Obras de S. Freud: El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo III

 El porvenir de una ilusión III

¿En qué reside el valor particular de las representaciones religiosas,?
Hemos hablado de una hostilidad a la cultura, producida por la presión que ella ejerce, por las renuncias de lo pulsional que exige. Imaginemos canceladas sus prohibiciones: será lícito

 El porvenir de una ilusión III

¿En qué reside el valor particular de las representaciones religiosas,?
Hemos hablado de una hostilidad a la cultura, producida por la presión que ella ejerce, por las renuncias de lo pulsional que exige. Imaginemos canceladas sus prohibiciones: será lícito
escoger como objeto sexual a la mujer que a uno le guste, eliminar sin reparos a los rivales que
la disputen o a quienquiera que se interponga en el camino; se podrá arrebatarle a otro un bien
cualquiera sin pedirle permiso: ¡qué hermosa sucesión de satisfacciones sería entonces la vida!
Claro que enseguida se tropieza con la inmediata dificultad: los demás tienen justamente los
mismos deseos que yo, y no me dispensarán un trato más considerado que yo a ellos. Por eso,
en el fondo, sólo un individuo podrá devenir ilimitadamente dichoso mediante esa cancelación
de las limitaciones culturales: un tirano, un dictador, que haya atraído hacia sí todos los medios de poder; y ese individuo, además, tendrá todas las razones para desear que los otros obedezcan al menos a este solo mandamiento cultural: «No matarás».
Pero, ¡cuán impensable, cuán miope en todo caso aspirar a una cancelación de la cultura!
Sólo quedaría el estado de naturaleza, que es mucho más difícil de soportar. Es verdad que la
naturaleza no nos exigía limitar en nada nuestras pulsiones, las consentía; pero tiene su modo,
particularmente eficaz, de limitarnos: nos mata, a nuestro parecer de una manera fría, cruel y
despiadada, y acaso a raíz de las mismas ocasiones de nuestra satisfacción. justamente por
esos peligros con que la naturaleza nos amenaza nos hemos aliado y creado la cultura, que, entre otras cosas, también debe posibilitarnos la convivencia. Y por cierto la principal tarea de la cultura, su genuina razón de existir, es protegernos de la naturaleza.
Sabido es que en muchos aspectos ya hoy lo consigue pasablemente bien, y es evidente que
algún día lo hará mucho mejor. Pero ningún hombre cae en el espejismo de creer que la
naturaleza ya esté conquistada; y pocos osan esperar que alguna vez el ser humano la someta
por completo. Ahí están los elementos, que parecen burlarse de todo yugo humano: la Tierra,
que tiembla y desgarra, abismando a todo lo humano y a toda obra del hombre; el agua, que
embravecida lo anega y lo ahoga todo; el tifón, que barre cuanto halla a su paso; las
enfermedades, que no hace mucho hemos discernido como los ataques de otros seres vivos;
por último, el doloroso enigma de la muerte, para la cual hasta ahora no se ha hallado ningún
bálsamo ni es probable que se lo descubra. Con estas violencias la naturaleza se alza contra
nosotros, grandiosa, cruel, despiadada; así nos pone de nuevo ante los ojos nuestra endeblez y
desvalimiento, de que nos creíamos salvados por el trabajo de la cultura. Una de las pocas
impresiones gozosas y reconfortantes que se pueden tener de la humanidad es la que ofrece
cuando, frente a una catástrofe desatada por los elementos, olvida su rutina cultural, todas sus
dificultades y enemistades internas, y se acuerda de la gran tarea común: conservarse contra el
poder desigual de la naturaleza.
Así como para el conjunto de la humanidad, también para el individuo es la vida difícil de
soportar. La cultura de que forma parte le impone ciertas privaciones, y otra cuota de
padecimiento le es deparada por los demás hombres, sea a despecho de las prescripciones
culturales o a consecuencia de la imperfección de esa cultura. Y a ello se añaden los perjuicios que le ocasiona la naturaleza no yugulada -él la llama destino- Un continuo estado de
expectativa angustiada y una grave afrenta al natural narcisismo debían ser las consecuencias
de tal situación. Ya sabemos cómo reacciona el individuo frente a los daños que le infieren la
cultura y sus prójimos: desarrolla un grado correspondiente de resistencia a sus normas, de
hostilidad a la cultura. Pero, ¿cómo se defendería de los hiperpoderes de la naturaleza, del
destino, que lo amenazan tanto a él como a los demás?
La cultura lo dispensa de esa tarea, procurándola de igual manera para todos; y es digno de notarse, por añadidura, que todas las culturas obran en esto más o menos del mismo modo.
Así, la cultura no ceja en el cumplimiento de su misión de preservar a los hombres de la naturaleza, sólo que la continúa con otros medios. Aquí la tarea es múltiple: el sentimiento de sí
del ser humano, gravemente amenazado, pide consuelo; es preciso disipar los terrores que
inspiran el mundo y la vida; y aparte de ello, también exige respuesta el apetito de saber de los
hombres, impulsado sin duda por los más potentes intereses prácticos.
Con el primer paso ya se ha obtenido mucho. Y este con siste en humanizar la naturaleza.
Contra las fuerzas y destinos impersonales nada se puede, permanecen eternamente ajenos.
Pero si en los elementos hierven pasiones como en el alma misma; sí ni siquiera la muerte es
algo espontáneo, sino el acto violento de una voluntad maligna; si por doquier nos rodean en la
naturaleza seres como los que conocemos en nuestra propia sociedad, entonces uno cobra
aliento, se siente en su casa {heimisch} en lo ominoso {Unheimlich}, puede elaborar
psíquicamente su angustia sin sentido. Acaso se esté todavía indefenso, pero ya no paralizado y
desvalido: al menos se puede reaccionar; y hasta quizá ni siquiera se esté indefenso, puesto
que contra esos superhombres violentos de ahí fuera pueden emplearse los mismos medios de
que uno se sirve en su propia sociedad, puede intentar conjurarlos, apaciguarlos, sobornarlos,
arrebatándoles una parte de su poder mediante esos modos de influjo. Semejante sustitución
de una ciencia de la naturaleza por una psicología no procura un mero alivio momentáneo;
enseña también el camino para un dominio ulterior de la situación.
Esta situación, en efecto, no es algo nuevo; tiene un arquetipo infantil, en verdad no es sino la
continuación de otra, inicial: en parejo desvalimiento se había encontrado uno ya una vez, de
niño pequeño, frente a una pareja de progenitores a quienes se temía con fundamento, sobre
todo al padre, pero de cuya protección, también, se estaba seguro contra los peligros que uno
conocía entonces. Ello sugería igualar ambas situaciones. Y aquí, como en la vida onírica, el
deseo reclama su parte. Una premonición de muerte asedia al que duerme, quiere trasladarlo a
la tumba; pero el trabajo del sueño sabe escoger la condición bajo la cual aun ese temido
evento se convierta en un cumplimiento de deseo: el soñante se ve en una antigua tumba
etrusca a la que había descendido, dichoso, para satisfacer sus intereses arqueológicos (1). De modo semejante, el hombre no convierte a las fuerzas naturales en simples seres
humanos con quienes pudiera tratar como lo hace con sus prójimos, pues ello no daría razón
de la impresión avasalladora que le provocan; antes bien, les confiere carácter paterno, hace de
ellas dioses, en lo cual obedece no sólo a un arquetipo infantil, sino también, como he intentado
demostrarlo, a uno filogenético (2).
Con el paso del tiempo, se observan por primera vez regularidades y leyes en los fenómenos
de la naturaleza, cuyas fuerzas pierden entonces sus rasgos humanos. Pero el desvalimiento
de los seres humanos permanece, y con él su añoranza del padre, y los dioses. Estos retienen
su triple misión: desterrar los terrores de la naturaleza, reconciliar con la crueldad del destino,
en particular como se presenta en la muerte, y resarcir por las penas y privaciones que la
convivencia cultural impone al hombre.
Ahora bien, entre estas diversas operaciones, poco a poco se desplaza el acento. Se advierte
que los fenómenos naturales se desenvuelven por sí solos, según leyes necesarias internas;
por cierto, los dioses son los señores de la naturaleza, ellos la han normado así y ahora pueden
abandonarla a sí misma. Sólo ocasionalmente intervienen en su curso, con los llamados
milagros, como para asegurarnos que no han resignado nada de su originaria esfera de poder.
Pero en lo que atañe a la distribución de los destinos, subsistirá una vislumbre desasosegante:
el desvalimiento y el desconcierto del género humano son irremediables. Es sobre todo aquí
donde fracasan los dioses; si son ellos, quienes crean el destino, por fuerza sus designios se
llamarán inescrutables; el pueblo más dotado de la Antigüedad entrevió la intelección de que la
Moira está por encima de los dioses y ellos mismos tienen su destino. Y mientras más
autónoma se vuelve la naturaleza, y más se repliegan de ella los dioses, tanto más seriamente
se concentran todas las expectativas en la tercera de las operaciones que le son inherentes, y
lo moral deviene su genuino dominio. Misión de los dioses será ahora compensar las
deficiencias y los perjuicios de la cultura, tomar en cuenta las penas que los seres humanos se infligen unos a otros en la convivencia, velar por el cumplimiento de los preceptos culturales que ellos obedecen tan mal. Se atribuirá origen divino a los preceptos culturales mismos, se los
elevará sobre la sociedad humana, extendiéndoselos a la naturaleza y al acontecer universal.
De ese modo se creará un tesoro de representaciones, engendrado por la necesidad de volver
soportable el desvalimiento humano, y edificado sobre el material de recuerdos referidos al
desvalimiento de la infancia de cada cual, y de la del género humano. Se discierne con claridad
que este patrimonio protege a los hombres en dos direcciones: de los peligros de la naturaleza
y el destino, y de los perjuicios que ocasiona la propia sociedad humana. Expongamos ese
patrimonio en su trabazón: La vida en este mundo sirve a un fin superior; no es fácil colegir este,
pero sin duda significa un perfeccionamiento del ser humano. Es probable que el objeto de esta
elevación y exaltación sea lo espiritual del hombre, su alma, que tan lenta y trabajosamente se
ha ido separando del cuerpo en el curso de las edades. Todo cuanto acontece en este mundo
es cumplimiento de los propósitos de una inteligencia superior a nosotros, que, aunque por
caminos y rodeos difíciles de penetrar, todo lo guía en definitiva hacia el Bien, o sea, hacia
nuestra bienaventuranza. Sobre cada uno de nosotros vela una Providencia bondadosa, sólo en
apariencia severa, que no permite que seamos juguete de las fuerzas naturales despiadadas e
hiperintensas; ni siquiera la muerte es un aniquilamiento, un regreso a lo inanimado inorgánico,
sino el comienzo de un nuevo modo de existencia, situado en la vía hacia el desarrollo superior.
Y pasando ahora al otro polo: las mismas leyes éticas que han promulgado nuestras culturas gobiernan también el universo íntegro, sólo que son guardadas por una instancia juzgadora suprema con un poder y una constancia incomparablemente mayores. Todo lo bueno halla su recompensa final, y todo lo malo su castigo, si no en esta forma de vida, al menos en las
existencias posteriores que comienzan tras la muerte. Así, todo terror, toda pena y aspereza de
la vida están destinados a compensarse; la vida tras la muerte, que prosigue nuestra vida
terrenal como la porción invisible del espectro se añade a la visible, lleva todo a la perfección
que acaso echábamos de menos en este mundo. Y la superior sabiduría que rige ese ciclo, la
infinita bondad que en él se exterioriza, la justicia que finalmente se impone, he ahí las
propiedades de la esencia divina que nos ha creado y ha creado al universo todo. O más bien
de la única esencia divina, en que se han condensado en nuestra cultura todos los dioses de las épocas pasadas. El pueblo que fue el primero en alcanzar esa concentración de las propiedades divinas no se enorgulleció poco de ese progreso. Había puesto al descubierto el
núcleo paterno que desde siempre se ocultaba tras cada figura de Dios; en el fondo, fue un
regreso a los comienzos históricos de la idea de Dios. Ahora que Dios era único, los vínculos
con él podían recuperar la intimidad e intensidad de las relaciones del niño con su padre. Y se
quiso ser recompensado por haber hecho tanto en beneficio del padre: al menos, ser el único
hijo amado, el pueblo elegido. Mucho después la piadosa Norteamérica demanda ser «God’s
own country» {«la patria de Dios»}, y ello es en efecto así, respecto de una de las formas bajo
las cuales los hombres veneran a la divinidad.
Las representaciones religiosas resumidas en el párrafo anterior han recorrido, desde luego, un largo trayecto de desarrollo; diversas culturas las sostuvieron en fases diferentes. He seleccionado una sola de esas fases de desarrollo, que responde aproximadamente a la configuración última de nuestra actual cultura cristiana y blanca. Es fácil notar que las piezas de ese todo no armonizan bien entre sí, que no todas las preguntas acuciantes reciben respuesta, y que a duras penas puede rechazarse el mentís de la experiencia cotidiana. Pero, tal como son, a esas representaciones -las religiosas, en sentido lato- se las considera el patrimonio más precioso de la cultura, lo más valioso que tiene para brindar a sus miembros; y se las aprecia mucho más que a todas las artes en cuanto a arrancar a la Tierra sus tesoros, proveer de alimentos a la humanidad y prevenir sus enfermedades. Los hombres creen que no podrían soportar la vida si no atribuyesen a esas representaciones el valor que se demanda para ellas.
Por eso se nos plantean los interrogantes: ¿Qué son esas representaciones a la luz de la
psicología? ¿De dónde reciben su alta estima? Y, para proseguir tímidamente: ¿Cuál es su
valor efectivo?

Notas:
1- [Freud alude a un sueño que él tuvo y sobre el cual informó en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 453.]
2- [Véase el cuarto de los ensayos que integran Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, págs. 148 y sigs.]

Continúa ¨El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo IV¨

Autor: psicopsi

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