2. Aspectos evolutivos de las personas con autismo.
2.1. Tipos, grados, etiología y prevalencia del autismo.
A. Tipos y grados de autismo. El concepto del espectro autista.
M. es un niño autista de 3 años. Carece completamente de lenguaje y realiza una y otra vez actividades sin sentido. No hace nunca juego simbólico. Los padres sienten en su presencia una fuerte sensación de impotencia a la que ya nos hemos referido: con absoluta indiferencia a sus llamadas e indicaciones, el niño dedica gran parte del tiempo a balancearse o hacer girar en el suelo pequeños objetos esféricos, como chapitas o monedas. Cuando esos objetos hacen su danza circular gracias a un movimiento que él ha provocado con gran habilidad, M. mira fascinado su giro y aletea con las manos.
Parece sordo al lenguaje, y sin embargo hay veces en que atiende rápidamente cuando oye el crujido de la envoltura de un caramelo al abrirse. M. no se comunica nunca. No hace gestos dirigidos a las cosas que desea, para conseguirlas por medio de las otras personas. No señala a los objetos que le interesan para compartir su interés hacia ellos. No dirige miradas comunicativas a nadie. Evita siempre que puede a las personas, o las ignora como si no existieran. A veces, cuando los padres tratan de cruzar su muralla invisible, tiene rabietas incontrolables, como si no pudiera soportar que nadie penetrara en su inmutable soledad autista.
C. es un joven autista de 19 años. Desde los lejanos días de su aislamiento primero, cuando sólo tenía 20 meses, ha cambiado mucho. Es capaz de mantener, con limitaciones, conversaciones breves, en las que emplea un lenguaje muy lacónico. Su nivel intelectual es bueno, y en una valoración psicométrica ha obtenido un cociente intelectual en la gama de la normalidad. Gracias a una intensa labor educativa, ha realizado estudios de educación primaria y secundaria obligatoria, con rendimientos aceptables aunque desiguales. A veces no soporta bien periodos largos de interacción, con conversaciones complejas y prolongadas, pero por lo general está bien con las personas y da muestras de afecto positivo hacia ellas. Tiene una relación especialmente positiva con algunos de sus primos.
Aunque C. es ritualista y tiene intereses limitados, un tanto obsesivos, no los impone a la familia. Todas las tardes, de siete a ocho, se encierra un rato en su habitación y se dedica a oír las mismas canciones y a ver, una y otra vez, las mismas fotografías familiares. Sin embargo, en el resto del tiempo se muestra mucho menos inflexible y acepta, o incluso busca, algunos cambios ambientales. No se puede decir que tenga propiamente «amigos», pero sí algunas relaciones preferentes y muy positivas con iguales.
Fue siempre un alumno muy querido y aceptado en el colegio en que realizó estudios de primaria y
secundaria obligatoria. Ofrece una imagen de ingenuidad y desmañamiento y comprende mal las
bromas y dobles intenciones. Es muy literal en su modo de comprender la realidad y el lenguaje.
Después de terminar sus estudios de ciclo obligatorio, va a comenzar un módulo profesional.
Las diferencias entre M. y C. son tan enormes que podríamos preguntar: ¿por qué llamamos a los dos «autistas»?. Existe una gran diversidad dentro del autismo, que nos lleva a dudar a primera vista de la utilidad de una categoría que parece un cajón desordenado y revuelto, en el que hay de todo. Las cosas se complican todavía más cuando nos fijamos en L. Se trata de un niño con retraso severo del desarrollo. Aunque tiene cinco años, sus capacidades motoras son muy inferiores a las que corresponden a esa edad. Su ambulación es insegura y resulta torpe. Las destrezas con las manos son escasas: permiten mantener objetos, con una prensión poco diferenciada, y llevárselos a la boca, que es lo que hace la mayor parte de las veces. Las personas le son por lo general indiferentes a L. No mantiene la mirada ni suele hacer caso de su presencia. No habla ni realiza ninguna actividad simbólica. Además soporta mal pequeños cambios ambientales y permanece generalmente desconectado. Acepta algunos juegos repetitivos, en que un adulto insiste una y otra vez en proporcionarle estímulos corporales bruscos (por ejemplo, levantar sus dos piernas cuando está tumbado) que a él le gustan. Esos son los momentos en que presta más atención a las personas, pero esa atención es breve y enseguida se pierde. Se sabe que el problema de L tiene relación con un parto muy difícil que produjo falta de oxígeno cerebral. El diagnóstico de L. no es de autismo y, sin embargo, presenta evidentes síntomas autistas.
En este embrollo, ¿cómo poner orden?. En muchos aspectos M. y L. se parecen entre sí mucho más que lo que se asemeja cualquiera con C. Y, sin embargo, decimos que M. y C. son autistas, pero no lo es L. Entonces, ¿cómo decimos también que L. «tiene síntomas» autistas?. ¿No son acaso mayores y más graves los síntomas de L. – que no es propiamente autista – que los de C., que sí lo es?. Para tratar de ordenar este aparente desconcierto nos es muy útil el concepto de «espectro autista», desarrollado por Lorna Wing (1995). Para comprender bien ese concepto hay que tener en cuenta dos ideas importantes: ( 1 ) El autismo en sentido estricto es sólo un conjunto de síntomas, se define por la conducta. No es una «enfermedad». Puede asociarse a muy diferentes trastornos neurobiológicos y a niveles intelectuales muy variados. En el 75 % de los casos, el autismo de Kanner se acompaña de retraso mental; (2) hay muchos retrasos y alteraciones del desarrollo que se acompañan de síntomas autistas, sin ser propiamente cuadros de autismo. Puede ser útil considerar el autismo como un continuo – más que como una «categoría» bien definida – que se presenta en diversos grados en diferentes cuadros del desarrollo, de los cuales sólo una pequeña minoría (no mayor de un 10 %) reúne estrictamente las condiciones típicas que definen al autismo de Kanner.
La idea de un espectro autista, de los rasgos autistas como situados en continuos o dimensiones, tuvo su origen en un estudio muy importante realizado por Lorna Wing y Judith Gould (1979) en una zona de Londres, el barrio de Camberwell. El objetivo de la investigación era conocer el número y las características de los niños de menos de 15 años con deficiencias importantes en las capacidades de relación. Encontraron que esos niños eran 95 de una población estudiada de 35.000. De ellos sólo 7 eran autistas en sentido estricto. Así, mientras la prevalencia de autismo era la encontrada en otros estudios, 2 niños por cada 10.000, la de Deficiencias Sociales Severas (DSS) era trece veces mayor. En todos los niños con DSS (y no sólo en los autistas) concurrían los síntomas principales del espectro autista, con trastornos de la relación, de la capacidad de ficción y juego simbólico, de las capacidades lingüísticas y comunicativas y, finalmente, de la flexibilidad mental y comportamental. La presencia de estos rasgos del espectro autista era tanto más probable cuanto menor era el cociente intelectual de los niños estudiados, como puede observarse en el CUADRO 4.
CUADRO 4: RASGOS AUTISTAS Y COCIENTE INTELECTUAL.
Para el conjunto de personas con cuadros situados en el espectro autista (que, como hemos visto, no sólo incluyen a los autistas ni siquiera sólo a los trastornos profundos del desarrollo), puede
establecerse un continuo en que los síntomas que corresponden a unas mismas dimensiones varían, dependiendo de factores como el nivel intelectual, la edad y la gravedad del cuadro.
Para explicar esta idea, pongamos el ejemplo de la dimensión «inflexibilidad» y de nuestros dos casos de autismo, M. y C. El primero expresa la inflexibilidad haciendo estereotipias simples de manos (por ejemplo, aleteos), y haciendo girar una y mil veces objetos circulares sobre el suelo. El segundo la refleja en esas conductas diarias, que consisten en ver las mismas fotografías familiares y oír las mismas canciones. C. no tiene estereotipias simples, sino más bien intereses limitados, ciertas obsesiones, una propensión general a tener un pensamiento inflexible. Pues bien: hay un continuo que va desde la «inflexibilidad simple» de M. a la más compleja de C. Y ese mismo continuo puede establecerse para otras dimensiones del espectro autista, como el trastorno de la relación o los relacionados con la comunicación y el lenguaje.
Diferenciaremos seis dimensiones en el espectro autista: 1. Trastornos de la relación social. 2.
Trastornos de las funciones comunicativas. 3. Trastornos del lenguaje. 4. Limitaciones de la
imaginación. 5. Trastornos de la flexibilidad mental y de la conducta. 6. Trastornos del sentido de la
actividad propia.
CUADRO 5: DIMENSIONES DEL CONTINUO AUTISTA
1. Trastornos cualitativos de la relación social
1. Aislamiento completo. No apego a personas especificas. A veces indiferenciación personas/cosas.
2. Impresión de incapacidad de relación, pero vínculo con algunos adultos. No con iguales.
3. Relaciones inducidas, externas, infrecuentes y unilaterales con iguales.
4. Alguna motivación a la relación con iguales, pero dificultad para establecerla por falta de
empatía y de comprensión de sutilezas sociales.
2. Trastornos de las funciones comunicativas.
1. Ausencia de comunicación, entendida como «relación intencionada con alguien acerca
de algo»
2. Actividades de pedir mediante uso instrumental de las personas, pero sin signos.
3. Signos de pedir. Sólo hay comunicación para cambiar el mundo físico.
4. Empleo de conductas comunicativas de declarar, comentar, etc., que no sólo buscan
cambiar el mundo físico. Suele haber escasez de declaraciones «internas» y comunicación
poco recíproca y empática.
3. Trastornos del lenguaje.
1. Mutismo total o funcional (este último con emisiones verbales no comunicativas)
2. Lenguaje predominantemente ecolálico o compuesto de palabras sueltas.
3. Hay oraciones que implican «creación formal» espontánea, pero no llegan a configurar
discurso o conversaciones.
4. Lenguaje discursivo. Capacidad de conversar con limitaciones. Alteraciones sutiles de las
funciones comunicativas y la prosodia del lenguaje.
4. Trastornos y limitaciones de la imaginación.
1. Ausencia completa de juego simbólico o de cualquier indicio de actividad imaginativa.
2. Juegos funcionales elementales inducidos desde fuera. Poco espontáneos, repetitivos.
3. Ficciones extrañas, generalmente poco imaginativas y con dificultades para diferenciar
ficción/realidad.
4. Ficciones complejas, utilizadas como recursos para aislarse. Limitadas en contenidos.
5. Trastornos de la flexibilidad.
1. Estereotipias motoras simples (aleteo, balanceo, etc.).
2. Rituales simples. Resistencia a cambios mínimos. Tendencia a seguir los mismos
itinerarios.
3. Rituales complejos. Apego excesivo y extraño a ciertos objetos.
4. Contenidos limitados y obsesivos de pensamiento. Intereses poco funcionales, no
relacionados con el mundo social en sentido amplio, y limitados en su gama.
6. Trastornos del sentido de la actividad.
1. Predominio masivo de conductas sin propósito (correteos sin meta, ambulación sin
sentido, etc.)
2. Actividades funcionales muy breves y dirigidas desde fuera. Cuando no, se vuelve a (1).
3. Conductas autónomas y prolongadas de ciclo largo, cuyo sentido no se comprende bien.
4. Logros complejos (por ejemplo, de ciclos escolares), pero que no se integran en la
imagen de un «yo proyectado en el futuro». Motivos de logro superficiales, externos,
poco flexibles
En cada una de las dimensiones del cuadro 5, se establecen cuatro niveles. Para interpretar el cuadro (que debe estudiarse cuidadosamente) hay que tener en cuenta que los síntomas principales en cada dimensión se numeran de 1 a 4, a medida que van siendo menos graves y más característicos de personas con nivel mental más alto. En el cuadro aparece una dimensión nueva, que no había sido incluida en descripciones anteriores del espectro autista: la hemos llamado «trastornos del sentido de la actividad» y hace referencia a uno de los problemas principales de los cuadros con rasgos autistas, y que paradójicamente ha pasado desapercibido hasta ahora. Los niños autistas de menor nivel ofrecen la imagen de que realizan constantemente conductas sin sentido. Luego, gracias en parte a los procedimientos de enseñanza y modificación de conducta, suelen lograr hacer tareas muy breves y con control externo. Las personas autistas de nivel más alto realizan actividades funcionales complejas, pero frecuentemente con motivos superficiales y sin entender bien su sentido último. Esta dimensión nueva es muy importante, porque se relaciona con una de las dificultades mayores para enseñar a los niños autistas: la de encontrar vías para motivarles y lograr la realización de actividades autónomas. En el caso de los adultos, el aburrimiento y la propensión a la inactividad pueden convertirse en temas esenciales del tratamiento.
La noción de un espectro autista, que puede asociarse a diversas clases de alteraciones, puede ser muy útil desde el punto de vista clínico y para una perspectiva educativa. En el primer aspecto,
permite descubrir un orden por debajo de la desconcertante heterogeneidad de los rasgos autistas. En el segundo, ayuda a comprender cómo pueden evolucionar previsiblemente, a través del proceso educativo, los niños con autismo o cuadros relacionados. También hace ver la necesidad de prever recursos (por ejemplo, de personas especializadas en estos cuadros) que no sólo son aplicables a los casos de autismo en sentido estricto, sino también a un grupo más amplio de personas que, sin ser autistas, presentan rasgos de incapacidad social, alteración comunicativa, inflexibilidad, deficiencia simbólica y dificultad para dar sentido a la acción propia. Como veíamos antes, esos casos son mucho más frecuentes que el autismo como tal.
Pero, ¿qué prevalencia tiene el autismo? ¿Qué nos dicen los estudios epidemiológicos acerca de la frecuencia con que se presentan en la población los rasgos de soledad, incomunicación e
inflexibilidad que definen al síndrome descrito por Kanner en 1943?
B. La prevalencia del autismo.
Una de las pocas cosas claras que parecía haber en autismo hasta hace pocos años era la prevalencia.
Sin embargo, la claridad se ha visto enturbiada por una serie de investigaciones recientes que
plantean, como suele ser frecuente en autismo, enigmas nuevos. En el año 1966, Víctor Lotter hizo el primer estudio epidemiológico sobre autismo en una región del Reino Unido, llamada Middlessex. Su trabajo fue tan cuidadoso y preciso que las investigaciones epidemiológicas posteriores no lo han superado metodológicamente. Lotter estudió una población de 78.000 niños de 8 a 10 años, y encontró que 35 de ellos (4.5 / 10.000) presentaban cuadros semejantes a los descritos originalmente por Kanner. Luego subdividió ese grupo en dos: (1) Un grupo al que denominó nuclear, que presentaba en grado muy marcado los dos síntomas fundamentales de Kanner, es decir, trastornos de la relación y «deseo obsesivo de invarianza», (2) un grupo no nuclear», en que esos rasgos eran menos marcados. En el primer grupo se incluían 15 niños (aproximadamente 2 / 10.000). En el segundo, 20 (2,5 /10.000). En ambos, había más varones que niñas. En estudios posteriores se ha confirmado que el número de varones autistas triplica al de mujeres.
Con escasas variaciones, esos datos del estudio de Lotter se confirmaron en numerosas
investigaciones posteriores. Por ejemplo, en el único estudio epidemiológico hecho en España (para la Comunidad Autónoma Navarra) se encuentra una frecuencia de autismo prácticamente idéntica a la observada por Lotter en Middlessex (Alberdi, 1990). Sin embargo, desde principios de los años ochenta, algunos estudios epidemiológicos han planteado dos posibilidades intrigantes: ( 1 ) Es posible que el autismo no sea igualmente frecuente en diferentes grupos étnicos, es decir, que existan variaciones raciales en la frecuencia del trastorno, y (2) es posible que, por alguna razón, la prevalencia del autismo está variando (más precisamente, aumentando) en los últimos años.
En lo que se refiere a las posibles variaciones étnicas en autismo, los estudios más relevantes son algunos sondeos epidemiológicos realizados en Japón, en que aparecen cifras anormalmente altas.
Por ejemplo, Hoshino y colaboradores (1980) encontraron una prevalencia de 26.3 / 10.000 (¡diez
veces más alta que la del autismo nuclear de Lotter en los estudios europeos y norteamericanos!) en la región japonesa de Fukushima-Ken, y Sugiyama y Abe (1989) definieron una prevalencia de 13 / 10.000. Si, como parecen indicar las investigaciones recientes, hay factores genéticos implicados en el origen de muchos cuadros de autismo, no debería extrañarnos la existencia de diferencias raciales. Al fin y al cabo, tales grupos están formados por personas «que son entre sí más semejantes genéticamente que lo que lo son con respecto a las personas de otros grupos».
Sin embargo, hay estudios recientes con poblaciones europeas o norteamericanas que sugieren que la prevalencia actual del autismo puede ser más alta que la estimada en los estudios clásicos. Por ejemplo, Bryson, Clark y Smith (1988) realizaron un estudio epidemiológico cuidadoso en una región canadiense, la de Nueva Escocia. Encontraron que, de 20.800 niños de 6 a 14 años, 21 eran autistas: una prevalencia de 10 / 10.000, que dobla las estimaciones conjuntas previas de los casos de autismo nuclear y no nuclear. Algunos investigadores tienen la impresión de que el autismo puede estar aumentando en los últimos años. Quizá ello pudiera explicarse por la incidencia cada vez mayor de factores físicos (por ejemplo, radiaciones) capaces de producir cambios genéticos en la población.
Actualmente, el autor de estas páginas está investigando esta posibilidad en una población de padres de autistas sometidos radiaciones antes de tener a sus hijos.
C. La etiología del autismo.
La observación que acabamos de hacer nos lleva directamente al centro del misterio del autismo:
¿Cuál es su origen? A pesar de que en los últimos años han sido muchos los investigadores que tratado de adentrarse en el laberinto que oculta el origen del autismo, son muchas más las cosas que ignoramos que las que sabemos. El problema no reside en que no se hayan encontrado «pistas». Al contrario: hay demasiadas. En 1983, Ornitz hacía una lista de 26 condiciones patológicas que se han asociado con el autismo. Se reconoce en general que el autismo se debe a múltiples etiologías, que van desde alteraciones genéticas a trastornos metabólicos o procesos infecciosos, que pueden intervenir en diversas fases del desarrollo prenatal, perinatal o postnatal del Sistema Nervioso (Reichler y Lee, 1987). Por ejemplo, se han asociado con el autismo alteraciones genéticas, como el cuadro de X frágil, anomalías de metabolismo como la fenilcetonuria, infecciones como la rubéola congénita, condiciones prenatales como las pérdidas en el primer trimestre de embarazo, perinatales como el aumento de bilirrubina, postnatales como la encefalitis ligada al herpes simple o la esclerosis tuberosa. Como en el caso de la definición del autismo, en sus posibles causas se refleja una variopinta heterogeneidad en la que resulta difícil descubrir un orden.
Es posible que ese orden resida – como suponen muchos investigadores – en el hecho de que
diferentes agentes causales pueden producir trastornos en un mismo conjunto de vías y centros
nerviosos, como se indica en la figura l.
¿Cuál puede ser ese conjunto de vías y centros nerviosos, cuya alteración funcional o estructural podría relacionarse con el autismo? Aún no hay respuesta segura a esa pregunta. La más justificada es la que implica a los lóbulos frontal, prefrontal y temporal de la corteza cerebral y a ciertas estructuras del llamado «sistema límbico», tales como la amígdala y quizá el hipocampo. Además se han encontrado anomalías estructurales en el cerebelo – y no sólo en el cerebro – de personas autistas (Courchesne et al., 1988). Recientemente se ha descubierto un hecho sorprendente: el cerebro de muchos autistas es de un tamaño considerablemente mayor que el normal (1537 cc. frente a 1437 cc. por término medio), tal como se refleja en estudios de resonancia magnética nuclear (Piven et al., 1995). Un hallazgo que se corresponde con el obtenido mediante análisis histológico postmortem de cerebros de pacientes autistas, en que aparecen zonas con excesiva densidad de neuronas de tamaño menor del normal en estructuras del sistema límbico anterior (Bauman y Kemper, 1994).
La idea de que en el autismo existen alteraciones en vías de conexión entre los lóbulos frontal y temporal y el sistema límbico es coherente con un modelo causal del autismo, propuesto por Damasio y Maurer (1978) hace casi veinte años.
Según ese modelo, el autismo estaría relacionado con alteraciones de la transmisión nerviosa en un sistema llamado «dopaminérgico». Esa palabra proviene de «dopamina», un cierto tipo de
neurotransmisor químico muy importante. Se sabe que en los casos de esquizofrenia adulta el sistema dopaminérgico es, por así decirlo, «hipersensible». Se trata de un sistema del que forman parte las vías de conexión entre lóbulos temporal y frontal, y sistema límbico, a las que nos referíamos antes.
La existencia de alteraciones en el consumo de energía de los lóbulos temporal y frontal de niños
pequeños autistas se está confirmando recientemente mediante técnicas de neuroimagen funcional.
En estudios neuropsicológicos aparecen datos convergentes con los proporcionados por las imágenes funcionales del cerebro. Los niños autistas tienen alteraciones de las llamadas «funciones ejecutivas», que dependen del buen funcionamiento del lóbulo frontal. Este permite dirigir estratégicamente la conducta, definir planes flexibles de acción y otorgar «propósito» a ésta. Además, recientemente se ha descubierto la implicación frontal en las capacidades «mentalistas» humanas. No es extraño, por tanto, que se encuentren alteraciones frontales en el autismo.
¿De dónde pueden provenir esas alteraciones? Ya hemos señalado que pueden deberse a muchas causas. Sólo nos referiremos a un tipo de ellas que se ha destacado en la investigación reciente: las de carácter genético. La idea de que muchos casos de autismo pueden deberse a causas genéticas tiene un amplio soporte empírico. Por ejemplo, en estudios sobre gemelos se ha encontrado que la concordancia de autismo en los dos miembros del par gemelar se produce en un alto porcentaje de gemelos monozigóticos (36% en el estudio de Folstein y Rutter, 1977, 95.7% en el de Ritvo et al., 1985), disminuye mucho en los gemelos dizigóticos (0% en el primer estudio, 23,5% en el segundo). Además, en los hermanos de autistas, la incidencia de autismo aumenta entre 50 y 100 veces, y también aumenta la frecuencia de alteraciones cognitivas y lingüísticas.
La hipótesis más interesante sobre la influencia genética en autismo sugiere un funcionamiento inadecuado de genes que regulan la formación del sistema nervioso humano entre el tercer y el séptimo mes de desarrollo embrionario. El defecto podría consistir en una «neurogénesis» excesiva, más que escasa. Las consecuencias de esa neurogénesis inadecuada se manifestarían después, sobre todo, desde el segundo año de vida en que tienen que dispararse funciones complejas y muy especificas del hombre, que se derivan en parte de una «puesta a punto», entre los 9 y los 18 meses de edad, del funcionamiento frontal.
Aunque no suelan definirse alteraciones electroencefalográficas en la exploración estándar de los
niños pequeños autistas, alrededor del 30 % de las personas que sufren el trastorno desarrollan crisis epilépticas desde la adolescencia o la primera juventud. El aumento de probabilidad de epilepsia se produce en los casos de autismo asociado a retraso mental, y no en los autistas con cocientes en la gama de la normalidad. La presencia de crisis y la necesidad de regulación farmacológica cuidadosa de la electrogénesis cerebral se convierten, así, en consideraciones importantes en los centros que atienden a adultos autistas con retraso mental.
También es muy frecuente la existencia de anomalías neuroquímicas. Un 40 %, aproximadamente de los autistas muestra un aumento, en las plaquetas sanguíneas, de un neurotransmisor muy
importante, la serotonina. Esta sustancia neurotransmisora va disminuyendo su presencia en sangre a lo largo del desarrollo normal. El hecho de que no disminuya en autistas se ha empleado como prueba de una falta de maduración de su sistema nervioso.
Recientemente, algunos investigadores han propuesto una hipótesis muy sugerente sobre posibles alteraciones neuroquímicas en autismo. Sahley y Panksepp (1987) han defendido que el aislamiento autista podría relacionarse con un exceso de péptidos, sustancias semejantes al opio producidas de forma endógena por el cerebro, que proporciona efectos placenteros. En los niños normales, esas sustancias son liberadas, por ejemplo, cuando las madres brindan atenciones y mimos a sus hijos. Los autistas no se sentirían estimulados a la relación por su exceso de opiáceos endógenos. Se ha demostrado que la administración de una sustancia que bloquea los efectos de esos opiáceos naturales mejora los síntomas autistas, en algunos casos, y disminuye dramáticamente las autoagresiones (Turkington, 1987).
El conjunto de investigaciones sobre la etiología del autismo dibuja la imagen de un trastorno de orígenes múltiples, pero que en muchos casos puede deberse a una formación inadecuada del sistema nervioso en el periodo crítico de la neurogénesis. Luego, ese sistema inadecuadamente constituido da lugar a un trastorno en la psicogénesis, a un trastorno del desarrollo de ciertas capacidades que son muy específicas del hombre. Debemos referirnos a la psicogénesis de esas capacidades, y del propio autismo, para completar nuestro cuadro de ese enigmático trastorno del desarrollo.
2.2. Características básicas del desarrollo de las personas con autismo.
A. El desarrollo del autismo.
El hecho de que el autismo sea un trastorno de origen neurobiológico no implica que no deba ser
comprendido psicológicamente. Al fin y al cabo, es una alteración biológicamente causada del
desarrollo psicológico. De forma que para comprender bien el autismo, y sobre todo para ayudar –
educar – a las personas que lo sufren, es necesario penetrar en ese mundo psicológico extraño, que nos fascina desde su opacidad. Sólo se puede evaluar y educar bien a las personas autistas cuando se conocen algunas de las claves principales de su mundo psicológico. Sólo se descifran esas claves cuando se examinan desde una perspectiva genética, ligada al desarrollo normal. La contemplación del autismo tiene el efecto saludable de «extrañarnos» ante el desarrollo normal.
Fijémonos por ejemplo en lo que sucede, a medida que transcurre el periodo que se extiende entre
los 9 y los 54 meses, en el desarrollo psicológico de una niña normal. Desde los 8 ó 9 meses, expresa un modo de relacionarse con el mundo que antes no tenía. Muestra un interés activo e intencionado por los objetos – a los que aplica esquemas cada vez más complejos, que implican diferenciar entre medios y fines – y por las personas, a las que ofrece una mirada «nueva», más inteligente y brillante que la del bebé de hace pocas semanas. En el último trimestre de su primer año de vida, A. desarrolla claramente la capacidad de comunicarse, es decir, de relacionarse intencionadamente con las personas acerca de objetos y situaciones. Se hace entender por ejemplo mediante gestos y vocalizaciones, que a veces tratan de conseguir algo a través de los adultos (como cuando levanta los brazos para que su madre la tome en los suyos), y otras intentan algo más sutil: compartir con las personas su interés por los objetos (como cuando señala emocionada una nueva muñeca que hay en su habitación, y se la muestra a su madre).
En los primeros meses de su segundo año de vida, A. desarrolla rápidamente algunas capacidades fascinantes. Empieza a decir palabras sueltas pero que tienen, como si dijéramos. «vocación de frases» (por ejemplo, muestra un zapato mientras dice «¡papá!», como si dijera: «¡esto es de papá!») y se incorpora de forma cada vez más activa a la vida familiar. Ello no sólo está relacionado con su nueva capacidad de andar por sí misma, sino también con el desarrollo de competencias mentales y de comprensión psicológica cada vez más complejas. A. va dando muestras de una capacidad maravillosa: la de inventar símbolos y crear pequeñas ficciones por sí misma. Hacia los 18 meses, edad en que empieza a decir frases de dos o tres palabras, A. produce espontáneamente pequeños mundos imaginarios (como cuando intenta meter una cuchara vacía en la boca de su muñeca). En la segunda mitad del segundo año, se produce en ella un cambio sutil y difícil de expresar: comienza a ser capaz de contemplarse a sí misma en las acciones y situaciones; es como si desarrollara una conciencia cada vez más clara de sí misma.
Las transformaciones que se producen entre esa edad y los cuatro años y medio son tan feroces y complejas que resultan difíciles de apresar conceptualmente. A. desarrolla su vocabulario con gran rapidez (se ha calculado que, en el periodo crítico, el niño adquiere una palabra por cada hora despierta), construye oraciones que llegan a tener una sintaxis básica como la del lenguaje adulto, se hace cada vez más sagaz y «lista» en las interacciones, desarrolla complejos de ficciones y símbolos cada vez más elaborados, desarrolla la capacidad de relacionarse con niñas de su edad y accede a un amplio mundo cultural, que se refleja en destrezas tales como las que permiten organizar conceptualmente la realidad o «saber para qué sirven» las cosas. Evidentemente, esos desarrollos formidables han dependido de una característica muy importante de A., a saber: el mundo de A. es esencialmente un mundo de personas. Las personas son los estímulos más interesantes, los espectáculos más fascinantes, las guías principales por las que transita el mundo psicológico de A. Por eso las imita y se identifica con ellas, trata de parecerse a las personas v busca su compañía. Intenta comprenderlas y se siente intersubjetivamente ligada a las personas que la rodean.
Todos estos procesos de desarrollo se han visto alterados en R., una niña a la que se diagnosticó autismo a los tres años y medio. Sus padres no recuerdan haber visto en ella gestos comunicativos cuando tenía alrededor de un año. No hacía ni «protoimperativos» (gestos y vocalizaciones para pedir) ni «protodeclarativos» (para mostrar objetos o situaciones, compartiendo el interés hacia ellos). Sin embargo, los padres de R. no comenzaron a preocuparse hasta un poco más tarde: entre los 18 y los 24 meses. R. tendía a aislarse cada vez más, encerrada en sus bucles de acción repetitiva y no funcional. Se balanceaba una, y otra, y mil veces. No atendía a llamadas ni mostraba ninguna satisfacción cuando sus padres regresaban después de una ausencia. Clausurada en su mundo indescifrable, parecía indiferente a las personas. No hacía símbolos, ni decía palabras, ni inventaba pequeñas ficciones.
Los padres confirmaban explícitamente lo que antes sólo había sido un inquietante presentimiento
que no se habían atrevido a formular: R., una niña bellísima que parecía normal de pequeñita, se
estaba «yendo». Sí, era como si hubiera salido por una puerta invisible del mundo humano, que no
parecía interesarle en absoluto. A lo largo del tercer año, las inquietudes de los padres se confirmaron.
Los especialistas decían que R. presentaba un trastorno del desarrollo, aunque dudaron mucho antes de definirlo. Hicieron pruebas para ver si era sorda, pero esa hipótesis no se confirmó. Descubrieron que había sufrido otitis frecuentes y la operaron de vegetaciones, pero eso no hizo que desarrollara el lenguaje.
A. permanecía indiferente al turbulento mundo de emociones de sus padres, en que se entremezclaban sentimientos de culpa y temor, un vago resentimiento hacia ese algo que parecía
haber raptado a su niña, habérsela llevado a un lugar silencioso, inaccesible. Entre los tres años y
medio -en que fue diagnosticada – y los cuatro y medio, R. comenzó a mejorar. Un trabajo paciente, y la implicación entusiasta de los padres permitió que empezara a relacionarse más. Su logopeda le enseñó algunos signos comunicativos con las manos, que permitían obtener algunas cosas que
deseaba. Empezó a pedir espontáneamente, aunque lo hacía de un modo especial y no sólo con los signos aprendidos: llevaba de la mano a la persona hacia el objeto deseado y luego ponía la mano de la persona sobre él. En cierto modo, trataba a la mano como si fuera un objeto inerte, pero eso era mucho mejor que la incomunicación completa del pasado reciente. La expresión triste, seria y absorta de R. había cambiando: cada vez sonreía más. Sus rabietas incomprensibles y cambios de estado de ánimo disminuyeron. A los 4 años y medio, R. había comenzado a reintroducirse penosamente en el mundo humano, aunque por camino diferente al seguido por A. Por un camino mucho más difícil, lento y escarpado.
El ejemplo de R. puede servirnos perfectamente como prototipo de cómo aparece normalmente el
autismo. Aunque Kanner (1943) y Asperger (1944) creían que el autismo se manifiesta siempre desde el comienzo de la vida, las investigaciones de los últimos años han demostrado que no es así. Sólo en uno de cada cuatro casos hay alteraciones en el primer año. Lo más frecuente es que el cuadro se manifieste en el segundo año, y en torno a una edad crítica en el desarrollo humano, los 18 meses. Hay un grupo de autistas en que el trastorno se manifiesta después de un desarrollo normal en los dos – casi hasta los tres -años de vida.
En una investigación del autor sobre el origen del autismo, se analizaron los informes retrospectivos proporcionados por los padres de 100 niños y niñas autistas (78 varones y 22 niñas) acerca de los primeros síntomas del trastorno. Se encontró que en 57 de los 100 casos, el cuadro se había manifestado en el segundo año de vida, y en 25 en el primero. De los 18 restantes, once habían presentado sus primeros síntomas entre los dos años y los dos y medio. Cuatro entre esta última edad y los tres años. Había tres casos muy tardíos, que a pesar de ser claramente de autismo, habían manifestado sus primeros síntomas después de la edad «tope» de 3 años, pero antes de los 3 y medio.
En la figura 2 se resumen los datos.
En la investigación mencionada se descubrieron otras cosas interesantes: (1) aunque la mayoría de los padres se daban cuenta de que había algún problema en el desarrollo de sus hijos después del primer año, los niños autistas tendían a ser descritos como pasivos o «muy tranquilos», en el 63 % de los casos, durante ese primer año; (2) además, incluso en los casos de desarrollo supuestamente tardío se echaban en falta retrospectivamente las conductas comunicativas (protoimperativos y protodeclarativos) propias del final del primer año, y (3) no existía ninguna relación entre el momento de aparición del cuadro y la posterior gravedad o deficiencia cognitiva de que éste se acompañaba posteriormente.
Con respecto a este estudio, podría plantearse la duda de hasta qué punto son válidas las
informaciones retrospectivas de los padres sobre el desarrollo de sus hijos. ¿No será que hay síntomas de primer año que los padres no ven o se resisten a aceptar? ¿Qué confianza podemos tener en informaciones que no provienen de observadores objetivos del desarrollo y, en muchos casos, de personas sin conocimientos mínimos de cómo debe desarrollarse un niño? Un dato indirecto, que nos da algo más de confianza en los informes de los padres es que no había diferencias estadísticamente significativas entre los padres primerizos y los que no lo eran en cuanto al momento de detección del trastorno del desarrollo. Ello sugiere que los primeros síntomas de autismo son suficientemente obvios como para alarmar incluso a los inexpertos padres primerizos.
Pero además las observaciones anteriores se han confirmado en otras investigaciones que han
empleado datos muchos más objetivos. En los últimos años, empezamos a disponer de un número
abundante de filmaciones de vídeo, realizadas desde el nacimiento o los primeros meses sobre bebés que luego han resultado ser niños autistas. Ese tipo de material fue el utilizado, en un estudio muy completo y riguroso, por Gisela Lösche (1990), que comparó las filmaciones de ocho niños autistas con las de ocho normales. Encontró que los expertos que participaban en su estudio eran incapaces de diferenciar unas de otras en el primer año. En la primera mitad del segundo año aparecían diferencias sutiles que se convertían en trastornos cualitativos del desarrollo en la segunda mitad. Un aspecto interesante del estudio de Lösche es que destacaba la ausencia de conductas propositivas, dirigidas a metas, como un indicador básico en el origen del autismo.
Ya hemos sugerido, al hablar de casos como los de I., J. o R., que el momento más dramático del
autismo es precisamente ese periodo crítico del desarrollo humano normal, que abarca los tres años que van desde los 18 meses a los 54. Generalmente es en esas edades cuando los niños autistas están más aislados, ofrecen una impresión más desoladora de soledad, se entregan mas obsesivamente a sus estereotipias, tienen mas alteraciones de conducta (como las autoagresiones), presentan emociones más lábiles e incomprensibles, tienen más rabietas y poseen menos destrezas funcionales de relación con las personas y las cosas. Frecuentemente, todo ello mejora durante la edad escolar, entre los 5 y los 13 ó 14 años aproximadamente. El ritmo de los cambios depende mucho de la capacidad intelectual y la gravedad del trastorno. Algunos niños autistas (los más capaces y menos graves) se hacen capaces de «integrarse» en la escolaridad ordinaria y adquieren capacidades funcionales muy complejas, incluyendo lenguaje y destrezas cognitivas o conocimientos, que implican la incorporación – aunque con limitaciones – a la cultura. Otros, cuando menos, desarrollan habilidades básicas de relación, aplicación de esquemas funcionales a objetos, autonomía y categorización elemental. Casi siempre, el estado emocional del escolar autista es menos lábil y más positivo que el del preescolar, y el inaccesible aislamiento de la infancia se va sustituyendo por motivos y capacidades de relación. El mundo caótico y sin codificar del preescolar autista se ordena en mayor o menor grado, y la conducta se hace más propositiva.
En un número limitado de casos, la adolescencia puede implicar un periodo de turbulencia, con
reaparición de síntomas v trastornos previamente superados, aumento de la labilidad emocional, de la depresión, insomnio o trastornos alimentarios, etc. Sin embargo, en la mayoría se mantiene la
dirección positiva del desarrollo de la niñez. La aparición de impulsos sexuales no implica casi nunca el desarrollo de motivaciones de ese tipo con relación a otras personas. Rara vez existe el otro, para un autista, como objeto de deseo sexual. En algunos adolescentes o jóvenes de nivel intelectual alto aparece una vaga necesidad de relación con el otro sexo, que frecuentemente no saben cómo resolver.
Cuando las personas autistas reciben la atención adecuada, su vida adulta suele ser la más
satisfactoria. Es cierto que la mayoría requieren ayuda permanente, y tienen capacidades de
autonomía limitadas, pero también lo es que muchos adultos autistas alcanzan un «compromiso
aceptable» con un mundo restringido en el que viven con cierto bienestar. En la edad madura, la
convivencia alcanza frecuentemente una cierta estabilidad. Aunque los autistas son mucho más
inflexibles que lo que nos gusta ser a las personas normales, «negocian» muchas veces con sus padres o personas cercanas un grado aceptable de equilibrio entre inflexibilidad y variación. Además, los adultos han adquirido ya el derecho de un encierro en un sí mismo que no se ha constituido como tal. El autismo no es la introyección ensimismada en un mundo propio rico, que alejara del ajeno, sino la dificultad para constituir tanto el mundo propio como el ajeno. Para el niño normal, el mundo está lleno de mente. Para el autista, vacío de ella.
B. Autismo y desarrollo normal.
¿Qué aspectos del desarrollo humano se alteran en ese trastorno al que hemos llamado «trágico»? Las investigaciones de los psicólogos evolutivos en los últimos años nos proporcionan una imagen del desarrollo infantil que es muy útil contraponer con el autismo. La imagen indica que el autismo no es ni mucho menos una fase del desarrollo normal, como pretendía la psicoanalista Margaret Mahler (1968). Por tanto, no consiste en una regresión hacia un periodo primitivo del desarrollo humano, o una función en él. El periodo primitivo autista no existe. Los niños normales no son nunca autistas. Por el contrario, los recién nacidos normales demuestran algunas capacidades sociales impresionantes, que sólo se ponen de manifiesto en investigaciones finas y muy controladas sobre sus pautas de atención y acción. Se trata de capacidades de sintonizar preferentemente con los estímulos que brindan las personas (por ejemplo, prefieren estímulos visuales redondeados, estructurados, móviles, relativamente complejos y, con abultamientos, que son todas características de la cara humana) y responder armónicamente a esos estímulos, como cuando imitan (sí: los neonatos imitan asistemáticamente patrones como sacar la lengua o abrir la boca) o responden mediante movimientos, que a cámara lenta parecen una danza a la melodía del lenguaje a sus figuras de crianza (un fenómeno que se llama «sincronía interactiva»).
Hacia los dos o tres meses, los bebés comienzan a fijarse en los matices más expresivos del rostro humano y se muestran capaces de compartir e intercambiar expresiones emocionales. Trevarthen (1982), que ha analizado con finura los intercambios expresivos (sonrisas, vocalizaciones, gestos de tristeza, temor, sorpresa, etc.) entre los bebés y sus madres, usa un término muy expresivo para referirse a la capacidad que se pone de manifiesto en esas relaciones: intersubjetividad primaria. Esta sería una competencia de «sentir con», que sería reflejo de una motivación fundamental e innata en el hombre: la de compartir la mente y entenderse con el otro. Las nociones y las relaciones somatotónicas son las primeras puertas por las que los niños penetran en las mentes ajenas, gracias a esa especie de sim-patía esencial que permite experimentar la misma emoción que el otro siente, en un intercambio mutuo.
Antes de llegar a los seis meses, los bebés normales desarrollan vínculos firmes con figuras de crianza, a las que reconocen. Se hacen capaces de anticipar conductas ajenas muy simples en rutinas habituales (como cuando levantan los bracitos al ir a ser tomados en brazos) y empiezan a interesarse mucho por las conductas de las personas. Los bebés de seis meses muestran un interés genuino por las conductas de sus madres. Los de siete y ocho, ya capaces de sentarse, se interesan también muy activamente por los objetos (el interés humano por los objetos es muy superior al de cualquier otro animal, pues cualquiera de ellos puede ser potencialmente útil para un ser capaz de hacer unos instrumentos con otros, y éstos con unos terceros, etc.). En el último trimestre del primer año, los bebés normales, muy sensibles a las «actitudes mentales» de los otros hacia los objetos (vid. Hobson, 1995), se hacen cada vez más capaces de integrar sus «esquemas de objeto» y sus esquemas de persona» en ciertas conductas de relación intencionada con las personas en relación con los objetos, a las que llamamos «comunicación». Son conductas que tienen carácter sígnico, y que implican suspender la acción directa sobre los objetos, para convertir esa «acción en suspenso» en signo del interés por ellos o el deseo de obtenerlos (una acción en suspenso es extender la palma de la mano hacia el objeto deseado, sin tocarlo; otra, señalar con el dedo una cosa interesante).
Veíamos en el apartado anterior que ahí se producen generalmente los primeros fallos claros del
desarrollo autista. La ausencia de conductas comunicativas intencionadas es casi universal en los
niños que luego son diagnosticados del trastorno. Pero además hay un índice sutil de la anomalía
comunicativa de los autistas que consiste en la ausencia específica (o limitación grave) de un cierto tipo de comunicación: aquella a la que se denomina «protodeclarativa» (Curcio, 1978, Wetherby, 1986).
Para comprender en profundidad lo que significa este término, debemos diferenciar dos objetivos
posibles de la actividad comunicativa: – cambiar el mundo físico (como cuando decimos: «deme un
café») o el mundo mental (como al decir: «Platero es pequeño, peludo, suave…»). En el niño, los
intentos más precoces de cambiar el mundo físico mediante la comunicación consisten en actos tales como levantar los bracitos, para ser levantados, o dirigir la palma de la mano a una pelota lejana, para obtenerla por medio del adulto. Y los más tempranos de cambiar el mundo mental en gestos como señalar objetos interesantes, para que el otro se interese por ellos. A los primeros intentos se les denomina «protoimperativos», a los segundos «protodeclarativos». Pues bien: la ausencia de protodeclarativos o declaraciones simbólicas en el niño autista es uno de los criterios diagnósticos más claros para detectar el trastorno (aunque naturalmente no es un criterio único, ni siquiera estrictamente necesario para el diagnóstico diferencial).
¿Por que hay tantos autistas que no hacen «protodeclarativos»? La razón es que esas conductas
comunicativas exigen inevitablemente comprender algo muy importante: que las otras personas
tienen mente. Las páginas de este módulo, por ejemplo, están llenas de argumentos, comentarios, declaraciones, en una palabra, que nunca hubieran sido escritas si no fuera porque el autor sabe que habrá lectores – intérpretes dotados de mente -, a quienes puede trasmitir sus experiencias y conocimientos sobre el autismo. Pero la noción de que las otras personas tienen mente parece ser especialmente difícil de alcanzar para los autistas.
Esta dificultad se puso de manifiesto en un experimento ya clásico realizado por Baron-Cohen, Leslie y Frith (1985), tres investigadores del Medical Research Council de Londres, a los que ya nos hemos referido. Compararon a niños autistas, normales y con síndrome de Down en su capacidad de darse cuenta de que las personas pueden tener creencias falsas, diferentes de las que uno mismo tiene y que no se corresponden con situaciones reales. Cuando un niño demuestra que posee esa capacidad, está demostrando también que se da cuenta de que los demás tienen mente, o lo que es lo mismo, representaciones mentales que guían su conducta. Representaciones que no tienen por qué ser iguales a las que uno mismo tiene de una situación. Antes del estudio de los tres investigadores británicos, dos psicólogos austríacos, Wimmer y Perner (1983) habían demostrado que los niños normales desarrollan hacia los 5 años la capacidad de reconocer creencias falsas en otros.
El esquema de estos estudios es el siguiente: se presentan al niño dos personajes, X e Y, en una
habitación en miniatura. Uno de ellos, X, tiene un objeto deseable y lo guarda en un recipiente. Luego abandona la habitación. Mientras X está fuera, Y cambia el objeto de lugar. Naturalmente X no ve el cambio. Finalmente X vuelve a la habitación y se hace al niño la pregunta crítica: ¿Dónde va a buscar el objeto?.
La mayoría de los niños normales o con síndrome de Down de poco más de 5 años de edad mental
daban la respuesta correcta, a diferencia del 80 % de los niños autistas. Ello era tanto más
sorprendente cuanto que éstos habían sido seleccionados de manera que tenían edades mentales
más altas que los otros niños (los normales eran más pequeños, en cuanto a edad cronológica), según las escalas verbal y manipulativa de la prueba de Weschler.
La capacidad de «tener representaciones sobre las representaciones mentales propias o ajenas» parece fallar en los autistas. Esa capacidad ha recibido un nombre equívoco en la literatura psicológica: Teoría de la mente. Tener teoría de la mente es ser capaz de atribuir a los otros estados mentales, poder inferir sus creencias y deseos, anticipar en función de ellos las conductas ajenas. «Leer la mente» es una capacidad humana básica, que no se desarrolla o lo hace de forma insuficiente en los casos de autismo. No todos estos casos implican deficiencia mental, pero todos suponen la existencia de una deficiencia mentalista, cuyas consecuencias son muy graves.
Fijémonos en algunas de esas consecuencias: la persona sin una «teoría de la mente» carece de guías conceptuales para interpretar y predecir las conductas ajenas. Las conductas de los demás le resultarán incomprensibles. Además será difícil que esa persona desarrolle la comunicación, sobre todo si ésta posee una función inherentemente mentalista (cambiar el mundo mental de los otros).
Ello dará lugar a una ausencia o retraso de las capacidades declarativas. Y, en caso de adquiriese éstas, la conversación se convertirá en un obstáculo formidable. Conversar es intercambiar ideas
mutuamente relevantes, en contextos de interacción simbólica, y que exigen constantemente
«ponerse en la piel del otro». ¡Nada hay más difícil para esa persona que, como dice Frith (1992) tiene una especie de «ceguera» especial, una ceguera para lo mental!. Su conmovedora soledad mental dará la extraña impresión de un «egoísmo que se desconoce».
Necesidades de las personas autistas:
El primer estudio de un niño autista lo llevó a cabo Kanner: su nombre era Jerry. Lo fascinante de Jerry es que nos ayuda a reconstruir en qué consiste la experiencia de ser autista. Recuerda que los estados de experiencia dominantes en su infancia eran «la confusión y el terror». Los estímulos sensoriales (sonidos, olores…) le resultaban insoportablemente intensos. «Nada parecía constante, todo era imprevisible y extraño». Especialmente la conducta de las personas, que resultaba imposible de anticipar y comprender. Jerry recuerda un mundo fragmentario, sin un sentido central. Y es consciente de que hay en él una carencia básica: no siente empatía, no puede sentir lo que las otras personas sienten. Su extraño mundo nos ayuda a comprender un poco mejor cómo podemos ayudar a las personas autistas. Qué nos piden a través de su silencio. Los puntos del CUADRO 6 contienen algunas de esas peticiones, que los autistas transmiten a través de su conducta, pero que no pueden hacernos explícitamente.
CUADRO 6: NECESIDADES DE LAS PERSONAS AUTISTAS
1. Necesito un mundo estructurado y predictible, en que sea posible anticipar lo que va a suceder.
2. Utiliza señales claras. No emplees en exceso el lenguaje. Usa gestos evidentes, para que pueda
entender.
3. Evita, sobre todo al principio, los ambientes bulliciosos, caóticos, excesivamente complejos e
hiperestimulantes.
4. Dirígeme, no esperes a mis iniciativas para establecer interacciones. Procura que éstas sean claras, contingentes, comprensibles para mí.
5. No confíes demasiado en mi aspecto. Puedo ser deficiente sin parecerlo. Evalúa objetivamente mis verdaderas capacidades y actúa en consecuencia.
6. Es fundamental que me proporciones medios para comunicarme. Pueden ser movimientos, gestos, signos y no necesariamente palabras.
7. Para tratar de evaluarme o enseñarme, tienes que ser capaz primero de compartir el placer
conmigo. Puedo jugar y compartir el placer con las personas. Ten en cuenta que se me exigen
adaptaciones muy duras.
8. Muéstrame en todo lo posible el sentido de lo que me pides que haga.
9. Proporciona a mi conducta consecuencias contingentes y claras.
10. No respetes mi soledad. Procura atraerme con suavidad a las interacciones con las personas, y ayúdame a participar en ellas.
11. No me plantees siempre las mismas tareas, ni me obligues a hacer las mismas actividades. El
autista soy yo. No tú.
12. Mis alteraciones de conducta no son contra ti. Ya tengo un problema de intenciones, no interpretes que tengo malas intenciones.
13. Para ayudarme, tienes que analizar cuidadosamente mis motivaciones espontáneas. En contra de lo que pueda parecer, me gustan las interacciones cuya lógica puedo percibir; aquellas que son
estructuradas, contingentes, claras. Hay muchas otras cosas que me gustan. Estúdialas primero.
14. Lo que hago no es absurdo, aunque no sea necesariamente positivo. No hay desarrollos absurdos, sino profesionales poco competentes. Procura comprender la lógica, incluso de mis conductas más extrañas.
15. Enfoca la educación y el tratamiento en términos positivos. Por ejemplo, la mejor manera de
extinguir las conductas disfuncionales (autoagresiones, rabietas, conductas destructivas, etc.) es
sustituirlas por otras funcionales.
16. Ponme límites. No permitas que dedique días enteros a mis estereotipias, rituales, alteraciones de conducta. Los límites que negociamos me ayudan a saber que existes y que existo.
17. En general, no interpretes que no quiero, sino que no puedo.
18. Si quieres que aprenda, tienes que proporcionarme experiencias de aprendizaje sin errores, y no por ensayo y error. Para ello, es preciso que adaptes cuidadosamente los objetivos y
procedimientos de enseñanza a mi nivel de desarrollo, y que me proporciones ayudas suficientes
para hacer con éxito las tareas que me pides.
19. Pero evita las ayudas excesivas. Toda ayuda de más es contraproducente porque me hace
depender de la ayuda más que de los estímulos relevantes y me hurta una posibilidad de aprender.
20. Por ahora, mi problema se mejora sobre todo con la educación. Procura evitar excesos
farmacológicos o una administración crónica de neurolépticos. Consulta al médico con alguna
frecuencia si recibo medicación.
21. No me compares constantemente con los niños normales. Mi desarrollo sigue caminos distintos y quizá más lentos, pero eso no quiere decir que no se produzca.
22. Ten en cuenta que dominar un signo, un sólo signo, puede cambiar mi vida por completo.
23. Utiliza frecuentemente códigos viso – espaciales para enseñarme o hacerme entender las cosas. Mi capacidad viso-espacial suele estar relativamente preservada. Por ejemplo, los pictogramas que muestran lo que se va a hacer y sirven como «agendas» pueden ser muy útiles.
24. Plantea actividades funcionales y que puedan tener algún sentido en mi trayectoria personal. Por ejemplo, hacer círculos con lápiz puede ser menos funcional para mí (si no puedo llegar a escribir o dibujar figuras representativas) que hacer huevos fritos.
25. Ten en cuenta que antes de ser autista soy niño, adolescente o adulto. Por muy grave que sea mi trastorno del desarrollo, es mucho más lo que me une que lo que me separa de las otras personas.
Las peticiones del cuadro 6, que deben estudiarse cuidadosamente, establecen una especie de
«actitud general» muy eficaz en el afrontamiento de los cuadros del espectro autista. Son útiles a lo
largo de todo el desarrollo de las personas que presentan cuadros situados en ese espectro. Pero
deben cualificarse para los diferentes momentos del ciclo vital.
En general, podemos decir que los preescolares autistas requieren un altísimo grado de dedicación y trabajo, que debe proveerse. Además, sus familias pasan por un periodo muy crítico de asimilación del trastorno del hijo, que requiere ayuda profesional y un firme apoyo. Muchos niños pequeños autistas pueden beneficiarse de la educación preescolar normal, pero para ello se requiere un compromiso muy claro de los profesionales que los atienden, apoyo psicopedagógico a esos profesionales y centros preescolares muy bien estructurados y con pocos niños.
Los autistas de niveles cognitivos más bajos pueden beneficiarse más de la educación específica que de la integrada en la edad escolar, especialmente cuando tienen alteraciones graves de conducta. Hay, por otra parte, niños autistas para los que la indicación mejor puede ser la educación especial, pero no específica, o – en los de más capacidad intelectual – la integración. En estos dos últimos casos, es preciso un claro compromiso educativo de los grupos de profesores y apoyos de expertos que orienten la labor educativa y ayuden a controlar una angustia excesiva o sentimientos de impotencia en los educadores.
Finalmente es preciso proporcionar a los adultos autistas recursos tales como residencias, centros ocupacionales y centros de empleo protegido, y apoyar la inserción en el mercado laboral de los más capacitados. El autismo requiere siempre un apoyo estable y comprometido de por vida. Una vida que además suele prolongarse más allá que la de los padres, ya que el autismo no implica un acortamiento de la esperanza de vida.
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