Primera parte: El alma de las masas
CAPÍTULO 4
FORMAS RELIGIOSAS QUE REVISTEN TODAS LAS CONVICCIONES DE LAS MASAS
Ya hemos visto que las masas no razonan, que admiten o rechazan las ideas en bloque, que no soportan discusión ni contradicción y que las sugestiones que actúan sobre ellas invaden por completo el campo de su entendimiento y tienden a transformarse de inmediato en actos. Hemos mostrado que las masas, convenientemente sugestionadas, están prestas a sacrificarse por el ideal que se les sugiera. Hemos visto, por último, que no conocen más que sentimientos violentos Y extremos. En ellas, la simpatía se convierte muy pronto en adoración y la antipatía, apenas nacida, se transforma en odio. Estas indicaciones generales permiten presentir ya la naturaleza de sus convicciones.
Examinando de cerca las convicciones de las masas, tanto en las épocas de fe como en las grandes conmociones políticas, tales como las del último siglo, se comprueba que presentan siempre una forma especial, que no puedo determinar mejor sino dándole el nombre de sentimiento religioso.
Este sentimiento tiene características muy simples: adoración de un ser al que se supone superior, temor al poder que se le atribuye, sumisión ciega a sus mandamientos, imposibilidad de discutir sus dogmas, deseo de difundirlos, tendencia a considerar como enemigos a todos los que rechazan el admitirlos. Ya se aplique tal sentimiento a un Dios invisible, a un ídolo de piedra, a un héroe o a una idea política, siempre es de esencia religiosa. En él se aúnan lo sobrenatural y lo milagroso. Las masas revisten de un mismo y misterioso poder a la fórmula política o al jefe victorioso que momentáneamente las fanatiza.
No se es religioso únicamente cuando se adora a una divinidad, sino cuando se aplican todos los recursos del espíritu, todas las sumisiones de la voluntad, todos los ardores del fanatismo al servicio de una causa o de un ser que se ha convertido en la meta y guía de los sentimientos y las acciones.
Generalmente, la intolerancia y el fanatismo constituyen el acompañamiento de un sentimiento religioso. Resultan inevitables en aquellos que creen poseer el secreto de la felicidad terrenal o de la eterna. Estos dos rasgos aparecen en todos los hombres agrupados, cuando les arrastra una convicción cualquiera. Los jacobinos del Terror eran tan acendradamente religiosos como los católicos de la Inquisición, y su cruel ardor derivaba de la misma fuente.
Las convicciones de la masa revisten estas características de sumisión ciega, de feroz intolerancia, de necesidad de propaganda violenta inherentes al sentimiento religioso; puede afirmarse, por tanto, que todas sus creencias adoptan una forma religiosa. El héroe al cual aclama la masa es auténticamente un dios para ella. Napoleón lo fue durante quince años y jamás una divinidad contó con más perfectos adoradores. Ninguna envió más fácilmente a los hombres a la muerte. Los dioses del paganismo y del cristianismo no ejercieron nunca imperio más absoluto sobre las almas.
Quienes fundaron creencias religiosas o políticas lo hicieron sabiendo imponer a las masas aquellos sentimientos de fanatismo religioso que hacen que el hombre encuentre su felicidad en la adoración y le impulsan a sacrificar su vida por su ídolo. Así ha sucedido en todas las épocas. En su bello libro sobre la Galia romana, Fustel de Coulanges afirma justificadamente que el imperio romano no se mantuvo en absoluto por la fuerza, sino por la admiración religiosa que inspiraba. Sería algo excepcional en la historia del mundo -dice, con razón- que un régimen detestado por las poblaciones haya durado cinco siglos (…). No se explicaría que treinta legiones imperiales hayan podido someter a cien millones de personas. Si obedecían era porque el emperador, que personificaba la grandeza romana, era unánimemente adorado como una divinidad. El emperador tenía altares en la más pequeña aldea del imperio. En aquella época se vio surgir en las almas, de un extremo a otro del imperio, una religión nueva que tenía por divinidades a los propios emperadores. Unos años antes de la era cristiana, toda la Galia, representada por sesenta poblaciones, elevó en común un templo a Augusto cerca de la ciudad de Lyon (…). Sus sacerdotes, elegidos por la reunión de las ciudades galas, eran los primeros personajes de su país (…). Es imposible atribuir todo esto al miedo y al servilismo. No se puede afirmar de pueblos enteros que sean serviles, ni tampoco pueden permanecer así durante tres siglos. No eran tan sólo los cortesanos los que adoraban al príncipe, era Roma. y no era solamente Roma, era Galia, era Hispania, eran Grecia y Asia. Hoy día, la mayoría de los grandes conquistadores de almas no poseen ya altares, pero sí estatuas o imágenes, Y el culto que se les tributa no es muy diferente del de antaño. No se llega a comprender la filosofía de la historia sino tras haber captado bien el siguiente punto fundamental de la psicología de las masas: para ellas hay que ser o dios, o nada.
No se trata de supersticiones de otra época definitivamente expulsadas por la razón. En su eterna lucha contra la razón, el sentimiento no ha sido jamás vencido. Las masas no quieren escuchar ya las palabras divinidad y religión que las han dominado durante tanto tiempo; pero ninguna época las ha visto elevar tantas estatuas y altares como desde hace un siglo. El movimiento popular conocido con el nombre de boulangisme demostró con qué facilidad están prestos a renacer los instintos religiosos de las masas. No había posada de pueblo que no poseyese la imagen del héroe. Se le atribuía el poder de remediar todas las injusticias, todos los males y millares de hombres habrían entregado su vida por él. ¡Qué lugar hubiese podido conquistar en la historia si su carácter hubiera podido mantener su leyenda!
Es asimismo una trivialidad inútil repetir que las masas precisan una religión. Las creencias políticas, divinas y sociales no se establecen en las masas sino a condición de adoptar siempre la forma religiosa que las pone al abrigo de discusiones. Si fuese posible hacer adoptar a las masas el ateísmo, tendría todo el intolerante ardor de un sentimiento religioso y, en cuanto a sus formas exteriores, se convertiría rápidamente en un culto. La evolución de la pequeña secta positivista nos proporciona una curiosa prueba de ello. Se asemeja a aquel nihilista cuya historia nos narra el profundo Dostoievski. Iluminado un día por las luces de la razon, rompió las imágenes de las divinidades y los santos que adornaban el altar de su pequeña capilla, apagó los cirios y, sin perder un instante, sustituyó las imágenes destruidas por las obras de algunos filósofos ateos y luego volvió a encender piadosamente los cirios. El objeto de sus creencias religiosas se había transformado, pero, ¿puede afirmarse, en realidad, que habían cambiado sus sentimientos religiosos?
No se comprenden bien, repito, ciertos acontecimientos históricos -y precisamente los más importantes- sino tras darse cuenta de la forma religiosa que terminan siempre por adoptar las convicciones de las masas. Muchos fenómenos sociales exigen el estudio de un psicólogo más que el de un naturalista. Taine, nuestro gran historiador, no ha estudiado la Revolución Francesa sino como naturalista, y así se le ha escapado con frecuencia la génesis auténtica de los acontecimientos. Ha observado perfectamente los hechos, pero al no haber penetrado en la psicología de las masas, el célebre escritor no ha sabido siempre remontarse a las causas. Al haberle espantado los hechos por sus aspectos sanguinarios, anárquicos y feroces, no ha visto en los héroes de la gran epopeya más que una horda de salvajes epilépticos entregándose sin trabas a sus instintos. Las violencias de la Revolución, sus matanzas, su necesidad de propaganda, sus declaraciones de guerra a todos los reyes, no se explican más que si se considera que fueron el establecimiento de una nueva creencia religiosa en el alma de las masas. La Reforma, la noche de San Bartolomé, las guerras de religión, la Inquisición, el Terror, son fenómenos de orden idéntico, llevados a cabo bajo la sugestión de aquellos sentimientos religiosos que conducen forzosamente a extirpar, a sangre y fuego, cuanto se opone al establecimiento de la nueva creencia. Los métodos de la Inquisición y del Terror son los propios de auténticos convencidos. No se trataría de convencidos si empleasen otros.
Conmociones históricas como las que acabo de citar no son posibles más que cuando las hace surgir el alma de las masas. Los déspotas más absolutistas serían impotentes para desencadenarlas. Los historiadores que presentan la noche de San Bartolomé como la obra de un rey ignoran la psicología de las masas tanto como la de los reyes. Manifestaciones semejantes sólo pueden surgir del alma popular. El poder más absoluto del más despótico monarca no logra sino adelantar o retrasar algo el correspondiente momento. No fueron los reyes los que dieron lugar a la noche de San Bartolomé, ni a las guerras de religión, ni tampoco fueron Robespierre, Danton o Saint-Just los que crearon el Terror. Tras acontecimientos semejantes está siempre el alma de las masas.
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