Recuerdos de infancia y recuerdos encubridores.
En un segundo ensayo publicado en Monatsschrift für Psychiatrie und Neurologie he podido demostrar, en un punto inesperado, la naturaleza tendenciosa de nuestro recordar. Partí de un hecho llamativo: entre los más tempranos recuerdos de infancia de una persona, a menudo parecen haberse conservado los indiferentes y accesorios, en tanto que en la memoria del adulto no se encuentra huella alguna de impresiones importantes, muy intensas y plenas de afecto (digo que ello ocurre a menudo, por cierto que no en todos los casos). Como es sabido que la memoria practica una selección entre las impresiones que se le ofrecen, podría insinuarse aquí el supuesto de que tal selección se produce en la infancia siguiendo principios enteramente diversos de los que rigen en la época de la madurez intelectual. Sin embargo, una indagación atenta muestra que ese supuesto es ocioso. Los recuerdos indiferentes de la infancia deben su existencia a un proceso de desplazamiento (descentramiento}; son el sustituto, en la reproducción [mnémica], de otras impresiones de efectiva sustantividad cuyo recuerdo se puede desarrollar a partir de ellos por medio de un análisis psíquico, pero cuya reproducción directa está estorbada por una resistencia. Puesto que deben su conservación, no a su contenido propio, sino a un vínculo asociativo de su contenido con otro, reprimido, tienen fundados títulos al nombre de «recuerdos encubridores», con el cual los he designado.
En el citado ensayo rocé apenas, sin agotarlas en modo alguno, las diversidades que tales recuerdos encubridores muestran en sus vínculos y significados. En el ejemplo que allí analicé en detalle puse sobre todo de relieve la particularidad de la relación temporal entre el recuerdo encubridor y el contenido por él encubierto. Es esta: el contenido del recuerdo encubridor pertenecía en ese caso a uno de los primeros años de la infancia, mientras que las vivencias de lo pensado que él subrogaba en la memoria, y que habían permanecido casi inconcientes, correspondían a años posteriores de esa persona. Denominé atrasador o retrocedente a este tipo de desplazamiento. Acaso con mayor frecuencia se tropieza con la relación contrapuesta, a saber: se consolida en la memoria como recuerdo encubridor una impresión indiferente reciente, que sólo debe ese privilegio a su enlace con una vivencia anterior, cuya reproducción directa es estorbada por unas resistencias. Estos serían recuerdos encubridores adelantadores o avanz ados. Lo esencial que la memoria cuida se sitúa aquí, en el orden del tiempo, detrás del recuerdo encubridor. Por último, aun un tercer caso posible: que el recuerdo encubridor no se enlace con la impresión encubierta sólo por su contenido, sino también por su contigüidad en el tiempo; este sería el recuerdo encubridor simultáneo o contiguo.
Cuánto de nuestro tesoro mnémico pertenece a la categoría de los recuerdos encubridores, y qué papel desempeñan estos en los diversos procesos del pensar neurótico, he ahí unos problemas en cuya apreciación no entré en aquel ensayo; tampoco los abordaré aquí: sólo me interesa poner de relieve la homogeneidad entre el olvido de nombres propios con recordar fallido y la formación de los recuerdos encubridores.
A primera vista, las diversidades entre ambos fenómenos son mucho más llamativas que sus eventuales analogías. Allí se trata de nombres propios, aquí de impresiones completas de algo que se vivenció ora en la realidad objetiva, ora en el pensamiento; allí de un fracaso manifiesto de la función mnémica, aquí de un logro mnémico que nos parece extraño; allí de una perturbación momentánea -pues el nombre recién olvidado pudo haber sido reproducido antes centenares de veces de manera correcta, y volverá a serlo desde mañana-, aquí de una posesión duradera y sin mengua, pues los recuerdos de infancia indiferentes parecen poder acompañarnos durante un largo trayecto de nuestra vida. O sea que el enigma parece orientarse muy diversamente en cada uno de esos casos. Allí es el olvidar, aquí el retener, lo que despierta nuestra curiosidad científica. Sin embargo, a poco que se profundiza se advierte que predominan con mucho las coincidencias entre ambos fenómenos, a despecho de su diversidad en cuanto a material psíquico y a duración.
Aquí como allí se trata de unos desaciertos del recordar; la memoria no reproduce lo correcto, sino algo diverso como sustituto. En el caso del olvido de un nombre, no está ausente el logro mnémico en la forma de los nombres sustitutivos; y el caso de formación de un recuerdo encubridor se basa en el olvido de otras impresiones, más importantes. En ambos casos, una sensación intelectual nos anoticia de que se ha entremetido una perturbación, sólo que lo hace en forma diferente en cada uno de ellos. En el olvido de un nombre sabemos que los nombres sustitutivos son falsos; en cuanto a los recuerdos encubridores, nos asombramos de poseerlos. Y si luego el análisis psicológico nos demuestra que la formación sustitutiva se ha producido en los dos casos de idéntico modo, por desplazamiento a lo largo de una asociación superficial, las diversidades entre ambos fenómenos en cuanto al material, en cuanto a la duración y en cuanto a su centramiento { Zentrierung}, justamente ellas, contribuyen a acrecentar nuestra expectativa de haber descubierto algo importante y de validez universal. Y eso universal sería: El fracaso y descaminamiento de la función reproductora indica, mucho más a menudo de lo que conjeturaríamos, la injerencia de un factor partidista, de una tendencia, que favorece a un recuerdo en tanto se empeña en trabajar contra otro.
El tema de los recuerdos de infancia me parece tan sustantivo e interesante que he de consagrarle todavía algunas consideraciones, que rebasan los puntos de vista hasta ahora expuestos.
¿Cuán atrás en la infancia se remontan los recuerdos? He tomado conocimiento de algunas investigaciones sobre este punto, como las de V. y C. Henri y la de Potwin; su resultado es que existen entre los encuestados grandes diferencias individuales, pues algunos sitúan su primer recuerdo en su sexto mes de vida, y otros no saben nada de su vida hasta cumplido el sexto año, y aun el octavo. Ahora bien, ¿a qué se deben esas diversidades en la conducta de los recuerdos de infancia, y qué significado poseen? Es evidente que no basta recopilar por vía de encuesta el material relativo a esas cuestiones; hace falta además una elaboración de ese material, en la que es preciso que participe la persona encuestada.
Opino que tomamos muy a la ligera el hecho de la amnesia infantil, la falta de recuerdos sobre los primeros años de nuestra vida, y erramos no considerándolo un raro enigma. Olvidamos cuán elevadas son las operaciones intelectuales y cuán complejas las mociones de sentimiento de que es capaz un niño a los cuatro años, por ejemplo, y debería asombrarnos que la memoria de años posteriores por regla general guarde muy poco de aquellos procesos anímicos, tanto más cuanto que tenemos todas las razones para suponer que esas mismas operaciones olvidadas de la infancia no han resbalado por el desarrollo de la persona sin dejar huellas; antes bien, han ejercido un influjo de comando sobre todos los períodos posteriores. ¡Y a despecho de esta incomparable eficacia suya fueron olvidadas! Ello apunta, para el recordar (en el sentido de la reproducción conciente), a unas condiciones de especialista índole, que hasta ahora han escapado a nuestras intelecciones. Es muy posible que el olvido de la infancia pueda proporcionarnos la clave para entender aquellas amnesias que, según nuestros más nuevos discernimientos, están en la base de la formación de todos los síntomas neuróticos.
Entre los recuerdos de infancia conservados, algunos nos parecen perfectamente concebibles, y otros, extraños o ininteligibles. No es difícil rectificar algunos errores con respecto a ambas variedades. Si los recuerdos conservados de un hombre se someten a examen analítico, es fácil comprobar que no hay ninguna garantía de su corrección. Algunas de las imágenes mnémicas están con seguridad falseadas, son incompletas o fueron desplazadas en tiempo y espacio. Es evidente que no son confiables indicaciones de las personas indagadas, en el sentido, por ejemplo, de que su primer recuerdo proviene de su segundo año de vida. Es que pronto se descubren motivos que vuelven comprensible la desfiguración y el desplazamiento de lo vivenciado, pero también prueban que la causa de estas equivocaciones del recuerdo no puede ser una simple infidelidad de la memoria. Intensos poderes de la vida posterior han modelado la capacidad de recordar las vivencias infantiles, probablemente los mismos poderes en virtud de los cuales todos nosotros nos hemos enajenado tanto de la posibilidad de inteligir nuestra niñez.
Como se sabe, no es para todos los adultos idéntico el material psíquico en que consuman su recordar. Unos recuerdan en imágenes visuales, sus recuerdos poseen este último carácter; otros individuos apenas si pueden reproducir en el recuerdo los más indispensables contornos de lo vivenciado; se los llama auditifs y moteurs, por oposición a los visuels, según la propuesta de Charcot. Tales distingos se esfuman en el soñar: todos soñamos prevalecientemente en imágenes visuales. Pero también en los recuerdos de infancia involuciona aquel desarrollo; son de plasticidad visual aun en personas de cuyo recordar posterior está ausente el elemento visual. Así, el recordar visual conserva el tipo del recordar infantil. En mi caso, los recuerdos de infancia más tempranos son los únicos de carácter visual; son unas escenas de configuración enteramente plástica, sólo comparables a las que se representan en el teatro. En tales escenas de la infancia, resulten ellas verdaderas o falsas, por lo general uno ve a la persona propia, la persona infantil, con sus contornos y con su ropa. Esta circunstancia no puede menos que provocar asombro; en efecto, los adultos visuales ya no ven a su persona en sus recuerdos de vivencias posteriores. Además, contradice todas nuestras experiencias suponer que la atención del niño en sus vivencias estaría dirigida a sí mismo y no a esas impresiones exteriores. Así, desde distintos lados se nos impone esta conjetura: de esos recuerdos de infancia que se llaman los más tempranos no poseemos la huella mnémica real y efectiva, sino una elaboración posterior de ella, una elaboración que acaso experimentó los influjos de múltiples poderes psíquicos posteriores. Por lo tanto, los «recuerdos de infancia» de los individuos llegan con total universalidad a adquirir el significado de unos «recuerdos encubridores», y de ese modo cobran notable analogía con los recuerdos de infancia de los pueblos, consignados en sagas y mitos.
Quien haya hecho indagación anímica en cierto número de personas con el método del psicoanálisis, habrá recopilado en ese trabajo abundantes ejemplos de recuerdos encubridores de todo tipo. Ahora bien, comunicarlos se vuelve en extremo difícil por la ya elucidada naturaleza de los vínculos de los recuerdos de infancia con la vida posterior; para que un recuerdo de infancia se pudiera apreciar como un recuerdo encubridor, a menudo haría falta exponer la biografía entera de la persona en cuestión. Por eso rara vez es posible, como en el lindo ejemplo que sigue, desengarzar un recuerdo de infancia para comunicarlo por separado.
Un hombre de veinticuatro años ha conservado la siguiente imagen de su quinto año de vida:
Está sentado en el jardín de una residencia veraniega sobre una sillita, junto a una tía que se empeña en inculcarle el abecedario. El distingo entre m y n le trae dificultades y ruega a la tía que le diga cómo se discierne cuál es una y cuál la otra. La tía le hace notar que la m tiene toda una pieza más que la n, su tercer trazo. No había motivo alguno para poner en tela de juicio la fidelidad de tal recuerdo de infancia; sin embargo, sólo más tarde adquirió este su significatividad: cuando se hubo mostrado apto para asumir la subrogación simbólica de otro apetito de saber del muchacho. En efecto, así como entonces quería saber la diferencia entre m y n , más tarde se empeñó en averiguar la diferencia entre varón y niña, y por cierto le habría complacido que justamente esa tía fuera su maestra. Y entonces descubrió que la diferencia era semejante: también el varoncito tenía toda una pieza más que la nena; y en la época de este discernimiento despertó su recuerdo del correspondiente apetito de saber infantil.
Otro ejemplo de años posteriores de la niñez: Un hombre que sufre de grave inhibición en su vida amorosa, y tiene ahora más de cuarenta años, es el mayor de nueve hermanos. Tenía quince años cuando nació su hermanito menor, pero afirma a pie juntabas que nunca notó un embarazo de su madre. Bajo la presión de mí incredulidad, le acudió el recuerdo de haber visto cierta vez, a la edad de once o doce años, que la madre apresuradamente se aflojaba el vestido frente al espejo. Y ahora, sin compulsión, agrega este complemento: acababa ella de volver de la calle y la aquejaron unos inesperados dolores de parto. Ahora bien, el aflojarse {Aulbinden} el vestido es un recuerdo encubridor del parto {Entbindung}. En otros casos volveremos a tropezar con el uso de tales «palabras-puentes».
Me gustaría mostrar aún, con un solo ejemplo, qué sentido puede cobrar mediante la elaboración analítica un recuerdo de infancia que antes no parecía tener ninguno. Cuando, a los cuarenta y tres años, empecé a dirigir mi interés a los restos de recuerdo de mi propia niñez, me acudió una vivencia que desde hacía mucho tiempo -creo que desde siempre- llegaba a veces a mi conciencia, y que, según buenos indicios, se situaría antes de cumplir yo el tercer año de vida. Me veía pidiendo y berreando de pie ante una canasta, cuya tapa mantenía abierta mi hermanastro, veinte años mayor que yo; y luego, de pronto, entraba en la habitación mi madre, bella y de fina silueta, como si regresara de la calle. Mediante las palabras que acabo de decir había aprehendido yo esa escena vista plásticamente, con la que no atinaba a otra cosa. Todo me era oscuro: si mi hermano había querido abrir o cerrar la canasta -en mi primera traducción de la imagen se decía «armario»-, por qué lloraría yo, y qué tenía que ver con ello la entrada de mi madre. Estuve tentado de darme esta explicación: se trataría de una burla de mi hermano mayor, interrumpida por la madre. No son raros tales malentendidos de una escena de infancia guardada en la memoria; uno se acuerda de una situación, pero ella no está centrada {zentrieren}, uno no sabe sobre qué elemento de ella hay que poner el acento psíquico.
El empeño analítico me condujo a una concepción por completo inesperada de esa imagen. Yo había echado de menos a mi madre, había dado en la sospecha de que ella estaba encerrada en ese armario o canasta, y por eso pedí a mi hermano que la abriera. Cuando él me dio el gusto y me convencí de que mi madre no estaba dentro, empecé a berrear; este es el aspecto que el recuerdo retuvo, al que siguió enseguida la aparición de la madre que calmaba mi inquietud o mi añoranza. Ahora bien, ¿cómo dio el niño en la idea de buscar en la canasta a la madre ausente? Unos sueños de la misma época [la del análisis de este recuerdo] apuntaban de manera oscura a una niñera de la cual se conservaban también otras reminiscencias; por ejemplo, que solía instarme concienzudamente para que le entregara las moneditas que yo había recibido como regalo, un detalle que merece reclamar el valor de un recuerdo encubridor para algo que siguió. Así fue como me decidí a aliviarme por esta vez la tarea interpretativa, y preguntar a mi madre, ya anciana, acerca de aquella niñera. Me enteré de muchas cosas; entre ellas, que esta persona lista, pero desleal, durante el puerperio de mi madre había perpetrado grandes hurtos en la casa y a instancias de mi hermanastro fue llevada ante el tribunal. Esta noticia me permitió entender la escena infantil como por una suerte de iluminación. La desaparición repentina de la niñera no me había sido indiferente; a ese hermano yo había acudido para preguntarle dónde estaba ella, probablemente por haber notado que le cupo un papel en su desaparición, y él, de manera esquiva y con un juego de palabras, como era su costumbre, respondió que estaba «encanastada» {«eingekastelt»}, o «encerrada». Y bien, a esta respuesta la entendí a la manera infantil, y dejé de preguntar porque ahí no había nada más que averiguar. Y cuando poco tiempo después se ausentó mi madre, recelé que ese hermano malo había hecho con ella lo mismo que con la niñera, y lo obligué a abrirme la canasta {Kasten}. Ahora comprendo también por qué en la traducción de la escena visual infantil se destaca la fina silueta de mi madre, que tiene que haberme llamado la atención como recuperada. Soy dos años y medio mayor que mi hermana en ese entonces nacida, y cuando yo tenía tres años llegó a su término mi convivencia con aquel hermanastro.