Psicología de las masas por Gustave Le Bon. Tercera parte: Clasificación y descripción de las diversas categorías de masa (Capítulo 4)

Tercera parte

Clasificación y descripción de las diversas categorías de masas

CAPÍTULO 4

LAS MASAS ELECTORALES

Las masas electorales, es decir, las colectividades que han de elegir a los titulares de determinadas funciones, constituyen masas heterogéneas; pero como no actúan más que en un determinado asunto -elegir entre diversos candidatos-, no se pueden observar en ellas más que algunas de las características descritas anteriormente. Las que manifiestan sobre todo son una escasa aptitud de razonamiento, ausencia de espíritu crítico, irritabilidad, credulidad y simplismo. En sus decisiones se descubre también la influencia de los líderes y el papel desempeñado por los factores que hemos enumerado anteriormente: la afirmación, la repetición, el prestigio y el contagio.

Examinemos cómo se las seduce. A partir de los procedimientos con los que mejor se logra este fin, deduciremos claramente su psicología.

La primera de las cualidades que ha de poseer el candidato es el prestigio. El prestigio personal no puede ser sustituido más que por el que proporciona la fortuna. El talento, el genio mismo, no constituyen factores de éxito.

Esta necesidad de prestigio por parte del candidato, de poder, por tanto, imponerse sin discusión, resulta capital. Si los electores, que son sobre todo obreros y campesinos, eligen tan raras veces a uno de ellos para representarles, es porque las personalidades surgidas de sus filas no poseen para ellos prestigio alguno. No nombran a un igual sino por razones accesorias, para contrarrestar, por ejemplo, a un hombre eminente, a un patrono poderoso y del cual depende cada día el elector y que tiene así la ilusión de dominar, al menos por un instante.

Pero la posesión de prestigio no basta para asegurar el éxito al candidato. Al elector le gusta que le halaguen sus ambiciones y sus vanidades; el candidato ha de abrumarle con extravagantes y serviles adulaciones y no vacilar en hacerle las más fantásticas promesas. Ante los obreros no ha de cansarse de injuriar y fustigar a sus patronos. En cuanto al candidato adversario se intentará anularle procurando convencer a los electores, mediante afirmación, repetición y contagio, que es el último de los canallas y que nadie ignora que ha cometido diversos delitos. Desde luego, sin aportar nada que se asemeje a una prueba. Si el adversario conoce malla psicología de las masas, intentará justificarse mediante argumentos, en lugar de responder sencillamente a las afirmaciones calumniosas mediante otras aseveraciones igualmente calumniosas; entonces no tendrá probabilidad alguna de triunfar.

El programa escrito del candidato no será muy categórico, ya que sus adversarios podrían achacarle posteriormente su incumplimiento; pero el programa verbal no corre nunca el peligro de ser excesivo. Pueden prometerse, sin temor, las más considerables reformas. Tales exageraciones causan mucho efecto de momento y no comprometen nada para el futuro. En efecto, el elector después no se preocupa en absoluto, por saber si el elegido ha sido fiel a la profesión de fe proclamada y sobre cuya base se supone que tuvo lugar la elección.

Podemos reconocer aquí todos los factores de persuasión anteriormente descritos. Los encontramos también en el efecto de las palabras y de las fórmulas cuyo gran poder ya hemos señalado. El orador que sabe manejarlas conduce a las masas a su placer. Expresiones tales como el infame capital, los viles explotadores, el admirable obrero, la socialización de las riquezas, etc., producen siempre el mismo efecto, aun cuando están ya algo gastadas. Pero el candidato que puede descubrir una fórmula nueva, desprovista de sentido preciso y, en consecuencia, adaptable a las aspiraciones más diversas, obtiene un éxito infalible. La sangrienta revolución española de 1873 fue realizada mediante una de tales palabras mágicas, de complejo sentido y que cada cual puede interpretar con arreglo a su esperanza. Un escritor contemporáneo ha narrado la correspondiente génesis en los siguientes términos, que merecen ser mencionados.

Los radicales habían descubierto que una república unitaria es una monarquía disfrazada y, para agradarles, las Cortes proclamaron unánimemente la república federal, sin que ninguno de los votantes hubiera podido definir aquello que acababa de ser votado. Pero dicha fórmula encantaba a todo el mundo, fue un delirio, una embriaguez. Se acababa de inaugurar en la tierra el reino de la virtud y de la felicidad. Un republicano al cual rehusaba su enemigo el título de federal se ofendía por ello como si se tratase de una mortal injuria. La gente se saludaba por las calles diciendo: ¡Salud y república federal! Se entonaban himnos a la santa indisciplina y a la autonomía del soldado. ¿Qué era la república federal? Unos entendían por ella la emancipación de las provincias, instituciones parecidas a las de Estados Unidos o la descentralización administrativa; otros pretendían la anulación de toda autoridad, una próxima liquidación total social. Los socialistas de Barcelona y Andalucía proclamaban la soberanía absoluta de las comunas, querían dividir a España en diez mil municipios independientes que no se rigiesen más que por sus propias leyes, suprimiendo al mismo tiempo el ejército y la policía. Muy pronto se vio, en las provincias del Sur, propagarse la insurrección de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. En cuanto una comuna había realizado su pronunciamiento, lo primero que hacía era destruir el telégrafo y los ferrocarriles, a fin de cortar todas sus comunicaciones con sus vecinos y con Madrid. No había aldea, por pequeña que fuese, que no quisiera hacer rancho aparte. El federalismo se había convertido en un cantonalismo brutal, incendiario y asesino y por doquier se celebraban sangrientas saturnales.

Por lo que se refiere a la influencia que los razonamientos puedan ejercer sobre el espíritu de los electores, sería preciso no haber leído jamás las actas de reuniones electorales para carecer de una firme opinión sobre este tema. En dichas asambleas se intercambian afirmaciones, invectivas, golpes a veces, pero jamás razones. Si se permanece en silencio durante unos instantes, es porque un asistente de carácter difícil anuncia que le va a plantear al candidato una de aquellas preguntas embarazosas que regocijan siempre al auditorio. No obstante, la satisfacción de los opositores no dura mucho, ya que la voz del locutor queda muy pronto cubierta por los gritos de los adversarios. Pueden considerarse como prototipo de reuniones públicas las siguientes, cuyos resúmenes, tomados entre centenares de otros semejantes, han sido publicados por los diarios: Habiendo solicitado un organizador a los asistentes, el nombramiento de un presidente, se desencadena la tempestad. Los anarquistas toman el estrado por asalto. Los socialistas lo defienden con energía; llueven los golpes, los asistentes se tratan recíprocamente de soplones de la policía, de vendidos, etc.; un ciudadano se retira con un ojo amoratado.

Por último, la presidencia se instala, a duras penas, en medio del tumulto, y la tribuna queda en poder del compañero X… El orador carga a fondo contra los socialistas, que le interrumpen gritando: ¡Cretino! ¡Bandido! ¡Canalla! , etc., epítetos a los que el compañero X… responde exponiendo una teoría según la cual los socialistas son unos idiotas o unos farsantes.

(…). El partido alemanista había organizado anoche, en la sala del Comercio, calle Faubourg-du-Temple, una gran reunión preparatoria de la fiesta del 1° de mayo. La consigna era Calma y tranquilidad.

El compañero G… trata a los socialistas de cretinos y guasones. Oradores y oyentes comienzan entonces a increparse y llegan a las manos; se lanzan sillas, bancos, etc.

Pero no creamos que este género de discusión es propio de una determinada clase de electores y procede de su situación social. En toda asamblea anónima, aunque esté compuesta exclusivamente por universitarios, la discusión reviste fácilmente las mismas formas. Ya he mostrado que los hombres, cuando están en masa, tienden hacia la igualación mental y a cada instante hallamos pruebas de ello. He aquí, como ejemplo un resumen del acta de una reunión compuesta exclusivamente por estudiantes:

El tumulto no ha cesado de ir en aumento a medida que avanza la velada. No creo que un solo orador haya podido decir dos frases sin ser interrumpido. A cada instante partían gritos de un punto u otro, o de todos a la vez; se aplaudía, se silbaba; se entablaban violentas discusiones entre diversos oyentes; los bastones eran blandidos amenazadoramente; el suelo era pateado a compás; los que interrumpían eran acogidos con gritos de ¡fuera!, ¡a la tribuna!

M.C. prodiga a la asociación los epítetos de odiosa y cobarde, monstruosa, vil, venal y vindicativa y declara que quiere destruirla, etc.

Uno se pregunta cómo en semejantes condiciones puede formarse la opinión de un elector. Pero plantear tal pregunta equivaldría a ilusionarse extrañamente acerca del grado de libertad del que goza una colectividad. Las masas tienen opiniones impuestas, jamás opiniones razonadas. Dichas opiniones y los votos de los electores se hallan en manos de comités electorales, cuyos directivos son, con frecuencia, unos cuantos bodegueros o taberneros, muy influyentes entre los obreros y a los cuales prestan crédito. Uno de los más valerosos defensores de la democracia, Scherer, escribe: ¿Sabéis lo que es un comité electoral? Pues, sencillamente, la clave de nuestras instituciones, la pieza maestra de la máquina política. Francia está hoy día gobernada por los comités27.

No es tampoco demasiado difícil influir sobre ellos, si el candidato es relativamente aceptable y posee los suficientes recursos. Según confesiones de los donantes, bastaron tres millones para conseguir las elecciones múltiples del general Boulanger.

Así es la psicología de las masas electorales. Es idéntica a la de las otras masas. Ni mejor, ni peor.

Sin embargo, de lo que precede no deduciré conclusión alguna contra el sufragio universal. Si de mí dependiese su suerte, lo conservaría tal como es, y ello por motivos prácticos derivados precisamente de nuestro estudio acerca de la psicología de las masas y que voy a exponer, tras haber recordado primeramente sus inconvenientes.

Los fallos del sufragio universal son evidentemente demasiado visibles como para ser ignorados. Es indiscutible que las civilizaciones han sido obra de una pequeña minoría de espíritus superiores y que constituían la punta de una pirámide, cuyos pisos van ensanchándose a medida que disminuye el valor mental y representan los estratos profundos de una nación. La grandeza de una civilización no puede depender, seguramente, del sufragio de elementos inferiores, que representan únicamente cantidad. Es también indudable que los sufragios de las masas son con frecuencia muy peligrosos. Nos han acarreado ya varias invasiones y, con el triunfo del socialismo, las fantasías de la soberanía popular seguramente nos costarán mucho más caras todavía.

Pero estas objeciones, excelentes en teoría, pierden en la práctica toda su fuerza si recordamos el invencible poder de las ideas transformadas en dogmas. El dogma de la soberanía de las masas es, desde el punto de vista filosófico, tan poco defendible como los dogmas religiosos de la Edad Media, pero hoy día posee su mismo poder absoluto. Es pues tan inatacable como lo fueron antaño nuestras ideas religiosas. Supongamos un librepensador moderno, transportado por un poder mágico a plena Edad Media. ¿Cabe creer que, frente al soberano poder de las ideas religiosas que reinaban entonces, habría intentado combatirlas? Caído en manos de un juez que le querría condenar a la hoguera bajo la imputación de haber establecido un pacto con el diablo o de haber frecuentado aquelarres ¿se le habría ocurrido negar la existencia de uno y otros? Con las creencias de las masas no hemos de enfrentarnos, como tampoco con los ciclones. El dogma del sufragio universal posee hoy el poder que tenían antes los dogmas cristianos. Oradores y escritores hablan de él con un respeto y unas adulaciones que no conoció ni siquiera Luis XIV. Hay que conducirse pues, a su respecto, como frente a todos los dogmas religiosos. Tan sólo el tiempo actúa sobre ellos.

Intentar combatir este dogma sería también tanto más inútil puesto que existen aparentes razones en su favor: En época de igualdad, dice justificadamente Tocqueville, los hombres no tienen ninguna fe unos en otros, a causa de su parecido; pero esta misma similitud les proporciona una confianza casi ilimitada en el juicio del público, ya que no les parece verosímil que, poseyendo todos parecidas luces, no se encuentre la verdad del lado del mayor número.

¿Hemos de suponer entonces que un sufragio restringido -restringido a los capaces, si se quiere- mejoraría el voto de las masas? No puedo admitido ni por un instante y ello por los motivos antes señalados y relativos a la inferioridad mental de todas las colectividades, sea cual fuere su composición. En masa, y lo repito, los hombres se igualan siempre y, por lo que respecta a cuestiones generales, el sufragio de cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguadores. No creo que ninguna de las votaciones tan reprochadas al sufragio universal, como la que restauró el Imperio, por ejemplo, hubiese sido distinta con votantes reclutados exclusivamente entre sabios y letrados. El hecho de que un individuo sepa griego o matemáticas, sea arquitecto, veterinario, médico o abogado no le dota de particulares luces en cuestiones de sentimientos. Todos nuestros economistas son gentes instruidas, en su mayoría profesores y académicos. ¿Están acaso de acuerdo en cuanto a una sola cuestión general, al proteccionismo, por ejemplo? Ante problemas sociales, llenos de múltiples incógnitas y dominados por la lógica mística o la lógica afectiva, todas las ignorancias se igualan.

Así pues, si el cuerpo electoral estuviese exclusivamente compuesto por gentes llenas de ciencia, sus votos no serían mejores que los de ahora. Se guiarían sobre todo con arreglo a sus sentimientos y al espíritu de su partido. No contaríamos con menos dificultades que ahora y tendríamos, además, la pesada tiranía de las castas.

Restringido o general, practicado en un país republicano o en un país monárquico, en Francia, en Bélgica, en Grecia, en Portugal o en España, el sufragio de las masas es por doquier similar y refleja, con frecuencia, las aspiraciones y las necesidades inconscientes de la raza. El término medio de los elegidos representa, en cada nación, el correspondiente al alma de su raza. Se la encuentra, aproximadamente idéntica, de una generación a otra. Y así volvemos de nuevo a aquella fundamental noción de raza, que ya hemos encontrado tantas veces, y a aquella otra, derivada de la primera y que afirma que las instituciones y los gobiernos desempeñan un papel muy débil en la vida de los pueblos. Estos últimos están conducidos, sobre todo, por el alma de su raza, es decir: por los ancestrales residuos de los cuales es la suma dicha alma. La raza y el engranaje de las necesidades cotidianas: he aquí los misteriosos dueños que rigen nuestros destinos.

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Notas:

27 Los comités, sean cuales sean sus nombres: clubs, sindicatos, etc., constituyen uno de los temibles peligros del poder de las masas. Representan, en efecto, la forma más impersonal y en consecuencia más opresora de la tiranía. Los directivos de comités que hablan y actúan en nombre de una comunidad están liberados de toda responsabilidad y pueden permitirse todo. Ni el más feroz de los tiranos habría soñado jamás las órdenes impartidas por los comités revolucionarios. Los comités, dice Barras, diezmaron y metieron en cintura a la Convención. Robespierre fue el amo absoluto mientras pudo hablar en nombre de ellos. El día en que, por cuestiones de amor propio, el temible dictador se apartó de ellos, marcó la hora de su ruina. El reino de las masas es el reino de los comités y, en consecuencia, de sus líderes. No cabe imaginar despotismo más duro.