EL porvenir de una ilusión (1927) VII
Después de haber discernido las doctrinas religiosas como ilusiones, se nos plantea otra
pregunta: ¿No serán de parecida naturaleza otros patrimonios culturales que tenemos en alta estima y por los cuales regimos nuestra vida? ¿No deberán llamarse también ilusiones las premisas que regulan nuestras normas estatales? ¿Una serie de ilusiones eróticas no
enturbiará en nuestra cultura las relaciones entre los sexos? Una vez despierta nuestra
desconfianza, no nos arredrará inquirir si tiene mejor fundamento nuestra convicción de que
podemos averiguar algo acerca de la realidad exterior mediante el empleo de la observación y el
pensamiento dentro del trabajo científico. Nada impedirá que autoricemos la vuelta de la
observación sobre nuestro propio ser y el uso del pensamiento para la crítica de él mismo. Aquí
se abre una serie de indagaciones cuyos resultados serán, necesariamente, decisivos para el
edificio de una «cosmovisión». Vislumbramos también que ese empeño no será vano, y que
nuestra suspicacia se justificará al menos en parte. Pero la capacidad del autor no consiente
una tarea tan vasta; se ve forzado a circunscribir su trabajo al estudio de una sola de esas ilusiones: la religiosa.
Nuestro contradictor, imperioso, nos da la voz de alto. Nos pide cuentas por nuestro proceder
ilícito. Dice:
«Los intereses arqueológicos son loables, por cierto, pero no se emprendería excavación
alguna si hubiera de socavar las moradas de los vivos a punto de derrumbarlas y sepultar a los
hombres bajo sus escombros. Las doctrinas religiosas no son un tema como cualquier otro, sobre el que se pudiera sutilizar. Nuestra cultura está edificada sobre ellas, la conservación de la sociedad tiene por premisa que la inmensa mayoría de los seres humanos crean en la verdad de tales doctrinas. Si se les enseña que no existe un Dios omnipotente e infinitamente justo, y tampoco un orden divino del mundo ni una vida futura, se sentirán descargados de toda obligación de obediencia a los preceptos culturales. Cada cual, exento de inhibición y de angustia, seguirá sus pulsiones egoístas y asociales, procurará afianzar su poder; así recomenzará el caos que habíamos desterrado mediante un milenario trabajo cultural. Aun
cuando uno supiera y pudiera demostrar que la religión no está en posesión de la verdad,
debería callar y comportarse como lo pide la filosofía del «como si». ¡Y ello en interés de la
conservación de todos! Hay más: prescindiendo de lo peligroso de la empresa, es una crueldad
inútil. Incontables seres humanos hallan en las doctrinas de la religión su único consuelo, sólo
con su auxilio pueden soportar la vida. Se quiere arrebatarles este apoyo, no teniendo nada
mejor para ofrecerles a cambio. Admitido está que la ciencia por ahora no consigue gran cosa,
pero aunque estuviera mucho más adelantada no contentaría a los hombres. Es que el ser
humano tiene otras necesidades imperativas que nunca podrá satisfacer la fría ciencia, y es
harto extraño, y llega al colmo de la inconsecuencia, que un psicólogo que siempre ha
destacado lo mucho que en la vida de los hombres la inteligencia va a la zaga de la vida
pulsional se empeñe ahora en quitarles una preciosa satisfacción de deseo y resarcirlos a
cambio con una exquisitez intelectual».
¡Son muchas acusaciones de una sola vez! Pero estoy pronto para contradecirlas todas, y
además sustentaré la tesis de que la cultura corre mayor peligro aferrándose a su vínculo actual
con la religión que desatándolo.
Sólo que no sé muy bien por dónde empezar mi réplica. Quizás asegurando que, por mi
parte, considero inofensiva e inocua mi empresa. La sobrestimación del intelecto no se
encuentra esta vez de mi lado. Sí los hombres son tales como mi oponente los describe -y no
he de contradecirle-, no hay peligro alguno de que un creyente, abrumado por mis
puntualizaciones, haya de abandonar su fe. Además, nada he dicho que no enunciaran antes
que yo hombres mejores, y de manera mucho más perfecta, competente e impresionante. Son
archiconocidos; no los citaré, a fin de que no parezca que pretendo ponerme en un pie de
igualdad con ellos. Me he limitado -y es lo único novedoso en mi exposición- a agregar alguna
fundamentación psicológica a la crítica de mis predecesores. Es harto improbable que ese
complemento, justamente él, produzca el efecto denegado a las críticas anteriores. Es claro
que ahora se me podría preguntar para qué escribir tales cosas, si uno está seguro de su
ineficacia. Pero sobre eso volveremos más adelante.
El único a quien esta publicación puede perjudicar soy yo mismo. Tendré que oír los más
inamistosos reproches de superficialidad, estrechez de miras, falta de idealismo y de
comprensión para los supremos intereses de la humanidad. Pero, por un lado, tales
imputaciones no son algo nuevo para mí, y, por el otro, si alguien en su mocedad se situó por
encima del disgusto de sus contemporáneos, ¿qué puede importarle ahora, cuando está seguro
de encontrarse pronto más allá de todo favor o disfavor? En otros tiemp os no ocurría lo mismo;
manifestaciones de este tipo le valían a uno la segura abreviación de su existencia terrenal y un
buen apresuramiento de la ocasión en que pudiera hacer sus propias experiencias sobre la vida
en el más allá. Pero repito que tales épocas han pasado, y hoy escribir sobre estos asuntos es
inocuo aun para el autor. A lo sumo, en tal o cual país no se permitirá traducir o difundir su libro.
Desde luego, ello ocurrirá justamente en un país que se siente seguro de su elevada cultura.
Pero si uno aboga a todo trance en favor de una renuncia al deseo y una aceptación del destino,
tiene que poder soportar también estos perjuicios.
Establecido lo anterior, me pregunto si la publícación de este escrito no podría, a pesar de
todo, ser dañina para alguien. No, claro está, para una persona, sino para una causa, la del
psicoanálisis. No puede desconocerse que es creación mía; se le ha testimoniado harta
desconfianza y mala voluntad; y si ahora salgo a la palestra con unas manifestaciones tan
disgustantes, habrá quienes estarán sobradamente dispuestos a desplazarse de mi persona al
psicoanálisis. Ahora se ve -dirán- adónde lleva el psicoanálisis. La máscara ha caído: a
desconocer a Dios y al ideal ético, como siempre lo habíamos sospechado. Para evitar que lo
descubriéramos, se nos engatusó con que el psicoanálisis no posee una cosmovisión ni podría
crearla (1).
Y en efecto, ese alboroto me resultará desagradable a causa de mis numerosos colaboradores,
muchos de los cuales no comparten para nada mi posición frente a los problemas religiosos.
Pero el psicoanálisis ha capeado ya muchas tormentas, y hay que exponerlo también a esta. En
realidad, el psicoanálisis es un método de investigación, un instrumento neutral, como lo es, por
ejemplo, el cálculo infinitesimal. Sí con ayuda de este último un físico llegara a la conclusión de
que trascurrido cierto lapso la Tierra desaparecerá, es evidente que se vacilará en atribuir al
cálculo mismo tendencias destructivas y en proscribirlo por ellas. Nada de lo que he dicho aquí
sobre el valor de verdad de la religión necesitaba del psicoanálisis, pues fue enunciado por otros
mucho antes que él existiera. Y si de la aplicación del método psicoanalítico puede extraerse un
nuevo argumento en contra del contenido de verdad de la religión, tant pis para ella, pero los
defensores de la religión se servirán con igual derecho del psicoanálisis para apreciar
cabalmente el significado afectivo de las doctrinas religiosas.
Retomo mi defensa: es evidente que la religión ha prestado grandes servicios a la cultura
humana, y ha contribuido en mucho a domeñar las pulsiones asociales, mas no lo bastante.
Durante milenios gobernó a la sociedad humana; tuvo tiempo para demostrar lo que era capaz
de conseguir. Si hubiera logrado hacer dichosos a la mayoría de los hombres, consolarlos,
reconciliarlos con la vida, convertirlos en sustentadores de la cultura, a nadie se le habría
ocurrido aspirar a un cambio de la situación existente. ¿Qué vemos en lugar de ello? Que un
número terriblemente grande de seres humanos están descontentos con la cultura y son
desdichados en ella, la sienten como un yugo que es preciso sacudirse; que lo esperan todo de
una modificación de esa cultura, o llegan tan lejos en su hostilidad a ella que no quieren saber
absolutamente nada de cultura ni de limitación de las pulsiones. En este punto se nos objetará
que ese estado de cosas se debe justamente a que la religión ha perdido una parte de su
influencia sobre las masas, a consecuencia del lamentable efecto de los progresos científicos.
Retengamos esta admisión y el fundamento aducido, para usarlo luego en apoyo de nuestros
propósitos; pero la objeción misma carece de fuerza.
Es dudoso que en la época del gobierno irrestricto de las doctrinas religiosas los seres humanos fueran, en conjunto, más dichosos que hoy; pero es indudable que no eran más morales. Siempre se arreglaron para convertir los preceptos religiosos en algo extrínseco, haciendo fracasar su propósito. Los sacerdotes, que debían ser los guardianes de la obediencia a la religión, se mostraron complacientes. La bondad de Dios debía parar el golpe de su justicia: se pecaba, luego se ofrendaban sacrificios o un acto de contrición, y ya se estaba libre para pecar de nuevo. La interioridad rusa, acendrada, llegó a la conclusión de que el pecado era
indispensable para gozar de todas las bendiciones de la Gracia Divina; en el fondo, sería una
obra agradable a Dios. Es manifiesto que los sacerdotes pudieron mantener la sumisión de las
masas a la religión sólo a costa de dejar vastísimo espacio a la naturaleza pulsional del ser
humano. Lo dicho: sólo Dios es fuerte y bueno, en cambio el hombre es débil y pecador. En
todos los tiempos, la inmoralidad no encontró en la religión menos apoyo que la moralidad. Pero
entonces, no habiendo obtenido la religión mejores resultados en favor de la felicidad de los
seres humanos, de su aptitud para la cultura (2) y de su limitación ética, cabe preguntarse si
no sobrestimamos su carácter necesario para la humanidad y sí obramos sabiamente fundando
en ella nuestros reclamos culturales.
Reflexiónese sobre la situación presente, cuyos rasgos son inequívocos. Según ya oímos, se
admite que la religión no ejerce el mismo influjo que antes sobre los hombres. (Aquí nos
referimos a la cultura cristiano-europea.) Ello no se debe a que sus promesas se hayan
reducido, sino a que los hombres parecen menos crédulos. Concedamos que la razón de este
cambio es el fortalecimiento del espíritu científico en los estratos superiores de la sociedad.
(Quizá no sea la única.) La crítica ha socavado la fuerza probatoria de los documentos
religiosos; la ciencia natural ha pesquisado los errores que contienen, y el estudio comparado
ha registrado la llamativa y fatal semejanza entre las representaciones religiosas que nosotros veneramos y las producciones espirituales de pueblos y épocas primitivos.
El espíritu científico engendra una actitud determinada frente a las cosas de este mundo; en
materia de religión se detiene por un momento, titubea, y por fin atraviesa el umbral también
aquí. Este proceso no sabe de detenciones; mientras más accesibles a los seres humanos se
vuelven los tesoros de nuestro saber, tanto más se difunde la renegación de la fe religiosa, primero sólo de sus vestiduras anticuadas y chocantes, pero después también de sus premisas fundamentales. Los norteamericanos, que montaron el proceso de los monos en Dayton (3), han demostrado ser los únicos consecuentes. La inevitable transición se consuma en otras
partes con medías tintas e insinceridades.
La cultura tiene poco que temer de parte de las personas cultas y los trabajadores intelectuales.
La sustitución de los motivos religiosos de conducta cultural por otros, mundanos, se
consumaría en ellos silenciosamente; además, son en buena parte sustentadores de cultura.
No ocurre lo mismo con la gran masa de los ¡letrados, de los oprimidos, que tienen todas las
razones para ser enemigos de la cultura. Todo anda bien mientras no se enteran de que ya no
se cree en Dios. Pero indefectiblemente se enterarán, aunque este escrito mío no se publique.
Y están preparados para aceptar los resultados del pensar científico sin que se haya producido
en ellos el cambio que aquel conlleva en el ser humano. ¿No se corre el peligro de que la
hostilidad de las masas hacia la cultura se precipite sobre el punto débil que han discernido en
su sojuzgadora? Si uno no tiene permitido matar a su prójimo por la única razón de que el buen
Dios lo ha prohibido y cobrará el castigo en esta o en la otra vida, y ahora uno se entera de que
no existe el buen Dios, tampoco habrá que temer su punición y uno matará sin reparos; sólo la
violencia terrenal podrá disuadirlo de ello. Por lo tanto, será preciso el más severo
sofrenamiento de estas masas peligrosas, el más cuidadoso bloqueo de todas las
oportunidades que pudieran llevar a su despertar intelectual; o bien el otro extremo de la
alternativa: una revisión radical del vínculo entre cultura y religión.
Notas:
1- [Véanse las observaciones al respecto contenidas en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE 20, pág. 91.]
2- [La «aptitud para la cultura» ya había sido examinada por Freud en «De guerra y muerte» (1915b), AE, 14, pág. 284, y una expresión similar aparece en el Esquema del psicoanálisis (1940a), AE, 23, pág. 202.]
3- [Pequeño poblado de Tennessee, Estados Unidos, donde en 1925 un maestro de escuela fue sometido a juicio por enseñar que «el hombre desciende de los animales inferiores», en violación de una de las leyes de dicho estado.]
Continúa en ¨El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo VIII¨