(Reseña del libro de Alberto Ruiz de Samaniego, Maurice Blanchot: una estética de lo neutro, Vigo, Universidade de Vigo, Servicio de Publicacións, 1999, 222 páginas.)
Aunque más de una década nos separe de este excelente estudio del crítico de arte y ensayista Alberto Ruiz de Samaniego, nos encontramos ante uno de los libros fundamentales sobre la obra de Maurice Blanchot publicado en el ámbito hispánico. El autor, amplio conocedor de la obra blanchotiana, pero también perfectamente versado en toda una serie de corrientes de pensamiento filosófico de nuestro tiempo como demuestra en otro de sus libros [1], establece aquí un diálogo ininterrumpido con el resto de autores de la modernidad y de la postmodernidad como puedan ser Hegel, Nietzsche, Heidegger, Derrida, Levinas o Deleuze, así como con artistas y escritores, con lo que abarca, pues, el amplio espectro de imbricaciones que el pensamiento blanchotiano ha establecido desde hace décadas con el arte, la literatura y la filosofía.
El libro se subdivide a su vez en diversas secciones o apartados en donde se tratan algunas de las aportaciones y reflexiones más interesantes del escritor francés, sin perder por ello de vista en ningún momento el horizonte sobre el cual se asientan las coordenadas del pensamiento blanchotiano.
La escritura será uno de los principales temas que trate el autor, escritura que en Blanchot constituye una suerte de diálogo inconcluso, de extraterritorialidad en donde el autor ya no existe, pues son las palabras las que, sobre el vacío de la página, se escriben, más allá del cuerpo, de la voz, en el espacio neutro del afuera, como repetirá a menudo el escritor y filósofo. Esta escritura que borra las dimensiones de la voz, que rompe con los límites de la presencia, se mueve en un entramado paradojal entre juegos de lenguaje que no llegan a acotar lo verdadero o lo falso, que no limitan sus palabras al poder de la certeza sino que se dispersan entre la superficie de los discursos, en una errancia que no pertenece ya a los signos, sino a sus huellas, en aproximaciones laberínticas y por un constante llamamiento a lo infinito, al vacío: “podríamos decir que existe en Maurice Blanchot una innegable concepción laberíntica de la escritura. El hecho literario es entendido como ese movimiento que constituyéndose en presencia suprime todo presente y toda presencia, anulando a la vez toda instancia o base a partir de la cual se pronuncia” [2]. La escritura blanchotiana nos demuestra que su éxito consiste en su desaparición, que la condición de la literatura, y de su propia palabra, es la de la borradura infinita que hace tambalear todas las redes de poder y todas las verdades establecidas.
Ruiz de Samaniego especifica a continuación la relación blanchotiana, de herencia mallarmeana, que se establece entre las palabras y las cosas. El lenguaje nos otorga la ausencia de la cosa, la falta ideal de todos los ramos a través de la palabra rosa, como habría dicho el poeta simbolista, lo que propone una escritura que no alcanza a tocar el mundo, sino que vive sólo en el vértigo de sus propios signos, en ese espacio imaginario que se alza entre los intersticios de nuestra unión con la realidad y las cosas. La escritura, afirma Ruiz de Samaniego, constituiría entonces una recusación de la experiencia, una formulación del deseo como expresión infinita, movimiento no abarcable que, frente a las teorías freudianas y lacanianas, tal y como propone el autor español en su original tesis, no reflejaría ya una carencia, una expresión de la falta, sino la errancia y el movimiento del infinito, el deseo como viaje inabarcable que en la escritura no echa nada en falta, salvo su propio final, que no deja de alejársele con cada trazo.
Finalmente, Ruiz de Samaniego sintetiza algunas de las pautas sobre el concepto de neutralidad de Maurice Blanchot. En efecto, el neutro blanchotiano guarda ciertas similitudes con la différance derridiana, en la medida en que lo neutro no es ni lo uno ni lo otro, sino la diferencia entre las cosas, y por tanto el intervalo entre la presencia y la ausencia, alteridad no pensable, no reducible a la unidad.
Sin embargo, la neutralidad en Blanchot supone algo así como la diferencia de la diferencia, lo diferente como ya totalmente diferido, arrancado de la relación, no formando conjuntos incluyentes ni excluyentes. El olvido, por ejemplo, como afirma Ruiz de Samaniego, será, así, lo que se separe de nosotros por un espacio neutro, por una diferencia de la diferencia: no puedo acceder a mi olvido, y sin embargo es mío; lo olvidado se distancia sin hacerse presente en ningún momento, se relaciona conmigo tan sólo por esa falta de relación que no podemos cuantificar o apuntar. Asimismo, la muerte, el otro gran tema blanchotiano, hace interceder del mismo modo entre ella y mi experiencia una neutralidad que no puede ser pensada; imposible morir, como señalará el autor francés y suscribirá el español, porque la muerte constituye un extrañamiento, yo no puedo vivir mi propia muerte en la medida en que la espera que se abre entre ella y yo (un espacio neutro) no dejará, cuando llegue a ser reducida por ese imposible instante de mi muerte blanchotiano, un yo que pueda apropiarse de su propia ausencia, de su propia falta. Imposible morir, por tanto, incidirá Ruiz de Samaniego, como imposible es siempre acabar un libro aunque creamos que hemos llegado a su última página.
Excelente trabajo el que nos ofrece el escritor y crítico de arte, quizá uno de los primeros intentos representativos por sistematizar el pensamiento de Maurice Blanchot aun en lo que tiene de nosistematizable, de no de-limitable, en la medida en que las palabras blanchotianas se pierden en el desastre de la escritura. Pocos autores como el autor de este libro han sabido dar constancia, incluso en el propio ámbito francés en el que nace la obra de Blanchot, de los perfiles de su pensamiento; pocos retratos de su obra y sus planteamientos filosóficos trazados con tan firme pulso. Nos encontramos, pues, ante un libro de referencia obligada para los estudios blanchotianos a nivel internacional, una obra de una fuerza bien medida, que no desfallece en ningún momento y que avanza firme por los vericuetos de la expresión y la palabra del gran pensador francés.
Jorge Fernández Gonzalo
Universidad Complutense de Madrid
Notas:
[1] Nos referimos a su libro La inflexión posmoderna. Los márgenes de la modernidad, 2004, Madrid: Akal.
[2] Páginas 17-18.