Psicopatología de la vida cotidiana: Acciones casuales y sintomáticas
Me contaba acerca de las dificultades para obtener el profesorado, y de paso mencionó que antes de terminar sus estudios tenía el empleo de secretario del embajador, mejor dicho, del ministro plenipotenciario de Chile. «Pero luego el ministro fue trasladado y yo no me presenté al funcionario entrante». Mientras pronuncia esta última frase, se lleva a la boca un pedazo de torta, pero, como por torpeza, la deja escapar del cuchillo. Capturo enseguida el sentido secreto de esta acción sintomática y replico como al azar a mi colega, no familiarizado con el psicoanálisis: «Pero ha dejado escapar usted un buen bocado». El no repara en que mis palabras pueden referirse igualmente a su acción sintomática, y me repite, con una vivacidad extraña, sorprendente, como si yo literalmente le hubiera quitado la palabra de la boca, los mismos vocablos que yo había pronunciado: «Sí, era realmente un buen bocado el que dejé escapar», y después se desahoga con una exhaustiva exposición de su torpeza, que le ha hecho perder ese bien remunerado cargo. »El sentido de la acción sintomática simbólica se ilumina si se tiene en cuenta que mi colega tenía escrúpulos en hablarme a mí, hasta cierto punto un extraño para él, sobre su precaria situación material; y luego, el pensamiento que esforzaba por salir se vistió con una acción sintomática que expresaba simbólicamente lo que habría debido permanecer oculto, y así procuró al hablante un aligeramiento desde lo inconciente». Los ejemplos siguientes mostrarán cuánta riqueza de sentido puede resultar de una acción, en apariencia no deliberada, de quitar o de llevarse algo. Doctor B. Dattner: «Un colega visita a una amiga, de quien fue admirador en su juventud; es la primera vez que lo hace después que ella se casó. Me cuenta acerca de esta visita y me expresa su asombro por no haber conseguido permanecer en esa casa sólo el breve tiempo que se había propuesto. Y luego informa sobre una rara operación fallida que ahí le sucedió. Dice que el marido de su amiga, que participaba de la plática, se puso a buscar una cajita de fósforos que con toda seguridad estaba sobre la mesa a la llegada de mi colega. También este revisó sus bolsillos para ver si por casualidad no se la había «guardado» ahí a «ella», pero en vano. Bastante tiempo después la descubrió a «ella» en su bolsillo, a raíz de lo cual le sorprendió que la cajita sólo contuviera un fósforo. – Algunos días más tarde, un sueño, que muestra con insistencia el simbolismo de la cajita y se ocupa de la amiga de juventud, corrobora mi explicación, a saber: que con su acción sintomática mi colega quiso reclamar unos derechos de prioridad y figurar la exclusividad de su posesión (un fósforo solo ahí dentro)». Doctor Harins Sachs: «A nuestra sirvienta le gusta mucho comer determinada torta. De esto no hay duda posible, pues es el único plato que siempre, sin excepción, prepara bien. Cierto domingo nos hizo esa misma torta, la puso sobre el aparador, tomó los platos y cubiertos usados y los apiló sobre la fuente en que había traído la torta; y coronando la pila volvió a colocar la torta, en lugar de servírnosla, y desapareció con ella en la cocina. Primero creímos que había hallado algo para corregir en la torta, pero como no reaparecía, mi mujer la llamó y le preguntó: «Betty, ¿qué fue de la torta?». La muchacha no entendía: «¿Cómo dice?». Tuvimos que explicarle que se había vuelto a llevar la torta: la puso sobre la fuente, la trajo y tornó a retirarla «sin darse cuenta». – Al día siguiente, cuando nos dispusimos a consumir el resto de esa torta, mi mujer reparó en que de ella quedaba tanto como habíamos dejado la víspera, o sea que la muchacha había desdeñado el trozo de su manjar predilecto que le tocaba en suerte. – La actitud infantil es en ambos casos asaz nítida; primero, la desmesura del niño que no quiere compartir con nadie la meta de sus deseos, y después, una reacción de desafío, igualmente infantil: «Si no puedo disfrutarla toda, que se la guarden ellos, yo no quiero nada»». Las acciones casuales (1) o sintomáticas en asuntos relativos al casamiento suelen tener el más serio de los significados y acaso hagan creer en presagios al que no quiera considerar la psicología de lo inconciente. No es un buen comienzo que una joven señora pierda su alianza durante el viaje de bodas, aunque las más de las veces sólo la haya extraviado y vuelva a encontrarla enseguida. – Conozco a una dama, hoy divorciada, que en la administración de su fortuna a menudo firmó documentos con su nombre de soltera, muchos años antes de que lo recuperase. – Cierta vez era yo huésped en casa de una pareja de recién casados, y escuché a la joven esposa contar riendo su última vivencia: el día siguiente a su regreso del viaje de bodas, fue a visitar a su hermana soltera a fin de salir de compras con ella, como en los viejos tiempos, mientras el marido acudía a sus ocupaciones. De pronto advirtió la presencia de un señor en el otro extremo de la calle y exclamó, codeando a su hermana: «¡Mira, ahí va el señor L.!». Había olvidado que ese señor desde hacía algunas semanas era su marido. Me quedé helado con este relato, pero no me atreví a extraer la inferencia. Esta pequeña historia sólo fue revivida por mí años más tarde, después que ese matrimonio tuvo el desenlace más desdichado (2). De los notables trabajos de A. Maeder (3), de Zurich, publicados en lengua francesa, tomo la siguiente observación (4), que de igual modo habría podido clasificarse entre los «olvidos»: «Une dame nous racontait récemment qu’elle avait oublié d’essayer sa robe de noce et s’en souvint la veille du mariage à huit heures du soir; la couturière désespérait de voir sa cliente. Ce clétail suflit à montrer que la fiancée ne se sentaít pas très heureuse de porter une robe d’épouse, elle cherchait à oublier cette reprèsentation pénible. Elle est aujourd’hui … divorcée» (5). Acerca de la gran actriz Eleonora Duse (6), un amigo que ha aprendido a tomar nota de los signos me contó que en uno de sus papeles ella escenificaba una acción síntomática, muestra cierta de la profundidad desde la cual extraía su actuación. Es un drama de adulterio; acaba de tener un intercambio de palabras con su marido, y ahora, antes que el seductor se le acerque, permanece absorta en sus pensamientos. En ese breve intervalo juega con la alianza que lleva en el dedo, la quita, la vuelve a poner y torna a quitársela. Ahora está madura para el otro. Con esto (7) se relaciona lo que Theodor Réik (8) nos refiere sobre otras acciones sintomáticas con anillos: «Conocernos las acciones sintomáticas que las personas casadas suelen ejecutar quitándose el anillo de compromiso y volviéndoselo a poner. Una serie de acciones sintomáticas de esta índole produjo mi colega M. Una muchacha a quien amaba le había obsequiado un anillo, encomendándole que no lo perdiera, pues de lo contrarío sabría que había dejado de amarla. En la época que siguió, él desarrolló una gran aprensión de que pudiera perder el anillo. Si se lo quitaba un momento, por ejemplo para lavarse, en general lo extraviaba, de suerte que a menudo debía buscar largo rato hasta recuperarlo. Cuando introducía una carta en el buzón, no podía sofocar la ligera angustia de que el anillo pudiera trabársele en la abertura de aquel; y, de hecho, una vez se manejó con tanta torpeza que el anillo cayó en el buzón. La carta que en esa oportunidad remitía era de despedida a una anterior querida, hacia la cual él se sentía culpable. Y al mismo tiempo despertó en su interior una añoranza por esa mujer, que entró en conflicto con su inclinación hacia su actual objeto de amor». Con el tema del «anillo» (9) puede uno recibir, de nuevo, la impresión de lo difícil que es para el psicoanalista descubrir algo que un poeta no supiera ya antes que él. En la novela de Fontane Vor dem Sturm dice el consejero de justicia Turgany, durante un juego de prendas: «Crean ustedes, señoras, que los más profundos secretos de la naturaleza se revelan en el empeño de prendas». Entre los ejemplos con los cuales corrobora su afirmación, hay uno que merece nuestro particular interés: «Me acuerdo de la esposa de un profesor; estaba ella en la edad en que las redondeces caracterizan a la mujer; una y otra vez se quitaba el anillo de compromiso y lo ofrecía como prenda. Excúsenme de pintarles la dicha conyugal que reinaba en ese hogar». Y luego prosigue: «En la misma reunión había un señor que no se cansaba de depositar en el regazo de las damas su cortaplumas inglés, diez hojas con sacacorchos y eslabón, hasta que el filoso monstruo, tras desgarrar varios vestidos de seda, desapareció finalmente ante el indignado clamor general». No nos asombrará que un objeto de tan rico significado simbólico como un anillo se emplee en acciones fallidas provistas de un sentido aun en los casos en que no defina un vínculo erótico como alianza matrimonial o anillo de compromiso. El doctor M. Kardos ha puesto a mi disposición el siguiente ejemplo de un episodio de esa índole: «Hace varios años se apegó a mí un hombre mucho más joven, que comparte mis afanes intelectuales y mantiene conmígo la relación de un discípulo con su maestro. En determinada oportunidad le obsequié un anillo, que ya varias veces dio ocasión para acciones sintomáticas o fallidas cuando alguna cosa en nuestras relaciones le provocaba disconformidad. Hace poco tiempo supo él informarme del siguiente caso, muy lindo y trasparente: Bajo un pretexto cualquiera se disculpó de asistir a un encuentro semanal que solíamos tener para vernos y conversar, y era que le pareció más deseable tener cita con una joven dama. A la mañana siguiente notó, mas sólo cuando ya estaba lejos de su casa, que no llevaba el anillo en el dedo; pero no se inquietó, pues supuso que lo había dejado en casa sobre la mesa de luz, donde todas las noches lo colocaba, y ahí lo hallaría a su regreso. Y, en efecto, fue por él tan pronto volvió a su casa, pero en vano, y empezó a rebuscar por la habitación sin resultado alguno. Al fin recordó que el anillo estaba puesto -cosa que, por añadidura, ocurría desde hacía más de un año-junto a un cuchillito que él solía llevar en el bolsillo del chaleco; así dio en conjeturar que «por distracción» podía haber guardado el anillo junto con el cuchillo. Introdujo entonces la mano en el bolsillo, y ahí estaba la sortija buscada. – «La alianza matrimonial en el bolsillo del chaleco es la fórmula proverbial para referirse a aquella cuando el hombre tiene el propósito de engañar a la mujer de quien la recibió. Entonces, su sentimiento de culpa lo ha movido, en primer lugar, a la autopunición («Ya no mereces llevar ese anillo»), y, en segundo lugar, a confesar su infidelidad, es cierto que sólo bajo la forma de una acción fallida sin testigos. Unicamente por el rodeo de informar acerca de ello -por lo demás, era previsible que él informara- llegó a confesar la pequeña «infidelidad» cometida». Sé también (10) de un señor mayor que tomó por esposa a una muchacha muy joven y en vez de partir con ella de viaje enseguida decidió pasar la noche de bodas en un hotel de la gran ciudad. Apenas llegaron, notó con espanto que no tenía su billetera, donde había guardado todo el dinero destinado a su luna de miel; la había extraviado, pues, o perdido. Pudo llamar a tiempo por teléfono a su criado, quien halló la billetera faltante en el traje que él se había mudado, y se la llevó al hotel al ansioso novio, que de esa manera había entrado en el matrimonio sin peculio {Vermögen, «potencia»}. A la mañana siguiente pudo, pues, partir de viaje con su joven esposa; pero esa noche, como lo había previsto su temor, había permanecido «impotente» {«unvermögend»}. Es consolador pensar que la acción de «perder» cosas es, con insospechada generalidad, una acción sintomática de los seres humanos, y es entonces bienvenida al menos para un propósito secreto del perdedor. A menudo no hace sino expresar el poco aprecio por el objeto perdido, o una secreta aversión a él o a la persona de quien proviene; también puede suceder que la inclinación a perderlo se haya trasferido sobre este objeto desde otro, más sustantivo, a través de una conexión simbólica de pensamiento. Perder cosas valiosas sirve a la expresión de múltiples mociones; está destinado a figurar simbólicamente un pensamiento reprimido -y por tanto a retomar una advertencia que uno preferiría trasoír-, o bien, sobre todo, a ofrendar un sacrificio en el altar de las oscuras potencias del destino, cuyo culto ni aun entre nosotros ha desaparecido (11). Daré sólo algunos ejemplos para ilustrar estas tesis sobre la pérdida de objetos (12): Doctor B. Dattner: «Un colega me informa que intempestivamente ha perdido el «Penkala» (13) que poseía desde hace dos años y al que apreciaba mucho por su gran calidad. El análisis arrojó el siguiente sumario de las cosas: el día anterior este colega había recibido de su cuñado una carta que le causó sensible desagrado y cuya frase final rezaba: «Por ahora no tengo ganas ni tiempo de solventar tu frivolidad y tu pereza». Tan poderoso fue el afecto que se anudó a esa carta que mi colega se apuró el siguiente día a sacrífícar el Penkala, un regalo de ese cuñado, para que los favores de él no le pesasen demasiado» (14). Una dama de mi amistad que guardaba duelo por su anciana madre se abstuvo durante ese período, como se comprende, de concurrir al teatro. Ahora le faltan unos pocos días para que expire el duelo, y se deja persuadir por sus amigos a comprar una entrada para una función particularmente interesante. Ya frente al teatro, descubre que ha perdido la entrada. Luego cree saber que la arrojó junto con el boleto del tranvía, cuando descendió de él. Esta misma dama se vanagloria de que nunca ha perdido nada por inadvertencia. Es lícito suponer, entonces, que otro caso de pérdida por ella vivenciado no estuvo exento de una buena motivación. En una localidad de recreo a la que ha llegado, resuelve visitar cierta pensión donde se alojó una vez. Ahí la reciben como a una vieja conocida, le dan alojamiento y, cuando quiere pagar, se entera de que debe considerarse invitada, cosa que no le cae del todo bien. Le permiten que deje algo para la nwchacha de servicio, y ella abre su bolsa para poner sobre la mesa un billete de un marco. Al anochecer, el criado de la pensión le trae un billete de cinco marcos que hallaron debajo de la mesa y que en opinión de la dueña debía de pertenecer a la señorita. Vale decir que lo había dejado caer de su bolsa cuando sacó la propina para la muchacha. Es probable que así quisiera pagar, pese a todo, su cuenta. Otto Rank, en un trabajo de mayor extensión (15), ha puesto en evidencia, por medio del análisis de sueños, el talante sacríficial que está en la base de tales actos, así como sus motivaciones de más profundo alcance (16). Y es entonces interesante lo que agrega, a saber, que muchas veces no sólo la pérdida de objetos, sino su hallazgo, aparece como determinado [psicológicamente]. Una observación suya que ahora he de citar (17) pondrá en claro el sentidb que debe dársele a ello. Naturalmente, si se pierde un objeto, esto quiere decir que antes se lo tenía, y para su hallazgo es preciso buscarlo primero. . «Una joven que en lo material depende de sus padres quiere comprarse una alhaja barata. Pregunta en la tienda por el precio del objeto que le gusta, pero, para su desdicha, se entera de que supera el monto de sus ahorros, aunque ciertamente sólo la falta de dos coronas le rehúsa esa pequeña alegría. Con ánimo abatido camina lentamente hacia su casa por las calles de la ciudad, muy concurridas al atardecer. En un sitio frecuentadísimo le llama la atención de pronto -y ello a pesar de que, según indica, iba profundamente ensimismada en sus pensamientosuna hojita tirada en el piso, junto a la cual acababa de pasar distraída. Se vuelve, la levanta y, para su asombro, comprueba que se trata de un billete de dos coronas plegado. Piensa entre sí: «El destino me lo ha enviado para que pueda comprarme la alhaja», y gozosa emprende la vuelta a fin de seguir ese indicio. Pero en el mismo momento se dice que no tiene derecho a hacerlo, porque el dinero hallado es dinero de la suerte, que no se debe gastar. »El pequeño fragmento de análisis necesario para entender esta acción casual se puede deducir de la situación dada, aun sin indagación personal a su autora. Entre los pensamientos que entretenían a la muchacha mientras caminaba hacia su casa, sin duda ocuparían el primer plano los relativos a su pobreza y estrechez material, y tenemos derecho a conjeturar que imaginaría poder cumplir con su deseo subsanando su abatida condición. Es difícil que su interés, dirigido a satisfacer su modesto deseo, no diera en meditar sobre el modo más fácil de conseguir aquel monto de dinero faltante, llegando así al hallazgo como la solución más simple. De tal suerte, el inconciente (o el preconciente) de ella quedó acomodado al «hallar», aunque el pensamiento de hacerlo no le deviniera conciente de manera cabal -a causa de otros reclamos dirigidos a su atención («ensimismada en sus pensamientos»)-. Basados en el análisis de casos semejantes, podemos incluso afirmar que el «apronte de búsqueda» inconciente tiene una posibilidad dt éxito mucho mayor que la atención guiada concientemente. De otro modo resultaría inexplicable cómo justamente esta persona, entre los varios centenares que por allí pasaron, y, además, bajo las condiciones poco propicias de la luz crepuscular y la apretada multitud, pudiera hacer el hallazgo, para ella misma sorprendente. La considerable envergadura que en efecto tenía este apronte inconciente o preconciente es demostrada por el raro hecho de que luego de aquel hallazgo -o sea, después que el acomodamiento ya se había vuelto superfluo y, con seguridad, se había sustraído de la atención conciente- la muchacha encontró un pañuelo de bolsillo en una oscura y solitaria calle suburbana mientras recorría el restante camino hasta su casa». Es preciso decir (18) » que estas acciones sintomáticas, justamente, suelen brindar el mejor abordaje para discernir la vida anímica íntima de los seres humanos. En cuanto a las acciones casuales esporádicas (19), comunicaré un ejemplo que, aun sin mediar análisis, admitió una interpretación más profunda. Este ejemplo ilustra muy bien las condiciones bajo las cuales tales síntomas pueden producirse de una manera por completo inadvertida; además, cabe anudar a él una importante puntualización práctica. Durante un viaje de vacaciones, tuve que aguardar algunos días en cierta localidad la llegada de mi compañero de viaje. Entretanto, trabé relación con un joven que parecía sentirse igualmente solo y de buena gana buscaba mí compañía. Como residíamos en el mismo hotel, no fue sino natural que compartiésemos todas las comidas e hiciésemos algunos paseos juntos. A la siesta del tercer día me comunicó de pronto que al anochecer esperaba a su esposa, quien llegaría en el tren expreso. Así se despertó mi interés psicológico, pues ya por la mañana me había llamado la atención que mi compañero rechazase mi propuesta de hacer una excursión más larga, y que durante nuestro breve paseo no quisiera seguir cierto camino por considerarlo demasiado empinado y peligroso. Y durante el paseo de la siesta afirmó de pronto que yo sin duda tendría hambre, y no debía posponer mi cena por causa suya, pues él comería solamente después que llegara su mujer. Entendí la señal y me senté a la mesa, mientras él se iba a la estación de ferrocarril. A la mañana siguiente nos encontramos en el vestíbulo del hotel. Me presentó a su mujer y agregó: «¿Tomará usted el desayuno junto con nosotros?». Yo tenía una pequeña cosa que hacer a una cuadra de allí, y aseguré que volvería enseguida. Cuando luego entré en la sala donde se servía el desayuno, vi que la pareja había tomado asiento en una pequeña mesa situada junto a la ventana, y los dos ocupaban uno de sus lados. En el lado opuesto había una sola silla, pero sobre su respaldo estaba puesta, ocupando el sitio, la grande y pesada capa de paño tirolés del hombre. Comprendí muy bien el sentido de esa disposición, no deliberada, por cierto, pero tanto más expresiva por ello mismo. Quería decir: «Para ti no hay aquí ningún lugar; ahora sobtas». El hombre no reparó en que yo permanecía de pie ante la mesa sin sentarme; no así la dama, que enseguida codeó a su marido susurrándole: «Le estás quitando su lugar al señor». A raíz de esta experiencia y de otras parecidas, me he dicho que las acciones cumplidas de manera involuntaria han de convertirse inevitablemente en fuente de malentendidos en el trato entre los hombres.
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