerme frente a él, debe parecer
una verdadera osadía incurrir en cualquier riesgo, por leve que sea, de
molestar a alguien. El neurótico siente este peligro con.mucha mayor
intensidad, y cuanto más se base su sentimiento de seguridad en el
afecto del prójimo, tanto más temerá perder este cariño. Para él
importunar a la gente tiene una connotación totalmente distinta de la que
posee en la persona normal. Dado que sus propias relaciones con el
prójimo son endebles y frágiles, no atina a creer que sean mejores las de
éstos con él mismo. Por eso siente que la menor ofensa dirigida contra
otro involucra el peligro de una ruptura definitiva y teme ser abandonado
por completo y despreciado u odiado sin remedio. Asimismo, acepta
consciente o inconscientemente que los demás se hallan tan
aterrorizados como él mismo, que abrigan tanto pavor como él de ser
descubiertos y criticados, y se inclina por consiguiente a tratarlos con la
misma delicadeza con que quisiera que ellos lo trataran. Su extrema
aprensión a formular e inclusive a sentir acusaciones lo precipita en un
dilema particular, pues, como ya hemos dicho, está pletórico de resentimientos
acumulados. Quienes conocen por experiencia la conducta
neurótica saben perfectamente que, en efecto, muchísimas acusaciones
son factibles de plantearse ya en forma velada, ya en forma más abierta
y agresiva. No obstante, afirmamos que el neurótico padece una timidez
esencial frente a las críticas y a las acusaciones, de suerte que valdrá la
pena examinar brevemente las circunstancias bajo las cuales aquéllas
son susceptibles de llegar a exteriorizarse.
Efectivamente, pueden expresarse bajo el imperio de la desesperación o,
de un modo más específico, cuando el neurótico siente que nada
perderá con ellas y que en todo caso será rechazado o repudiado,
cualquiera sea su conducta. Tal ocasión surge, por ejemplo, cuando sus
especiales esfuerzos por ser amable y considerado no hallan respuesta
inmediata o son menospreciados. El lapso de su desesperación decidirá
si tales imputaciones se han de descargar de un modo explosivo, en una
sola escena crítica, o si perdurarán algún tiempo. Por cierto, el neurótico
puede arrojar sobre los demás, en una sola crisis, cuanto ha acumulado
siempre contra ellos, o bien extender sus inculpaciones durante un
período mayor. En realidad, piensa lo que dice y confía que los demás lo
tomen en serio, con la secreta esperanza, sin embargo, de que
entenderán su desesperación y por consiguiente podrán perdonarle.
Aunque no intervenga la desesperación, algo similar se produce también
cuando las recriminaciones conciernen a personas a las que el neurótico
odia conscientemente o de las que nada bueno espera. En otra
condición, que en seguida trataremos, falta asimismo este elemento de sinceridad.
El neurótico inclusive puede conducirse de manera acusadora, con
mayor o menor violencia, si percibe que es o está a punto de ser
desenmascarado y acusado; el riesgo de ofender a los demás tal: vez le
parezca entonces un mal menor, en comparación con el peligro de ser
reprobado. Se siente en una situación crítica y efectúa un contraataque,
como un animal cobarde por naturaleza que acomete al verse
amenazado. Así, los pacientes suelen dirigir las más iracundas
acusaciones contra el analista cuando más miedo experimentan de que
se descubra algo en ellos, o cuando han cometido algo cuya condenación
por aquél temen.
A diferencia de las acusaciones hechas bajo el imperio de la desesperación,
los ataques de esa especie son lanzados ciegamente; se
expresan sin la menor convicción de estar en lo cierto, pues han surgido
de la profunda necesidad de repeler un peligro inmediato, sin reparar en
los medios utilizados. Aunque incidentalmente puedan contener
reproches que el sujeto conceptuará verdaderos, se trata en general de
ataques exagerados y fantásticos. En lo más hondo de su ser, el
neurótico no cree siquiera en ellos ni espera que se los tome en serio, y
es el primero en sorprenderse si los demás lo hacen: por ejemplo, si
entablan una discusión formal con él o se muestran heridos.
Una vez comprendido el miedo a la acusación, inherente a la estructuro
neurótica, y captadas además las maneras en que este temor puede
superarse, entenderemos por qué el cuadro suele aparecer superficialmente
contradictorio al respecto. Así, muchas veces el neurótico
es incapaz de expresar una crítica justificada, aunque se halle saturado
de las más fuertes acusaciones. Cada vez que pierde algo, puede tener
el convencimiento de que la criada se lo ha robado, pero es cabalmente
incapaz de acusarla o aun de regañarla porque ese mismo día no haya
preparado la cena con puntualidad. En cierto modo, las incriminaciones
que llega a exteriorizar tienen carácter irreal, no son precisas, tienen
colorido de falsedad, son injustificadas o inclusive totalmente fantásticas.
En el análisis puede prodigar al analista las más arbitrarias inculpaciones
de que lo está arruinando económicamente, pero, en cambio, ser
incapaz de exponer una objeción sincera contra el gusto de aquél en la
elección de sus cigarrillos.
Estas expresiones manifiestas de las acusaciones por lo común no
bastan para descargar todo el resentimiento acumulado en el neurótico.
A fin de lograrlo le es preciso apelar a vías indirectas, a medios que le
permitan traducir su resentimiento sin percatarse de que lo hace. Una
parte se libera inadvertidamente; la otra se desplaza de los individuos a
quienes en realidad concierne, hacia personas más o menos indiferentes
-una mujer puede reprender a su criada cuando siente rencor contra el
marido-, o bien se desplaza a señaladas circunstancias o al destino en
general. He aquí válvulas de seguridad que no son, en sí mismas,
privativas de la neurosis. En cambio, el método específicamente
neurótico de hacer las acusaciones en forma indirecta e inconsciente
consiste en recurrir al sufrimiento. Merced a éste puede el neurótico
presentarse a sus semejantes como un verdadero reproche viviente; así,
una esposa que se enferma porque su marido vuelve tarde de noche,
manifiesta su rencor con mucha mayor efectividad que haciéndole una
escena, y por añadidura con la ventaja de aparecer a sus propios ojos
como una inocente mártir.
El grado de eficacia con que el sufrimiento puede formular las
acusaciones, depende de la inhibición que frente a éstas experimente el
sujeto. Si su temor no es excesivamente intenso, el sufrimiento podrá
demostrarse dramáticamente, con reproches manifiestos cuyo contenido
general se ajusta a la fórmula: Mira cómo me haces sufrir. Ésta es, en
efecto, una tercera condición bajo la cual suelen expresarse las
acusaciones, pues el sufrimiento las hace parecer justificadas. También
aquí se da una íntima vinculación con los métodos empleados para
lograr el cariño ajeno, que ya hemos examinado antes; el sufrimiento
acusador sirve, simultáneamente, como una súplica de piedad y como
una súplica de favores en reparación de los perjuicios sufridos. Cuanto
mayor sea la- inhibición de expresar acusaciones, tanto menos
demostrativo será el sufrimiento, al punto que algunos neuróticos ni
siquiera hacen notar a los otros el hecho de que están sufriendo. En
suma, pues, existen las más grandes variaciones en la exhibición de este
sufrimiento acusador.
Debido al temor que lo acosa desde todos- lados, el neurótico
constantemente fluctúa entre acusaciones y autoacusaciones. Una
consecuencia de ello es su permanente y desesperada incertidumbre de
si tiene o no razón al criticar a los demás o al suponerse agraviado por
éstos. Advierte o sabe por experiencia que sus imputaciones muchas
veces no son justificadas por la realidad, pues únicamente se fundan en
sus propias reacciones irracionales. También esta noción le impide
reconocer si se comete o no una injusticia: con él, incapacitándoló de
este modo para adoptar una firme posición de resistencia cuando las
circunstancias lo aconsejen.
El que observa a un neurótico tiende a aceptar o a interpretar todas
estas manifestaciones como expresiones de sentimientos de culpabilidad
particularmente aguzados, mas ello no significa que el observador a su
vez sea un neurótico; antes bien, por el contrario, tanto su pensamiento
como la manera de pensar y de sentir del propio neurótico están
sometidos a idénticas influencias culturales. Para comprender los
factores culturales que determinan nuestra actitud frente a los
sentimientos de culpabilidad, sería preciso considerar cuestiones
históricas, culturales y filosóficas que desbordarían en mucho la finalidad
de este libro. Pero aun dejando el problema total-mente de lado,
debemos mencionar, por lo menos, la influencia que ejerció el
cristianismo sobre los conceptos morales.
Esta discusión de los sentimientos de culpabilidad puede sintetizarse en
los siguientes términos: cuando un neurótico se acusa a sí mismo y
denuncia sentimientos de culpabilidad de cualquier índole, la primera
pregunta a plantear no debe ser: «¿de qué se siente realmente
culpable?», sino, más bien: «¿qué funciones puede cumplir en él esta
actitud de autoacusación?». Las principales funciones que hemos podido
hallar son las siguientes: expresión de su temor a ser reprobado; defensa
contra este temor; defensa contra el impulso de acusar a los demás.
Freud, y con él la mayoría de los analistas, al inclinarse a conceptuar los
sentimientos de culpabilidad como una motivación última, reflejan la
manera de pensar característica de su época. Freud reconoce que los
sentimientos de culpabilidad surgen del miedo, pues acepta que éste
contribuye a la formación del super yo, al que a su vez responsabiliza de
aquellos sentimientos; no obstante, tiende a admitir que los
requerimientos de la conciencia y los sentimientos de culpabilidad, luego
de establecidos, actúan como agentes últimos irreductibles. Sin
embargo, al profundizar el análisis se comprueba que inclusive después
de haber aprendido a reaccionar con sentimientos de culpabilidad frente
a la presión de la conciencia y de las normas morales aceptadas, se
esconde tras esos sentimientos el miedo directo a las consecuencias de
nuestros actos, aunque éste sólo se revele de manera sutil e indirecta. Si
se concuerda en que los sentimientos de culpabilidad no constituyen en
sí mismos agentes motivadores últimos y primarios, será preciso revisar
ciertas teorías analíticas basadas en la presunción de que esos
sentimientos culposos -particularmente los de carácter difuso, que Freud
aconsejó denominar sentimientos inconscientes de culpabilidad- tienen
trascendental alcance en la producción de las neurosis. Sólo
mencionaremos aquí las tres más importantes de estas teorías: la de la
«reacción terapéutica negativa», según la cual el paciente preferiría
permanecer enfermo a causa de sus sentimientos inconscientes de
culpabilidad (49); la del super yo, como estructura interna que impone
castigos al propio sujeto, y la del masoquismo moral, que explica el sufrimiento
impuesto a sí mismo como resultado de la necesidad de castigo.
Notas:
45- Sigmund Freud, La aflicción y la melancolía. «Obras completas», tomo IX. Karl Abraham:
«Breve estudio del desarrollo de la líbido a la luz de los trastornos mentales». Revista de
Psicoanálisis, Buenos Aires, 1944, Nº 2, páginas. 274-349.
46- Que correspondería a lo que C. G. Jung llama la «persona»
47- Si se interpreta este deseo como una necesidad de castigo, según lo hace Franz
Alexander en Psychoanalysis of the Total Personality (Psicoanálisis de la personalidad
total), por tener impulsos agresivos contra sus superiores, el paciente estará muy
satisfecho de poder aceptar tal explicación, pues de esta suerte el analista le ayuda a
evadirse de enfrentar el hecho de que le es necesario imponerse, de saber que teme
hacerlo, y de que está irritado contra sí mismo por abrigar ese miedo. De tal modo, el
analista apoya la imagen que el enfermo se ha forjado de sí mismo -una persona de tanta
nobleza que le molesta violentamente cualquier deseo maligno contra sus superiores-, y
refuerza así sus impulsos masoquistas preexistentes al rodearlos con la aureola de un
elevado valor moral.
48- Al respecto, y para lo que sigue, consúltese el estudio de Erich Fromm, en Autoritaet und
Familia (Autoridad y familia), editado por Max Horkheimer, 1936.
49- Véase K. Horney, «El problema de la reacción terapéutica negativa», en Psychoanalytic
Quarterly, 1936, vol. 5,-págs. 29-45.
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