En esa realidad especifica de las relaciones interhumanas puede una psicología definir su objeto propio y su método de investigación. Los conceptos implicados por este objeto y este método no son subjetivos, sino relativistas. Por ser antropomórficos en su fundamento, esos conceptos -si su extensión, indicada más arriba, a la psicología animal se demuestra como válida- pueden desarrollarse en formas generales de la psicología.
Por lo demás, el valor objetivo de toda investigación se demuestra como la realidad del movimiento, es decir, por la eficacia de su proyecto. Lo que mejor confirma la excelencia del camino definido por Freud para abordar el fenómeno, con una pureza que lo distingue de todos los demás psicólogos es el avance prodigioso que lo llevó «a la cabeza» de todos los demás en la realidad psicológica.
Hemos de demostrar este punto en una segunda parte del presente artículo. A la vez manifestaremos el uso genial que Freud supo hacer de la noción de imagen; si con el nombre de imago no la liberó plenamente del estado confuso de la intuición común, fue para emplear de manera magistral su alcance concreto, conservándolo todo, en punto a su función informadora en la intuición, la memoria y el desarrollo.
Freud mostró esa función al descubrir en la experiencia el proceso de la identificación. Muy diferente del proceso de la imitación, distinguido por su forma de aproximación parcial y titubeante, la identificación se opone a ésta no sólo como la asimilación global de una estructura, sino también como la asimilación virtual del desarrollo que esa estructura implica en el estado aún indiferenciado.
Así se sabe que el niño percibe ciertas situaciones afectivas- como por ejemplo la particular unión de dos individuos dentro de un grupo- con una perspicacia mucho más inmediata que la del adulto, porque éste, en efecto, pese a su mayor diferenciación psíquica, se halla inhibido en el conocimiento humano y en la conducta de sus relaciones por las categorías convencionales que las censuran. Con todo, la ausencia de éstas categorías, al permitir captar mejor los signos, sirve al niño menos que la estructura primaria de su psiquismo, que lo imbuye desde un primer momento del sentido esencial de la situación. No es esa, sin embargo, toda su ventaja; además contiene, con la impresión significativa, el germen, que el niño habrá de desarrollar en toda su riqueza, de la interacción social que en ella se expresa.
Por eso, pues, el carácter de un hombre puede desarrollar una identificación parental que ha dejado de ejercerse desde la edad límite de su recuerdo. Lo que se transmite por esta vía psíquica son esos rasgos que dan en el individuo la forma particular de sus relaciones humanas, esto es, su personalidad. Pero lo que la conducta del hombre refleja entonces no son sólo esos rasgos, que a menudo son, no obstante, los más ocultos; es la situación actual en que se hallaba el progenitor, objeto de la identificación cuando ésta se produjo, situación de conflicto o de inferioridad dentro del grupo conyugal, por ejemplo. Del anterior proceso resulta que el comportamiento individual del hombre lleva la impronta de cierto número de relaciones psíquicas típicas en las que se expresa una determinada estructura social; cuando menos, la constelación que dentro de esta estructura domina de modo más especial los primeros años de la infancia.
Esas relaciones psíquicas fundamentales se han revelado a la experiencia, y la doctrina las ha definido con el termino de complejos. Preciso es ver en ello el concepto mas concreto y fecundo que se haya aportado en el estudio del comportamiento humano, en oposición con el concepto de instinto, que hasta, entonces había revelado ser en este campo tan inadecuado como estéril. Y si la doctrina ha, en efecto, referido el complejo al instinto, en cambio parece que la teoría más se esclarece por aquél que lo que se apoya en éste.
Por la vía del complejo se instauran en el psiquismo las imágenes que informan a las unidades más vastas del comportamiento, imágenes con las que el sujeto se identifica una y otra vez para representar, actor único, el drama de sus conflictos. Esa comedia, situada por el genio de la especie bajo el signo de la risa y las lágrimas, es una commedia dell’arte, en el sentido de que cada individuo la improvisa y la vuelve mediocre o altamente expresiva, según sus dones, desde luego, pero también según una paradójica ley, que parece mostrar la fecundidad psíquica de toda insuficencia vital. Commedia dell’arte, además, por la circunstancia de que se la representa de acuerdo con un guión típico y papeles tradicionales. En ella se pueden reconocer los mismos personajes que han sido tipificados por el folklore, los cuentos y el teatro para el niño o para el adulto: el ogro, el fustigador, el tacaño, el padre noble; los complejos los expresan con nombres mas científicos. En una imagen a la que ha de conducirnos el otro aspecto de este trabajo se reconocerá la figura del arlequín.
Una vez valorada la conquista fenomenológica del freudismo, pasamos ahora a la crítica de su metapsicología. Comienza ésta, precisamente, en la introducción de la noción de libido. En efecto, la psicología freudiana impulsa su inducción con una audacia rayana en la temeridad, con lo cual pretende remontarse desde la relación interhumana, tal cual la aísla, es decir, como si estuviese determinada en nuestra cultura, hasta la función biológica, que vendría a ser, luego, su sustrato, y designa a esta función en el deseo sexual.
Sin embargo, hay que distinguir dos empleos del concepto de libido, permanentemente confundidos, por lo demás, en la doctrina: como concepto energético, que regula la equivalencia de los fenómenos, y como hipótesis sustancialista, que los refiere a la materia.
Designamos sustancialista a la hipótesis, y no materialista, porque el hecho de recurrir a la idea de la materia no es mas que una forma ingenua y superada de un materialismo auténtico, De cualquier modo, Freud designa en el metabolismo de la función sexual en el hombre la base de las «sublimaciones» infinitamente variadas que su comportamiento pone de manifiesto.
No discutiremos aquí esta hipótesis, desde que nos parece ajena al campo propio de la psicología. Subrayaremos, no obstante, la circunstancia de hallarse fundamentada sobre un descubrimiento clínico de un valor esencial: el de una correlación que se manifiesta constantemente entre el ejercicio, el tipo y las anomalías de la función sexual y un gran número de formas y «síntomas» psíquicos. Añadamos a ello que los mecanismos en los que se desarrolla la hipótesis, muy diferentes de los del asociacionismo, conducen a hechos que se ofrecen al control de la observación.
Y si la teoría de la libido aduce, por ejemplo, que la sexualidad infantil pasa por un estadio de organizadon anal y asigna un valor erótico a la función excretoria y al objeto excrementicio es éste un interés que se puede observar en el niño allí mismo donde se nos lo señala.
En cambio, como concepto energético la libido sólo es la notación simbólica de la equivalencia entre los dinamismos que las imágenes invisten en el comportamiento. Es la condición misma de la identificación simbólica y la entidad esencial del orden racional, sin las cuales ninguna ciencia podría constituirse. Gracias a esta notación, la eficiencia de las imágenes, todavía sin relación posible con una unidad de medida, pero provista ya de un signo positivo o negativo, se puede expresar por el equilibrio que aquellas logran y, de alguna manera, por un método de doble pesada.
Con empleo tal, la noción de libido ya no es metapsicológica: es el instrumento de un progreso de la psicología hacia un saber positivo. Por ejemplo, la combinación de la noción de investidura libidinal con una estructura tan concretamente definida como la del superyo representa, tanto acerca de la definición ideal de la conciencia moral como respecto de la abstracción funcional de las reacciones denominadas de oposición o de imitación un progreso sólo comparable al proporcionado en la ciencia de la física por la relación peso sobre volumen cuando se terminó por sustituir ella a las categorías cuantitativas de lo pesado y lo liviano.
De ese modo se han introducido los elementos de una determinación positiva entre las realidades psíquicas, a las que una definición relativista ha permitido objetivar. Esta determinación es dinámica, o relativa a los hechos del deseo.
Así, pues, ha sido posible establecer una escala de la constitución en el hombre de los objetos de su interés, especialmente de aquellos que, de una prodigiosa diversidad, siguen siento un enigma, si la psicología plantea en principio a la realidad tal cual la constituye el conocimiento: anomalías de la emoción y la pulsión, idiosincrasia de la atracción y la repulsión.. fobias y pánicos, nostalgias y voluntades irracionales, curiosidad personales, coleccionismos electivos, invenciones del conocimiento o vocaciones de la actividad.
Por otra parte, se ha definido una distribución de lo que podríamos llamar los puestos imaginarios que constituyen la personalidad, puestos que se ven distribuidos -y en los que se componen, según sus tipos- por las imágenes ya evocadas como informadoras del desarrollo: son el ello, el yo y la instancia arcaica y secundaria del superyó.
Dos preguntas se plantean al llegar a este punto: ¿cómo se constituye, a través de las imágenes- objetos del interés-, esa realidad en la que concuerda universalmente el conocimiento del hombre? ¿Y cómo a través de las identificaciones típicas del sujeto se constituye el yo [je], en el que aquél se reconoce?
Freud responde a ambas preguntas pasando nuevamente al terreno metapsicológico. Propone un «principio de realidad» cuya crítica, dentro de su doctrina, constituye el fin de nuestro trabajo. Pero antes debemos examinar qué aportan con respecto a la realidad de la imagen y a las formas del conocimiento las investigaciones que, juntamente con la disciplina freudiana, asisten a la nueva ciencia psicológica. Tales serán las dos partes de nuestro segundo artículo.
(Marienbad, Noirmoutier. Agosto octubre de 1936)