Obras de S. Freud: Las metamorfosis de la pubertad, El primado de las zonas genitales y el placer previo

Las metamorfosis de la pubertad: El primado de las zonas genitales y el placer previo

Vemos con toda claridad el punto de partida y la meta final del curso de desarrollo que
acabamos de describir. Las transiciones mediadoras nos resultan todavía oscuras en muchos
aspectos; tendremos que dejar subsistir en ellas más de un enigma.
Se ha escogido como lo esencial de los procesos de la pubertad lo más llamativo que ellos presentan: el crecimiento manifiesto de los genitales externos, que durante el período de
latencia de la niñez había mostrado una relativa inhibición. Al mismo tiempo, el desarrollo de los
genitales internos ha avanzado hasta el punto de poder ofrecer productos genésicos, o bien
recibirlos, para la gestación de un nuevo ser. Así ha quedado listo un aparato en extremo
complicado, que aguarda el momento en que habrá de utilizárselo.
Este aparato debe ser puesto en marcha mediante estímulos; en relación con ello, la
observación nos enseña que los estímulos pueden alcanzarlo por tres caminos: desde el
mundo exterior, por excitación de las zonas erógenas que ya sabemos; desde el interior del
organismo, siguiendo vías que aún hay que investigar, y desde la vida anímica, que a su vez
constituye un repositorio de impresiones externas y un receptor de excitaciones internas. Por
los tres caminos se provoca lo mismo: un estado que se define como de «excitación sexual» y se da a conocer por dos clases de signos, anímicos y :somáticos. El signo anímico consiste en un peculiar sentimiento de tensión, de carácter en extremo esforzante; entre los múltiples signos corporales se sitúa en primer término una serie de alteraciones en los genitales, que tienen un sentido indubitable: la preparación, el apronte para el acto sexual. (La erección del miembro masculino, la humectación de la vagina.)
La tensión sexual.

El estado de excitación sexual presenta, pues, el carácter de una tensión; con esto se enhebra
un problema cuya solución es tan difícil cuanto sería importante para comprender los problemas
sexuales. A pesar de la diferencia de opiniones que reina sobre este punto en la psicología,
debo sostener que un sentimiento de tensión tiene que conllevar el carácter del displacer. Para
mí lo decisivo es qué un sentimiento de esa clase entraña el esfuerzo a alterar la situación
psíquica: opera pulsionalmente, lo cual es por completo extraño a la naturaleza del placer
sentido. Pero si la tensión del estado de excitación sexual se computa entre los sentimientos de displacer, se tropieza con el hecho de que es experimentada inequívocamente como placentera. Siempre la tensión producida por los procesos sexuales va acompañada de placer; aun en las alteraciones preparatorias de los genitales puede reconocerse una suerte de
sentimiento de satisfacción. Ahora bien, ¿cómo condicen entre sí esta tensión displacentera y
este sentimiento de placer?
Todo lo concerniente al problema del placer y el displacer toca uno de los puntos más
espinosos de la psicología actual. Procuraremos aprender lo posible a partir de las condiciones
del caso que nos ocupa, y evitar el abordaje más ceñido del problema en su totalidad (1).
Echemos primero un vistazo al modo en que las zonas erógenas se insertan en el nuevo orden.
Sobre ellas recae un importante papel en la introducción de la excitación sexual. El ojo, que es quizá lo más alejado del objeto sexual, puede ser estimulado {reizen} casi siempre, en la
situación de cortejo del objeto, por aquella particular cualidad de la excitación cuyo suscitador en
el objeto sexual llamamos «belleza». De ahí que se llame «encantos» {Reize} a las excelencias del objeto sexual. Con esta excitación se conecta ya, por una parte, un placer; por la otra, tiene como consecuencia aumentar el estado de excitación sexual, o provocarlo cuando todavía falta.
Si viene a sumarse la excitación de otra zona erógena, por ejemplo la de la mano que toca, el
efecto es el mismo: una sensación de placer que pronto se refuerza con el que proviene de las
alteraciones preparatorias [de los genitales], por un lado y, por el otro, un aumento de la tensión
sexual que pronto se convierte en el más nítido displacer si no se le permite procurarse un
placer ulterior. Quizá más trasparente aún es este otro caso: el de una persona no excitada
sexualmente a quien se le estimula una zona erógena por contacto, como la piel del pecho en
una mujer. Este contacto provoca ya un sentimiento de placer, pero al mismo tiempo es apto,
como ninguna otra cosa, para despertar la excitación sexual que reclama más placer. ¿De qué
modo el placer sentido despierta la necesidad de un placer mayor? He ahí, justamente, el
problema.
Mecanismo del placer previo.
Ahora bien, el papel que en ese proceso cumplen las zonas erógenas es claro. Lo que vale para
una vale para todas. En su conjunto se aplican para brindar, mediante su adecuada
estimulación, un cierto monto de placer; de este arranca el incremento de la tensión, la cual, a
su vez, tiene que ofrecer la energía motriz necesaria para llevar a su término el acto sexual. La
penúltima pieza de este acto es, de nuevo, la estimulación apropiada de una zona erógena (la
zona genital misma en el glans penis) por el objeto más apto para ello, la mucosa de la vagina; y
bajo el placer que esta excitación procura, se gana, esta vez por vía de reflejo, la energía motriz
requerida para la expulsión de las sustancias genésicas. Este placer último es el máximo por su
intensidad, y diferente de los anteriores por su mecanismo. Es provocado enteramente por la
descarga, es en su totalidad un placer de satisfacción, y con él se elimina temporariamente la
tensión de la libido.
No me parece injustificado fijar mediante un nombre esta diferencia de naturaleza entre el placer
provocado por la e citación de zonas erógenas y el producido por el vaciamiento de las
sustancias sexuales. El primero puede designarse convenientemente como placer previo, por oposición al placer final o placer de satisfacción de la actividad sexual. El placer previo es, entonces, lo mismo que ya podía ofrecer, aunque en escala reducida, la pulsión sexual infantil; el placer final es nuevo, y por tanto probablemente depende de condiciones que sólo se instalan con la pubertad. La fórmula para la nueva función de las zonas erógenas sería: Son empleadas para posibilitar, por medio del placer previo que ellas ganan como en la vida infantil, la producción del placer de satisfacción mayor.
Hace poco pude elucidar otro ejemplo, tomado de un ámbito del acaecer anímico enteramente
distinto, en que de igual modo se alcanza un efecto de placer mayor en virtud de una sensación
placentera menor, que opera así como una prima de incentivación, También se presentó ahí la
oportunidad de abordar más de cerca la naturaleza del placer (2).
Peligros del placer previo.
Ahora bien, el nexo del placer previo con la vida sexual infantil se acredita por el papel patógeno
que puede corresponderle. Del mecanismo en que es incluido el placer previo deriva,
evidentemente, un peligro para el logro de la meta sexual normal: ese peligro se presenta
cuando, en cualquier punto de los procesos sexuales preparatorios, el placer previo demuestra
ser demasiado grande, y demasiado escasa su contribución a la tensión. Falta entonces la
fuerza pulsional para que el proceso sexual siga adelante; todo el camino se abrevia, y la acción preparatoria correspondiente remplaza a la meta sexual normal. La experiencia nos dice que este perjuicio tiene por condición que la zona erógena respectiva, o la pulsión parcial
correspondiente, haya contribuido a la ganancia de placer en medida inhabitual ya en la vida
infantil. Y si todavía se suman factores que coadyuvan a la fijación, fácilmente se engendra una
compulsión refractaria a que este determinado placer previo se integre en una nueva trama en
la vida posterior. De esta clase es, en efecto, el mecanismo de muchas perversiones, que
consisten en una demora en actos preparatorios del proceso sexual.
El malogro de la función del mecanismo sexual por culpa del placer previo se evita, sobre todo,
cuando ya en la vida infantil se prefigura de algún modo el primado de las zonas genitales. Los
dispositivos para ello parecen estar realmente presentes en la segunda mitad de la niñez
(desde los ocho años hasta la pubertad). En esos años, las zonas genitales se comportan ya
de manera similar a la época de la madurez; pasan a ser la sede de sensaciones de excitación
y alteraciones preparatorias cuando se siente alguna clase de placer por la satisfacción de otras
zonas erógenas; este efecto, no obstante, sigue careciendo de fin, vale decir, en nada
contribuye a la prosecución del proceso sexual. Por eso ya en la niñez se engendra, junto al
placer de satisfacción, cierto monto de tensión sexual, si bien menos constante y no tan vasto.
Y ahora comprendemos la razón por la cual, cuando elucidábamos las fuentes de la sexualidad,
pudimos decir con igual derecho que el proceso respectivo provocaba una satisfacción sexual o
bien una excitación sexual. Ahora notamos que, en nuestro camino cognoscitivo, al comienzo
concebimos exageradamente grandes las diferencias entre la vida sexual infantil y la madura;
enmendemos, pues, lo anterior. Las exteriorizaciones infantiles de la sexualidad no marcan
solamente el destino de las desviaciones respecto de la vida sexual normal, sino el de su conformación normal.

Continúa en ¨Las metamorfosis de la pubertad: El problema de la excitación sexual¨

Notas:
1- Nota agregada en 1924. Cf. un intento de solucionar este problema en las observaciones introductorias de mi ensayo «El problema económico del masoquismo» (1924c).
2- Véase mi estudio El chiste Y su relación con lo inconciente, aparecido en 1905 [AE, 8, pags. 131-21. El «placer previo» obtenido por la técnica del chiste se emplea para liberar un placer mayor por la cancelación de inhibiciones interiores. [En un ensayo posterior dedicado a la creación literaria (1908e), Freud atribuyó un mecanismo similar al placer estético.]