Del historial clínico
Un joven de formación universitaria se presenta indicando que padece de representaciones
obsesivas ya desde su infancia, pero con particular intensidad desde hace cuatro años.
Contenido principal de su padecer son -dice- unos temores de que les suceda algo a dos
personas a quienes ama mucho: su padre y una dama a quien admira. Además, dice sentir
impulsos obsesivos (por ejemplo, a cortarse el cuello con una navaja de afeitar), y producir
prohibiciones referidas aun a cosas indiferentes. Manifiesta que la lucha contra esas ideas le ha
hecho perder años, y por eso se ha rezagado en su carrera en la vida. De las curas intentadas,
la única provechosa fue un tratamiento de aguas en un instituto de X; pero se debió sólo a haber
trabado allí con una mujer un vínculo que desembocó en un comercio sexual regular. Dice no
tener aquí una oportunidad como esa, sus relaciones sexuales son raras y a intervalos
irregulares. Las prostitutas le dan asco. Su vida sexual ha sido en general pobre, el onanismo desempeñó sólo un ínfimo papel a los 16 o 17 años. Afirma que su potencia es normal; primer coito a los 26 años.
Impresiona como una mente clara, perspicaz. Al preguntarle yo qué lo movió a situar en el
primer plano las noticias sobre su vida sexual, responde que es aquello que él sabe sobre mis doctrinas. No ha leído nada de mis escritos, salvo que hojeando un libro mío halló el
esclarecimiento de unos raros enlaces de palabras; y tanto le hicieron acordar estos a sus
propios «trabajos de pensamiento» con sus ideas que se resolvió a confiarse a mí.
La introducción del tratamiento.
Después que al día siguiente lo comprometo a la única condición de la cura -la de decir todo
cuanto se le pase por la cabeza aunque le resulte desagradable, aunque le parezca nimio, o
que no viene al caso o es disparatado- y que le dejo librado escoger el tema con el cual quiere
inaugurar sus comunicaciones, empieza como sigue:
Tiene un amigo a quien respeta extraordinariamente. Acude a él siempre que lo asedia un
impulso criminal, y le pregunta si no lo desprecia como delincuente. El lo apoya, aseverándole
que es un hombre intachable que probablemente desde su juventud se ha habituado a
considerar su vida bajo esos puntos de vista. Antes, dice, otra persona ejerció sobre él parecido influjo, un estudiante que tenía 19 años cuando él mismo andaba por los 14 o 15; este estudiante le había cobrado afecto, y había elevado tan extraordinariamente su sentimiento de sí que podía creerse un genio. Este estudiante fue luego su preceptor hogareño, y de pronto modificó su comportamiento rebajándolo como a un idiota. Por último, reparó en que se interesaba por una de sus hermanas y sólo había trabado relación con él para conseguir el acceso a la casa. Esta fue la primera gran conmoción de su vida.
Luego prosigue, como repentinamente:
La sexualidad infantil.
«Mi vida sexual empezó muy temprano. de acuerdo de una escena de mi cuarto a quinto año
(desde mi sexto año poseo recuerdo completo), que años después me añoró con claridad.
Teníamos una gobernanta joven, muy bella, la señorita Peter. Cierta velada yacía
ella, ligeramente vestida, sobre el sofá, leyendo; yo yacía junto a ella y le pedí permiso para
deslizarme bajo su falda. Lo permitió, siempre que yo no dijera nada a nadie. Tenía poca ropa
encima, y yo le toqué los genitales y el vientre, que se me antojó curioso. Desde entonces me
quedó una curiosidad ardiente, atormentadora, por ver el cuerpo femenino. Todavía sé con qué
tensión aguardaba en los baños, adonde aún me permitían ir con la señorita y mis hermanas,
que ella entrara desvestida en el agua. Tengo más recuerdos, de mi sexto año. Había entonces
en casa otra señorita, también joven y bella, que tenía abscesos en las nalgas y al anochecer
solía estrujárselos. Yo acechaba ese momento para saciar mi curiosidad. También en el baño,
aunque la señorita Lina era más recatada que la primera. (Respuesta a una pregunta que yo le
hice entretanto: «Yo no dormía regularmente en la habitación de ella, casi siempre en la de mis
padres».) Recuerdo una escena, yo debo de haber tenido 7 años. Estábamos
sentados juntos, al anochecer, la señorita, la cocinera, otra muchacha, yo y mi hermano, menor
que yo en un año y medio. De repente escuché, de la conversación de las muchachas, que la
señorita Lina decía: «Con el pequeño es claro que una lo podría hacer, pero Paul» (yo) «es
demasiado torpe, seguro que no acertaría {danebenfahren}». No entendí con claridad a qué se
referían, pero sí entendí el menosprecio y empecé a llorar. Lina me consoló y me contó que una
muchacha que había hecho algo parecido con un niño que le habían confiado fue encarcelado
por varios meses. No creo que haya hecho algo incorrecto conmigo, pero yo me tomaba
libertades con ella. Cuando me metía en su cama, la destapaba y la tocaba, lo cual ella
consentía, quieta. No era muy inteligente y evidentemente sentía una gran necesidad sexual.
Con 23 años de edad, ya había te. nido un hijo, cuyo padre se casó después con ella, de suerte
que hoy se titula «señora Hofrat». Suelo verla todavía por la calle.
»Ya a los 6 años padecía de erecciones y sé que una vez acudí a mi madre para quejarme. Sé
también que a raíz de ello tuve que superar unos reparos, pues yo vislumbraba el nexo con mis
representaciones y mi curiosidad, y por entonces tuve durante algún tiempo la idea enfermiza
de que los padres sabrían mis pensamientos, lo cual me explicaba por haberlos yo declarado
sin oírlos yo mismo. Veo en eso el comienzo de mi enfermedad. Había personas, muchachas,
que me gustaban mucho y por quienes yo sentía un urgentísimo deseo de verlas desnudas.
Pero a raíz de ese desear tenía un sentimiento ominoso, como si por fuerza habría de suceder
algo si yo lo pensaba, y debía hacer toda clase de cosas para impedirlo».
(Preguntado, indica, como ejemplo de esos temores: «Mi padre moriría».) «Pensamientos sobre
la muerte del padre me han ocupado desde temprano y por largo tiempo, dándome gran
tristeza».
En esta oportunidad escucho asombrado que su padre, por quien se inquietan sus temores
obsesivos de hoy, ha muerto hace ya varios años.
Lo que nuestro paciente, en la primera sesión de tratamiento, pinta de su sexto o séptimo año
no es sólo, como él opina, el comienzo de la enfermedad, sino ya la enfermedad misma. Una
neurosis obsesiva completa a la que no le falta ningún elemento esencial, al mismo tiempo el núcleo y el modelo del padecer posterior, por así decir el organismo elemental cuyo estudio -y sólo él- nos proporcionará la escala para medir la organización compleja de la enfermedad de hoy. Vemos al niño bajo el imperio de un componente pulsional sexual, el placer de ver, cuyo resultado es el deseo, que añora siempre de nuevo y con mayor intensidad cada vez, de ver desnudas a personas del sexo femenino que le gustan. Este deseo corresponde a la posterior idea obsesiva; sí aún no posee carácter obsesivo, se debe a que el yo no se ha puesto todavía en plena contradicción con él, no lo siente como ajeno; no obstante, ya se mueve, desde alguna parte, una contradicción a este deseo, pues regularmente un afecto penoso acompaña su
emergencia. Es evidente la presencia de un conflicto en la vida anímica del pequeño concupiscente; junto al deseo obsesivo, un temor obsesivo se anuda estrechamente a
aquel: toda vez que piensa algo así, es forzado a temer que suceda {geschehen} algo terrible.
Eso terrible se viste ya de una característica imprecisión, que en lo sucesivo nunca faltará en
las exteriorizaciones de la neurosis. Sin embargo, en el niño no es difícil descubrir lo escondido
mediante tal imprecisión. Si respecto de cualquiera de esas nebulosas generalidades de la neurosis obsesiva puede alguien averiguar un ejemplo, esté seguro de que eso es lo originario y genuino destinado a ser encubierto por la generalización. El temor obsesivo rezaba, pues, restaurado su sentido: «Si yo tengo el deseo de ver desnuda a una mujer, mi padre tiene que morir». El afecto penoso cobra nítidamente la coloración de lo ominoso, lo supersticioso, y ya origina impulsos a hacer algo para extrañarse de la desgracia, semejantes a los que se impondrán luego en las medidas protectoras.
Vale decir: una pulsión erótica y una sublevación contra ella; un deseo (todavía no obsesivo) y
un temor (ya obsesivo) que lo contraría; un afecto penoso y un esfuerzo hacia acciones de
defensa: el inventario de la neurosis está completo. Y aun hay presente otra cosa: una suerte de
delirio o formación delirante de raro contenido, a saber, los padres sabrían sus pensamientos
porque él los habría declarado sin oírlos él mismo. Difícilmente nos equivoquemos escuchando
en este intento de explicación infantil un presentimiento de aquellos asombrosos procesos
anímicos que llamamos inconcientes,y de los cuales no podemos prescindir para la iluminación
científica de este oscuro estado de la cuestión. «Declaro mis pensamientos sin oírlos» suena
como una proyección hacia afuera de nuestro propio supuesto, a saber, que él tiene unos
pensamientos sin saber nada de ellos: como una percepción endopsíquica de lo reprimido.
Bien claro lo discernimos: esta neurosis elemental infantil tiene ya su problema y su aparente
absurdidad como cualquier neurosis complicada de un adulto. ¿Qué querrá decir que el padre
tiene que morir si en el niño se mueve aquel deseo concupiscente? ¿Es un mero sinsentido, o
hay caminos para comprender esa afirmación, asirla como un resultado necesario de procesos
y premisas anteriores?
Sí aplicamos a este caso de neurosis infantil unas intelecciones obtenidas en otra parte, no
podemos sino conjeturar que también aquí (o sea, antes del sexto año) sobrevinieron vivencias
traumáticas, conflictos y represiones, que, si bien cayeron bajo la amnesia, dejaron como
residuo ese contenido del temor obsesivo. Luego averiguaremos hasta dónde nos es posible
redescubrir esas vivencias olvidadas o construirlas con alguna certeza. Entretanto
destaquemos una coincidencia que es probable que no sea indiferente: la amnesia infantil de
nuestro paciente termina, justamente, con su sexto año.
Por muchos otros casos tengo noticia de un comienzo así para una neurosis obsesiva crónica en la primera infancia, con parecidos deseos concupiscentes a los que se anudan expectativas ominosas y una inclinación a acciones de defensa. Es absolutamente típico, si bien es probable que no sea el único tipo posible. Antes de pasar al contenido de la segunda sesión, digamos todavía unas palabras sobre las vivencias sexuales tempranas del paciente. Difícilmente pueda uno resistirse a calificarlas de muy ricas y ef icaces. Pero esto mismo sucede en los otros casos de neurosis obsesiva que yo pude analizar. Nunca se echa de menos aquí, por oposición a la histeria, el carácter de la actividad sexual prematura. En la neurosis obsesiva se discierne, mucho más nítidamente que en la histeria, que los factores constitutivos de la psiconeurosis no deben buscarse en la vida sexual actual, sino en la infantil. La vida sexual presente del neurótico obsesivo puede a menudo parecer por entero normal al explorador superficial; y es frecuente que ofrezca muchos menos aspectos patógenos y anormalidades que en el paciente aquí considerado.
El gran temor obsesivo.
«Quiero empezar hoy con la vivencia que fue para mí la ocasión directa de acudir a usted.
Ocurrió en agosto, durante las maniobras militares en X. Antes me encontraba en estado
miserable y me había martirizado con toda clase de pensamientos obsesivos que, empero,
pronto se retiraron durante las maniobras. Me ha interesado mostrar a los oficiales de carrera
que uno no sólo ha aprendido algo, sino que puede aguantar bastante. Un día hicimos una
pequeña marcha desde X. Durante el alto perdí mis quevedos, y, aunque me habría
resultado fácil encontrarlos, no quise postergar la partida y renuncié a ellos, pero telegrafié a mi
óptico de Viena para que a vuelta de correo me enviara unos de remplazo. Durante ese mismo
alto, tomé asiento entre dos oficiales; uno de ellos, de apellido checo, estaba destinado a
volverse significativo para mí. Tenía yo cierta angustia ante ese hombre, pues evidentemente
amaba lo cruel. No quiero afirmar que fuera malo, pero durante el rancho de los oficiales
repetidas veces había abogado por la introducción de los castigos corporales, de suerte que yo
había debido contradecirlo con energía. Pues bien; en ese alto entablamos plática, y el capitán
contó haber leído sobre un castigo particularmente terrorífico aplicado en Oriente… ».
Aquí se interrumpe, se pone de pie y me ruega dispensarlo de la pintura de los detalles. Le
aseguro que yo mismo no tengo inclinación alguna por la crueldad, por cierto que no me gusta
martirizarlo, pero que naturalmente no puedo regalarle nada sobre lo cual yo no posea poder de
disposición. Lo mismo podía pedirme que le regalara dos cometas. Le dije que la superación de
resistencias era un mandamiento de la cura que nos era imposible hacer a un lado. (Yo le había
presentado el concepto de «resistencia» al comienzo de esta sesión, cuando el dijo que tenía
que superar mucho dentro de sí para comunicar su vivencia.) Prosigo: Pero si puedo hacer algo
para colegir cabalmente algo de lo insinuado por él, eso sucederá {das soll geschehen}. ¿Acaso
se refiere al empalamiento? «No, eso no, sino que el condenado es atado» (se expresaba de
manera tan poco nítida que no pude colegir enseguida en qué postura), «sobre su trasero es
puesto un tarro dado vuelta, en este luego hacen entrar ratas {Ratten}, que» (de nuevo se había puesto de pie y mostraba todos los signos del horror y la resistencia) «penetraban». En el ano, pude completar.
En todos los momentos más importantes del relato se nota en él una expresión del rostro de
muy rara composición, y que sólo puedo resolver como horror ante su placer, ignorado
{unbekennen} por él mismo. Prosigue con todas las dificultades: «En el momento me sacudió la
representación de que eso sucede con una persona que me es cara». Ante una
inquisición directa, indica que no es él mismo quien ejecuta ese castigo, sino que es ejecutado
impersonalmente en esa persona. Tras breve conjeturar (Raten}, sé que fue la dama por él
admirada a quien se refirió aquella «representación».
Interrumpe el relato para asegurarme cuán ajenos y hostiles se le contraponen esos
pensamientos, y cuán extraordinaria es la rapidez con que discurre dentro de él todo cuanto
sigue anudándose a ellos. Simultánea con la idea, siempre aparece la «sanción», es decir, la
medida de defensa que él tiene que seguir para que una fantasía de estas no se cumpla.
Cuando el capitán habló de aquel cruel castigo y le añoraron aquellas ideas, consiguió no
obstante defenderse de las dos con sus fórmulas habituales: un «pero» {«aber»} acompañado
por un movimiento de aventar algo con la mano, y el dicho: «¡Qué se te ocurre!».
El plural me extrañó, y también al lector le habrá resultado incomprensible. Es que hasta ahora
sólo hemos tomado noticia de una idea: que el castigo de las ratas se cumpliría en la dama.
Ahora se ve precisado a confesar que al mismo tiempo emergió en él otra idea: que el castigo
recae también sobre su padre. Como su padre ha fallecido hace muchos años, este temor
obsesivo es muchísimo más disparatado que el primero; de ahí que intente esconder un tiempo
más la confesión.
Al atardecer del día siguiente, el mismo capitán le alcanzó un paquete llegado con el correo y le
dijo: «El teniente primero A. pagó el rembolso por ti. Debes devolvérselo a él». El
paquete contenía los quevedos encargados por vía telegráfica. Pero en ese mismo momento se
le plasmó una «sanción»: No devolver el dinero, de lo contrario sucede aquello (es decir, la
fantasía de las ratas se realiza en el padre y la dama). Y según un tipo que le era consabido, en lucha contra esta sanción se elevó enseguida un mandamiento a modo de un juramento: «Tú debes devolver al teniente primero A. las 3,80 coronas», cosa que se espetó a sí mismo casi a medía voz.
Continúa en ¨A propósito de un caso de neurosis obsesiva (1909). Del historial clínico (parte II)¨