Este título, contrapartida de otro que promovía la rúbrica todavía inédita de cura-tipo, nos fue impartido en 1953, de un plan del que era responsable un comité de psicoanalistas. Escogidos de diversas tendencias nuestro amigo Henri Ey les había delegado en la Encyelopedie médico-chirurgicale para su incumbencia el encargo general que había recibido en ella eI mismo de los métodos terapéuticos en psiquiatría.
Aceptábamos esa parte por la tarea de interrogar a dicha cura sobre su fundamento científico, el único de donde podría tomar su efecto lo que semajante título nos ofrecía de referencia implícita a una desviación.
Desviación demasiado sensible en efecto: por lo menos creemos haber abierto su cuestión, si bien sin duda a contrapelo de la intención de sus promotores.
¿Habrá que pensar que esa cuestión haya quedado resuelta por la retirada de este artsfeulo, rápidamente puesto, por obra de dicho comité, en la cuenta de la renovación ordinaria en el mantenimiento de la actualidad en esta elase de obras?
Muchos vieron en ello el signo de alguna precipitación explicable en este caso, por la manera misma en que cierta mayoría se encontraba definida por nuestra crítica. (El artículo apareció en 1955).
Una cuestión murciélago: examinarla a la luz del día.
«Variantes de la cura-tipo», este título constituye un pleonasmo, pero no sencillo: señalándose con una contradicción, no por ello es menos cojo. ¿Es ello torsión de su dirección a la información médica? ¿o bien se trata de un abaldeo intrínseco a la cuestión?
Paso atrás que hace las veces de paso de entrada en su problema, por recordar lo que se presiente en el público: a saber que el psicoanálisis no es una terapéutica como las demás. Pués la rúbrica de las variantes no quiere decir ni la adaptación de la cura, sobre la base de criterios empíricos ni, digámoslo, clínicos, a la variedad de los casos, ni la referencia a las variables en que se diferencia el campo del psicoanálisis, sino una preocupación, puntillosa llegado el caso, de pureza en los medios y los fines, que deja presagiar un estatuto de mejor ley que la etiqueta aquí presentada.
Se trata ciertamente de un rigor en cierto modo ético, fuera del cual toda cura, incluso atiborrada de conocimientos psicoanalíticos, no sería sino psicoterapia.
Este rigor exigiría una formalización, teórica según la entendemos, que apenas ha encontrado hasta el día de hoy más satisfacción que la de ser confundida con un formalismo práctico: o sea de lo que se hace o bien no se hace.
Por eso no es malo partir de la teoría de los criterios terapéuticos para esclarecer esta situación.
Sin duda la despreocupación del psicoanalista en cuanto a los rudimentos exigidos por el empleo de la estadística solo puede compararse con la que es todavía usual en medicina. En éI sin embargo es más inocente. Pues hace menos caso de apreciaciones tan sumarias como: «mejorado», «muy mejorado», incluso «curado», ya que está preparado por una disciplina que sabe desprender el apresuramiento en concluir como un elemento en sí mismo cuestionable.
Bien advertido por Freud de que debe examinar de cerca los efectos en su experiencia de aquello cuyo peligro queda suficientemente anunciado por el término furor sanandi, no se aferra tanto a fin de cuentas a dar sus apariencias.
Si admite pues el sanar como beneficio por añadidura de la cura psicoanalítica, se defiende de todo abuso del deseo de sanar, y esto de manera tan habitual que por el solo hecho de que una innovación se motive en él se inquieta en su fuero interno, reacciona incluso en el foro del grupo por la pregunta automática en erigirse con un «si con eso estamos todavía en el psicoanálisis».
Este rasgo puede parecer, en la cuestión presente, periférico. Pero su alcance consiste precisamente en delimitarla con una línea que, apenas visible desde fuera, constituye el dominio interior de un círculo, sin que éste deje por ello de presentarse como si nada allí lo separase.
En ese silencio que es el privilegio de las verdades no discutidas, los psicoanalistas encuentran el refugio que los hace impermeables a todos los criterios que no sean los de una dinámica, de una tópica, de una economía que son incapaces de hacer valer fuera.
Entonces todo reconocimiento del psicoanálisis, lo mismo como profesión que como ciencia, se propone únicamente ocultando un principio de extraterritorialidad ante el que el psicoanalista está en la imposibilidad tanto de renunciar a él como de no denegarlo: lo cual le obliga a colocar toda validación de sus problemas bajo el signo de la doble pertenencia, y a armarse con las posturas de inasible que tiene el Murciélago de la fábula.
Toda discusión sobre la cuestión presente se abre pues con un malentendido, el cual se revela también por producirse a contraluz de una paradoja de dentro.
Esta paradoja se introduce ciertamente por lo que sale de todas las plumas, y las más autorizadas no lo demuestran menos, a propósito de los criterios terapéuticos del psicoanálisis. Que esos criterios se desvanezcan en la justa medida en que se apela en ellos a una referencia teórica es grave, cuando se alega la teoría para dar a la cura su estatuto. Más grave cuando con tal ocasión se hace patente que los términos más aceptados no muestran de pronto otro uso que el de índices de la carencia o de pantallas de la nulidad.
Para hacernos una idea de esto, basta con referimos a las comunicaciones presentadas en el último congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional, reunido en Londres; merecerían llevarse al expediente en su totalidad, y cada una íntegramente . Extraeremos de una de ellas una apreciación mesurada (la traducción francesa es nuestra): «Hace veinte años -escribe Edward Glover-, hice circular un cuestionario con el fin de dar cuenta de lo que eran las prácticas técnicas reales y las normas de trabajo de los psicoanalistas en este país (Gran Bretaña). Obtuve respuestas completas de veinticuatro de nuestros veintinueve miembros practicantes. Del examen de las cuales, transpiró (sic) que no había acuerdo completo sino en seis de los sesenta y tres puntos planteados. Uno solo de esos seis puntos podía considerarse como fundamental, a saber: la necesidad de analizar la transferencia; los otros se referían a materias tan menores como la inconveniencia de recibir regalos, el rechazo del uso de términos técnicos en el análisis, la evitación de los contactos sociales, la abstención de contestar a las preguntas, la objeción de principio a las condiciones previas y, de manera bastante interesante, el pago de todas las sesiones en que se falta a la cita. Esta referencia a una encuesta ya antigua toma su valor de la calidad de los practicantes, todavía reducidos a una élite, a los que se dirigía. La evocamos tan sólo por la urgencia, que ha llegado a ser ya pública, de lo que no era sino necesidad personal, a saber (es el título del artículo): definir los «criterios terapéuticos del análisis». El obstáculo principal es designado allí en divergencias teóricas fundamentales: «No necesitamos mirar lejos -se prosigue- para encontrar sociedades psicoanalíticas hendidas en dos (sic) por semejantes diferencias, con grupos extremos que profesan puntos de vista mutuamente incompatibles, cuyas secciones son mantenidas en una unión incómoda por grupos medios, cuyos miembros, como sucede con todos los eclécticos del mundo, sacan partido de su ausencia de originalidad haciendo una virtud de su eclecticismo, y pretendiendo, de manera implícita o explícita, que, sin importar las divergencias de principio, la verdad científica no reside sino en el compromiso. A despecho de este esfuerzo de los eclécticos por salvar las apariencias de un frente unido ante el público científico y psicológico, es evidente que, en ciertos aspectos fundamentales, las técnicas que ponen en práctica grupos opuestos son tan diferentes como la tiza del queso.»
Así pues el autor citado no se hace ilusiones sobre la oportunidad que ofrece el Congreso plenario, al que se dirige, de reducir las discordancias, y esto por falta de toda crítica sobre «la suposición ostentada y alimentada con cuidado de que los que están en situación de participar en semejante propósito compartirían, aunque fuese grosso modo, los mismos puntos de vista, hablarían el mismo lenguaje técnico, seguirían sistemas idénticos de diagnóstico, de pronóstico y de selección de los casos, practicarían, aunque fuese de manera aproximada, los mismos procedimientos técnicos. Ninguna de estas pretensiones podría soportar un control un poco estrecho»
Como se necesitarían diez páginas de esa Enciclopedia sólo para la bibliografía de los artículos y obras en que las autoridades menos impugnadas confirman semejante confesión, todo recurso al sentido común de los filósofos parece excluido para encontrar en él alguna medida en la cuestión de las variantes del tratamiento analítico. El mantenimiento de las normas cae más y más en el orbe de los intereses del grupo, como se manifiesta en los Estados Unidos donde ese grupo representa un poder.
Entonces se trata menos de un standard que de un standing. Lo que hemos llamado más arriba formalismo es lo que Glover designa como «perfeccionismo». Basta para darse cuenta de ello señalar como habla de él: el análisis «pierde así la medida de sus Iimites», se ve conducido a criterios de su operación «inmotivados y por tanto fuera del alcance de todo control», incluso a una «mystique» (la palabra está en francés) que desafía el examen y escapa a toda discusión sensata».
Esta mistificación -es en efecto el término técnico para designar todo proceso que hace oculto para el sujeto el origen de los efectos de su propia acción- es tanto más notable cuanto que el análisis sigue conservando un favor que se acendra por su duración, tan sólo por considerarse en una opinión bastante amplia que llena su lugar putativo. Basta para ello con que, en los círculos de las ciencias humanas, suceda que esperándola de él, se le dé esa garantía.
Resultan de ello problemas que llegan a ser de interés público en un país como los Estados Unidos donde la cantidad de los analistas da a la calidad del grupo el alcance de un factor sociológico embragado en lo colectivo.
Que el medio considere, necesaria la coherencia entre técnica y teoría no es por ello más tranquilizador.
Sólo una aprehensión de conjunto de las divergencias, que sepa ir a su sincronía, puede alcanzar la causa de su discordia.
Si se intenta esto, se adquiere la idea de un fenómeno masivo de pasividad, y aun de inercia subjetiva, cuyos efectos parecen acrecentarse con la extensión del movimiento.
Por lo menos esto es lo que sugiere la dispersión que se comprueba tanto en la coordinación de los conceptos como en su comprensión.
Algunos buenos trabajos se esfuerzan por volver a ponerlos en vigor y parecen tomar el camino tajante de argüir sobre sus antinomias, pero es para volver a caer en sincretismos de pura ficción, que no excluyen la indiferencia ante las falsas apariencias.
Se llega así a celebrar que la debilidad de la invención no haya permitido mas destrozos en los conceptos fundamentales, los cuales siguen siendo los que debemos a Freud. Su resistencia a tantos esfuerzos para adulterarlos se convierte en la prueba a contrario de su consistencia.
Tal es el caso de la transferencia que se muestra a prueba de toda teoría vulgarizante, y aun de la idea vulgar. Cosa que debe a la robustez hegeliana de su constitución: ¿qué otro concepto hay en efecto que haga resaltar mejor su identidad con la cosa, con la cosa analítica en este caso, cuando se pega a él con todas las ambigüedades que constituyen su tiempo lógico?
Este fundamento de tiempo es aquel con que Freud la inaugura y que nosotros modulamos: ¿retorno o memorial? Otros se demoran en la cosa sobre este punto resuelto: ¿es real o desreal? Lagache interroga sobre el concepto: ¿necesidad de repetición a repetición de la necesidad? .
Se capta aquí que los dilemas en que se enmaraña el practicante proceden de los rebajamientos por los cuales su pensamiento está en falta para con su acción. Contradicciones que nos cautivan cuando, drenadas en su teoría, parecen forzar a su pluma con alguna anagch semántica donde se lee: ab inferiori la dialéctica de su acción.
Asi una coherencia exterior persiste en esas desviaciones de la experiencia analítica que enmarca su eje, con el mismo rigor con que las esquirlas de un proyectil, al dispersarse, conservan su trayectoria ideal en el centro de gravedad del surtidor que trazan.
La condición del malentendido, de la cual hemos observado que traba al psicoanálisis en la vía de su reconocimiento, se muestra pues redoblada con un desconocirniento interno y su propio movimiento.
Aquí es donde la cuestión de las variantes puede, si es que su condición de ser presentada al público médico ha de ser correspondida, encontrar un favor imprevisto,
Esa plataforma es estrecha: consiste toda ella en que una práctica que se funda en la intersubjetividad no puede escapar a sus leyes cuando queriendo ser reconocida invoca sus efectos,
Tal vez brotase suficiente el rayo haciendo ver que la extraterritorialidad cubierta de la que procede para extenderse el psicoanálisis sugiere que se la trate a la manera de un tumor por la exteriorización.
Pero sólo se rinde justicia a toda pretensión que se arraiga en un desconocimiento aceptándola en términos crudos.
La cuestión de las variantes de la cura, por adelantarse aquí con el rasgo galante de ser cura-tipo, nos incita a no conservar en ella mas que un criterio, por ser el único de que dispone el médico que orienta en ella a su paciente. Este criterio rara vez enunciado por considerárselo tautológico lo escribimos: un psicoanálisis, tipo o no, es la cura que se espera de un psicoanalista.
De la vía del psicoanalista a su mantenimiento: considerado en su desviación…