El malestar en la cultura
I
Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos
raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros,
menospreciando los verdaderos valores de la vida. Mas en un juicio universal de esa índole, uno
corre el peligro de olvidar la variedad del mundo humano y de su vida anímica. En efecto, hay hombres a quienes no les es denegada la veneración de sus contemporáneos, a pesar de que su grandeza descansa en cualidades y logros totalmente ajenos a las metas e ideales de la multitud. Se tendería enseguida a suponer que sólo una minoría reconoce a esos grandes hombres, en tanto la gran mayoría no quiere saber nada de ellos. Pero no se puede salir del paso tan fácilmente; es que están de por medio los desacuerdos entre el pensar y el obrar de
los seres humanos, así como el acuerdo múltiple de sus mociones de deseo.
Uno de estos hombres eminentes me otorga el título de amigo en sus cartas. Yo le envié mi
opúsculo que trata a la religión como una ilusión (1), y él respondió que compartía en un todo mi juicio acerca de la religión, pero lamentaba que yo no hubiera apreciado la fuente genuina de la religiosidad. Es -me decía- un sentimiento particular, que a él mismo no suele abandonarlo nunca, que le ha sido confirmado por muchos otros y se cree autorizado a suponerlo en
millones de seres humanos. Un sentimiento que preferiría llamar sensación de «eternidad»; un
sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir «oceánico». Este sentimiento
-proseguía- es un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna
promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas
iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también
agotan. Sólo sobre la base de ese sentimiento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión.
Esta manifestación de mi venerado amigo, que además ha hecho una ofrenda poética al ensalmo de esa ilusión (2), me deparó no pocas dificultades. Yo no puedo descubrir
en mi mismo ese sentimiento «oceánico». No es cómodo elaborar sentimientos en el crisol de
la ciencia. Puede intentarse describir sus indicios fisiológicos. Donde esto no da resultado -me
temo que el sentimiento oceánico habrá de hurtarse de semejante caracterización-, no queda
otro recurso que atenerse al contenido de representación que mejor se aparee asociativamente
con tal sentimiento. Si he entendido bien a mi amigo, él quiere decir lo mismo que un original y
muy excéntrico literato brinda como consuelo a su héroe frente a la muerte libremente elegida:
«De este mundo no podemos caernos (3)». O sea, un sentimiento de la atadura indisoluble, de
la copertenencia con el todo del mundo exterior. Me inclinaría a afirmar que para mí ese
sentimiento tiene más bien el carácter de una visión intelectual, no despojada por cierto de un
tono afectivo, pero de la índole que tampoco falta en otros actos de pensamiento de parecido
alcance. En mi persona no he podido convencerme de la naturaleza primaria de un sentimiento
semejante; mas no por ello tengo derecho a impugnar su efectiva presencia en otros.Sólo cabe
preguntar si se lo ha interpretado rectamente y si se lo debe admitir como «fons et origo» de
todos los afanes religiosos.
Nada que pudiera influir concluyentemente en la solución de este problema tengo para alegar.
La idea de que el ser humano recibiría una noción de su nexo con el mundo circundante a
través de un sentimiento inmediato dirigido ahí desde el comienzo mismo suena tan extraña, se
entrama tan mal en el tejido de nuestra psicología, que parece justificada una derivación
psicoanalítica, o sea genética, de un sentimiento como ese. Entonces, acude a nosotros la
siguiente ilación de pensamiento: Normalmente no tenemos más certeza que el sentimiento de
nuestro sí-mismo, de nuestro yo propio (4). Este yo nos aparece autónomo, unitario,
bien deslindado de todo lo otro. Que esta apariencia es un engaño, que el yo más bien se
continúa hacia adentro, sin frontera tajante, en un ser anímico inconciente que designamos
«ello» y al que sirve, por así decir, como fachada: he ahí lo que nos ha enseñado -fue la primera
en esto la investigación psicoanalítica, que todavía nos debe muchos esclarecimientos sobre el
nexo del yo con el ello. Pero hacia afuera, al menos, parece el yo afirmar unas fronteras claras y
netas. Sólo no es así en un estado, extraordinario por cierto, pero al que no puede tildarse de
enfermizo. En la cima del enamoramiento amenazan desvanecerse los límites entre el yo y el
objeto. Contrariando todos los testimonios de los sentidos, el enamorado asevera que yo y tú
son uno, y está dispuesto a comportarse como si así fuera (5). Lo que puede ser
cancelado de modo pasajero por una función fisiológica, naturalmente tiene que poder ser
perturbado también por procesos patológicos. La patología nos da a conocer gran número de
estados en que el deslinde del yo respecto del mundo exterior se vuelve incierto, o en que los
límites se trazan de manera efectivamente incorrecta; casos en que partes de nuestro cuerpo
propio, y aun fragmentos de nuestra propia vida anímica -percepciones, pensamientos,
sentimientos-, nos aparecen como ajenos y no pertenecientes al yo, y otros casos aún, en que
se atribuye al mundo exterior lo que manifiestamente se ha generado dentro del yo y debiera ser
reconocido por él. Por tanto, también el sentimiento yoico está expuesto a perturbaciones, y los
límites del yo no son fijos.
Una reflexión ulterior nos dice: Este sentimiento yoico del adulto no puede haber sido así desde
el comienzo. Por fuerza habrá recorrido un desarrollo que, desde luego, no puede demostrarse,
pero sí construirse con bastante probabilidad (6). El lactante no separa todavía su yo
de un mundo exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen. Aprende a hacerlo poco a
poco, sobre la base de incitaciones diversas (7). Tiene que causarle la más intensa
impresión el hecho de que muchas de las fuentes de excitación en que más tarde discernirá a
sus órganos corporales pueden enviarle sensaciones en todo momento, mientras que otras -y
entre ellas la más anhelada: el pecho materno- se le sustraen temporariamente y sólo consigue
recuperarlas berreando en reclamo de asistencia. De este modo se contrapone por primera vez
al yo un «objeto» como algo que se encuentra «afuera» y sólo mediante una acción particular es
esforzado a aparecer. Una posterior impulsión a desasir el yo de la masa de sensaciones, vale
decir, a reconocer un «afuera», un mundo exterior, es la que proporcionan las frecuentes,
múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer, que el principio de placer, amo
irrestricto, ordena cancelar y evitar. Nace la tendencia a segregar del yo todo lo que pueda
devenir fuente de un tal displacer, a arrojarlo hacia afuera, a formar un puro yo-placer, al que se
contrapone un ahí-afuera ajeno, amenazador. Es imposible que la experiencia deje de rectificar
los límites de este primitivo yo-placer. Mucho de lo que no se querría resignar, porque dispensa
placer, no es, empero, yo, sino objeto; y mucho de lo martirizador que se pretendería arrojar de
sí demuestra ser no obstante inseparable del yo, en tanto es de origen interno. Así se aprende
un procedimiento que, mediante una guía intencional de la actividad de los sentidos y una
apropiada acción muscular, permite distinguir lo interno -lo perteneciente al yo- y lo externo -lo
que proviene de un mundo exterior-. Con ello se da el primer paso para instaurar el principio de
realidad, destinado a gobernar el desarrollo posterior (8). Este distingo sirve,
naturalmente, al propósito práctico de defenderse de las sensaciones displacenteras
registradas, y de las que amenazan. El hecho de que el yo, para defenderse de ciertas
excitaciones displacenteras provenientes de su interior, no aplique otros métodos que aquellos
de que se vale contra un displacer de origen externo, será luego el punto de partida de
sustanciales perturbaciones patológicas.
De tal modo, pues, el yo se desase del mundo exterior. Mejor dicho: originariamente el yo lo
contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior. Por tanto, nuestro sentimiento yoico
de hoy es sólo un comprimido resto de un sentimiento más abarcador -que lo abrazaba todo, en
verdad-, que correspondía a una atadura más íntima del yo con el mundo circundante. Si nos es
lícito suponer que ese sentimiento yoico primario se ha conservado, en mayor o menor medida, en la vida anímica de muchos seres humanos, acompañaría, a modo de un correspondiente, al sentimiento yoico de la madurez, más estrecho y de más nítido deslinde. Si tal fuera, los contenidos de representación adecuados a él serían, justamente, los de la ¡limitación y la atadura con el Todo, esos mismos con que mi amigo ilustra el sentimiento «oceánico». Ahora bien, ¿tenemos derecho a suponer la supervivencia de lo originario junto a lo posterior, devenido desde él?
Sin duda ninguna; un hecho así no es extraño al ámbito anímico ni a otros. Respecto de la
escala animal, mantenemos el supuesto de que las especies de desarrollo superior provienen
de las inferiores. Y a pesar de ello, todavía hoy hallamos entre los seres vivos a todas las
formas simples. El género de los grandes saurios se ha extinguido, dejando su sitio a los
mamíferos; pero un genuino representante de ese género, el cocodrilo, vive todavía con
nosotros. Acaso esta analogía sea demasiado remota, y aun fallida por la circunstancia de que
las especies inferiores supérstites no son, las más de las veces, los antepasados genuinos de
las actuales, más evolucionadas. Por regla general los eslabones intermedios se han
extinguido, y sólo por reconstrucción los conocemos. En cambio, en el ámbito del alma es
frecuente la conservación de lo primitivo junto a lo que ha nacido de él por trasformación; y tanto
es así que huelga demostrarlo con ejemplos. Ese hecho es casi siempre consecuencia de una
escisión del desarrollo. Una porción cuantitativa de una actitud, de una moción pulsional, se ha
conservado inmutada, mientras que otra ha experimentado el ulterior desarrollo.
Con esto tocamos el problema, más general, de la conservación en el interior de lo psíquico.
Apenas si ha sido elaborado (9), pero es tan atrayente y sustantivo que tenemos derecho a
dispensarle un instante de atención aunque nuestro tema no nos dé motivo suficiente para ello.
Desde que hemos superado el error de creer que el olvido, habitual en nosotros, implica una
destrucción de la huella mnémica, vale decir su aniquilamiento, nos inclinamos a suponer lo
opuesto, a saber, que en la vida anímica no puede sepultarse nada de lo que una vez se formó, que todo se conserva de algún modo y puede ser traído a la luz de nuevo en circunstancias apropiadas, por ejemplo en virtud de una regresión de suficiente alcance. Intentemos aclararnos el contenido de este supuesto mediante una comparación tomada de otro ámbito. Escojamos, a modo de ejemplo, el desarrollo de la Ciudad Eterna (10). Los historiadores nos enseñan que la Roma más antigua fue la Roma Quadrata, un recinto cercado sobre el Palatino.
A ello siguió la fase del Septimontium, reunión de los poblados sobre las colinas; después, la
ciudad circunscrita por la muralla de Servio Tulio, y más tarde, luego de todas las
trasformaciones del período republicano y de los primeros tiempos del Imperio, la ciudad que el
emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No prosigamos con esas mudanzas, y
preguntémonos qué hallaría aún de esos primeros estadios, en la Roma actual, un visitante a
quien imaginamos provisto de los conocimientos históricos y topográficos más completos. Verá
la muralla aureliana casi intacta, salvo en algunos trechos. En ciertos lugares encontrará,
exhumados, tramos de la muralla de Servio. Si supiera lo bastante -más que la arqueología de
hoy-, acaso podría delinearla en el plano de la ciudad, e indicar la traza de la Roma Cuadrada.
De los edificios que otrora poblaron esos antiguos recintos no hallará nada, o restos apenas,
pues ya no existen. Lo máximo que podría procurarle el conocimiento óptimo de la Roma
republicana sería que supiera señalar los lugares donde se levantaban los templos y edificios
públicos de entonces. Lo que ahora ocupa esos sitios son ruinas, pero no de ellos mismos, sino
de sus renovaciones, más recientes, erigidas tras su incendio o destrucción. Ni hace falta decir
que todos esos relictos de la antigua Roma aparecen como unas afloraciones dispersas en la
maraña de la gran ciudad de los últimos siglos a contar desde el Renacimiento, si bien es cierto
que mucho de lo antiguo está enterrado todavía en su suelo o bajo sus modernos edificios. Este
es el tipo de conservación del pasado que hallamos en lugares históricos como Roma.
Adoptemos ahora el supuesto fantástico de que Roma no sea morada de seres humanos, sino
un ser psíquico cuyo pasado fuera igualmente extenso y rico, un ser en que no se hubiera
sepultado nada de lo que una vez se produjo, en que junto a la última fase evolutiva pervivieran
todas las anteriores. Para Roma, esto implicaría que sobre el Palatino se levantarían todavía los
palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo seguiría coronando las viejas alturas;
que el castillo de Sant Angelo aún mostraría en sus almenas las bellas estatuas que lo
adornaron hasta la invasión de los godos, etc. Pero todavía más: en el sitio donde se halla el
Palazzo Caffarelli seguiría encontrándose, sin que hiciera falta remover ese edificio, el templo
de Júpiter capitolino; y aun este, no sólo en su última forma, como lo vieron los romanos del
Imperio, sino al mismo tiempo en sus diseños más antiguos, cuando presentaba aspecto
etrusco y lo adornaban antefijas de arcilla. Donde ahora está el Coliseo podríamos admirar
también la desaparecida domus aurea, de Nerón; en la plaza del Panteón no sólo hallaríamos el
Panteón actual, como nos lo ha legado Adriano, sino, en el mismísimo sitio, el edificio originario
de M. Agripa; y un mismo suelo soportaría a la iglesia María sopra Minerva y a los antiguos
templos sobre los cuales está edificada. Y para producir una u otra de esas visiones, acaso
bastaría con que el observador variara la dirección de su mirada o su perspectiva.
Es evidente que no tiene sentido seguir urdiendo esta fantasía; nos lleva a lo irrepresentable, y
aun a lo absurdo. Si queremos figurarnos espacialmente la sucesión histórica, sólo lo
conseguiremos por medio de una contigüidad en el espacio; un mismo espacio no puede
llenarse doblemente. Nuestro intento parece ser un juego ocioso; su única justificación es que nos muestra cuán lejos estamos de dominar las peculiaridades de la vida anímica mediante una figuración intuible.
Además, nos resta pronunciarnos sobre una objeción. Hela aquí: ¿Por qué hemos escogido
justamente el pasado de una ciudad para compararlo con el pasado del alma? También en el
caso de la vida anímica -se nos dirá- el supuesto de la conservación de todo lo pasado vale
únicamente a condición de que el órgano de la psique haya permanecido intacto, que su tejido
no se haya deteriorado por obra de traumas o inflamaciones. Ahora bien, en la historia de
ninguna ciudad echamos de menos influjos destructores equiparables a esas causas de
enfermedad, y ello aunque hayan tenido un pasado menos turbulento que el de Roma; aunque,
como a Londres, apenas las visitara nunca el enemigo. El desarrollo de una ciudad, incluso el
más pacífico, incluye demoliciones y sustituciones de edificios; en fin, la ciudad sería por
principio inapta para compararla con un organismo anímico.
Concedemos la objeción; renunciando, entonces, al sugerente efecto de contraste que
pudiéramos obtener, nos volvemos a un objeto de comparación siempre más afín, como lo es el
cuerpo animal o humano. Pero también aquí nos topamos con lo mismo. Las fases anteriores
del desarrollo no se han conservado en ningún sentido; han desembocado en las posteriores, a
las que sirvieron de material. El embrión no es registrable en el adulto; la glándula del timo, que
el niño poseía, es sustituida tras la pubertad por un tejido conjuntivo, pero ella misma ya no está
presente; en los huesos largos del hombre adulto es posible dibujar el contorno del hueso
infantil, pero, como tal, este ha desaparecido, tras estirarse y espesarse hasta alcanzar su
forma definitiva. Así llegamos a este resultado: semejante conservación de todos los estadios
anteriores junto a la forma última sólo es posible en lo anímico, y no estamos en condiciones de
obtener una imagen intuible de ese hecho.
Quizás hemos ido demasiado lejos en este supuesto. Quizá debimos conformarnos con
aseverar que lo pasado puede persistir conservado en la vida anímica, que no necesariamente se destruirá. Es posible, desde luego, que también en lo psíquico mucho de lo antiguo -como norma o por excepción- sea eliminado o consumido a punto tal que ningún proceso sea ya capaz de restablecerlo y reanimarlo, o que la conservación, en general, dependa de ciertas condiciones favorables. Es posible, pero nada sabemos sobre ello. Lo que sí tenemos derecho a sostener es que la conservación del pasado en la vida anímica es más bien la regla que no una rara excepción.
Estando ya tan enteramente dispuestos a admitir que en muchos seres humanos existe un
sentimiento «oceánico», e inclinados a reconducirlo a una fase temprana del sentimiento yoico,
se nos plantea una pregunta más: ¿Qué título tiene este sentimiento para ser considerado
como la fuente de las necesidades religiosas?
No lo creo un título indiscutible. Es que un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si él
mismo constituye la expresión de una intensa necesidad. Y en cuanto a las necesidades
religiosas, me parece irrefutable que derivan del desvalimiento infantil y de la añoranza del padre
que aquel despierta, tanto más sí se piensa que este último sentimiento no se prolonga en
forma simple desde la vida infantil, sino que es conservado duraderamente por la angustia
frente al hiperpoder del destino. No se podría indicar en la infancia una necesidad de fuerza
equivalente a la de recibir protección del padre. De este modo, el papel del sentimiento
oceánico, que -cabe conjeturar- aspiraría a restablecer el narcisismo irrestricto, es esforzado a
salirse del primer plano. Con claros perfiles, sólo hasta el sentimiento del desvalimiento infantil
uno puede rastrear el origen de la actitud religiosa. Acaso detrás se esconda todavía algo, mas
por ahora lo envuelve la niebla.
Me quiere parecer que el sentimiento oceánico ha entrado con posterioridad en relaciones con la religión. Este ser-Uno con el Todo, que es el contenido de pensamiento que le
corresponde, se nos presenta como un primer intento de consuelo religioso, como otro camino
para desconocer el peligro que el yo discierne amenazándole desde el mundo exterior. Vuelvo a
confesar que me resulta muy fatigoso trabajar con estas magnitudes apenas abarcables. Otro
de mis amigos, a quien un insaciable afán de saber ha esforzado a realizar los experimentos
más insólitos, terminando por convertirlo en un sabelotodo, me asegura que en las prácticas
yogas, por medio de un extrañamiento respecto del mundo exterior, de una atadura de la
atención a funciones corporales, de modos particulares de respiración, uno puede despertar en
sí nuevas sensaciones y sentimientos de universalidad que él pretende concebir como unas
regresiones a estados arcaicos, ha mucho tiempo recubiertos por otros, de la vida anímica. Ve
en ellas un fundamento por así decir fisiológico de muchas sabidurías de la mística. Aquí se
ofrecerían sugerentes nexos con muchas modificaciones oscuras de la vida anímica, como el
trance y el éxtasis. Sólo que a mí algo me esfuerza a exclamar, con las palabras del buzo de
Schiller:
«Que se llene de gozo
quien respire aquí, en la sonrosada luz». (11)
Continúa en ¨El malestar en la cultura (1930). Capítulo II¨
Notas:
1- [El porvenir de una ilusión (1927c).]
2- [Nota agregada en 1931:] Liluli [1919]. Desde la aparicion de los dos libros La vie de Ramakrishna [1929] y La vie de Vivekananda (1930), ya no necesito ocultar que el amigo mencionado en el texto es Romain Rolland. [Romain Rolland se refirió al «sentimiento oceánico» en la carta que le escribiera a Freud el 5 de diciembre de 1927, poco antes de la publicación de El porvenir de una ilusión.]
3- Christian Dietrich Grabbe [1801-1836], Hannibal: «Por cierto que de este mundo no podemos caernos. Estamos definitivamente en él».
4- [Se hallarán algunas consideraciones sobre el uso de los términos «yo» y «sí-mismo» por parte de Freud en mi «Introducción» a El yo y el ello (1923b), AE, 19, pág. 8.]
5- [Véase la nota al pie del historial clínico de Schreber (1911c), AE, 12, págs. 64-5.]
6- Sobre el desarrollo del yo y el sentimiento yoico, véanse los numerosos trabajos que van desde Ferenczi, «Entwicklungsstufen des Wirklichkeitssinnes» {Etapas de desarrollo del sentido de realidad (1913c), hasta las contribuciones de P. Federn de 1926, 1927 y años siguientes.
7- [Aquí Freud pisaba terreno conocido. Había considerado la cuestión poco tiempo atrás, en su trabajo «La negación» (1925h), AE, 19, págs. 254-6, pero en varias oportunidades anteriores se había ocupado de ella; cf., por ejemplo, «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), AE, 14, págs. 114 y 128-31, y La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, págs. 557-8. De hecho, lo esencial de ella se encuentra ya en el «Proyecto de psicología» de 1895 (1950a), secciones 1, 2, 11 y 16 de la parte I.]
8- [Cf. «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911b), AE, 12, págs. 226-8.]
9- [En 1907, Freud agregó una nota al pie sobre esto en el capítulo final. de su Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), AE, 6, pág. 266.]
10- Lo que sigue se basa en Hugh Last, «The Founding of Rorne», Cambridge Ancient History, 7 (1928).
11- [Schiller, «Der Taucher»]