El porvenir de una lusión VI
Creo que ya hemos preparado suficientemente la respuesta a ambas preguntas. La
obtendremos atendiendo a la génesis psíquica de las representaciones religiosas. Estas que se proclaman enseñanzas no son decantaciones de la experiencia ni resultados finales del pensar; son ilusiones, cumplimientos de los deseos más antiguos, más intensos, más urgentes de la humanidad; el secreto de su fuerza es la fuerza de estos deseos. Ya sabemos que la impresión terrorífica que provoca al niño su desvalimiento ha despertado la necesidad de protección -protección por amor-, proveída por el padre; y el conocimiento de que ese desamparo duraría toda la vida causó la creencia en que existía un padre, pero uno mucho más poderoso. El
reinado de una Providencia divina bondadosa calma la angustia frente a los peligros de la vida;
la institución de un orden ético del universo asegura el cumplimiento de la demanda de justicia,
tan a menudo incumplida dentro de la cultura humana; la prolongación de la existencia terrenal
en una vida futura presta los marcos espaciales y temporales en que están destinados a
consumarse tales cumplimientos de deseo. A partir de las premisas de este sistema, se
desarrollan respuestas a ciertos enigmas que inquietan al apetito humano de saber; por
ejemplo, el de la génesis del mundo y el del vínculo entre lo corporal y lo anímico; significa un
enorme alivio para la psique del individuo que se le quiten de encima los conflictos, nunca
superados del todo, que nacieron en su infancia en torno del complejo paterno, y se le provea
una solución universalmente admitida.
Cuando digo que todas esas son ilusiones, tengo que deslindar el significado del término. Una
ilusión no es lo mismo que un error; tampoco es necesariamente un error. La opinión de
Aristóteles de que la sabandija se criaba en la suciedad, que el pueblo ignorante sustenta
todavía hoy, era un error, lo mismo que la de los médicos de una generación anterior según la
cual la tabes dorsalis era consecuencia de los excesos sexuales. Sería desatinado llamar
ilusiones a estos errores. En cambio, fue una ilusión de Colón la de haber descubierto una
nueva vía marítima hacia las Indias. Es por demás evidente la participación de su deseo en ese
error. Puede calificarse de ilusión la tesis de ciertos nacionalistas, para quienes los
indogermanos serían la única raza apta para la cultura, así como la creencia -sólo destruida por
el psicoanálisis- de que el niño carecería de sexualidad. Lo característico de la ilusión es que
siempre deriva de deseos humanos; en este aspecto se aproxima a la idea delirante de la
psiquiatría, si bien tampoco se identifica con ella, aun si prescindimos del complejo edificio de la
idea delirante. Destacamos como lo esencial en esta última su contradicción con la realidad
efectiva; en cambio, la ilusión no necesariamente es falsa, vale decir, irrealizable o
contradictoria con la realidad. Por ejemplo, una muchacha de clase media puede hacerse la
ilusión de que un príncipe vendrá a casarse con ella. Y es posible que haya sucedido en algunos
casos. Mucho menos probable es la venida del Mesías para fundar una nueva Edad de Oro;
esta creencia se clasificará como ilusión o como análoga a una idea delirante, según sea la
actitud personal de quien la juzgue. No es fácil hallar ejemplos de ilusiones cumplidas; pero la
de los alquimistas, de trasformar todos los metales en oro, podría ser una de ellas. El deseo de
tener mucho oro, todo el oro del mundo, está muy amortiguado por nuestra actual intelección de
las condiciones de la riqueza; empero, la química ya no considera imposible una trasmutación
de los metales en oro. Por lo tanto, llamamos ilusión a una creencia cuando en su motivación
esfuerza sobre todo el cumplimiento de deseo; y en esto prescindimos de su nexo con la
realidad efectiva, tal como la ilusión misma renuncia a sus testimonios.
Tras esta orientación que hemos tomado, volvamos a las doctrinas religiosas. Nos es lícito, entonces, repetir: todas ellas son ilusiones, son indemostrables, nadie puede ser obligado a
tenerlas por ciertas, a creer en ellas. Algunas son tan inverosímiles, contradicen tanto lo que
trabajosamente hemos podido averiguar sobre la realidad del mundo, que se las puede
comparar -bajo la debida reserva de las diferencias psicológicas- con las ideas delirantes.
Acerca del valor de realidad de la mayoría de ellas ni siquiera puede formularse un juicio. Así
como son indemostrables, son también irrefutables. Todavía sabemos muy poco para ensayar
una aproximación crítica. Los enigmas del mundo se revelan a nuestra investigación sólo
lentamente; son muchas las preguntas que la ciencia no puede responder aún. No obstante, el
trabajo científico es el único camino que puede llevarnos al conocimiento de la realidad exterior
a nosotros. Tampoco es otra cosa que una ilusión esperar algo de la intuición y del abismarse
en uno mismo; apenas pueden darnos algo más que noticias -de difícil interpretación- sobre
nuestra propia vida anímica, pero ninguna sobre las cuestiones cuya respuesta hallan tan fácil las doctrinas religiosas. Sería impío llenar con el propio capricho las lagunas del saber y
declarar más o menos aceptable, siguiendo una apreciación personal, este o estotro fragmento
del sistema religioso. Es que esas cuestiones son demasiado sustantivas para ello; y diríamos:
demasiado sagradas.
En este punto puede esperarse una objeción: «Muy bien; pero si aun el escéptico encarnizado
admite que las aseveraciones de la religión no pueden refutarse con el entendimiento, ¿por qué
yo no debería creer en ellas, cuando tienen tanto en su favor: la tradición, el acuerdo de los
hombres y todo el consuelo de su contenido?». Y bien, ¿por qué no? Así como nadie está
obligado a creer, nadie lo está a la incredulidad. Pero que nadie, tampoco, se complazca con el
autoengaño de que mediante tales argumentaciones anda por el camino del pensamiento
correcto. Si alguna vez se acertó al condenar algo como «subterfugio», este es el caso. La
ignorancia es la ignorancia; de ella no deriva derecho alguno a creer en algo. En otros asuntos,
ningún hombre racional se comportará tan a la ligera ni se contentará con fundamentos tan
pobres para sus juicios o su toma de partido; sólo se lo consiente en las materias supremas y
más sagradas. En realidad, no son más que empeños de crear, frente a sí mismo o a otros, el
espejismo de que uno sustenta aún la religión, cuando en verdad hace mucho la ha
abandonado. Cuando de religión se trata, los seres humanos incurren en toda clase de
ínsinceridades y desaguisados intelectuales. Hay filósofos que extienden el significado de
ciertas palabras hasta que apenas conservan algo de su sentido originario; llaman «Dios» a
cualquier nebulosa abstracción que ellos mismos se forjaron, y entonces se presentan ante el
mundo como deístas, creyentes en Dios, y pueden gloriarse de haber discernido un concepto
superior, más puro, de El, aunque su Dios sea apenas una sombra sin sustancia y haya dejado de ser la poderosa personalidad de la doctrina religiosa. Los críticos se empeñan en declarar «profundamente religioso» a cualquiera que confiese el sentimiento de insignificancia e
impotencia del hombre frente al todo del universo, olvidando que ese sentimiento no constituye
la esencia de la religiosidad, pues esta adviene sólo en el paso siguiente, la reacción que busca
un socorro frente a tal sentimiento. Quien no se decida a dar ese paso, quien se conforme,
humillado, con el ínfimo papel del hombre dentro del vasto universo, es más bien irreligioso en el
sentido más verdadero de la palabra.
No está en los planes de esta indagación adoptar una posición frente al valor de verdad de las doctrinas religiosas. Nos basta con haberlas discernido en su naturaleza psicológica como ilusiones. Ahora bien, no necesitamos disimular que ese descubrimiento influirá
considerablemente sobre la actitud que asumamos frente a la cuestión que a muchos parecerá
la más importante. Sabemos de manera aproximada en qué épocas se crearon las doctrinas religiosas, y qué clase de hombres las crearon. Si ahora averiguamos los motivos por los cuales ello sucedió, nuestro punto de vista sobre el problema religioso experimenta un notable
desplazamiento. Nos decimos que sería por cierto muy hermoso que existiera un Dios creador
del universo y una Providencia bondadosa, un orden moral del mundo y una vida en el más allá;
pero es harto llamativo que todo eso sea tal como no podríamos menos que desearlo. Y más
raro aún sería que nuestros antepasados, pobres, ignorantes y carentes de libertad, hubieran
tenido la suerte de solucionar todos esos’ difíciles enigmas del universo.
Continúa en ¨El porvenir de una ilusión (1927) Capítulo VII¨