Carta 60 (28 de abril de 1897)
Esta noche tuve un sueño que se refiere a ti. Era una noticia telegráfica sobre tu residencia:
Mi figuración indica lo que aparecía borroso y lo que aparecía múltiple. «Secerno» era lo más nítido. Mi sensación, a raíz de ello, era de enojo por no haber ido tú adonde te recomendé: Casa Kirsch.
Informe sobre los motivos. La ocasión, unos sucesos de la víspera. Estaba H., e informaba sobre Nuremberg; decía que lo conocía muy bien, y que allí solía hospedarse en el Preller. Yo no me acordé enseguida, y luego pregunté: «Eso es fuera de la ciudad, ¿no es verdad?». Esta plática puso en movimiento el pesar que sentí en los últimos tiempos por no saber tu lugar de residencia ni tener ninguna noticia de ti. Es que yo quería que tú fueras mi público, quería comunicarte algunas experiencias y discernimientos del trabajo, pero no osaba enviar las notas a lo desconocido, pues habría querido rogarte que me las guardaras como material valioso.
Entonces, que tú me telegrafíes tu lugar de residencia es un cumplimiento de deseo. Tras el texto del telegrama se esconden muchas cosas: El recuerdo de los goces etimológicos que sueles depararme, la alusión a estar «fuera de la ciudad», a raíz de H., pero también algo más serio que se me ocurrió pronto. «Como si tú siempre por fuerza debieras tener algo especial», dice el enojo; y a ello se suma, en primer término, que tú no puedes hallar ningún contento en la Edad Media, « y además la continuada reacción frente a tu sueño de defensa que pretendía sustituir al padre ordinario por el abuelo. Y a todo esto, que me martirizo de continuo sobre cómo pude darte el indicio para que tú averiguaras quién ha llamado a I.
F. en su infancia «gatito», como ella ahora te llama. Puesto que en lo que atañe a los padres yo mismo estoy todavía en duda, mi susceptibilidad es entendible. El sueño reúne entonces todo el enojo contra ti que de modo inconciente existía en mí.
Por otra parte, el texto significaba todavía más:
Vía (calles de Pompeya, que estoy estudiando), Villa (villa romana de Böckling).
Entonces, nuestras conversaciones sobre el viaje. Secerno me suena parecido a Salerno: napolitano-siciliano. Tras ello, tu promesa de un congreso sobre suelo italiano.
La interpretación completa sólo se me ocurrió después que esta mañana una feliz casualidad me hubo aportado una nueva corroboración de la etiología paterna. Ayer inicié un nuevo tratamiento con una joven señora a quien antes quise disuadir por falta de tiempo. Tenía ella un hermano que murió enfermo mental, y el principal síntoma que la aquejaba -insomnio- apareció por primera vez cuando oyó partir el carruaje con el enfermo, que salía de los portones hacia el sanatorio. Desde entonces, angustia a viajar en coche, convencimiento de que acontecería una desgracia con un coche. Años después, durante un paseo, los caballos se espantaron, ella aprovechó la oportunidad para saltar del carruaje y quebrarse un pie. Hoy llega e informa que pensó mucho en la cura y que descubrió un impedimento. -¿Cuál? – «A mí misma puedo hacerme todo el daño que sea preciso, pero a otras personas debo respetarlas. Usted tiene que permitirme no mencionar ningún nombre». – No se trata de nombres. Usted se refiere a las relaciones con ellos. Nada de eso se silenciará. – «Me refiero a que antes yo habría sido más fácilmente curable que hoy. Antes no tenía encono, después se me aclaró el significado criminal de muchas cosas; no puedo decidirme a hablar sobre ello». -Yo opino a la inversa; la mujer madura se vuelve más tolerante en cosas sexuales. – «Sí, en eso tiene usted razón. Cuando me digo que son hombres de singular nobleza los culpables de tales cosas, tengo que pensar que eso es una especie de locura, y tengo que disculparlos». -Entonces hablemos claramente. En mis análisis los culpables son los más allegados, padre o hermano. – «No tengo nada con un hermano». – Entonces con el padre.
Y luego se averigua que el padre, presuntamente noble y digno de respeto en lo demás, de manera regular la tomaba en la cama cuando ella tenía entre ocho y doce años y la usaba externamente («mojada», visitas nocturnas). Ya entonces tuvo angustia. Una hermana seis años mayor, con quien se franqueó años después, le confesó haber tenido con el padre las mismas vivencias. Una prima le contó que teniendo ella quince años tuvo que defenderse del abrazo del abuelo. Naturalmente, cuando le dije que en la más temprana infancia tuvieron que ocurrir cosas semejantes y aún más enojosas, no pudo hallarlo increíble. Por lo demás, es una historia enteramente común, con síntomas corrientes.
Quod Erat Demonstrandum.