El trastrabarse
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No pudo menos que interrumpir la alabanza que se proponía hacerle; en efecto, la callada crítica de que el Aufputz {adorno) del sombrero era una «P atzerei» {«chapucería»} se había exteriorizado con excesiva nitidez en este desagradable desliz como para que unas frases más de convencional alabanza pudieran seguir pareciendo creíbles». Más suave, aunque inequívoca también, es la crítica en el ejemplo que sigue: «Una dama visitó a una conocida, y ya la impacientaba en demasía y la fastidiaba la verbosidad de esta, la excesiva prolijidad de su charla. Por último consiguió interrumpirla y despedirse, pero ya en el vestíbulo la conocida, que la acompañaba, volvió a detenerla con una nueva catarata de palabras; y luego, cuando ya se marchaba, tuvo que volver a oírla de pie junto a la puerta de salida. Al fin la detuvo con esta pregunta: «¿Está usted en casa en el vestíbulo {Vorzimmer}?». Sólo por el gesto atónito de la otra reparó en su trastrabarse. Fatigada a causa del largo plantón en el vestíbulo, quiso cortar la conversación con la pregunta: «¿Está usted en casa por la mañana {Vormitiag}?», y de aquel modo lo que hizo fue delatar su impaciencia ante la nueva retención». El siguiente ejemplo(149) del que fue testigo el doctor Max Graf, equivale a un llamado a moderarse: «En la asamblea general de la Asociación de Periodistas «Concordia», un joven miembro, siempre corto de dinero, pronuncia un violento discurso de oposición y, excitado, dice: ‘Tos señores Vorschussmitglieder {miembros del préstamo}. . . » (en lugar de Vorständsmitglieder o Ausschuss mitglieder {miembros de la presidencia o miembros del consejo} ). Es que estos señores son los encargados de aprobar los préstamos, y nuestro joven orador acaba de presentar una solicitud en ese sentido». En el ejemplo de «Vorschwein» vimos que es fácil que se produzca un desliz en el habla cuando uno se ha empeñado en sofocar improperios. Es que justamente por ese camino se desahoga uno: Un fotógrafo que se ha propuesto evitar los epítetos zoológicos en el trato con sus torpes empleados, dice a un aprendiz que pretende vaciar una gran bandeja llena hasta el tope, y naturalmente derrama por el piso la mitad: «Pero hombre, primero tiene que abschöpsen un poco!». Y al rato, a una auxiliar que por imprudencia ha puesto en peligro algunas placas valiosas, y en medio de una invectiva más larga: « ¿ Pero acaso está usted hornverbrannt?». El ejemplo que sigue muestra un caso serio de autodelación mediante un trastrabarse. Algunas particularidades justifican trascribirlo por extenso de la comunicación de A. A. Brill: «Cierto atardecer, el doctor Frink y yo salimos a dar un paseo y a tratar algunos asuntos, de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York. En ese momento nos topamos con un colega, el doctor R., a quien yo había pasado años sin ver y de cuya vida privada nada sabía. Nos alegró mucho volver a encontrarnos, y a propuesta mía fuimos a un café, donde permanecimos dos horas en animada plática. Parecía saber bastante sobre mí, pues tras el acostumbrado saludo preguntó por mi pequeño hijo y me explicó que de tiempo en tiempo tenía noticias mías a través de un amigo común, y se interesó por mi actividad desde que se hubo enterado de ella por las revistas médicas. A. mi pregunta sobre si se había casado, dio una respuesta negativa y añadió: «¿Para qué se casaría un hombre como yo?». »Al salir del café, se volvió de pronto hacia mí: «Me gustaría saber qué haría usted en el siguiente caso; conozco a una enfermera que está enredada como cómplice en un proceso de divorcio. La esposa demandó el divorcio a su marido calificando a la enfermera como cómplice, y él obtuvo el divorcio». Aquí lo interrumpí: «Querrá usted decir que ella obtuvo el divorcio». Se rectificó en el acto: «Desde luego, ella lo obtuvo», y siguió refiriendo que la enfermera quedó tan afectada por el proceso y el escándalo que se dio a la bebida, sufrió una grave alteración nerviosa, etc.; y él me pedía consejo sobre el modo en que había de tratarla. »Tan pronto le hube corregido el error, le pedí que lo explicara, pero él empezó con las usuales respuestas de asombro: que todo ser humano tiene pleno derecho a trastrabarse, que se debe sólo al azar y nada hay que buscar detrás, etc. Repliqué que toda equivocación en el habla debe tener su fundamento, y que estaría tentado de creer que él mismo era el héroe de la historia, si no fuera porque antes me había comunicado que permanecía soltero; en tal caso, en efecto, el desliz se explicaría por el deseo de que su mujer, y no él, perdiera el proceso, a fin de no tener que pagarle alimentos (de acuerdo con nuestro derecho en materia de matrimonio) y poder casarse de nuevo en la ciudad de Nueva York. El desautorizó obstinadamente mi conjetura, al par que la corroboraba, sin embargo, con una exagerada reacción afectiva, nítidos signos de excitación, y después, carcajadas. Ante mi solicitud de que dijera la verdad en aras de la claridad científica, recibí la respuesta: «Si usted no quiere que yo le mienta, debe creer que soy soltero, y por tanto su explicación psicoanalítica es enteramente falsa». Agregó, además, que un hombre que reparaba en cada insignificancia era a todas luces peligroso. De pronto se acordó de que tenía otra cita, y se despidió. »Ambos, el doctor Frink y yo, quedamos no obstante convencidos de que mi resolución del desliz que cometiera era correcta, y yo decidí obtener su prueba o su refutación mediante las averiguaciones del caso. Algunos días después visité a un vecino, viejo amigo del doctor R., quien pudo ratificar mi explicación en todas sus partes. El fallo judicial se había pronunciado pocas semanas atrás, siendo la enfermera declarada culpable como cómplice. El doctor R. está ahora firmemente convencido de la corrección de los mecanismos Freudianos». La autodelación es igualmente indudable en el siguiente caso comunicado por Otto Rank: «Un padre que no tiene ningún sentimiento patriótico y quiere educar a sus hijos libres también de tales afectos, que le parecen ociosos, censura a sus hijos varones por haber participado en una manifestación patriótica, y, cuando le invocan que idéntica conducta tuvo su tío, rechaza el argumento con estas palabras: «Pero a él, justamente, no tienen que imitarlo; es un idiota». El asombrado rostro de los hijos ante este desplante, insólito en su padre, hizo advertir a este que se había trastrabado, y señaló, disculpándose: «Desde luego, quise decir patriota»». He aquí un trastrabarse señalado como autodelación por la propia interlocutora. Nos lo comunica Stärcke, quien agrega un comentario pertinente, aunque rebasa los límites de la tarea interpretativa. «Una odontóloga había convenido con su hermana examinarla alguna vez a fin de averiguar si tenía buen contacto entre dos molares (o sea, si sus paredes laterales se tocaban, de suerte que no pudieran quedar restos de comida entre ellos). Pasado un tiempo, la hermana se quejó por la excesiva tardanza en el cumplimiento de su convenio, y dijo en broma: «Quizá trate a una colega, pero su hermana tiene que seguir esperando». La odontóloga la examina por fin, realmente halla un pequeño orificio en uno de los molares, y dice: «No pensé que fuera tan serio; creí que sólo no tenías contante … no tenías contacto». – «¿Lo ves? -exclama la hermana riendo- ¡Sólo por tu avaricia me hiciste esperar más tiempo que a tus pacientes que pagan!». »(Desde luego que no tengo derecho a agregar mis propias ocurrencias a las de ella, ni a extraer conclusiones sobre esa base, pero al enterarme de este trastrabarse la ilación de mis pensamientos me llevó a considerar que estas dos mujeres jóvenes, inteligentes y amables, son solteras y mantienen muy poco trato con hombres jóvenes, y me pregunté si no tendrían más contacto con estos de poseer ellas más contante.) ». También el siguiente trastrabarse, comunicado por Reik, tiene el valor de una autodelación: «Una muchacha debía ser desposada por un joven que no le era simpático. Para aproximar a ambos, los padres convinieron en hacer una reunión a la que asistirían también los futuros novios. La muchacha tuvo bastante dominio sobre sí misma como para que su festejante, muy obsequioso con ella, no sospechara su antipatía. Pero a la pregunta de la madre sobre si le había gustado el joven, respondió con toda cortesía: «Bien, es muy detestable {liebenswidrig, por liebenswürdig, ‘amable’}»». No menos carácter de autorrevelación posee otro ejemplo, que Rank define como de «trastrabarse chistoso». «Una mujer casada a quien le gusta oír anécdotas, y de quien se dice que no es desafecta a cortejos extramatrimoniales si vienen refrendados por oportunos regalos, oye a cierto joven que pretende también sus favores y que le cuenta, no son intención, esta vieja historia. De dos socios comerciantes, uno se empeña en conseguir los favores de la mujer, algo esquiva, de su compañero; al fin ella cede a cambio de un regalo de mil florines. El marido está a punto de salir de viaje, y su compañero le pide prestados mil florines con la promesa de devolvérselos a su mujer al día siguiente. Desde luego, da ese monto a la mujer como supuesta recompensa de amor, y ella se cree descubierta cuando su marido, ya de regreso, le pide los mil florines y sufre además el vituperio. – En el momento en que el joven llegó al punto de la historia en que el seductor dice a su compañero: «Mañana devolveré el dinero a tu mujer», la dama que oía su relato lo interrumpió con estas significativas palabras: «Dígame usted, ¿no me lo ha devuelto usted va? ¡Ah, perdón, quise decir contado!». – Difícilmente, sin decirlo de manera expresa, habría podido dar a entender con más claridad su disposición a entregarse bajo las mismas condiciones». Un lindo caso de autodelación con desenlace inofensivo es el que comunica Víctor Tausk bajo el título «La fe de los antepasados»: «Como mi novia era cristiana y no quería abrazar el judaísmo, yo me convertí al cristianismo para que pudiéramos casarnos. No mudé mi confesión sin resistencia interior, pero la meta perseguida me pareció justificarlo, tanto más cuanto que mi adhesión al judaísmo había sido externa, no el fruto de una convicción religiosa, que no la tenía de ninguna índole. Empero, luego me he confesado siempre judío y pocos de mis conocidos saben que estoy bautizado. De este matrimonio nacieron dos hijos varones, bautizados como cristianos. Cuando los muchachos alcanzaron cierta edad, fueron instruidos acerca de su ascendencia judía a fin de que los influjos antisemitas de la escuela no los movieran a volverse contra su padre por ese ocioso motivo. Hace algunos años, durante las vacaciones de verano, residía yo con los niños en D., en casa de una familia de maestros. Merendábamos un día con nuestros huéspedes, gente de ordinario amistosa, y la señora de la casa, que no sospechaba el origen judío de los demás miembros del grupo en vacaciones, dirigió unas hirientes invectivas contra los judíos. Yo habría debido poner en claro osadamente la situación para dar a mis hijos el ejemplo de «valentía en el sostén de las propias convicciones», pero temí las penosas explicaciones que suelen seguir a una confesión así. Además, me arredró tener que abandonar el buen alojamiento que habíamos hallado y estropear de ese modo a mis hijos su período de descanso, de por sí breve, en caso de que la conducta de nuestros anfitriones se volviera inamistosa por ser nosotros judíos. Ahora bien, era previsible que mis hijos revelarían la verdad sincera y despreocupadamente si seguían asistiendo a la plática; así pues, quise alejarlos de la reunión enviándolos al jardín. «Vayan al jardín, judíos {Juden}», dije, y me corregí rápidamente: «jóvenes {Jungen}». De ese modo, a través de una operación fallida, yo procuraba expresión a mi «valentía en el sostén de las propias convicciones». Por cierto que los otros no sacaron, consecuencia alguna de este desliz, pues no le concedieron importancia. Pero yo tuve que extraer la enseñanza de que la «fe de los antepasados» no se deja desmentir impunemente cuando uno es hijo y a su vez tiene hijos». Nada inofensivo fue el efecto del siguiente caso de trastrabarse que yo no comunicaría si el propio magistrado que presidió la audiencia no lo hubiera registrado para este repertorio: Un miliciano inculpado de robo declara: «Desde entonces no he sido dado de baja aún de ese Diebsstellung {puesto de ladrón; por «Dienststellung», «puesto de servicio»} militar, y en consecuencia sigo perteneciendo por ahora a la milicia». Gracioso parece el trastrabarse cuando se lo usa como medio para corroborar, en el curso de una contradicción, algo que puede ser muy útil al médico en el trabajo psicoanalítico. Cierta vez tuve que interpretar el sueño de uno de mis pacientes, en el que aparecía el nombre «Jauner». El paciente conocía a una persona de tal nombre, pero no averiguaba por qué esta había sido acogida en la trama del sueño. Me atreví entonces a conjeturar que pudiera ser meramente por causa del nombre, que sonaba parecido al vituperio «Gauner» {«bribón»}. El paciente contradijo con rapidez y energía, pero al hacerlo se trastrabó y corroboró mi conjetura sirviéndose por segunda vez de la sustitución. Su respuesta rezó: «No obstante, esto me parece demasiado jewagt {por gewagt, «aventurado»} ». Cuando le llamé la atención sobre su desliz, admitió mi interpretación. Toda vez que, en una seria disputa verbal, a uno de los querellantes le sucede cometer uno de estos deslices que trastorna en lo contrario el propósito del dicho, en el acto queda en desventaja frente al otro, quien rara vez dejará de valerse de su posición así mejorada. De este modo se aclara por qué los hombres, universalmente, dan del trastrabarse, como de otras operaciones fallidas, la misma interpretación que yo sustento en este libro, aunque no se declaren partidarios de esta concepción en la teoría y aunque respecto de su propia persona no se inclinen a renunciar a la comodidad que conlleva la tolerancia de tales deslices. La hilaridad y la burla que indefectiblemente son el efecto de estas equivocaciones en el habla cometidas en el momento decisivo contrarían la convención, supuestamente aceptada por todos, según la cual un trastrabarse sería un lapsus linguae y carecería de significado psicológico. Nada menos que el canciller del imperio alemán, el príncipe Bülow, intentó salvar mediante esa objeción la situación en que quedó cuando volcó hacia lo contrario, mediante un trastrabarse, el texto de su discurso en defensa del emperador (noviembre de 1907): «Por lo que toca al presente, a esta nueva época del emperador Guillermo II, sólo puedo repetir lo que dije hace ya un año: que sería inequitativo e injusto hablar de un círculo de consejeros responsables que rodearía a nuestro emperador … («irresponsables», le apuntan muchas voces vivamente) … hablar de un círculo de consejeros irresponsables. Disculpen ustedes el lapsus linguae». (Risas.) Sin embargo, la frase del príncipe Bülow pareció un poco ininteligible por la acumulación de negaciones; la simpatía por el orador y el miramiento por su difícil posición se conjugaron para que no se sacara ulterior partido contra él de su trastrabarse. Peor le fue a otro, un año después y en ese mismo lugar; quería exhortar al emperador para que informase sin reservas, pero un maligno desliz lo remitió a otros sentimientos, de lealtad a la corona, que anidaban en su pecho. «Lattmann (del Partido Nacional Alemán): «En la cuestión del pedido de informes, situémonos en el terreno del reglamento interno de la Dicta. Según este, la Dieta tiene el derecho de dirigir al emperador ese pedido de informes. Creemos que el pensamiento unánime y el deseo del pueblo alemán consisten en obtener un informe unánime también en este asunto, y si bien podemos hacerlo de un modo que tome bien en cuenta los sentimientos monárquicos, debemos hacerlo empero rückgratlos {sin espina dorsal}». (Grandes risas, que duran algunos minutos.) «Señores: No se dice rückgratlos, sino rückhaltlos {sin reservas}» (risas), «y esperemos que tal manifestación sin reservas del pueblo hallará igual respuesta en nuestro emperador en estos difíciles tiempos»». En su número del 12 de noviembre de 1908, el Vorwärts {periódico de la socialdemocracia alemana}, no dejó de mostrar el significado psicológico de este desliz: «Nunca, en parlamento alguno, ha caracterizado tan certeramente un diputado, en una involuntaria autoacusación, su actitud, y la de la mayoría parlamentaria, hacia el monarca, como lo consignó el antisemita Lattmann cuando en el segundo día de la interpelación, con festivo pathos, se descarriló confesando que él y sus amigos querían decir al emperador su opinión sin espina dorsal. Un aluvión de carcajadas de todas las bancadas ahogó las posteriores palabras del desdichado, quien todavía juzgó necesario balbucear, a modo de expresa disculpa, que en verdad quiso decir «sin reservas»». Agrego un ejemplo más en que el trastrabarse cobró el carácter directamente ominoso de una profecía. En la primavera de 1923 produjo gran conmoción en el mundo de las finanzas internacionales que el banquero X., hombre sumamente joven y perteneciente a los «nuevos ricos» de W. sin duda uno de los más nuevos, pero ciertamente el más rico y el de menos edad, consiguiera tras breve lucha la posesión de la mayoría accionaria del banco Z.; esto tuvo como consecuencia adicional que en una notoria asamblea general los viejos dirigentes de esa institución, financistas de viejo cuño, no fueran reelegidos, y que el joven X. pasara a ser presidente del banco. En el discurso de despedida pronunciado luego por el doctor Y., miembro del directorio, y destinado al viejo presidente no reelecto, llamó la atención a muchos de los presentes un penoso y repetido desliz del orador. Una y otra vez habló del presidente fallecido {dahinscheidend} (en lugar de «despedido» {ausscheidend}). Y, en efecto, sucedió que el anciano presidente no reelecto murió pocos días después de esa reunión. Claro está, ya tenía más de ochenta años. (Storfer.) Un lindo ejemplo de trastrabarse, en virtud del cual no tanto se traiciona el que habla como se da *a entender algo al espectador situado fuera de la escena, se encuentra en Wallenstein [de Schiller] (Piccolomini, acto 1, escena 5); nos muestra que el autor que así se sirve de este recurso está bien familiarizado con el mecanismo y el sentido del trastrabarse. En la escena precedente, Max Piecolomini ha abrazado con la pasión más ardiente el partido del duque [de Wallenstein], y ha echado a volar la imaginación sobre las bendiciones de la paz que se le revelaron en su viaje, mientras acompañaba al campo a la hija de Wallenstein. Deja a su padre [Octavio] y al enviado de la corte, Questenberg, sumidos en total consternación. Y ahora prosigue la quinta escena: «Questenberg: ¡Ay de nosotros! ¿Así son las cosas? ¿Lo dejaremos, amigo mío, en ese delirio? ¿No lo llamamos ya mismo para abrirle los ojos? »Octavio (recobrándose después de una ensimismada meditación): El me los ha abierto ahora, y mi mirada penetra más lejos de lo que quisiera. »Questenberg: ¿De qué habla? »Octavio: ¡Maldito sea ese viaje! »Questenberg: ¿Pero por qué? ¿Qué ocurre? »Octavio: Venga usted. Debo seguir al punto la desdichada pista, verlo con mis propios ojos. Venga usted. (Quiere llevarlo consigo.) »Questenberg: ¿Por qué? ¿Adónde? »Octavio (urgido): Hacia ella. »Questenberg: Hacia… »Octavio (corrigiéndose): Hacia el duque, vamos». Este pequeño desliz que consiste en decir «hacia ella» en lugar de «hacia él» [hacia el duque] está destinado a revelarnos que el padre ha comprendido el motivo del partido que tomó su hijo, en tanto el cortesano se queja de que «le hable con puros enigmas». Otto Rank ha descubierto en Shakespeare otro ejemplo de utilización poética del trastrabarse. Cito la comunicación de Rank: «En El mercader de Venecia de Shakespeare (acto III, escena 2) encontramos un desliz en el habla motivado con extrema fineza dramática, brillante como recurso técnico, que nos deja ver, como el que Freud señaló en el Wallenstein, que los poetas conocen muy bien el mecanismo y el sentido de esta operación fallida, y presuponen que también los lectores habrán de comprenderlos. Porcia, compelida por la voluntad de su padre a elegir un esposo echándolo a suertes, por obra del azar se ha librado hasta ahora de todos los pretendientes que le desagradaban. Por fin, en Basanio ha encontrado al candidato por quien se siente atraída, y no puede menos que temer que también a él la suerte le sea esquiva. En su corazón querría decirle que puede estar seguro de su amor aun si ello sucede, pero su voto se lo impide. En este conflicto interior, el poeta le hace decirle al festejante bienvenido: »»No os apresuréis, os lo suplico; esperad un día o dos antes de consultar la suerte, ya que si escogéis mal vuestra compañía perderé; aguardad, pues, un poco: algo me dice (¡pero no es el amor!) que perderos no quisiera. [ … ] »». . Podría enseñaros el medio de escoger bien, pero sería perjura, y no lo seré jamás; podéis perderme, entonces, y si eso ocurre, me haréis desear pecar convirtiéndome en perjura. ¡Mal haya vuestros ojos!, me han embrujado y partido en dos mitades; Una mitad es vuestra, la otra es vuestra. . . , mía quiero decir; pero si mía, es vuestra, y así soy toda vuestra». »Justamente eso que ella quería insinuarle apenas, porque en verdad a toda costa debía callarlo -que aun antes de la elección era toda de él y lo amaba-, es lo que el dramaturgo, con una sutil y asombrosa penetración psicológica, deja traslucir en el trastrabarse; mediante ese artificio sabe calmar la insoportable incertidumbre del amante, así como la tensión que el espectador, compenetrado con él, siente frente al resultado de la elección». Por el interés que merece el hecho de que los grandes poetas hayan adoptado nuestra concepción del trastrabarse, se justifica, a mi juicio, citar un tercer ejemplo, que ha sido comunicado por Ernest Jones: «En un ensayo publicado recientemente, Otto Rank nos llama la atención sobre un bello ejemplo en que Shakespeare hace cometer a uno de sus personajes, Porcia, un desliz en el habla en virtud del cual sus pensamientos secretos se revelan a todo oyente atento. Me propongo referir un ejemplo parecido tomado de The Egoist, la obra cumbre del máximo novelista inglés, George Meredith. El argumento es, en breves palabras, este: Sir Willoughby Patterne, un aristócrata muy admirado en su círculo, se compromete con una Miss Constantia Durbam. Ella descubre en él un intenso egoísmo, que él diestramente esconde ante el mundo, y, para esquivar el matrimonio, huye con un capitán de nombre Oxford. Años después, Patterne se compromete con una Miss Clara Middleton. Pues bien; la mayor parte del libro se consagra a describir en detalle el conflicto que nace en el alma de Clara Middleton cuando descubre en su prometido aquel rasgo prominente de su carácter. Circunstancias externas, y su concepto del honor, la atan a la palabra que ha empeñado, al par que su novio le parece cada vez más despreciable. En parte toma por confidente al primo y secretario de aquel, Vernon Whitford, el hombre con quien en definitiva se casará. Empero, por lealtad hacia Patterne y por otros motivos, este se mantiene alejado del problema. »En un monólogo sobre sus cuitas, Clara habla así: » ‘¡Si algún noble caballero pudiera verme como soy y no desdeñara ayudarme! ¡Oh, ser liberada de esta prisión de espinas y zarzas! No puedo abrirme camino por mí misma. Soy una cobarde. Una señal hecha con un dedo(176) creo, me cambiaría. Hacia un camarada yo podría huir aun sangrante y en medio del desprecio y de la grita. [ … ] Constantia encontró a un soldado. Acaso le rogó, y su ruego fue atendido. No obró rectamente. Pero, ¡oh, cómo la amo por eso! El nombre de él era Harry Oxford. […] Ella no vaciló, quebró las cadenas, ella misma dio la señal de incorporarse. Muchacha audaz, ¿qué pensarás de mí? Pero yo no tengo un Harry Whitford, yo estoy sola’. El súbito reconocimiento de que había remplazado el nombre de Oxford por otro la golpeó como una bofetada y la hizo enrojecer». »El hecho de que los apellidos de ambos hombres terminen en «ford» facilita, evidentemente, la confusión, y sin duda que muchos lo considerarían causa suficiente de esta. Pero el verdadero motivo, más profundo, es explicitado por el propio autor. En otro pasaje ocurre un idéntico desliz. Y le sigue aquel desconcierto espontáneo y aquel repentino cambio de tema con que nos han familiarizado el psicoanálisis y la obra de Jung sobre las asociaciones, y que sólo sobrevienen cuando es tocado un complejo semiconciente. Patterne dice sobre Whitford, con tono condescendiente: » ‘¡Falsa alarma! El pobre viejo Vernon no es capaz de hacer nada insólito’ «. Clara responde: » Pero si el señor Oxford Whitford… Vuestros cisnes vienen surcando el lago; ¡qué hermosos se los ve cuando están indignados! Iba a preguntarle: hombres que sean testigos de una evidente admiración hacia otro, ¿se desalentarán, naturalmente?’. Sir Willoughby se atiesó, súbitamente iluminado». »Y en otro pasaje, todavía Clara deja traslucir mediante un nuevo desliz su secreto deseo de tener una relación más íntima con Vernon Whitford. Hablando a un mocito, le dice: » ‘Dile al señor Vernon … dile al señor Whitford… etc.» Por otra parte (178), la concepción del trastrabarse que aquí sustentamos resiste la prueba aun en detalles nimios. He podido mostrar repetidas veces que los casos más ínfimos y triviales de equivocación al hablar tienen su buen sentido y admiten igual solución que los ejemplos más notables, Una paciente que, contrariando totalmente mi voluntad, pero con un fuerte designio propio, emprende una breve excursión a Budapest, se justifica ante mí: es que se irá sólo por tres días, pero se trastraba y dice: «Sólo por tres semanas». Así deja traslucir que, desafiándome, preferiría pasar tres semanas, y no tres días, en aquella compañía que yo considero inapropiada para ella. – Cierta tarde debo disculparme por no haber pasado a buscar a mi mujer por el teatro, y digo: «Estuve en el teatro a las diez y diez minutos». Me corrigen: «Querrás decir «menos diez»». Desde luego, quise decir «diez menos diez». A las diez y diez ya no habría disculpa. Me habían dicho que la cartelera del teatro consignaba: «La función termina antes de las diez». Cuando llegué, el vestíbulo ya estaba en sombras, y el teatro, vacío.’ La representación había terminado, y mi mujer no me esperó. Miré el reloj: aún faltaban cinco minutos para las diez. Decidí presentar en casa mi situación bajo una luz más favorable y decir que faltaban todavía diez minutos. El trastrabarse, es lástima, vino a estropearme ese propósito y desnudó mí insinceridad haciéndome confesar más de lo que era cierto. Esto nos lleva a aquellas perturbaciones del habla que ya no se pueden caracterizar como deslices porque no afectan a las palabras individuales, sino al ritmo y la pronunciación del dicho entero; por ejemplo, el balbuceo y tartamudeo que se producen en estado de turbación. Pero aquí como allí es el conflicto interno lo que se nos denuncia a través de la perturbación. Realmente no creo que alguien pueda trastrabarse en una audiencia con Su Majestad, en un cortejo amoroso de intención seria, en un alegato en defensa del buen nombre y honor ante el jurado; en suma, en todos aquellos casos en que uno se juega entero, como reza la significativa expresión. Hasta para apreciar el estilo de un autor tenemos derecho a emplear (y de ordinario lo hacemos) el principio explicativo que nos es indispensable para rastrear la génesis de cualquier equivocación en el habla. Una manera de escribir clara e inequívoca nos avisa que el autor está acorde consigo mismo; y donde hallamos una expresión forzada y retorcida, que, según la acertada frase, hace guiños en varios sentidos, podemos discernir la presencia de un pensamiento no bien tramitado, complejo, u oír los ecos de la ahogada voz autocrítica del propio autor. Desde la aparición de este libro, amigos y colegas de otros países han dirigido su atención a deslices en el habla que pudieron observar en la lengua respectiva. Como era de esperar, hallaron que las leyes de la operación fallida son independientes del material lingüístico, y han propuesto las mismas interpretaciones ilustradas aquí con ejemplos en alemán. Valga como muestra, entre muchísimos otros casos, el siguiente: El doctor A. A. Brill (Nueva York) informa, acerca de sí mismo: «A friend described to me a nervous patient and wished to know whether I couId benefit him. I remarked: «I believe that in time I could remove all his symptoms by psychoanalysis because it is a durable case»… wishing to say «curable»». Por último(183), y para los lectores que no desconocen el psicoanálisis, y a quienes no les arredra hacer cierto esfuerzo de comprensión, agregaré un ejemplo en que se echa de ver a qué profundidades del alma puede llevarnos la persecución de un desliz en el habla. Nos informa sobre él el doctor Jekels: «El 11 de diciembre, una dama de mi amistad me pregunta en lengua polaca, con algo de desafío y arrogancia: «¿Por qué he dicho yo hoy que tengo doce dedos?». – Ante mi pedido, ella reproduce ahora la escena en que le ocurrió señalar eso. Se aprestaba a salir con su hija para hacer una visita, y la invitó a cambiarse de blusa; la hija, que se hallaba en el período de remisión de una dementia praecox, lo hizo enseguida en la habitación contigua, y cuando volvió a entrar halló a su madre ocupada en limpiarse las uñas.
– Continúa en ¨El trastrabarse (sexta parte)¨