Análisis de un caso de paranoia crónica
Desde hace ya largo tiempo aliento la conjetura de que también la paranoia -o grupos de casos pertenecientes a ella- es una psicosis de defensa, es decir que proviene, lo mismo que la histeria y las representaciones obsesivas, de la represión de recuerdos penosos, y que sus síntomas son determinados en su forma por el contenido de lo reprimido. Es preciso que la paranoia posea un particular camino o mecanismo de represión, así como la histeria lleva a cabo esta por el camino de la conversión a la inervación corporal, y la neurosis obsesiva por sustitución (desplazamiento a lo largo de ciertas categorías asociativas). Yo observé varios casos que propiciaban esta interpretación, pero no había hallado ninguno que la probara; hasta que hace unos pocos meses, por deferencia del doctor Josef Breuer, pude someter a un psicoanálisis, con propósito terapéutico, el caso de una inteligente señora de treinta y dos años, al que no se podría denegarle la designación de paranoia crónica. Si no he aguardado más para informar sobre algunos esclarecimientos obtenidos a raíz de ese trabajo, ello se debe a que no tengo posibilidades de estudiar la paranoia salvo en ejemplos muy aislados, y a que considero posible que estas puntualizaciones muevan a un psiquiatra mejor situado que yo a hacer valer los derechos del factor de la «defensa» en el debate, hoy tan vivo, acerca de la naturaleza y el mecanismo psíquico de la paranoia. Lejos de mí, por cierto, querer decir con esta única observación, que paso a exponer, algo más que esto: ella es una psicosis de defensa, y quizá dentro del grupo «paranoia» haya otros casos más que también lo sean. La señora P. tiene treinta y dos años de edad, está casada desde hace tres, es madre de un niño de dos años; sus progenitores no son nerviosos; empero, sé que sus dos hermanos son neuróticos igual que ella. Es dudoso que promediando su tercera década de vida no sufriera alguna depresión pasajera y extravío de juicio; en los últimos años permaneció sana y productiva, hasta que seis meses después de nacido su hijo dejó discernir los primeros indicios de la afección presente. Se volvió huraña y desconfiada, mostraba aversión al trato con los hermanos y hermanas de su marido y se quejaba de que los vecinos de la pequeña ciudad en que vivía habían variado su comportamiento hacia ella, siendo ahora descorteses y desconsiderados. Estas quejas aumentaron poco a poco en intensidad, aunque no en su precisión: decía que tenían algo contra ella, aunque no vislumbraba qué pudiera ser. Pero no había duda -según ella- de que todos, parientes y amigos, le faltaban al respeto, hacían lo posible para mortificarla. Se quiebra la cabeza para averiguar a qué se debe, y no lo sabe. Algún tiempo después, se queja de ser observada, le coligen sus pensamientos, se sabe todo cuanto le pasa en su hogar. Una siesta le acudió repentinamente el pensamiento de que a la noche la observaban cuando se desvestía. Desde ese momento recurrió para desvestirse a las más complicadas medidas precautorias, se deslizaba a oscuras dentro de la cama y sólo se desvestía bajo las mantas {Decke}. Como rehuía todo trato, se alimentaba mal y andaba muy desazonada, en el verano de 1895 la internaron en un instituto de cura de aguas. Allí afloraron nuevos síntomas y se le reforzaron los existentes. Ya en la primavera, cierto día tuvo de pronto, estando sola con su mucama, una sensación en el regazo, y a raíz de ella pensó que la muchacha tenía en ese momento un pensamiento indecente. Esta sensación se volvió en el verano más frecuente, casi continua; sentía sus genitales «como se siente una mano pesada». Luego empezó a ver imágenes que la espantaban, alucinaciones de desnudeces femeninas, en particular de un regazo femenino desnudo, con vello; en ocasiones, también genitales masculinos. La imagen del regazo velludo y la sensación de órgano en el regazo le acudían las más de las veces juntas. Las imágenes eran muy martirizadoras para ella, pues las tenía cuando estaba en compañía de una mujer, y entonces seguía la interpretación de que ella veía a esa mujer en desnudez indecorosa, pero en el mismo momento esta tenía la misma imagen de ella (!). Simultáneamente con estas alucinaciones visuales -que tornaron a desaparecer durante varios meses tras su primer ingreso en el instituto de salud-, empezaron unas voces que la fastidiaban, que ella no reconocía ni sabía explicar. Si andaba por la calle, eso decía: «Esta es la señora P. – Ahí va ella. ¿Adónde irá?». – Cada uno de sus movimientos y acciones eran comentados, a veces oía amenazas y reproches. Todos estos síntomas la hostigaban más cuando estaba en compañía o iba por la calle; por eso se rehusaba a salir. Luego tuvo asco a la comida y decayó rápidamente. Todo esto lo supe por ella, cuando en el invierno de 1895 llegó a Viena para que yo la tratara. Lo he expuesto en detalle para trasmitir la impresión de que efectivamente se trata aquí de una forma frecuentísima de paranoia crónica, juicio con el cual armonizan los detalles, que luego consignaré, de los síntomas y de la conducta de ella. En cuanto a formaciones delirantes para la interpretación de las alucinaciones, o bien me las ocultó en ese momento o efectivamente no se habían producido aún; su inteligencia no había sufrido menoscabo; como cosa llamativa, sólo me informaron que repetidas veces visitaba a su hermano, que vivía en la vecindad, para encargarle algo, pero nunca le había comunicado nada. Jamás hablaba sobre sus alucinaciones y últimamente tampoco lo hacía mucho sobre las mortificaciones y persecuciones que sufría. Ahora bien, lo que yo tengo para informar sobre esta enferma atañe a la etiología del caso y al mecanismo de las alucinaciones. Descubrí la etiología aplicando, en un todo como si se tratara de una histeria, el método de Breuer para explorar primero y eliminar después las alucinaciones. A tal fin, partí de la premisa de que en la paranoia, como en las otras dos neurosis de defensa con que yo estaba familiarizado, había unos pensamientos inconcientes y unos recuerdos reprimidos que, lo mismo que en aquellas, podían ser llevados a la conciencia venciendo una cierta resistencia; y la enferma corroboró enseguida esa expectativa, pues se comportó en el análisis como lo haría una histérica, y, reconcentrada bajo la presión de mi mano(195), produjo unos pensamientos que no recordaba haber tenido, que al principio no entendía y que contradecían su expectativa. Así quedaba probada también para un caso de paranoia la ocurrencia de unas representaciones inconcientes sustantivas, y ello me daba derecho a esperar que podría reconducir la compulsión de la paranoia igualmente a una represión. Lo peculiar era que la mayoría de las veces ella oía o alucinaba interiormente, como sus voces, las indicaciones que provenían de lo inconciente. Sobre el origen de las alucinaciones visuales o, al menos, de las imágenes vivaces, averigüé lo siguiente: La imagen del regazo femenino acudía casi siempre junto con la sensación de órgano en el regazo, pero esta última era mucho más constante y solía presentarse sin la imagen. Las primeras imágenes de regazos femeninos se le habían aparecido en el instituto de cura de aguas, pocas horas después que hubiera visto a unas mujeres realmente desnudas en la sala de baños; probaron ser, entonces, simples reproducciones de una impresión real, Ahora bien, era lícito suponer que si estas impresiones se habían repetido, sólo pudo deberse a que se les anudó un gran interés. Informó que en aquel momento había sentido vergüenza por aquellas mujeres; y ella misma, desde que tiene memoria, se avergüenza de que la vean desnuda. Como yo no podí a menos que ver en esa vergüenza algo compulsivo, inferí, de acuerdo con el mecanismo de la defensa, que ahí debía de haber sido reprimida una vivencia en que ella no se avergonzó, y la exhorté a dejar aflorar los recuerdos que correspondieran al tema del avergonzarse. Me reprodujo con prontitud una serie de escenas desde su séptimo hasta su octavo año, en que se había avergonzado de su desnudez en el baño ante su madre, su hermana, el médico; ahora bien, la serie desembocó en esta escena: teniendo ella seis años, se desvistió en el dormitorio para meterse en cama, sin avergonzarse ante su hermano presente. A mi inquisición, se averiguó que hubo muchas escenas de estas, y que los hermanitos durante años habían tenido la costumbre de mostrarse desnudos uno al otro antes de meterse en cama. Comprendí entonces el significado de la ocurrencia repentina de que la observaban cuando se metía en cama. Era un fragmento inalterado del viejo recuerdo-reproche, y ella reparaba ahora con su vergüenza lo que había omitido de niña. La conjetura de que aquí se trataba de una constelación infantil, como es tan frecuente en la etiología de la histeria, quedó corroborada por ulteriores progresos del análisis, que arrojaron soluciones, simultáneamente, para detalles singulares de frecuente recurrencia en el cuadro de la paranoia. El comienzo de su desazón coincidió con una gran disputa entre su marido y su hermano, a raíz de la cual este último no volvió a pisar la casa de ella. Siempre había amado muchísimo a este hermano, y lo extrañaba mucho en esa época. Pero, además, ella habló de un momento de su historial clínico en el que por primera vez «se le aclaró todo», es decir, obtuvo el convencimiento de que era cierta su conjetura de que todos la despreciaban y la mortificaban adrede. Ganó esta certeza por la visita de una cuñada, que en el curso de la plática dejó caer estas palabras: «Si a mí me pasara algo así, lo tomaría a la ligera». La señora P. tomó esta manifestación primero sin malicia, pero, tras despedirse la visita se le antojó que esas palabras contenían un reproche para ella, como si soliera tornar a la ligera cosas serias, y desde esa hora se convenció de que era víctima de la murmuración general. Cuando le inquirí por qué se sentía justificada para darse por aludida con esas palabras, respondió que el tono con que habló la cuñada la convenció de ello -es cierto que con efecto retardado {nachträglich}-, lo cual es un detalle bien característico de la paranoia. La compelí entonces a recordar los dichos de la cuñada anteriores a la manifestación inculpada, y se averiguó que aquella había contado que en la casa paterna había toda clase de dificultades con los hermanos varones, anudando a ello la sabia observación: «En toda familia ocurren muchas cosas, sobre las que se prefiere echar un manto {Decke}. Y que si a ella le pasara algo así, lo tomaría a la ligera». Y bien, la señora P. no pudo menos que confesarlo, su desazón se había anudado a esas frases anteriores a la última manifestación. Pero como ella había reprimido {des alojado- suplantado} estas dos frases que podían despertarle el recuerdo de su relación con el hermano, conservando sólo la última frase insustancial, se vio forzada a anudar a esta la sensación de que su cuñada le hacía un reproche y, no ofreciéndole el contenido de la frase ningún asidero para ello, se volcó desde el contenido sobre el tono con el cual las palabras fueron pronunciadas. Tenemos aquí una prueba probablemente típica de que las falsas interpretaciones de la paranoia están basadas en una represión. De manera sorprendente se solucionó también su raro proceder de convocar a su hermano para unas citas en las que luego no tenía nada que decirle. Ella lo explicó así: había pensado que él no podía menos que comprender su padecer con sólo verla, pues él sabía la causa de aquel. Ahora bien, como este hermano era de hecho la -única persona que podía conocer la etiología de su enfermedad, resultaba que ella había actuado siguiendo un motivo que por cierto no entendía concientemente, pero que aparecía de todo punto justificado si se le atribuía un sentido desde lo inconciente. Conseguí entonces moverla a que reprodujera las diversas escenas en que había culminado el comercio sexual con el hermano (al menos desde su sexto hasta su décimo año). Durante este trabajo de reproducción, la sensación de órgano en el regazo «intervino en la conversación» {«mitsprechen»}, como es regular observarlo en el análisis de restos mnémicos histéricos. La imagen de un regazo femenino desnudo (pero ahora reducido a unas proporciones infantiles y sin vello) ora le acudía, ora le faltaba, según que la escena en cuestión hubiera ocurrido a plena luz o en la oscuridad. También el asco a la comida halló una explicación en un detalle repelente de estos procesos. Después que hubimos recorrido la serie de estas escenas, las sensaciones e imágenes alucinatorias desaparecieron para no retornar (al menos hasta hoy). De esta suerte, yo había aprendido que esas alucinaciones no eran otra cosa que fragmentos tomados del contenido de las vivencias infantiles reprimidas, síntomas del retorno de lo reprimido. Pasé entonces al análisis de las voces. Aquí era preciso explicar, ante todo, que un contenido tan indiferente como «Ahí va la señora P.», «Ahora busca vivienda», etc., pudiera ser sentido tan penoso por ella; y luego, los caminos por los cuales estas inocentes frases consiguieron singularizarse mediante un refuerzo alucinatorio. Estaba claro de antemano que estas «voces» no podían ser unos recuerdos reproducidos por vía alucinatoria, como las imágenes y sensaciones, sino que eran más bien unos pensamientos «dichos en voz alta». La primera vez que oyó las voces, aconteció bajo las siguientes circunstancias: Había leído con gran tensión el bello relato de Otto Ludwig, Die Heiterethei, notando que a raíz de la lectura la reclamaban unos pensamientos que le acudían en tropel. Inmediatamente después salió a pasear por las callecitas vecinales, y entonces las voces le dijeron de pronto, cuando pasaba por una choza de campesinos: «¡Así era la casa de Heiterethei! Esta es la fuente y ese el arbusto. ¡Cuán dichosa era ella a pesar de su pobreza!». Y entonces las voces le repitieron fragmentos enteros de lo que acababa de leer; pero quedó sin entender por qué la casa, el arbusto y la fuente de la Heiterethei, y justamente los pasajes más insignificantes e incidentales de la obra literaria, tenían que imponerse a su atención con intensidad patológica. Sin embargo, la solución del enigma no era difícil. Por el análisis se averiguó que durante la lectura había tenido también otros pensamientos y la habían incitado muy otros pasajes del libro. Contra este material -analogías entre la pareja de la obra literaria y ella y su marido, recuerdos de intimidades de su vida conyugal y de secretos de familia-, contra todo esto, se había levantado una resistencia represora, porque siguiendo unos caminos fácilmente pesquisables se entramaba con su aversión sexual y así, en definitiva, desembocaba en el despertar de las viejas vivencias infantiles. A consecuencia de esta censura ejercida por la represión, los pasajes inocentes e idílicos, que se enlazaban por contraste y también por vecindad con los objetados, cobraron ese refuerzo para la conciencia que les posibilitó ser dichos en voz alta. La primera de las ocurrencias reprimidas se refería, por ejemplo, a las murmuraciones a que estaba expuesta por parte de sus vecinos la heroína, que vivía sola. Fácilmente halló la analogía con su propia persona. También ella vivía en una pequeña localidad, no se trataba con nadie y se creía despreciada por los vecinos. Esta desconfianza a sus vecinos tenía un fundamento real: al comienzo se vio constreñida a conformarse con una vivienda pequeña, la pared de cuyo dormitorio, a la cual estaba arrimada la cama matrimonial de la joven pareja, era contigua a una habitación de la casa vecina. En los comienzos de su vida conyugal despertó en ella -evidentemente por un despertar inconciente de su relación infantil, en que jugaban a marido y mujer- una gran aversión sexual; estaba siempre temerosa de que los vecinos pudieran oír palabras y ruidos a través de la pared medianera, y esta vergüenza se le mudó en un sentimiento de enojo hacia los vecinos. Las voces debían su génesis, entonces, a la represión de unos pensamientos que en su resolución última significaban en verdad unos reproches con ocasión de una vivencia análoga al trauma infantil; según eso, eran síntomas del retorno de lo reprimido, pero al mismo tiempo consecuencias de un compromiso entre resistencia del yo y poder de lo retornante, compromiso que en este caso había producido una desfiguración que llegaba a lo irreconocible. En otros ejemplos de voces que tuve oportunidad de analizar en la señora P., !a desfiguración era menos grande; no obstante, las palabras oídas siempre tenían un carácter de diplomática imprecisión; la alusión mortificadora estaba las más de las veces profundamente escondida, y los nexos entre las frases singulares se disfrazaban por medio de una expresión ajena, unas formas lingüísticas desacostumbradas, etc.: caracteres estos que son universales en las alucinaciones auditivas de los paranoicos y en que yo diviso la huella de la desfiguración-compromiso. El dicho: «Ahí va la señora P., ella busca vivienda en la calle», significaba, por ejemplo, la amenaza de no curar nunca, pues yo le había prometido que luego del tratamiento estaría en condiciones de regresar a la pequeña ciudad donde su marido tenla sus ocupaciones; había alquilado una vivienda en Viena provisionalmente, por algunos meses. En algunos casos, la señora P. oía también amenazas más nítidas, relacionadas, por ejemplo, con los parientes de su marido; aun así, su expresión reticente contrastaba con la tortura que tales voces le producían. De acuerdo con lo que ya se sabe acerca de los paranoicos, me inclino a suponer una progresiva parálisis de aquella resistencia que amortigua los reproches, de suerte que la defensa termina en un total fracaso y el reproche originario, el vituperio que uno se quería ahorrar, regresa en su forma inalterada. Empero, yo no sé si este es un decurso constante, si la censura de los dichos-reproche no puede faltar desde el comienzo o perseverar hasta el final. Me resta todavía valorizar los esclarecimientos obtenidos de este caso de paranoia para una comparación entre la paranoia y la neurosis obsesiva. Aquí como allí se ha comprobado que la represión es el núcleo del mecanismo psíquico; lo reprimido es en ambos casos una vivencia sexual infantil. También en esta paranoia, toda obsesión proviene de una represión; los síntomas de la paranoia admiten una clasificación semejante a la que se probó justificada para la neurosis obsesiva. Una parte de los síntomas brota igualmente de la defensa primaria, a saber: todas las ideas delirantes de la desconfianza, la inquina, la persecución de otros. En la neurosis obsesiva, el reproche inicial ha sido reprimido {desalojado-suplantado} por la formación del síntoma defensivo primario: desconfianza de sí mismo. Así se reconoció la licitud del reproche, y entonces, para compensar eso, la vigencia que el escrúpulo de la conciencia moral adquirió en el intervalo de salud protege de dar crédito al reproche que retorna como representación obsesiva. En la paranoia, el reproche es reprimido por un camino que se puede designar como proyección, puesto que se erige el síntoma defensivo de la desconfianza hacia otros; con ello se le quita reconocimiento al reproche, y, como compensación de esto, falta luego una protección contra los reproches que retornan dentro de las ideas delirantes. A otros síntomas de mi caso de paranoia cabe designarlos como síntomas del retorno de lo reprimido y también llevan en sí, como los síntomas de la neurosis obsesiva, las huellas del compromiso que les consintió -sólo él- el ingreso en la conciencia. Así, la idea delirante de ser observada cuando se desvestía, las alucinaciones visuales y de sensación, y el oír voces. El retorno de lo reprimido en imágenes visuales se acerca más al carácter de la histeria que al de la neurosis obsesiva; empero, la histeria suele repetir sus símbolos mnémicos sin modificación, mientras que la alucinación mnémica paranoica experimenta una desfiguración, como sucede en la neurosis obsesiva; una imagen moderna análoga remplaza a la reprimida (regazo de una mujer adulta, y no el de una niña; y por eso mismo el vello particularmente nítido, dado que este faltaba en la impresión originaría). Una circunstancia por entero peculiar de la paranoia, y ya no susceptible de ser iluminada en esta comparación, es que los reproches reprimidos retornan como unos pensamientos enunciados en voz alta, para lo cual se ven forzados a consentir una doble desfiguración: una censura lleva a su sustitución por otros pensamientos asociados o a su encubrimiento por modos imprecisos de expresión, y están referidos a vivencias recientes, meramente análogas a las antiguas. En cuanto al tercer grupo de los síntomas hallados en la neurosis obsesiva, los síntomas de la defensa secundaria, no se los halla presentes como tales en la paranoia; en efecto, contra los síntomas que retornan y que hallan creencia, no se hace valer defensa alguna. Como sustituto de ello, hallamos en la paranoia otra fuente para la formación de síntoma; las ideas delirantes que llegaron a la conciencia en virtud del compromiso (síntomas del retorno [de lo reprimido]) proponen demandas al trabajo de pensamiento del yo hasta que se las pueda aceptar exentas de contradicción. Como ellas mismas no son influibles, el yo se ve precisado a adecuárseles; así es como a los síntomas de la defensa secundaria en el caso de la neurosis obsesiva corresponde aquí la formación delirante combinatoria el delirio de interpretación, que desemboca en la alteración del yo. Mi caso era incompleto en este aspecto; en aquel momento aún no mostraba nada de los ensayos interpretativos que sólo después advinieron. Pero no dudo de que se comprobarán importantes resultados cuando se aplique el psicoanálisis a ese estadio de la paranoia. Acaso se averigüe que también la llamada debilidad mnémica de los paranoicos es tendenciosa, es decir, descansa en una represión y sirve a los propósitos de esta. Con efecto retardado {nachträglich}, es posible que se repriman y sustituyan aquellos recuerdos no patógenos que se sitúan en contradicción con la alteración del yo, reclamada esta imperiosamente por los síntomas del retorno. «Zur Ätiologle der Hysterie»
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