Psicología de las masas por Gustave Le Bon. Tercera parte: Clasificación y descripción de las diversas categorías de masa (Capítulo 3)

Tercera parte

Clasificación y descripción de las diversas categorías de masas

CAPÍTULO 3

LOS JURADOS DE LAS AUDIENCIAS PROVINCIALES

Al no ser posible proceder aquí al estudio de todas las categorías de jurados, examinaré solamente la más importante, la de las audiencias provinciales que constituye un excelente ejemplo de multitud heterogénea no anónima. Se encuentra en ella la sugestibilidad, el predominio de los sentimientos inconscientes, la escasa aptitud para el razonamiento, la influencia de los líderes, etc. Al estudiar los jurados tendremos ocasión de observar interesantes ejemplos de errores que pueden cometer las personas no iniciadas en la psicología de las colectividades.

Los jurados proporcionan, en primer lugar, una prueba de la poca importancia que tiene, para adoptar decisiones, el nivel mental de los diversos elementos que componen una multitud. Hemos visto que en una asamblea deliberadora a la que se solicita una opinión acerca de una cuestión que no revista un carácter completamente técnico, no desempeña papel alguno la inteligencia; y que una reunión de sabios o de artistas no emite, acerca de temas generales, juicios sensiblemente distintos a los que puedan surgir de una asamblea de albañiles. En diversas épocas, la administración elegía cuidadosamente a las personas que debían componer un jurado y las reclutaba entre las clases ilustradas: profesores, funcionarios, letrados, etc. En la actualidad, el jurado está compuesto, sobre todo, por pequeños comerciantes, pequeños empresarios y empleados. Pero, con gran asombro por parte de los escritores especializados, y sea cual fuere la composición del jurado, la estadística muestra que sus decisiones son idénticas. Los propios magistrados, tan hostiles como son, sin embargo, a la institución del jurado, han tenido que reconocer la exactitud de esa aserción. He aquí cómo se expresa a este respecto un antiguo presidente de audiencia provincial, Bérard Desglajeux, en sus Memorias:

Hoy día las elecciones de jurados están en realidad en manos de los consejeros municipales, que admiten o eliminan, a su gusto, con arreglo a las preocupaciones políticas y electorales inherentes a su situación (…). La mayoría de los elegidos son comerciantes, menos importantes que los que eran elegidos antes, y empleados de determinadas administraciones (…). Así, en el papel de juez se funden todas las opiniones con todas las profesiones; muchos de ellos tienen el ardor de los neófitos, y los hombres de mejor voluntad se encuentran en las situaciones más humildes; el espíritu del jurado no ha cambiado: sus veredictos siguen siendo los mismos.

Retengamos las conclusiones del anterior pasaje, que son muy justas, y no las explicaciones, que son muy flojas. No hay que asombrarse de esto último, ya que la psicología de las masas y, en consecuencia, la de los jurados, parece haber sido ignorada la mayoría de las veces tanto por los abogados como por los magistrados. Una prueba de ello es el hecho siguiente, comunicado por el mismo autor: uno de los más ilustres juristas de la audiencia provincial, Lachaud, hacía sistemáticamente uso de su derecho de recusación con respecto a todos los individuos inteligentes que formaban parte del jurado. La experiencia, y tan sólo ella, ha terminado por demostrar la perfecta inutilidad de las recusaciones. Actualmente, el ministerio público y los abogados, al menos en París, han renunciado completamente a las mismas y, como hace constar Des Glajeux, los veredictos no han cambiado y ni son mejores ni peores.

Al igual que todas las masas, los jurados están muy impresionados por sentimientos y muy poco por razonamientos. No resisten, escribe un abogado, la visión de una mujer amamantando o un desfile de huérfanos. Basta con que una mujer sea agradable, dice Des Glajeux, para que obtenga la benevolencia del jurado.

Implacables para los crímenes que más probablemente podrían afectarles -y que por otra parte son los más temibles para la sociedad-, los jurados se muestran por el contrario muy indulgentes con los crímenes llamados pasionales. Rara vez son severos con los infanticidios cometidos por madres solteras y menos aún con la muchacha abandonada que arroja vitriolo a su seductor. Sienten instintivamente que tales crímenes son poco peligrosos para la sociedad, y que en un país en el que la ley no protege a las mujeres seducidas y abandonadas, la venganza de una de ellas es más útil que perjudicial al intimidar de antemano a futuros seductores25.

Los jurados, al igual que todas las masas, se deslumbran mucho con el prestigio, y el presidente Des Glajeux hace observar justificadamente que, siendo muy democráticos en cuanto a su composición, se muestran muy aristocráticos en sus aficiones: El nombre, el nacimiento, el hecho de poseer una gran fortuna, el renombre, la asistencia de un abogado ilustre, las cosas que aportan distinción y las que relumbran forman una baza muy importante en manos de los acusados.

Actuar sobre los sentimientos de los jurados y, al igual que con todas las masas, razonar muy poco o no emplear sino formas rudimentarias de razonamiento ha de ser la preocupación de un buen abogado. Un célebre jurista inglés, muy conocido por sus éxitos en los tribunales, ha analizado dicho método.

Observa atentamente al jurado mientras diserta. Espera el momento favorable. Con intuición y hábito, el abogado lee en las fisonomías el efecto de cada frase, de cada palabra y deduce sus conclusiones. Trata, en primer término, de saber qué miembros del jurado ha conquistado ya para su causa. El defensor maniobra para asegurárselos y después pasa a abordar a los miembros que parecen, por el contrario, mal dispuestos, y se esfuerza por adivinar por qué se muestran opuestos al acusado. Esta es la parte más delicada de su labor, ya que pueden existir infinidad de razones para tener ganas de condenar a un hombre, aparte del sentimiento de justicia.

Estas líneas resumen certeramente la finalidad del arte oratorio y nos muestran, asimismo, la inutilidad de los discursos redactados de antemano, ya que, en cada momento, hay que modificar los términos empleados con arreglo a la impresión producida.

El orador no tiene necesidad de convencer a todos los componentes de un jurado, sino tan sólo a aquellos miembros del mismo que determinarán la opinión de los demás. Al igual que en todas las masas, un escaso número de individuos conducen a los otros. Según mi experiencia, dice el abogado al que citaba anteriormente, en el momento de pronunciar el veredicto basta con uno o dos individuos enérgicos para arrastrar al resto del jurado. Es a estos dos o tres a los que hay que convencer mediante hábiles sugestiones. En primer lugar y, sobre todo, hay que agradarles. El hombre-masa al que se agrada está ya casi convencido y completamente dispuesto a considerar excelentes las razones que se le presenten, sean cuales sean. En un interesante trabajo sobre Lachaud encuentro la anécdota siguiente:

Se sabe que, durante las defensas que pronunciaba en los juicios, Lachaud no perdía de vista a dos o tres sujetos del jurado que él sabia que influían sobre los demás, pero que se mostraban recalcitrantes. Por lo general lograba reducirles. Sin embargo, una vez encontró uno en provincias al cual estuvo asaeteando en vano con su argumentación más tenaz durante tres cuartos de hora: el primero del segundo banco, el séptimo jurado. Era desesperante. De pronto, en medio de una apasionante perorata, Lachaud se detiene y, dirigiéndose al presidente del tribunal, dice: Señor presidente, podría usted ordenar que bajen esa persiana. El séptimo jurado está cegado por el sol. El séptimo jurado sonrió y le dio las gracias. Estaba ganado por la defensa.

Diversos escritores y de los más destacados han combatido intensamente en estos últimos tiempos la institución del jurado, la cual es, sin embargo, la única protección contra los errores de una casta sin control y que en realidad se dan con tanta frecuencia26. Unos querrían un jurado reclutado tan sólo entre las clases ilustradas; ya hemos demostrado que incluso en este caso, las decisiones serían idénticas a las actualmente adoptadas. Otros, basándose en los errores cometidos por los jurados, querrían suprimirlos sustituyéndolos por jueces. Pero no pueden olvidar que los errores reprochados al jurado están cometidos siempre y en primer lugar por los jueces, puesto que al acusado sometido a la decisión del jurado ha sido considerado culpable ya por varios magistrados: el juez de instrucción, el procurador de la República y la sala de acusación. Y hay que tener en cuenta que si es definitivamente juzgado por magistrados, en lugar de serlo por un jurado, el acusado pierde su única probabilidad de ser reconocido inocente. Los errores de los jurados han sido siempre, en primer lugar, errores de los magistrados. Es pues a éstos a quienes hay que culpar exclusivamente de los errores judiciales tan particularmente monstruosos como la condena del doctor X…, que perseguido por un juez de instrucción de mentalidad realmente muy limitada, y debido a la denuncia de una muchacha medio idiota que acusaba al médico de haberla hecho abortar por treinta francos, habría sido enviado a presidio sin la explosión de indignación pública que hizo que el jefe del Estado le indultase inmediatamente. La honorabilidad del condenado, proclamada por todos sus conciudadanos, mostraba evidentemente lo grave que había sido el error judicial. Los propios magistrados lo reconocieron, pero por espíritu de clase se esforzaron por impedir la firma del indulto. En todos los asuntos análogos, acompañados por detalles técnicos de los que no puede comprender nada, el jurado escucha, naturalmente, al ministerio público, pensando que después de todo el asunto ha sido instruido por magistrados habituados a todas las sutilezas jurídicas. ¿Quiénes son entonces los auténticos culpables del error? ¿Los jurados o los magistrados? Conservemos cuidadosamente la institución del jurado: constituye quizá la única categoría de masa que no podría ser reemplazada por ninguna individualidad. Tan sólo el jurado puede atemperar las inexorabilidades de la ley que, siendo en principio igual para todos, es ciega e ignora los casos particulares. Inaccesible a la piedad y no conociendo sino los textos, el juez, con su dureza profesional, condenaría a la misma pena al ladrón asesino y a la pobre muchacha inducida al infanticidio por el abandono de su seductor y por la miseria; el jurado, en cambio, siente instintivamente que la muchacha seducida es mucho menos culpable que el seductor, el cual, sin embargo, escapa a la ley, y piensa que la acusada merece su indulgencia.

Conociendo la psicología de las castas y la de las demás categorías de masas, creo que siempre que fuese acusado erróneamente de un crimen, yo preferiría ser juzgado por un jurado, mejor que sólo por magistrados. Con los primeros tendría muchas probabilidades de ser reconocido inocente, y muy pocas con los segundos. Temamos el poder de las masas, pero mucho más todavía el de ciertas castas. Las primeras pueden aún dejarse convencer, pero las otras se muestran siempre inflexibles.

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Notas:

25 Haremos constar de pasada que esta división, muy bien establecida instintivamente por los jurados, entre los crímenes socialmente peligrosos y los otros crímenes, no deja en absoluto de ser justa. La finalidad de las leyes penales ha de ser evidentemente la de proteger a la sociedad contra los criminales, y no vengada. Nuestros códigos y, sobre todo, el espíritu de nuestros magistrados, se hallan aún impregnados del espíritu de venganza del viejo derecho primitivo. El término vindicta (venganza) es aún de uso cotidiano. Una prueba de tal tendencia por parte de los magistrados es la renuncia de muchos de ellos a aplicar la excelente ley Béranger, que permite al condenado no sufrir la pena a no ser que reincida. Ningún magistrado puede ignorar, ya que la estadística lo demuestra, que la aplicación de una primera pena da lugar casi indefectiblemente a la reincidencia. Los jueces que absuelven a un culpable se imaginan que la sociedad no ha sido vengada, y antes que no vengarla, prefieren crear un peligroso reincidente.

26 La magistratura es, en efecto, la única administración cuyos actos no se hallan sometidos a control alguno. Todas las revoluciones de la Francia democrática han sido incapaces de conquistar aquel derecho del habeas corpus del que tan orgullosa está Inglaterra. Hemos suprimido a los tiranos; pero en cada ciudad, un magistrado dispone a su placer del honor y de la libertad de los ciudadanos. Un pequeño juez de instrucción, apenas salido de la Facultad de Derecho, posee el indignante poder de enviar a la cárcel, por una mera suposición de culpabilidad, que no tiene la obligación de justificar ante nadie, a los ciudadanos más destacados, y los puede mantener encarcelados durante seis meses o incluso un año con el pretexto de trámites y liberarles luego sin tener que indemnizarles ni darles excusas. El auto de comparecencia es el equivalente absoluto de la carta real de detención, pero con la diferencia de que esta última, tan justamente reprochada a la antigua monarquía, no estaba al alcance más que de personajes de posición muy elevada, mientras que, en la actualidad, está en manos de toda una clase de ciudadanos considerada como lejos de ser la más ilustrada y la más independiente.