I. Introducción histórica
(Este congreso tuvo lugarbajo el nombre de: Coloquio internacional de psicoanálisis del 5 al 9 de septiembre de 1960 en la Universidad Municipal de Amsterdam. Publicado en el último número de La Psychanalyse)
Si se considera la experiencia del psicoanálisis en su desarrollo desde hace sesenta años, no causaremos sorpresa al señalar el hecho de que, concebida inicialmente como fundando sobre la represión paterna el complejo de castración, primero en brotar de sus orígenes, ha orientado progresivamente hacia las frustraciones provenientes de la madre un interés en el que ese complejo no ha sido elucidado mejor por distorsionar sus formas.
Una noción de carencia afectiva, que une sin mediación a los defectos reales del maternaje las perturbaciones del desarrollo, se añade a una dialéctica de fantasías de las que el cuerpo materno es el campo imaginario.
Que se trata de una promoción conceptual de la sexualidad de la mujer, es cosa que no ofrece duda, y que permite observar una notable negligencia.
II. Definición del tema
Interesa al punto mismo sobre el que quisiéramos en esta coyuntura llamar la atención: a saber la parte femenina, si es que éste término tiene sentido, de lo que se pone en juego en la relación genital, en la cual el acto del coito ocupa un lugar por lo menos local
O, para no descender de los puntos de mira biológicos elevados en los que seguimos complaciéndonos: ¿cuáles son las vías de la libido otorgadas a la mujer por los faneros anatómicos de diferenciación sexual de los organismos superiores?
III. Recolecciones de los hechos
Semejante proyecto exige recolectar primeramente:
a] Los fenómenos atestiguados por las mujeres en las condiciones de nuestra experiencia sobre las vías y el acto del coito, en cuanto que confirman o no las bases nosológicas de nuestro punto de partida médico;
b] la subordinación de esos fenómenos a los resortes que nuestra acción reconoce como deseos, y especialmente a sus retoños inconscientes -con los efectos, aferentes o eferentes con relación al acto, que resultan de ello para la economía psíquica-, entre los cuales los del amor pueden ser considerados por sí mismos, sin perjuicio de la transición de sus consecuencias al niño:
c] Las implicaciones nunca revocadas de una bisexualidad psíquica referida en primer lugar a las duplicaciones de la anatomía, pero que pasan cada vez más a la cuenta de las identificaciones personológicas.
IV. Brillo de las ausencias
De semejante sumario se desprenderán ciertas ausencias cuyo interés no puede eludirse por una declaración de falta de méritos:
1. Las nuevas adquisiciones de la fisiología, los hechos del sexo cromosómico por ejemplo y sus correlatos genéticos, su distinción del sexo hormonal, y la parte que les corresponde en la determinación anatómica -o únicamente lo que aparece del privilegio libidinal de la hormona masculina, o incluso la ordenación del metabolismo estrógeno en el fenómeno menstrual-, si bien siempre se impone la reserva en su interpretación clínica, no dejan de dar qué pensar por haber quedado ignorados por una práctica donde se alega de buen grado un punto de vista mesiánico sobre unos quimismos decisivos.
La distancia mantenida aquí con respecto a lo real puede plantear en efecto la cuestión del corte interesado, la cual, si bien no debe hacerse entre lo somático y lo psíquico solidarios, se impone entre el organismo y el sujeto, a condición de que se repudie para este último la cuota afectiva con que la ha cargado la teoría del error para articularlo como el sujeto de una combinatoria, única que da su sentido al inconsciente.
2. Inversamente, una paradoja original del punto de mira psicoanalítico, la posición clave del falo en el desarrollo libidinal, interesa por su insistencia en repetirse en los hechos.
Aquí es donde la cuestión de la fase fálica en la mujer redobla su problema por la circunstancia de que después de haber hecho furor entre los años 1927-1935, haya sido dejada desde entonces en una tácita indivisión al capricho de las interpretaciones de cada uno
Será interrogándose sobre sus razones como podrá romperse esa suspensión.
Imaginaria, real o simbólica, referente a la incidencia del falo en la estructura subjetiva a la que se acomoda el desarrollo, no son aquí las palabras de una enseñanza particular, sino aquellas mismas donde se señalan bajo la pluma de los autores los deslizamientos conceptuales que, por no estar controlados, condujeron a la atonía de la experiencia después de la parálisis del debate.
V. La oscuridad sobre el órgano vaginal
La percepción de un interdicto, por muy oblicuo que sea su procedimiento, puede servir de preludio.
¿Se confirma ésta en el hecho de que una disciplina que, por responder desde su campo al título de la sexualidad, parecía permitir sacar a luz todo su secreto, haya dejado lo que se confiesa del gozo femenino en eI punto preciso donde una fisiología poco celosa se muerde la lengua?
La oposición bastante trivial entre el goce clitoridiano y la satisfacción vaginal ha visto a la teoría reforzar su motivo hasta alojar en él la inquietud de los sujetos, incluso llevarla hasta el tema, si es que no hasta la reivindicación, sin que se pueda decir sin embargo que su antagonista haya sido elucidado con más justeza.
Esto por la razón de que la naturaleza del orgasmo vaginal conserva su tiniebla inviolada, pues la noción masoterápica de la sensibilidad del cuello, la quirúrgica de un noli tangere en la pared posterior de la vagina, se muestran en los hechos contingentes (¡en las histerectomías sin duda, pero también en las aplasias vaginales!).
Las representantes del sexo, por mucho volumen que tenga su voz entre los psicoanalistas, no parecen haber dado lo mejor de sí para el levantamiento de ese sello.
Dejando aparte la famosa «toma en arriendo» de la dependencia rectal en la que la señora Lou Andreas-Salomé tomó posición personal, se han atenido generalmente a metáforas, cuya altura en el ideal no significa nada que merezca preferirse a lo que el primer llegado nos ofrece de una poesía menos intencional.
Un Congreso sobre la sexualidad femenina está lejos de hacer pesar sobre nosotros la amenaza de la suerte de Tiresias.
VI. El Complejo Imaginario y Las Cuestiones del Desarrollo
Si este estado de cosas delata un callejón sin salida científico en la manera de abordar lo real, lo menos que puede esperarse de los psicoanalistas reunidos en congreso, sin embargo, es que no olviden que su método nació precisamente de un callejón sin salida semejante.
Si los símbolos aquí no tienen más que un asidero imaginario es probablemente que las imágenes están ya sujetas a un simbolismo inconsciente, dicho de otra manera a un complejo, lo cual hace oportuno recordar que imágenes y símbolos en la mujer no podrían aislarse de las imágenes y de los símbolos de la mujer.
La representación (Vorstellung en el sentido en que Freud emplea este término cuando señala que eso es lo que esta reprimido), la representación de la sexualidad femenina condiciona, reprimida o no, su puesta en obra, y sus emergencias desplazadas (donde la doctrina del terapeuta puede resultar parte condicionante) fijan la suerte de las tendencias, por muy desbastadas naturalmente que se las suponga.
Debe destacarse el hecho de que Jones en su ponencia ante la Sociedad de Viena, que parece haber quemado la tierra para toda contribución ulterior, no haya podido ya producir sino su adhesión pura y simple a los conceptos kleinianos en la perfecta brutalidad en que los presenta su autora: entiéndase la despreocupación en que se mantiene Melanie Klein -incluyendo a las fantasias edípicas más originales en el cuerpo materno- de su proveniencia de la realidad que supone el Nombre-del-Padre.
Si se piensa que a esto es a todo lo que llega Jones en la empresa de reducir la paradoja de Freud, instalando a la mujer en la ignorancia primaria de su sexo, pero temperado también por la confesión instruída de nuestra ignorancia -empresa tan animada en Jones con el prejuicio de la dominancia de lo netural, que le parece gracioso asegurarla con una cita del Génesis- no se ve qué es lo que se ha ganado.
Porque puesto que se trata de la injusticia que se hace al sexo femenino («¿una mujer nace o se hace?», exclama Jones) por la función equívoca de la fase fálica en los dos sexos, no parece que la femineidad quede más especificada por el hecho de que la función del falo se imponga aun más equívoca por hacerla retroceder hasta la agresión oral.
Tanto ruido en efecto no habrá sido en vano si permite modular las preguntas siguientes en la lira del desarrollo, puesto que es ésa su música.
1. El objeto «malo» de una falofagia fantástica que lo extrae del seno del cuerpo materno, ¿es un atributo paterno?
2. Elevando el mismo al rango de objeto «bueno» y deseado como un pezón más manejableg (sic) y más satisfactorio (¿en qué?), la pregunta se precisa: ¿es de la misma tercera persona de quien se toma? Pues no basta con adornarse con la noción de pareja combinada, hay que saber además si es en cuanto imagen o en cuanto símbolo como se constituye ese híbrido.
3. Puesto que el clítoris, por muy autísticas que sean sus solicitaciones, se impone sin embargo en lo real, ¿cómo viene a compararse con las fantasías precedentes?
Si es de manera independiente como pone el sexo de la niña bajo el signo de un minusvalor orgánico, el aspecto de redoblamiento proliferante que toman por ello las fantasías las hace sospechosas de pertenecer a la fabulación «legendaria».
Si se combina (también él) tanto con el objeto «malo» como con el «bueno», entonces se requiere una teoría de la función de equivalencia del falo en el advenimiento de todo objeto del deseo, para lo cual no bastaría la mención de su carácter «parcial».
4. De cualquier manera vuelve a encontrarse la cuestión de estructura que introdujo el enfoque de Freud, a saber que la relación de privación o de carencia de ser que simboliza el falo, se establece de manera derivada sobre la carencia de tener que engendra toda frustración particular o global de la demanda, y que es a partir este substituto, que a fin de cuentas el clítoris pone en su lugar antes de sucumbir en la competencia, como el campo del deseo precipita sus nuevos objetos (en primer lugar el niño por venir) con la recuperación de la metáfora sexual en la que se habían adentrado ya todas las otras necesidades.
Esta observación señala su límite a las cuestiones sobre el desarrollo, exigiendo que se las subordine a una sincronía fundamental.
VII. Desconocimientos y prejuicios
En el mismo punto conviene preguntar si la mediación fálica drena todo lo que puede manifestarse de pulsional en la mujer, y principalmente toda la corriente del instinto materno. ¿Por que no establecer aquí que el hecho de que todo lo que es analizable sea sexual no implica que todo lo que sea sexual sea accesible al análisis?
1. En lo que se refiere al supuesto desconocimiento de la vagina, si por una parte difícilmente puede no atribuirse a la represión su persistencia frecuente más allá de lo verosímil, queda el hecho de que aparte de algunas observaciones (Josine Müller) que declinaremos por el propio motivo de los traumatismos en que se manifiestan, los partidarios del conocimiento «normal» de la vagina se ven reducidos a fundarlo sobre la primacía de un desplazamiento de arriba abajo de las experiencias de la boca, o sea a agravar grandemente la discordancia, la cual pretenden mitigar.
2. Sigue el problema del masoquismo femenino que se señala ya cuando se promueve una pulsión parcial, o sea, califíquesela o no de pregenital, regresiva en su condición, al rango de polo de la madurez genital.
Semejante calificación en efecto no puede considerarse como simplemente homonímica de una pasividad, de por si ya metafórica, y su función idealizante, inversa de su nota regresiva, salta a la vista por mantenerse indiscutida a despecho de la acumulación, forzada tal vez en la génesis analítica moderna, de los efectos castradores y devoradores, dislocadores y sideradores de la actividad femenina.
¿Podemos confiar en lo que la perversión masoquista debe a la invención masculina para concluir que el masoquismo de la mujer es una fantasía del deseo del hombre?
3. En todo caso se denunciaría la debilidad irresponsable que pretende deducir las fantasías de efracción de las fronteras corporales de una constante orgánica cuyo prototipo sería la ruptura de membrana ovular. Analogía grosera que muestra suficientemente lo lejos que estamos del modo de pensamiento que es el de Freud en este terreno cuando esclarece el tabú de la virginidad.
4. Pues confinamos aquí con el resorte por el cual el vaginismo se distingue de los síntomas neuróticos incluso cuando coexisten, y que explica que ceda al procedimiento sugestivo cuyo éxito es notorio en el parto sin dolor.
Si el análisis en efecto ha llegado al punto de tragarse su propio vómito tolerando que en su orbe se confundan angustia y miedo hay quizá aquí una ocasión de distinguir entre inconsciente y prejuicio, en cuanto a los efectos del significante.
Y de reconocer a la vez que el analista está tan expuesto como cualquier otro a un prejuicio sobre el sexo, fuera de lo que le descubre el inconsciente.
Recordemos el consejo que Freud repite a menudo de no reducir el suplemento de lo femenino a lo masculino al complemento del pasivo al activo.
VIII. La frigidez y la estructura subjetiva
1. La frigidez, por extenso que sea su imperio, y casi genérico si se tiene en cuenta su forma transitoria, supone toda la estructura inconsciente que determina la neurosis, incluso si aparece fuera de la trama de los síntomas. Lo cual da cuenta por una parte del carácter inaccesible a todo tratamiento somático, por otra parte del fracaso ordinario de los buenos oficios del compañero más anhelado.
Solo el análisis la moviliza, a veces incidentalmente, pero siempre en una transferencia que no podría estar contenida en la dialéctica infantilizante de la frustración, incluso de la privación, sino ciertamente tal como para poner en juego la castración simbólica. Lo cual equivale aquí a un llamado a los principios.
2. Un principio sencillo de establecer es que la castración no podría deducirse únicamente del desarrollo, puesto que supone la subjetividad del Otro en cuanto lugar de su ley. La otredad del sexo se desnaturaliza por esta enajenación. El hombre sirve de relevo para que la mujer se convierta en ese Otro para sí misma, como lo es para él.
Es en ese sentido como una develación del Otro interesado en la transferencia puede modificar una defensa gobernada simbólicamente.
Queremos decir que la defensa aquí se concibe en primer lugar en la dimensión de mascarada que la presencia del Otro libera en el papel sexual.
Si volvemos a partir de ese efecto de velo para referir a él la posición del objeto, se adivinará cómo puede desinflarse la conceptualización monstruosa cuyo activo analítico fue interrogado más arriba. Tal vez quiere decir simplemente que todo puede ponerse en la cuenta de la mujer en la medida en que, en la dialéctica falocéntrica, ella representa el Otro absoluto.
Hay que volver pues a la envidia del pene (Penisneid) para observar que en dos momentos diferentes, y con una certidumbre en cada uno igualmente aligerada por el recuerdo de la otra, Jones hace de él una perversión, luego una fobia.
Las dos apreciaciones son igualmente falsas y peligrosas. La una señala el desvanecimiento de la función de la estructura ante la del desarrollo hacia el que se ha deslizado cada vez más el análisis, aquí en contraste con el atento que Freud pone en la fobia como piedra angular de la neurósis. La otra inaugura el alza del dédalo al que se ha visto consagrado el estudio de las perversiones para dar cuenta en él de la función del objeto.
En el último viraje de este palacio de los espejismos, a lo que llegamos es al splitting del objeto, por no haber sabido leer en la admirable nota interrumpida de Freud sobre el splitting del ego, el fading del sujeto que lo acompaña.
Tal vez es también ése el término en que se disipará la ilusión del splitting donde el análisis se ha empantanado haciendo de lo bueno y de lo malo atributos del objeto.
Si la posición del sexo difiere en cuanto al objeto, es con toda la distancia que separa a la forma fetichista de la forma erotomaníaca del amor. Volveremos a encontrar sus salientes en la vivencia más común.
3. Si se parte del hombre para apreciar la posición recíproca de los sexos, se ve que las muchachas-falo cuya ecuación fue planteada por el señor Fenichel de manera meritoria aunque vacilante, proliferan sobre un Venusberg que debe situarse mas allá del «Tú eres mi mujer» por el cual él constituye a su compañera, en lo cual se confirma que lo que resurge en el inconsciente del sujeto es el deseo del Otro, o sea el falo deseado por la madre.
Después de lo cual se abre la cuestión de saber si el pene real por pertenecer a su compañero sexual, consagra a la mujer a un lazo sin duplicidad, con la salvedad de la reducción del deseo incestuoso cuyo procedimiento sería aquí natural.
Se toma el problema al revés considerándolo resuelto.
4. ¿Por qué no admitir en efecto que, si no hay virilidad que no sea consagrada por la castración, es un amante castrado o un hombre muerto (o incluso los dos en uno) el que se oculta para la mujer detrás del velo para solicitar allí su adoración, o sea desde el lugar mismo más allá del semejante materno de donde le vino la amenaza de una castración que no la concierne realmente?
Entonces es desde ese incubo ideal desde donde una receptividad de abrazo ha de transfigurarse en sensibilidad de funda sobre el pene.
Para lo cual constituye un obstáculo toda identificación imaginaria de la mujer (en su estatura de objeto propuesto al deseo) con el patrón fálico que sostiene la fantasía.
En la posición de o bien-o bien en que el sujeto se encuentra atrapado entre una pura ausencia y una pura sensibilidad, no debe asombrarnos que el narcisismo del deseo se aferre inmediatamente al narcisismo del ego que es su prototipo.
Que unos seres insignificantes estén habitados por una dialéctica tan sutil, es cosa a la que el análisis nos acostumbra, y que explica que el menor defecto del ego sea su trivialidad.
5. La figura de Cristo, evocadora bajo este aspecto de otras más antiguas, muestra aquí una instancia más extensa de lo que supone la fidelidad religiosa del sujeto. Y no es inútil observar que el develamiento del significante más oculto que era el de los Misterios, estaba reservado a las mujeres.
En un nivel más ordinario, damos cuenta de esta manera: a) del hecho de que la duplicidad del sujeto esté enmascarada en la mujer, tanto más cuanto que la servidumbre del cónyuge la hace especialmente apta para representar a la víctima de la castración; b) del verdadero motivo del que la exigencia de la fidelidad del Otro recibe en la mujer su rasgo particular; c) del hecho de que justifique más fácilmente esa exigencia con el argumento supuesto de su propia fidelidad.
6. Este cañamazo del problema de la frigidez está trazado en términos en los que las instancias clásicas del análisis se alojarán sin dificultad. Quiere en sus grandes líneas ayudar a evitar el escollo en que se desnaturalizan cada vez más los trabajo anaIíticos: o sea su semejanza con el ensamble de una bicicleta por un salvaje que nunca hubiera visto una, por medio de órganos sueltos de modelos históricamente lo bastante distantes como para que no impliquen ni siquiera homólogos, por lo cual no queda excluída su repetición.
Que por lo menos alguna elegancia renueve el lado chusco de los trofeos así obtenidos.
IX. La homosexualidad femenina y el amor ideal
El estudio del cuadro de la perversión en la mujer abre otro sesgo.
Habiéndose llevado muy lejos, para la mayoría de las perversiones masculinas, la demostración de que su motivo imaginario es el deseo de preserver el falo que es el que interesó al sujeto en la madre, la ausencia en la mujer del fetichismo que representa el caso casi manifiesto de este deseo deja sospechar un destino diferente de ese deseo en las perversiones que ella presenta.
Pues suponer que la mujer misma asume el papel del fetiche, no es sino introducir la cuestión de la diferencia de su posición en cuanto al deseo y al objeto.
Jones, en su artículo, inaugural de la serie, sobre. el primer desarrollo de la sexualidad femenina, parte de su experiencia excepcional de la homosexualidad en la mujer y toma las cosas en un medium que tal vez hubiera hecho mejor en sostener. Hace bifurcarse el deseo del sujeto en la elección que se impondría a él entre su objeto incestuoso, aquí el padre, y su propio sexo. El esclarecimiento que resulta de ello sería mayor si no se quedase corto al apoyarse en la solución demasiado cómoda de la identificación.
Una observación mejor armada despejaría, al parecer, que se trata más bien de un remplazo del objeto: podría decirse de un desafío reemplazado. El caso princeps de Freud, inagotable como de costumbre, nos hace percatarnos de que ese desafío toma su punto de partida en una exigencia del amor escarnecida en lo real y que no se contenta con nada menos que con permitirse los lujos del amor cortés.
Si este amor más que ningún otro se jacta de ser el que da lo que no tiene, esto es ciertamente lo que la homosexualidad hace a las mil maravillas en cuanto a lo que le falta.
No es propiamente el objeto incestuoso el que ésta escoge a costa de su sexo; lo que no acepta, es que ese objeto sólo asuma su sexo a costa de la castración.
Lo cual no significa que ella renuncie por ello al suyo: al contrario, en todas las formas, incluso inconscientes, de la homosexualidad femenina, es a la femineidad adonde se dirige el interés supremo, y Jones en este aspecto ha localizado muy bien el nexo de la fantasía del hombre, invisible testigo, con el cuidado dedicado por el sujeto al goce de su compañera.
2. Falta sacar la lección de la naturalidad con que semejantes mujeres proclaman su calidad de hombres, para oponerla al estilo de delirio del transexualista masculino.
Tal vez se descubra por ahí el paso que lleva de la sexualidad femenina al deseo mismo.
En efecto, lejos de que a ese deseo responda la pasividad del acto, la sexualidad femenina aparece como el esfuerzo de un goce envuelto en su propia contigüidad (de la que tal vez toda circuncisión indica la ruptura simbólica) para realizarse a porfía del deseo que la castración libera en el hombre dándole su significante en el falo.
¿Es entonces a ese privilegio de significante al que apunta Freud al sugerir que tal vez no hay más que una libido y que está marcada con el signo masculino? Si alguna configuración química la sostuviese más allá, ¿cómo no ver en ella la exaltante conjunción de la disimetría de las moléculas que utiliza la construcción viva, con la falta concertada en el sujeto por el lenguaje, para que se ejerzan en él como rivales los partidarios del deseo y los apelantes del sexo (y la parcialidad de este término sigue siendo aquí la misma) ?
X- Sexualidad femenina y la sociedad
Quedan algunas cuestiones que plantear sobre las incidencias sociales de la sexualidad femenina.
1. Por qué falta un mito analítico en lo que se refiere al interdicto del incesto entre el padre y la hija.
2. Cómo situar los efectos sociales de la homosexualidad femenina, en relación con los que Freud atribuye, sobre supuestos muy distantes de la alegoría a la que se redujeron después a la homosexualidad masculina: a saber una especie de entropía que se ejerce hacia la degradación comunitaria.
Sin llegar hasta oponerle los efectos antisociales que costaron al catarismo, así como al Amor que inspiraba, su desaparición, ¿no se podría considerar en el movimiento más accesible de las Preciosas el Eros de la homosexualidad femenina, captar la información que transmite, como contraria a la entropía social?
3. ¿Por que, finalmente, la instancia social de la mujer sigue siendo trascendente al orden del contrato que propaga el trabajo? Y principalmente, ¿es por su efecto por el que se mantiene el estatuto del matrimonio en la declinación del paternalismo?
Cuestiones todas ellas irreductibles a un campo ordenado de las necesidades.
Escrito dos años antes del Congreso.