Carta 97 (27 de setiembre de 1898)
He iniciado un tratamiento nuevo, al que me acerco sin prejuicio alguno. Desde luego que al comienzo todo marcha brillantemente. Un mozo de veinticinco años que apenas puede caminar a causa de rigidez en las piernas, espasmos, temblores, etc. Me pone a salvo de todo diagnóstico equivocado la angustia que lo hace andar prendido de las faldas de su madre como el bebé que se esconde detrás. Muerte del hermano, y muerte del padre en psicosis, como ocasiones para el estallido de su estado, que se desarrolla desde que tiene trece años. Se avergüenza ante cualquiera que lo vea caminar así, y considera natural esa vergüenza. Modelo: un tío tabético, con el que se ha identificado ya desde los trece años a causa de la etiología aceptada (una vida disoluta). Por lo demás, corporalmente es un oso.
Se ruega notar que la vergüenza aparece como mero apéndice de los síntomas y tiene que corresponder a otras ocasiones. El paciente acepta mi esclarecimiento de que, sin embargo, su tío no se avergüenza de su modo de caminar. La conexión entre vergüenza y caminar era correcta años atrás, cuando tuvo su gonorrea, que desde luego se le notaba al caminar, y también años antes, cuando continuas erecciones (carentes de meta) le estorbaban la marcha.
Además de ello, el fundamento del avergonzarse se sitúa a mayor profundidad. Me ha contado que el año anterior, cuando vivían junto al [río] Viena (en el campo), las aguas empezaron a crecer de pronto y se apoderó de él una angustia espantosa de que llegaran a su lecho, es decir, que su dormitorio se inundara, y ello durante la noche. Ruego parar mientes en la ambigua expresión; yo sabía que este hombre se mojaba en la cama de niño. Cinco minutos después me contó espontáneamente que aún en edad escolar solía mojarse en la cama, y la madre lo amenazó con ir a contárselo al maestro y a todos sus condiscípulos. Pasó una angustia grandiosa. A esto corresponde entonces el avergonzarse. Toda su historia juvenil culmina, por una parte, en el síntoma de las piernas, y por la otra desprende el afecto que le pertenece, y ambos están soldados ahora para la percepción interior. En el medio es preciso interpolar toda la historia infantil sepultada.
Ahora bien, un niño que regularmente, hasta su séptimo año, se moja en la cama (sin ser epiléptico, etc.), tiene que haber vivenciado excitaciones sexuales en la primera infancia.
¿Espontáneamente o por seducción? Ahí está eso, pues, y tiene que contener también el determinismo más preciso sobre las piernas-.