Obras de S. Freud: Premio Goethe. (1930) Alocución en la casa de Goethe, en Francfort

Alocución en la casa de Goethe, en Francfort

El trabajo de mi vida tendió a una sola meta. Observé las más sutiles perturbaciones de la
operación anímica en sanos y enfermos, y a partir de tales indicios quise descubrir -o, si
ustedes lo prefieren, colegir- cómo está construido el aparato que sirve a esas operaciones, así

Alocución en la casa de Goethe, en Francfort

El trabajo de mi vida tendió a una sola meta. Observé las más sutiles perturbaciones de la
operación anímica en sanos y enfermos, y a partir de tales indicios quise descubrir -o, si
ustedes lo prefieren, colegir- cómo está construido el aparato que sirve a esas operaciones, así
como las fuerzas que en él producen efectos conjugados o contrarios. Lo que nosotros, yo, mis
amigos y colaboradores, pudimos aprender por ese camino nos pareció sustantivo para la
edificación de una ciencia del alma que permita comprender los procesos normales y los
patológicos como parte de un mismo acontecer natural.
De tal estrechez me sacó la distinción de ustedes, que tanto me ha sorprendido. Al convocar
la figura de la gran personalidad universal nacida en esta casa, que vivió su niñez en estas
habitaciones, uno es invitado por así decir a justificarse ante ella, a preguntarse por su reacción
en caso de que su mirada, atenta a cada innovación de la ciencia, hubiera recaído también
sobre el psicoanálisis.
Por la versatilidad de sus intereses, Goethe se pareció a Leonardo da Vinci, el maestro del
Renacimiento, artista e investigador como él. Pero las figuras humanas nunca pueden repetirse, y tampoco faltan profundas diferencias entre estos dos grandes. En la naturaleza de Leonardo, el investigador no se compadecía con el artista, lo perturbaba y acaso terminó por ahogarlo. En la vida de Goethe ambas personalidades hallaron sitio una junto a la otra, predominando alternadamente por épocas. En el caso de Leonardo parece posible ligar tal perturbación con aquella inhibición de su desarrollo que apartó su interés de todo lo erótico y, con ello, de la psicología. En este punto, la naturaleza de Goethe pudo desplegarse con mayor libertad.
Yo pienso que Goethe no habría desautorizado al psicoanálisis de manera tan inamistosa como tantos de nuestros contemporáneos. En varios aspectos se le había aproximado, por su propia intelección discernió mucho de lo que luego pudimos corroborar, y numerosas concepciones que nos han valido crítica y burlas son sustentadas por él como algo evidente. Por ejemplo, le resultaba familiar la incomparable intensidad de los primeros lazos afectivos de la criatura humana. En la «Dedicatoria» de su poema Fausto la celebró con palabras que nosotros, los analistas, podríamos repetir para cada análisis:
«De nuevo aparecéis, formas flotantes,
como ya antaño ante mis turbios ojos.
¿Debo intentar ahora reteneros?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
y cual vieja leyenda casi extinta
la amistad vuelve y el amor primero».
Se explicó la más intensa atracción amorosa que experimentó como hombre maduro
prorrumpiéndole a su amada: «¡Ah! Fuiste en tiempos pasados mi hermana o mi mujer (1)».
Con ello no ponía en entredicho que esas imperecederas inclinaciones iniciales toman por
objeto a personas del propio círculo familiar.
Goethe parafrasea el contenido de la vida onírica con las palabras tan evocativas:
«Lo no sabido por los hombres,
o aquello en lo cual no repararon,
vaga en la noche
por el laberinto del pecho».
(2)
Tras la magia de esos versos reconocemos el venerable e indiscutiblemente certero
enunciado de Aristóteles de que el soñar es la continuación de nuestra actividad anímica en el
estado del dormir, unido al reconocimiento de lo inconciente, que sólo el psicoanálisis añadió.
Únicamente el enigma de la desfiguración onírica no encuentra ahí resolución.
En Ifigenia, acaso su poema más sublime, Goethe nos presenta el conmovedor ejemplo de una expiación, de una liberación del alma sufriente de la presión de la culpa, y hace que esa catarsis se consume mediante un apasionado estallido de sentimientos bajo el benéfico influjo de una simpatía amorosa. Y aun él mismo intentó repetidas veces prestar ayuda psíquica, como a
aquel desdichado que se menciona bajo el nombre de Kraft en el epistolario, y al profesor
Plessing, de quien habla en Campaña en Francia; el procedimiento empleado iba mucho más
allá de los métodos de la confesión católica y presentaba, en sus detalles, notables puntos de
contacto con la técnica de nuestro psicoanálisis. Comunicaré ahora por extenso un ejemplo de influjo psicoterapéutico, así llamado en broma por Goethe, porque acaso sea poco conocido y, no obstante, es muy característico.
De una carta a Frau von Stein (nº 1444, del 5 de setiembre de 1785):
«Ayer por la tarde llevé a cabo un artificio psicológico. Frau Herder seguía en un estado de
tensión del tipo más hipocondríaco a causa de todas las cosas desagradables que le habían
ocurrido en CarIsbad. En particular, de parte de quien había sido su compañera en la casa. Le
hice referirme y confesarme todo, desaguisados ajenos y faltas propias, con las menores
circunstancias que las rodearon y sus consecuencias, y por último la absolví, dándole a
entender en broma, bajo esta fórmula, que tales cosas habían quedado deshechas y abismadas
en lo profundo del océano. Ello le plugo mucho y quedó realmente curada».
Goethe siempre respetó a Eros, nunca intentó empequeñecer su poder, siguió a sus
exteriorizaciones primitivas o aun traviesas con no menor atención que a las sublimadas en
extremo y, según me parece, no sostuvo con menor decisión que Platón en una época anterior
su unidad esencial a través de todas sus formas de manifestación. Y acaso sea algo más que
una casual coincidencia que en Las afinidades electivas aplicase a la vida amorosa una idea
tomada del círculo de representaciones de la química, vínculo este que atestigua el nombre
mismo del psicoanálisis.
Estoy preparado para recibir el reproche de que nosotros, los analistas, perdimos nuestro
derecho a ponernos bajo la adveración de Goethe por haberlo ofendido, haber faltado a la
veneración que le es debida intentando aplicarle el análisis, degradando al grande hombre a la
condición de objeto de la investigación analítica. Pero, en primer término, yo cuestiono que ello
se proponga o signifique una degradación.
Todos los que veneramos a Goethe aceptamos sin mayores protestas los empeños de los biógrafos por conocer su vida a partir de los informes y documentos existentes. Pero, ¿qué nos proporcionan esas biografías? Ni siquiera la mejor y más completa de ellas responde las dos preguntas que parecen las únicas dignas de interés. No esclarecería el enigma de las maravillosas dotes que hacen al artista, y no podría ayudarnos a aprehender mejor el valor y el efecto de sus obras. No obstante, es indudable que una biografía tal satisface en nosotros una intensa necesidad. Bien claro lo sentimos cuando el disfavor de la tradición histórica deniega la satisfacción de esa necesidad, por ejemplo, en el caso de Shakespeare. Es innegable que a todos nos resulta penoso no saber todavía quién fue el autor real de las comedias, tragedias y sonetos de Shakespeare, si lo fue de hecho el indocto hijo del pequeño burgués de Stratford,
que alcanzó en Londres una modesta posición como comediante, o más bien Edward. de Vere,
decimoséptimo Conde de Oxford, hereditario Lord Great Chamberlain of England, de alta cuna y
refinada cultura, apasionado y turbulento, un aristócrata en alguna medida desclasado (3). Ahora bien, ¿qué justificación tiene semejante necesidad de conocer las
circunstancias de la vida de un hombre cuando sus obras han pasado a ser tan significativas
para nosotros? Suele decirse que es el afán de obtener también una aproximación humana.
Admitámoslo; es entonces la necesidad de conseguir vínculos afectivos con tales hombres,
integrarlos en la serie de padres, maestros, modelos que hemos conocido o cuya influencia ya
hemos experimentado, con la expectativa de que su personalidad resultará tan grandiosa y
digna de admiración como las obras que de ellos poseemos.
Empero, confesemos que entra en juego otro motivo todavía. La justificación del biógrafo
contiene también una confesión. El no quiere menoscabar al héroe, sino acercárnoslo; pero ello
equivale a disminuir la distancia que nos separa de él, y por lo tanto obra en el sentido de una
degradación. Y es inevitable; si queremos averiguar más sobre la vida de un grande hombre nos
enteraremos de oportunidades en que no obró de hecho mejor que nosotros, y en que
efectivamente se nos aproximó en lo humano. A pesar de ello, creo que declararemos legítimos
los empeños de la biografía. Por lo demás, nuestra actitud hacia padres y maestros es
ambivalente, pues la veneración que les tenemos oculta en general un componente de rebelión
hostil. Es una fatalidad psicológica, no es posible modificarla sin violenta sofocación de la
verdad; y no puede menos que hacerse extensiva a nuestra relación con los grandes hombres
cuya historia pretendemos investigar (4).
Cuando el psicoanálisis se pone al servicio de la biografía tiene, desde luego, el derecho de no ser tratado con mayor dureza que ella. Puede proporcionar muchas informaciones que por otra vía no se conseguirían, y mostrar así nuevos nexos en la obra maestra del tejedor (5) que entrama las disposiciones pulsionales, las vivencias y las obras de un artista.
Puesto que es una de las funciones principales de nuestro pensar la de dominar psíquicamente
el material del mundo exterior, creo que debería agradecerse al psicoanálisis si, aplicado al
grande hombre, contribuye a la comprensión de su gran logro. Pero confieso que en el caso de Goethe no hemos conseguido mucho. Ello se debe a que no sólo fue como poeta un gran
revelador, sino, a pesar de la multitud de documentos autobiográficos, un cuidadoso ocultador.
No podemos dejar de recordar aquí las palabras de Mefistófeles:
«Lo mejor que alcanzas a saber
no puedes decirlo a los muchachos». (6)

Notas:
1-[Del poema «Warum gabst du uns die tiefen Blicke», dedicado a Charlotte von Stein.]
2- [De la versión final del poema «An den Mond», que comienza así: «Colmas nuevamente floresta y valle … ».]
3- [Freud mencionó por primera vez, en una obra publicada, su opinión acerca de la autoría de las obras de Shakespeare en un agregado de 1930 a una nota al pie de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 274. Aquí se ocupa del asunto en forma más exhaustiva. Volvió sobre él en una nota al pie agregada en 1935 a su Presentación autobiográfica (1925d), AE, 20, págs. 59-60, y en el Esquema del psicoanálisis (1940a), AE, 23, pág. 192, n. 4, donde ofrezco otras referencias.]
4- [Freud hizo algunas observaciones sobre la relación entre el psicoanálisis y la biografía en su ensayo sobre Leonardo da Vinci (1910c), AE, 11, pág. 125. La cuestión fue examinada, asimismo, en una reunión de la Sociedad Psicoanalítica de Viena el 11 de diciembre de 1907. (Cf. Jones, 1955, pág. 383.)]
5- [Alude a un pasaje del Fausto, parte I, escena 4, que ya había sido citado por él, en conexión con la «fábrica de pensamientos» del sueño y las asociaciones a que este da lugar, en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 291.]
6- [Fausto, parte I, escena 4. Estos versos fueron citados con frecuencia por Freud; se mencionan otros lugares en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 160n.]

Autor: psicopsi

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