La nota que se esperaría al paso, más arriba, del nombre de Silberer no constituye una ausencia real: se la puede encontrar en el texto en una forma disuelta. Cosa que hicimos precisamente para responder al hecho de que Jones se suelte con un capítulo, el cuarto interpolado antes de su conclusión, para discutir la invención de Silberer.
Resulta de ello para el conjunto de su argumentación que se redobla en la parte, o sea una equivalencia coja que es para nosotros síntoma, entre otras cosas, del azoro que marca a la teoría que nos es presentada allí.
La nota por hacer sobre Silberer puede tomar su valor por iluminar por qué, si puede decirse tal de un texto, no hemos podido hacer otra cosa que redoblar su azoro.
Silberer pues pretende trazar lo que sucede con la incidencia (histórica) del símbolo, a la cual califica muy pertinenentemente de fenómeno material, cuando pasa a la función de determinar un estado psíquico, y aún de fijar lo que llaman constitución de un ritmo o de una inclinación.
El fenómeno funcional que forja con ello es esa función recuperada en lo que es material, de donde resulta que lo que «simboliza» en lo sucesivo es una estructura elaborada, y con tanto más derecho cuanto que de hecho es su consecuencia.
Forzemos la ilustración que sigue siendo notoria al calificar de hojaldre al pastel respecto del cual él nos da fe de que Ie costó mucho plantar en él la paleta adecuada, en la transición hacia el sueño donde Ia trifulca con ese pastel había venido a sustituirse a su esfuerzo por devolver su pensamiento al nivel de vigilia necesario para que estuviese a la altura de su existencia de sujeto.
El estrato psíquico se evoca allí, desplazando el fenómeno al sugerir una posible endoscopía: de profundidades que confinan con las sublimidades.
El fenómeno es innegable. Por lo cual Freud le concede un lugar en una adición que aporta a la Traumdeutung en 1914, y principalmente bajo el aspecto más impresionante para que Silberer lo promueva en 1911, como la simbólica del umbral (Schwellensymbolik), la cual se enriquece eventualmente por añadírsele un guardián.
Pero es por otro sesgo como seduce el fenómeno. Puede decirse que se abalanza desde el trampolín todavía verde del descubrimiento de Freud a la reconquista de una psicología, que sólo hallaría que reanimar desde su polvo.
Ahora bien, es sin duda de esto de donde el hasta aquí que Jones pretende aportarle por ser en esto el campeón de Freud toma el valor que hace que nos interesemos en él: por confirmar ab ovo, queremos decir en el tiempo de germinación del análisis, la actitud decidida de nuestra enseñanza.
Jones se adelanta aquí expresamente para enunciar el principio por el que Jung se excluye del psicoanálisis.
Se resume en una palabra, pertinente para recordar que la cosa está siempre ahí, tome de donde tome su etiqueta. A lo que Jones quiere poner remedio es a Ia hermeneutizacion del psicoanálisis.
El símbolo al que llama verdadero, por designar con ello el que aísla la experiencia freudiana, no «simboliza» en el sentido en que las figuras del Antiguo Testamento lo hacen con lo que tiene su advenimiento en el Nuevo, y que sigue siendo el sentido común en que se entiende el simbolismo.
Por eso le es fácil denunciar el deslizamiento que se opera, en Silberer para equipararlo a Jung. El símbolo cede el lugar a lo que figura desde el momento en que llega a no ser más que un sentido figurado.
Pero aquello a lo que cede el lugar son las realidades invisibles, que realizan su regreso bajo su velo tal vez no de siempre, pero de hace un buen rato, precisamente aquel cuyo recuerdo habría que borrar
Y no hay que equivocarse aquí. La importancia concedida por Freud al fenómeno funcional lo es a título de la elaboración secundaria del sueño, lo cual para nosotros es como decirlo todo, puesto que la define expresamente por el emborronamiento de la cifra del sueño operado por medio de un camuflaje no menos expresamente designado como imaginario.
No excluye esa enormidad, que es preciso que sea más enorme aun de lo que confiesa ser y desprovista de toda forma para inscribirse en la intimidad, para que Jones en 1916 la refiera a «una comunicación personal» de Freud, cuando se ostenta, por poco que parezca tocarlas, en las líneas que anexan el fenómeno funcional a la Traumdeutung de 1914.
Puede leerse allí del fenómeno funcional que concierne, sobre todo sin duda a espíritus «de un tipo especialmente filosófico e introspectivo».
Lo cual da de qué sonreír, y aún de qué hacer mofa (de lo cual ya se ha visto que no nos privamos), por el hecho de que se repercute con ello la cuestión de saber si la filosofía bastaría para sustraer a los susodichos espíritus a los efectos del inconsciente: cuando Ia discusión misma muestra que en la época en que lo que hay en Freud es tomado todavía en serio, el fenómeno funcional pone en falta a su análisis del sueño, por no ser efecto del deseo (entendamos de la libido, del deseo como sexual).
En este caso, puesto que la excepción, por ser tan real como la norma, exige que se de cuenta de su intromisión, la cuestión quiere decir: ¿hay dos leyes del dormir?
Ahora bien, es su ridiculez la que nos instruye. Y por esto que se demuestra que cierto rechazo de la experiencia al que aquí Freud se abandona, está fundado por ser el paso inaugural de la ciencia.
Es el paso que hemos introducido en el psicoanálisis al distinguir lo simbólico de lo imaginario en su relación con lo real. Distinción que se ha impuesto por provenir de la práctica a través de la crítica de la intervención, y por mostrarse erística para el edificio teórico.
Distinción metódica pues, y que no por ello constituye, precisémoslo puesto que el término se nos presenta, ningún umbral en lo real. La estructuración simbólica efectivamente, si encuentra su material al desarticular lo imaginario de lo real, se hace tanto más operante al desarticular lo real mismo que reduce a la relación del significante con el sujeto, o sea a un esquematismo, que en un primer abordamiento se estima por el grado de decaimiento que impone a lo imaginario.
Si el rigor de este abordamiento es exigible para el acceso al receso segundo en que el objeto a se dibuja con otro nudo, nos limitamos aquí a que se sienta que Jones, al fallar en esto, circunscribe con justeza la falta que le hacen nuestras categorías.
Nos toca a nosotros demostrar que Freud las utiliza, por la seguridad nunca en falta con que decide en su campo arrogarse la última palabra cuando se trata de lo científico.
¿Pero es acaso maravilla? Cuando su apego a la ciencia motiva la relación de aversión con que sostiene su aventura, y cuando lo simbólico, lo imaginario y lo real no son sino un vademecum con que subvenimos a la urgencia, en este terreno siempre suspendida sobre los que se lo toman a la ligera, de ser advertidos cuando se revuelcan en él.
Así puede articularse que no es porque el umbral como símbolo, o, mejor dicho, como significante que marca el lugar donde ello empieza a llamarse con otro nombre: la casa, el naos, incluso el fuera en lo que tiene de impronunciable, es materialmente una piedra plana, extendida o bien colocada del campo—por lo que se puede en modo alguno, de la metáfora del umbral, empleada para anotar en una curva que coordina variables objetivadas el punto donde se manifiesta un estado, aunque éste a su vez hubiera sido objetivado de la apercepción, o tan sólo la diferencia cualitativa de una sensación, imaginar un resalte asible en un lugar cualquiera de lo real, a fortiori una hoja, cualquiera que sea, que constituye allí como estratificado, lo cual quiere decir como unitario, el campo de lo psíquico, o incluso de la simple representación.
Así sería perfectamente fútil calificar de fenómenos funcionales a los umbrales, sin embargo posibles de inscribir, del sentimiento en todo terreno de una pesadez y de una ligereza igualmente cargadas de simbolismo, lo veremos más abajo si se piensa con eso devolverles el menor valor en la teoría de la gravitación, la cual sólo ha tomado forma tomando en préstamo significantes de muy otro sitio.
Jones juzga como nosotros este punto pertinente en el asunto, y por eso lo discute y lo dirime de modo semejante. ¿No percibe en su fondo hasta que punto esto equivale a renunciar a la antigua fantasía del conocimiento? Sólo nos importa tomar nota de su recurso a la decencia, del pensamiento psicoanalítico.
Pero esto da también ocasión de señalar que ese recurso lo debilita al articularlo únicamente por el hecho de que lo figurado de la metáfora tenga que ceder ante lo concreto del simbolismo.
Pues es de ese aspecto concreto de donde toma su fuerza y su argumento toda la ficción que, afectando al simbolismo las cuotas de la primitividad, del arcaísmo, de la indiferenciación, incluso de la desintegración neurológica, contribuirá a que no se vea en ella sino la virtualidad de las funciones de síntesis. Añádase que su potencialidad no hace sino coronar el error rodeándole de mística.
Al llevar el hierro a ese terreno por lo tanto segundo en 1916, Jones triunfa sin duda. Se Ie perdonará no remediar el peligro que va a surgir desde más acá precisamente desde esa psicologizacion con que la práctica del psicoanálisis va a entorpecer más y más en oposición al descubrimiento de Freud
Pues ningún pudor prevalece contra un efecto del nivel de la profesión, el del enrolamiento del practicante en los servicios en los que la psicologización es una vía muy propia a toda clase de exigencias bien especificadas en lo social: ¿cómo a aquello de lo que se es sostén, negarle el hablar su lenguaje? En la pregunta así planteada ni siquiera veríamos malicia. Hasta tal punto el psicoanálisis no es ya nada desde el momento en que olvida que su responsabilidad primera es para con el lenguaje
Por eso Jones sería demasiado débil (too weak, nos lo han repetido) para dominar politicamente el anafreudismo. Término con que designamos un freudismo reducido para uso de ánades y al que sostiene Freud Anna.
Que Jones, contra ese clan, haya preservado la oportunidad de los kleinianos basta para mostrar que se le oponía. Que haya señalado en Viena su adhesión completa a Melanie Klein, por débiles que debieran parecerle a los ojos de su propia exigencia las conceptualizaciones de ésta, esto también basta para mostrar su fidelidad al camino propiamente psicoanalítico.
Y puesto que fue a propósito de la discusión que él dominó, de la fase fálica en la mujer como esa adhesión fue llevada a ese lugar, demos la ayuda de un comentario a lo que nos ha sido demostrado de la poca finura de algunos para captar nuestro propósito aquí.
Hacemos valer en su lugar el hecho asombroso de que Jones permanezca sordo al alcance de su propio catálogo de las «ideas primarias» al agrupar los símbolos en el inconsciente. Pues al llevar más Iejos ese catálogo en apoyo de su consideración de que lo concreto funda el verdadero símbolo, no hace sino recalcar más la contraverdad de esa consideración. Puesto que no hay ninguna de esas ideas que no falte a lo conereto, por no residir en lo real sino gracias al significante, y tanto, que podría decirse que sólo fundan una realidad haciéndola desprenderse sobre un fondo de irreal: la muerte, el deseo, el nombre del padre.
Sería entonces desesperado esperar que Jones se dé cuenta de que la función simbólica deja aparecer allí el punto nodal en el que un símbolo viene al lugar de la falta constituida por la «falta en su lugar», necesaria en el punto de partida de la dimensión de desplazamiento de donde procede todo el juego del símbolo.
El símbolo de la serpiente lo sugerimos de entrada en la modulación misma de la frase en que evocamos el fantasma por el que Anna 0.. . cae en el sueño en los Estudios sobre la histeria esa serpiente que no es un símbolo de la libido por supuesto como tampoco de la redención lo es la serpiente de bronce, esa serpiente no es tampoco como lo profesa Jones el símbolo del pene, sino del lugar donde falta.
Si no llevamos más lejos entonces la estructura lógica es sin duda por tener que vérnoslas con un auditorio al que han vuelto impropio para los rudimentos de su articulación.
Toda nuestra retórica apunta a alcanzar el efecto de formación que tenemos sin embargo que poner en ella.
Queda la necesidad de incluir en el expediente que aquellos que parecían mejor preparados para adelantarse a sus implicaciones prefirieron dar de cabezadas contra la forma de esa frase.
Un pequeño juego, de origen chino si hemos de creer a la nota, es muy bonito para ilustrar la función del lugar en el simbolismo, por imponer únicamente el deslizamiento para distribuir según una posición determinada unas piezas desiguales, que se maniobran sobre una superficie en la que solo dejan libre un módico cuadrado. Sin duda sucede igual con las resistencias que demuestran en la práctica de la combinatoria. Se llama el Asno Rojo.
La resistencia de que hablamos está en lo irnaginario. Y fue al haberle dado, desde nuestros primeros pasos en el psicoanálisis, en el estadio del espejo, su estatuto, como pudimos después dar correctamente su lugar al simbolismo.
Es efectivamente de lo imaginario, es cosa sabida desde siempre, de donde proceden las confusiones en lo simbólico, pero el error, no menos secular, es querer poner remedio a esto por una crítica de la representación, cuando lo imaginario sigue siendo prevalente en ella. Es de esto por cierto de lo que Jones sigue siendo tributario: al definir el símbolo como «idea» de lo concreto, consiente ya en que no sea sino una figura.
Su prejuicio es baconiano. Recibimos su marca en la escuela, donde nos enseñan que la vertiente decisiva de la ciencia es el recurso al sensorium, calificado de experimental.
No es de ninguna manera que lo imaginario sea para nosotros lo ilusorio. Bien al contrario le damos su función de real al fundarlo en lo biológico: o sea, lo hemos visto más arriba en el I. R. M. efecto innato de la imago, manifiesto en todas las formas de la ceremonia sexual.
En lo cual somos en el psicoanálisis fieles a la pertenencia que se siente la necesidad de distinguir muy tontamente con el término de biológica, para oponerla a un culturismo al que pretendemos no contribuir en nada.
Sólo que no damos en esas formas de delirio que hemos designado suficientemente. Biologizar en nuestro campo es hacer entrar en éI todo lo que hay de utilizable para ese campo de la ciencia llamada biología, y no sólo apelar a algo de lo real que sea vivo.
Hablar de instinto uretral o anal, incluso hacer con ellos una mixtión, no tiene más sentido biológico que hacer cosquillas a un semejante o ser enterrador. Ocuparse de la etología animal o de las incidencias subjetivas de la prematuración neonatal en el homíninido lo tiene.
El pensamiento simbólico es de situarse, como tratamos de hacerlo, por relación con el pensamiento científico, pero no se verá nada de él si se busca esa relación en lo virtual o lo potencial.
Esa relación se encuentra en lo actual.
Nunca ha habido otro pensamiento sino simbólico, y el pensamiento científico es aquel que reduce el simbolismo al fundar en él al sujeto: lo cual se llama la matemática en el Ienguaje corriente.
No es pues de ninguna manera a título de un minusvalor del pensamiento, de un retraso del sujeto, de un arcaismo del desarrollo, incluso de una disolución de la función mental, o más absurdamente de la metáfora de la liberación de los automatismos que inscribiría sus resultados—como el simbolismo puede situarse, incluso si perpetúa incidencias que corresponden a esos estados en lo real.
Inversamente, no se puede decir que el pensamiento simbólico estaba preñado desde siempre del pensamiento científico, si se entiende incumbir con eso a algún saber. Esto no es sino materia de casuística histórica.
El psicoanálisis tiene el privilegio de que el simbolismo se reduce en él al efecto de verdad que, al extraerlo o no de sus formas patéticas, aísla en su nudo como la contrapartida sin la cual nada se concibe del saber.
Nudo aquí quiere decir la división que engendra el significante en el sujeto, y nudo verdadero por cuanto no se le podría aplanar.
El nudo del fenómeno funcional no es más que una falsificación ante este criterio, y no por nada Jones finge que redobla el primero. Pero aplanar el segundo no hace al primero más tratable.
Un nudo que no puede aplanarse es la estructura del símbolo, la que hace que no pueda fundarse una identificación sino a condición de que algo complete la medida para dirimirla.
(1966)