Diccionario de Psicología, letra M, Malestar en la cultura (el)
Obra de Sigmund Freud publicada en 1930 con el título de Das Unbehagen in der Kultur. Traducida por primera vez al francés en 1934 por Charles Odier, con el título de Malaise dans la civilisation, y en 1994 por Pierre Cotet, René Lainé y Johanna Stute-Cadiot con el título de Le Malaise dans la culture. Traducida al inglés por Joan Riviere, en 1930, con el título de Civilization and its Discontents, retomado sin modificaciones por James Strachey en 1961. El malestar en la cultura fue durante mucho tiempo uno de los escritos freudianos a los que, no sin alguna condescendencia, se calificaba de sociológicos o antropológicos. Lejos de admitir ese punto de vista, Jacques Lacan, en el seminario de 1959-1960, dedicado a la ética del psicoanálisis, habla de ese libro como de una «obra esencial» en la cual Freud realiza Ia suma de su experiencia» y trata de lo trágico de la condición humana. Peter Gay, por su parte, estima que El malestar en la cultura es la obra «más sombría» de Freud, en la que aborda sin rodeos, y en el tono más grave, la cuestión de Ia miseria humana», a la cual daban toda su amplitud la crisis económica, el derrumbe de la Bolsa de Nueva York (unos días antes de que Freud le entregara el manuscrito al editor), y el ascenso del partido hitleriano en Alemania. Con este ensayo, Freud quiso extender a la cultura en general el examen que había hecho de la religión en El porvenir de una ilusión. Como para subrayar la continuidad entre ambos trabajos, comienza recogiendo, para criticarla, una observación que la lectura de El porvenir de una ilusión le había sugerido a su amigo Romain Rolland. Al escribirle a Freud para agradecerle el envío del libro, el autor de Au-dessus de la mélée lamentaba que en esa obra no se hubiera tratado la cuestión del origen del «sentimiento religioso». Rolland designaba de tal modo una «sensación religiosa», es decir, el «hecho simple y directo de la sensación de «lo eterno»», que caracterizaba como «un sentimiento oceánico». De entrada, Freud rechaza la idea de que una sensación de ese tipo pueda constituir la esencia de la religiosidad: según él, se trata más bien de una repetición del sentimiento de plenitud que experimenta el lactante antes de la separación psicológica respecto de la madre, sentimiento de plenitud característico del yo primario, yo-placer, del cual siente periódicamente nostalgia el yo adulto, el yo estrechado por el principio de realidad. Si se cree encontrar en ese «sentimiento oceánico» la fuente de la necesidad religiosa, ello se debe al olvido de que esa necesidad no es primera, que sólo constituye una reformulación de la necesidad de protección por el padre: el «sentimiento oceánico» que evoca Romain Rolland no es en definitiva más que una tendencia al restablecimiento del narcisismo ¡limitado, específico del yo primario. Después de esta puesta a punto, Freud recapitula brevemente las tesis desarrolladas en El porvenir de una ilusión: recuerda que la existencia humana se caracteriza por el hecho de que los objetivos del principio de placer, la búsqueda del goce máximo y la evitación del dolor, no pueden alcanzarse en razón del «orden del universo». Se sigue de ello que es mucho más probable que el hombre haga la experiencia de la desdicha, la que le es infligida por el sufrimiento del cuerpo, la hostilidad del mundo exterior y la insatisfacción en las relaciones con los otros. Así como el principio de placer se somete al principio de realidad cuando se ve confrontado con el mundo exterior, el hombre, frente a estos obstáculos, renuncia a esa felicidad para la cual evidentemente no está hecho, y busca los medios de atenuar o suprimir el sufrimiento. Freud enumera tres medios esenciales: la neurosis, la intoxicación y la psicosis, con formas propias para cada individuo. Es precisamente esta especificidad lo que la religión trata de suprimir, proponiendo una modalidad uniforme de adaptación a la realidad, cuyas características son una desvalorización de la vida terrenal, el reemplazo del mundo real por un mundo delirante, y una inhibición intelectual. De las tres causas del sufrimiento humano, Freud escoge para estudiar en este ensayo el carácter insatisfactorio de las relaciones entre los hombres. Remediar esta causa de sufrimiento es la función de la cultura, a través de las instituciones que la materializan (el Estado, la familia), pero en la medida en que los remedios propuestos son coactivos y aparecen como otros tantos límites en la búsqueda de placer, la cultura aparece muy pronto como una nueva causa de sufrimiento. Y, en tal carácter, es objeto de un rechazo frecuentemente acompañado de alegatos en favor de un retorno al estado de naturaleza, y de elogios al modo de vida de los primitivos que no dependían de los progresos de la tecnología moderna. Freud sostiene que este rechazo tiene su explicación, pero se niega a justificarlo, porque se basa en el olvido del carácter protector de la cultura. Antes que nada, lo que se olvida es la observación ya antigua, realizada por Hobbes (1588-1679), que Freud confirma sin vacilar: «El hombre es el lobo del hombre». Ahora bien, esta dimensión, que habrá que designar y teorizar, da su razón de ser al aspecto coactivo de la cultura, y le otorga a la organización social su estatuto de compromiso precario: en ella el hombre no puede ser plenamente feliz, pero sin ella no puede sobrevivir. De modo que el hombre y la mujer son prisioneros de un dilema: tienen necesidad de los otros, pero sueñan con vivir a distancia de esa sociedad que limita sus pulsiones sexuales. Para apaciguar los sufrimientos originados por esta contradicción, la cultura se esfuerza en crear vínculos sustitutivos: lazos de amor, impulsos libidinales desviados de sus objetivos sexuales. Es el caso del mandamiento retomado por el cristianismo, «ama a tu prójimo como a ti mismo», y también de la utopía comunista, a la que en este marco Freud condena sin apelación. Esos intentos están necesariamente destinados al fracaso, en cuanto se basan en una negación de la observación de Hobbes, en una ignorancia voluntaria del carácter universal de la hostilidad de los hombres entre sí, en la negativa a tomar en cuenta la agresividad y la crueldad inherentes al género humano, dimensiones éstas cuya permanencia quedaba demostrada por la historia pasada y presente. A continuación, el eje de la reflexión de Freud es el examen de esa dimensión de la agresividad, la hostilidad y la crueldad. Si la agresividad es inherente a la naturaleza humana, ello se debe a que también constituye una fuente de placer y, como tal, es complementaria del amor. Lo demuestran los intentos realizados para unir a los hombres con un vínculo de amor desviado de su objetivo sexual. En efecto, esos intentos sólo pueden tener éxito con la condición de que dejen al margen a otros hombres, los cuales se convierten en el blanco de la agresividad. Freud vuelve a encontrar en este punto la problemática desarrollada en Psicología de las masas y análisis del , yo, y sobre todo la dimensión del «narcisismo de las pequeñas diferencias», que Lacan reformuló, hablando del «terror conformista» en «Situación del psicoanálisis en 1956». Para darle un fundamento teórico a esta dimensión de la agresividad, Freud advierte al lector de la necesidad de tomar en cuenta la parte de la teoría psicoanalítica en cuya elaboración él había encontrado las mayores dificultades: la teoría de las pulsiones. En ese punto se hace explícito el objetivo del ensayo: se trata de analizar la naturaleza del «malestar» con la ayuda de la dualidad pulsional postulada unos años antes, en Más allá del principio de placer: la que opone amor y odio, eros y muerte. Estos enfrentamientos pulsionales gobiernan la vida inconsciente del individuo, y también su vida social. De allí la siguiente definición de la cultura y su desarrollo: «El combate de la especie humana por la vida». Resulta entonces necesario captar por qué medios puede la cultura llegar a controlar esa agresividad, manifestación explícita de la pulsión de muerte. Uno de esos medios puede identificarse en la historia del desarrollo psicológico del hombre: en efecto, en él se constata que la agresividad se vuelve contra el yo, que es introyectada y retomada por una parte del yo, el superyó, que va a oponerse a la parte restante. El superyó, esa «conciencia moral», pondrá de manifiesto respecto del yo la misma agresividad que el yo deseaba expresar respecto de los otros, y la tensión que de tal modo se instaura entre el yo y el superyó da lugar al «sentimiento consciente de culpa». En consecuencia, puede afirmarse que la cultura domina la agresividad de los individuos haciéndola vigilar por un intruso, el superyó, que funciona como un gobernador en «una ciudad conquistada». ¿En qué consiste este sentimiento de culpa que surge con tal constancia, sea que el mal haya sido realmente realizado o que haya permanecido en estado de intención? De hecho, tiene un doble origen. Es en primer lugar producto de la angustia que experimenta el niño ante la autoridad paterna (origen externo): temiendo que dejen de amarla, la criatura se ve llevada a renunciar a satisfacer las pulsiones, sólo orientadas hacia la búsqueda de placer. Pero cuando la autoridad ha sido interiorizada en el superyó a través de la introyección de la agresividad que ella suscitaba, el origen del sentimiento de culpa es interno: en adelante, ya no es posible ocultarle al superyó lo que subsiste en el yo del deseo de satisfacer la pulsión. El sentimiento de culpa, generado por la cultura (representada por el superyó), es entonces en gran parte inconsciente, y casi siempre vivido en la forma de un malestar que se atribuye a otras causas. Si el superyó desempeña el papel que se le acaba de reconocer en el proceso cultura], ¿no resulta tentador hablar de civilizaciones o épocas «neuróticas», que requerirían soluciones terapéuticas? Freud, que en muchas otras ocasiones reveló ser un adepto muy audaz al razonamiento analógico, aquí da muestras de la mayor prudencia, recordando que los conceptos, lo mismo que los seres humanos «no se pueden sustraer sin peligro a la esfera en la que han nacido y se han desarrollado». En efecto, al llegar a esa altura del ensayo, Freud advierte que la cuestión que se le plantea no concierne ya a la ciencia, sino al pronóstico. Esas sociedades civilizadas, ¿podrán dominar la pulsión destructiva capaz de perderlas? Freud se niega a darle a este interrogante la respuesta consoladora que aguardan y están dispuestos a proporcionar los revolucionarios y los pietistas reunidos en una misma ilusión. Deja la pregunta abierta, atribuyendo la agitación y la angustia crecientes de sus contemporáneos a su capacidad tecnológica para exterminarse mutuamente, hasta lo último. «Y ahora -concluye- cabe esperar que el otro de los dos «poderes celestiales», el eros eterno, realice un esfuerzo para afirmarse en su lucha contra su adversario no menos inmortal.» Un año después, en 1931, cuando el Partido Nazi acababa de obtener cerca del 39 por ciento de los votos en las elecciones, Freud, como para desprenderse de un resto de optimismo, añadió: «Pero, ¿quién puede conjeturar el éxito y el desenlace?»