Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Capítulo VII

El malestar en la cultura

VII

El malestar en la cultura

VII

¿Por qué nuestros parientes, los animales, no exhiben una lucha cultural semejante? Pues no lo sabemos. Muy probablemente, algunos de ellos, como las abejas, hormigas, termitas, han bregado durante miles de siglos hasta hallar esas instituciones estatales, esa distribución de las funciones, esa limitación de los individuos que hoy admiramos en ellos. Es característico de
nuestra situación presente que nuestro sentimiento nos diga que no nos consideraríamos
dichosos en ninguno de esos Estados animales y en ninguno de los papeles que en ellos se
asigna al individuo. En otras especies acaso se haya llegado a un equilibrio temporario entre los
influjos del mundo circundante {Umwelt} y las pulsiones que libran combate en el interior de
ellas, y, de esta manera, a una detención del desarrollo. En el caso de los hombres
primordiales, probablemente un nuevo embate de la libido provocó de contragolpe una renovada
renuencia de la pulsión de destrucción. Pero no hay que preguntar demasiado acerca de cosas
que todavía no tienen respuesta.
Nos acude otra pregunta más cercana. ¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para
volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión contrariante? Ya hemos tomado,
conocimiento de algunos de esos métodos, pero al parecer no de los más importantes.
Podemos estudiarlos en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le pasa para que se vuelva
inocuo su gusto por la agresión? Algo muy asombroso que no habíamos colegido, aunque es
obvio. La agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida;
vale decir: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al
resto como superyó y entonces, como «conciencia moral», está pronta a ejercer contra el yo la
misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos
a él. Llamamos «conciencia de culpa» a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el
yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad de castigo (1). Por consiguiente, la
cultura yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo, desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada.
Las ideas que el analista se forma acerca de la génesis del sentimiento de culpa no son las
corrientes entre los psicólogos; es verdad que tampoco a él le resulta fácil dar razón de dicha
génesis. En primer lugar, si se pregunta cómo alguien puede llegar a tener un sentimiento de culpa, se recibe una respuesta que no admite contradicción: uno se siente culpable (los creyentes dicen: en pecado) cuando ha hecho algo que discierne como «malo». Pero
enseguida se advierte lo poco que ayuda semejante respuesta. Acaso, tras vacilar un tanto, se
agregue que puede considerarse culpable también quien no ha hecho nada malo, pero discierne
en sí el mero propósito de obrar de ese modo; y entonces se preguntará por qué el propósito se
considera aquí equivalente a la ejecución. No obstante, ambos casos presuponen que ya se
haya discernido al mal como reprobable, como algo que no debe ejecutarse. ¿Cómo se llega a
esa resolución? Es lícito desautorizar la existencia de una capacidad originaria, por así decir
natural, de diferenciar el bien del mal. Evidentemente, malo no es lo dañino o perjudicial para el
yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento. Entonces, aquí se
manifiesta una influencia ajena; ella determina lo que debe llamarse malo y bueno. Librado a la
espontaneidad de su sentir, el hombre no habría seguido ese camino; por tanto, ha de tener un
motivo para someterse a ese influjo ajeno. Se lo descubre fácilmente en su desvalimiento y
dependencia de otros; su mejor designación sería: angustia frente a la pérdida de amor. Si
pierde el amor del otro, de quien depende, queda también desprotegido frente a diversas clases
de peligros, y sobre todo frente al peligro de que este ser hiperpotente le muestre su
superioridad en la forma del castigo. Por consiguiente, lo malo es, en un comienzo, aquello por
lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a
esa pérdida. De acuerdo con ello, importa poco que ya se haya hecho lo malo, o sólo se lo
quiera hacer; en ambos casos, el peligro se cierne solamente cuando la autoridad lo descubre,
y ella se comportaría de manera semejante en los dos.
Suele llamarse a este estado «mala conciencia», pero en verdad no merece tal nombre, pues
es manifiesto que en ese grado la conciencia de culpa no es sino angustia frente a la pérdida de
amor, angustia «social». En el niño pequeño la situación nunca puede ser otra; pero es también
la de muchos adultos, apenas modificada por el hecho de que la comunidad humana global
remplaza en ellos al padre o a ambos progenitores. Por eso se permiten habitualmente ejecutar
lo malo que les promete cosas agradables cuando están seguros de que la autoridad no se
enterará o no podrá hacerles nada, y su angustia se dirige sólo a la posibilidad de ser
descubiertos (2). Este es el estado de cosas con que, en general, debe contar la
sociedad de nuestros días.
Sólo sobreviene un cambio importante cuando la autoridad es interiorizada por la instauración
de un superyó. Con ello los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo grado
{estadio}; en el fondo, únicamente entonces corresponde hablar de conciencia moral y
sentimiento de culpa (3). En ese momento desaparece la angustia frente a la
posibilidad de ser descubierto, y también, por completo, el distingo entre hacer el mal y quererlo;
en efecto, ante el superyó nada puede ocultarse, ni siquiera los pensamientos. La situación
parece haber dejado de ser seria en lo objetivo {real}, pues se creería que el superyó no tiene
motivo alguno para maltratar al yo, con quien se encuentra en íntima copertenencia. Pero el
influjo del proceso genético, que deja sobrevivir a lo pasado y superado, se exterioriza en el
hecho de que en el fondo las cosas quedan como al principio. El superyó pena al yo pecador
con los mismos sentimientos de angustia, y acecha oportunidades de hacerlo castigar por el
mundo exterior.
En este segundo grado de su desarrollo, la conciencia moral presenta una peculiaridad que era
ajena al primero y ya no es fácil de explicar (4): se comporta con severidad y
desconfianza tanto mayores cuanto más virtuoso es el individuo, de suerte que en definitiva
justamente aquellos que se han acercado más a la santidad (5) son los que más acerbamente
se reprochan su condición pecaminosa. Así la virtud pierde una parte de la recompensa que se
le promete; el yo obediente y austero no goza de la confianza de su mentor y, a lo que. parece,
se esfuerza en vano por granjeársela. En este punto se estará dispuesto a objetar: he ahí unas
dificultades amañadas de manera artificial. Se dirá que una conciencia moral más severa y
vigilante es el rasgo característico del hombre virtuoso, y que si los santos se proclaman
pecadores no lo harían sin razón, considerando las tentaciones de satisfacción pulsional a que
están expuestos en medida particularmente elevada, puesto que, como bien se sabe, una
denegación continuada tiene por efecto aumentar las tentaciones, que, cuando se las satisface
de tiempo en tiempo, ceden al menos provisionalmente. Otro hecho que pertenece también al
ámbito de problemas -tan rico- de la ética es que la mala fortuna, vale decir, una frustración
exterior, promueve en muy grande medida el poder de la conciencia moral dentro del superyó.
Mientras al individuo le va bien, su conciencia moral es clemente y permite al yo emprender toda
clase de cosas; cuando lo abruma la desdicha, el individuo se mete dentro de sí, discierne su
pecaminosidad, aumenta las exigencias de su conciencia moral, se impone abstinencias y se
castiga mediante penitencias (6). Pueblos enteros se han comportado y se siguen
comportando de ese modo. Pero esto se explica cómodamente a partir del grado infantil,
originario, de la conciencia moral, grado que, por consiguiente, no es abandonado tras la
introyección en el superyó, sino que persiste junto a ella y tras ella. El destino es visto como
sustituto de la instancia parental; si se es desdichado, ello significa que ya no se es amado por
esos poderes supremos y, bajo la amenaza de esta pérdida de amor, uno se inclina de nuevo
ante la subrogación de los progenitores en el superyó, que en la época dichosa se pretendió
descuidar. Esto es particularmente nítido si en sentido estrictamente religioso se discierne en el
destino sólo la expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se había considerado hijo
predilecto de Dios, y cuando el gran Padre permitió que se abatiera sobre su pueblo desdicha
tras desdicha, él no se apartó de aquel vínculo ni dudó del poder y la justicia de Dios, sino que
produjo los profetas, que le pusieron por delante su pecaminosidad, y a partir de su conciencia
de culpa creó los severísimos preceptos de su religión sacerdotal (7). ¡Qué distinto
se comportan los primitivos! Cuando les sobreviene una desdicha, no se atribuyen la culpa: la
imputan al fetiche, que manifiestamente no hizo lo debido, y lo aporrean en vez de castigarse a
sí mismos.
Entonces, hemos tomado noticia de dos diversos orígenes del sentimiento de culpa: la
angustia frente a la autoridad y  más tarde, la angustia frente al superyó. La primera compele a
renunciar a satisfacciones pulsionales; la segunda esfuerza, además, a la punición, puesto que
no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos. Nos hemos
enterado además del modo en que se puede comprender la severidad del superyó, vale decir, el
reclamo de la conciencia moral. Simplemente, es continuación de la severidad de la autoridad
externa, relevada y en parte sustituida por ella. Ahora vemos el nexo entre la renuncia de lo
pulsional y la conciencia moral. Originariamente, en efecto, la renuncia de lo pulsional es la
consecuencia de la angustia frente a la autoridad externa; se renuncia a satisfacciones para no
perder su amor. Una vez operada esa renuncia, se está, por así decir, a mano con ella; no
debería quedar pendiente, se supone, sentimiento de culpa alguno. Es diverso lo que ocurre en el caso de la angustia frente al superyó. Aquí la renuncia de lo pulsional no es suficiente, pues el deseo persiste y no puede esconderse ante el superyó. Por tanto, pese a la renuncia consumada sobrevendrá un sentimiento de culpa, y es esta una gran desventaja económica de la implantación del superyó o, lo que es lo mismo, de la formación de la conciencia moral. Ahora la renuncia de lo pulsional ya no tiene un efecto satisfactorio pleno; la abstención virtuosa ya no es recompensada por la seguridad del amor; una desdicha que amenazaba desde afuera -pérdida de amor y castigo de parte de la autoridad externa- se ha trocado en una desdicha interior permanente, la tensión de la conciencia de culpa.
Estas constelaciones son tan enmarañadas y al mismo tiempo tan importantes que, a riesgo
de repetirme, quiero abordarlas todavía desde otro ángulo. La secuencia temporal sería,
entonces: primero, renuncia de lo pulsional como resultado de la angustia frente a la agresión
de la autoridad externa -pues en eso desemboca la angustia frente a la pérdida del amor, ya que
el amor protege de esa agresión punitiva-; después, instauración de la autoridad interna,
renuncia de lo pulsional a consecuencia de la angustia frente a ella, angustia de la conciencia
moral (8). En el segundo caso, hay igualación entre la mala acción y el propósito
malo; de ahí la conciencia de culpa, la necesidad de castigo. La agresión de la conciencia moral
conserva la agresión de la autoridad. Hasta allí todo se ha vuelto claro; pero, ¿dónde resta
espacio para el refuerzo de la conciencia moral bajo la influencia de la desdicha (de la renuncia
impuesta desde afuera), para la extraordinaria severidad que alcanza la conciencia moral en los
mejores y más obedientes? Ya hemos dado explicaciones de ambas particularidades, pero
probablemente quedó la impresión de que ellas no llegaban al fondo, dejaban un resto sin
explicar. Para zanjar la cuestión, en este punto interviene una idea que es exclusiva del
psicoanálisis y ajena al modo de pensar ordinario de los seres humanos. Y ella es de tal índole
que nos permite comprender cómo todo el asunto debía por fuerza presentársenos tan confuso
e impenetrable. Es esta: Al comienzo, la conciencia moral (mejor dicho: la angustia, que más
tarde deviene conciencia moral) es por cierto causa de la renuncia de lo pulsional, pero esa
relación se invierte después. Cada renuncia de lo pulsional deviene ahora una fuente dinámica
de la conciencia moral; cada nueva renuncia aumenta su severidad e intolerancia, y estaríamos
tentados de profesar una tesis paradójica, con que sólo pudiéramos armonizarla mejor con la
historia genética de la conciencia moral tal como ha llegado a sernos notoria; hela aquí: La
conciencia moral es la consecuencia de la renuncia de lo pulsional; de otro modo: La renuncia
de lo pulsional (impuesta a nosotros desde afuera) crea la conciencia moral, que después
reclama más y más renuncias.
En verdad no es tan grande la contradicción de esta tesis respecto de la enunciada génesis de
la conciencia moral, y vemos un camino para amenguarla más. A fin de facilitar la exposición,
tomemos el ejemplo de la pulsión de agresión y supongamos que en estas constelaciones se
trata, siempre de una renuncia a la agresión. Desde luego, sólo está destinado a ser un
supuesto provisional. El efecto que la renuncia de lo pulsional ejerce sobre la conciencia moral
se produce, entonces, del siguiente modo: cada fragmento de agresión de cuya satisfacción
nos abstenemos es asumido por el superyó y acrecienta su agresión (contra el yo). Hay algo
que no armoniza bien con esto, a saber: que la agresión originaria poseída por la conciencia
moral es continuación de la severidad de la autoridad externa, o sea, nada tiene que ver con una
renuncia. Pero eliminamos esta discordancia si suponemos otro origen para esta primera
dotación agresiva del superyó. Respecto de la autoridad que estorba al niño las satisfacciones
primeras, pero que son también las más sustantivas, tiene que haberse desarrollado en él un
alto grado de inclinación agresiva, sin que interese la índole de las resignaciones de pulsión
exigidas. Forzosamente, el niño debió renunciar a la satisfacción de esta agresión vengativa.
Salva esta difícil situación económica por la vía de mecanismos consabidos: acoge dentro de sí
por identificación esa autoridad inatacable, que ahora deviene el superyó y entra en posesión de
toda la agresión que, como hijo, uno de buena gana habría ejercido contra ella. El yo del hijo
tiene que contentarse con el triste papel de la autoridad -del padre- así degradada. Es una
inversión de la situación, como es tan frecuente: «Si yo fuera el padre y tú el hijo, te maltrataría».
El vínculo entre superyó y yo es el retorno, desfigurado por el deseo, de vínculos objetivos (real}
entre el yo todavía no dividido y un objeto exterior. También esto es típico. Ahora bien, la
diferencia esencial consiste en que la severidad originaria propia del superyó no es -o no es
tanto- la que se ha experimentado de parte de ese objeto o la que se le ha atribuido, sino que
subroga la agresión propia contra él. Si esto es correcto, es lícito aseverar que efectivamente la
conciencia moral ha nacido en el comienzo por la sofocación de una agresión y en su periplo
ulterior se refuerza por nuevas sofocaciones de esa índole.
Pero, ¿cuál de estas dos concepciones es la justa? ¿La primera, que nos pareció tan
incuestionable desde el punto de vista genético, o esta de ahora, que redondea la teoría tan
oportunamente? Es evidente -también según el testimonio de la observación directa- que
ambas están justificadas; no se disputan el campo, y aun coinciden en un punto: en efecto, la
agresión vengativa del hijo es co-mandada por la medida de la agresión punitoria que espera del
padre.
Ahora bien, la experiencia enseña que la severidad del superyó desarrollado por un niño en
modo alguno espeja la severidad del trato que ha experimentado (9). Parece
independiente de ella, pues un niño que ha recibido una educación blanda puede adquirir una
conciencia moral muy severa. Empero, sería incorrecto pretender exagerar esa independencia;
no es difícil convencerse de que la severidad de la educación ejerce fuerte influjo también sobre
la formación del superyó infantil. Cabe consignar también que en la formación del superyó y en
la génesis de la conciencia moral cooperan factores constitucionales congénitos, así como
influencias del medio, del contorno objetivo {real}; y esto en modo alguno es sorprendente, sino
la condición etiológica universal de todos los procesos de esta índole (10).
Puede decirse también que si el niño reacciona con una agresión hiperintensa y una
correspondiente severidad del superyó frente a las primeras grandes frustraciones
{denegaciones} pulsionales, en ello obedece a un arquetipo filogenético y sobrepasa la reacción
justificada en lo actual, pues el padre de la prehistoria era por cierto temible y era lícito atribuirle
la medida más extrema de agresión. Así, pasando de la historia evolutiva individual a la
filogenética, se aminora todavía más la diferencia entre las dos concepciones de la génesis de
la conciencia moral. Pero a cambio de ello surge una nueva diferencia sustantiva entre ambos
procesos. No podemos prescindir de la hipótesis de que el sentimiento de culpa de la
humanidad desciende del complejo de Edipo y se adquirió a raíz del parricidio perpetrado por la unión de hermanos (11). Y en ese tiempo no se sofocó una agresión, sino que se la ejecutó: la misma agresión cuya sofocación en el hijo está destinada a ser la fuente del
sentimiento de culpa. No me asombrarla que en este punto un lector prorrumpiera con enojo:
«¡Conque es del todo indiferente que se asesine o no al padre, pues de cualquier modo se
adquirirá un sentimiento de culpa! Cabe permitirse ciertas dudas. O bien es falso que el
sentimiento de culpa provenga de agresiones sofocadas, o toda la historia del parricidio es una
novela y, entre los hombres primordiales, los hijos no mataron a su padre con mayor frecuencia
de lo que suelen hacerlo hoy. Por lo demás, si no se trata de una novela, sino de una historia
verosímil, se estaría frente a un caso en que acontece lo que todo el mundo espera, a saber,
que uno se siente culpable porque ha hecho efectiva y realmente algo que es injustificable. Y de
esto que es asunto de todos los días, el psicoanálisis nos queda debiendo la explicación».
Ello es verdad y debe repararse. Además, no es un gran secreto. Si uno tiene un sentimiento
de culpa tras infringir algo y por eso mismo, más bien debería llamarlo arrepentimiento. Tal sentimiento se refiere sólo a un acto, y desde luego presupone que antes de cometerlo existía ya una conciencia moral, la disposición a sentirse culpable. Un arrepentimiento semejante, entonces, en nada podría ayudarnos a descubrir el origen de la conciencia moral y del
sentimiento de culpa. He aquí el curso que de ordinario siguen estos casos cotidianos: una
necesidad pulsional ha adquirido una potencia suficiente para satisfacerse a pesar de la
conciencia moral, que solamente está limitada en la suya; y luego de que la necesidad logra
eso, su natural debilitamiento permite que se restablezca la anterior relación de fuerzas. Por ello
el psicoanálisis hace bien en excluir de estas elucidaciones el caso de sentimiento de culpa por
arrepentimiento, no importa con cuánta frecuencia se produzca ni cuán grande sea su
significación práctica.
Pero si se hace remontar el humano sentimiento de culpa al asesinato del padre primordial, ¿no
fue ese un claro caso de « arrepentimiento », y no vale para aquel tiempo el presupuesto de una
conciencia moral y un sentimiento de culpa anteriores al acto? ¿De dónde provino el
arrepentimiento? Es evidente que este caso debe esclarecernos el secreto del sentimiento de
culpa y poner término a nuestras perplejidades. Y opino que en efecto lo hará. Ese
arrepentimiento fue el resultado de la originaria ambivalencia de sentimientos hacia el padre; los
hijos lo odiaban, pero también lo amaban; satisfecho el odio tras la agresión, en el
arrepentimiento por el acto salió a la luz el amor; por vía de identificación con el padre, instituyó
el superyó, al que confirió el poder del padre a modo de castigo por la agresión perpetrada
contra él, y además creó las limitaciones destinadas a prevenir una repetición del crimen. Y
como la inclinación a agredir al padre se repitió en las generaciones siguientes, persistió
también el sentimiento de culpa, que recibía un nuevo refuerzo cada vez que una agresión era
sofocada y trasferida al superyó. Ahora, creo, asimos por fin dos cosas con plena claridad: la
participación del amor en la génesis de la conciencia moral, y el carácter fatal e inevitable del
sentimiento de culpa. No es decisivo, efectivamente, que uno mate al padre o se abstenga del
crimen; en ambos casos uno por fuerza se sentirá culpable, pues el sentimiento de culpa es la
expresión del conflicto de ambivalencia, de la lucha eterna entre el Eros y la pulsión de
destrucción o de muerte. Y ese conflicto se entabla toda vez que se plantea al ser humano la
tarea de la convivencia; mientras una comunidad sólo conoce la forma de la familia, aquel tiene
que exteriorizarse en el complejo de Edipo, introducir la conciencia moral, crear el primer
sentimiento de culpa. Si se ensaya una ampliación de esa comunidad, ese mismo conflicto se
prolonga en formas que son dependientes del pasado, se refuerza y trae como consecuencia
un ulterior aumento del sentimiento de culpa. Puesto que la cultura obedece a una impulsión
erótica interior, que ordena a los seres humanos unirse en una masa estrechamente atada, sólo puede alcanzar esta meta por la vía de un refuerzo siempre creciente del sentimiento de culpa.
Lo que había empezado en torno del padre se consuma en torno de la masa. Y si la cultura es
la vía de desarrollo necesaria desde la familia a la humanidad, entonces la elevación del sentimiento de culpa es inescindible de ella, como resultado del conflicto innato de
ambivalencia, como resultado de la eterna lucha entre amor y pugna por la muerte; y lo es,
acaso, hasta cimas que pueden serle difícilmente soportables al individuo. Le viene a uno a la
memoria la sobrecogedora acusación del gran poeta a los «poderes celestiales»:
«Nos ponéis en medio de la vida,
dejáis que la pobre criatura se llene de culpas:
luego a su cargo le dejáis la pena;
pues toda culpa se paga sobre la Tierra».
(12)
Y uno bien puede suspirar por el saber que es dado a ciertos hombres: espigan sin trabajo, del
torbellino de sus propios sentimientos, las intelecciones más hondas hacia las cuales los
demás, nosotros todos, hemos debido abrirnos paso en medio de una incertidumbre torturante
v a través de unos desconcertados tanteos.

Continúa en ¨Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Capítulo VIII¨

Notas:
1- [Cf.. «El problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, pág. 172.]
2- Piénsese en el famoso «Mandarín» de Rousseau. [El problema planteado por Rousseau. fue enunciado en detalle por Freud en «De guerra y muerte» (1915b), AE, 14, pág. 299.]
3- Todo lector inteligente comprenderá y tendrá en cuenta que en esta exposición panorámica separamos de manera tajante lo que en la realidad efectiva se consuma en transiciones graduales, y que no se trata sólo de la existencia de un superyó, sino de su intensidad relativa y su esfera de influencia. Lo dicho hasta aquí acerca de la conciencia moral y la culpa es de todos conocido y casi indiscutible.
4- [Esta paradoja ya había sido estudiada por Freud con anterioridad, por ejemplo en El yo y el ello (1923b), AE, 19, págs. 54-5, donde se suministran otras referencias.]
5- [«Heiligkeit»; este término fue objeto de consideraciones en otros trabajos de Freud; cf. «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d), AE, 9, pág. 187, y Moisés y la religión monoteísta (1939a), AE, 23, págs. 116-8.]
6- De esta intensificación de la moral por el infortunio trata Mark Twain en un precioso cuento, The First Melon I ever Stole {El primer melón que robé}. Por azar, ese primer melón no estaba maduro. Escuché al propio Twain contarlo en una conferencia. Tras enunciar su título, interrumpió el relato y se preguntó, como dudando: «Was it the first?» {«¿Fue el primero?»}. Todo estaba dicho. El primero no había sido el único. [Esta última oración fue agregada en 1931. En una carta dirigida a Fliess el 9 de febrero de 1898, Freud le informaba que había asistido a una conferencia de Mark Twain días atrás (Freud, 1950a, Carta 83).]
7- [En Moisés y la religión monoteísta (Freud, 1939a) se hacen consideraciones mucho más extensas sobre la relación del pueblo de Israel con su Dios.]
8- [Este tema ya había sido tocado en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 122.]
9- Como lo han destacado correctamente Melanie Klein y otros autores ingleses.
10- Franz Alexander, en su Psychoanalyse der Gesamtpersoinlichkeit (1927), ha formulado acertados juicios -retornando el estudio de Aichhorn sobre la juventud desamparada [1925]- con respecto a los dos tipos principales de métodos patógenos de educación: la severidad excesiva y el consentimiento. El padre «desmedidamente blando e indulgente» ocasionará en el niño la formación de un superyó hipersevero, porque ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla hacia adentro. En el niño desamparado, educado sin amor, falta la tensión entre el yo y el superyó, y toda su agresión puede dirigirse hacia afuera. Por lo tanto, si se prescinde de un factor constitucional que cabe admitir, es lícito afirmar que la conciencia moral severa es engendrada por la cooperación de dos influjos vitales: la frustración pulsional, que desencadena la agresión, y la experiencia de amor, que vuelve esa agresión hacia adentro y la trasfiere al superyó.
11- [Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, pág. 145.]
12- Una de las canciones del arpista en Wilhelm Meister, de Goethe. [Los dos primeros versos fueron citados por Freud como asociación ante un fragmento de uno de sus propios sueños en Sobre el sueño (1901a), AE, 5, págs. 621 y 623.]

Autor: psicopsi

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