FOBIAS ESPECÍFICAS
Arturo Bados López, 20 de noviembre de 2005
(Facultat de Psicologia. Departament de Personalitat, Avaluació i Tractament Psicològics.)
GÉNESIS Y MANTENIMIENTO
Ha sido frecuente la propuesta de tres modos, no excluyentes, en que las fobias específicas pueden ser adquiridas: condicionamiento clásico, aprendizaje vicario y transmisión de información. La importancia de estos modos varía según las fobias consideradas y la investigación empírica de calidad es escasa hasta el momento (Bados, 1998; Barlow, 1988, 2002; Beck y Clark, 1997; Merckelbach y cols., 1996; Rachman, 1990, 1991; Sandín, 1995). En primer lugar, aunque probablemente lo menos frecuente en muchas fobias si nos atenemos a los informes retrospectivos de los pacientes (véase, p.ej., Lipsitz y cols., 2002), una persona ha podido tener una o más experiencias negativas directas con estímulos que tienen una alta probabilidad de convertirse en fóbicos. La gravedad y frecuencia de estas experiencias negativas (accidente de coche, mordedura de animal, atragantamiento con un hueso, largo encierro en un ascensor, desmayo o casi desmayo ante la sangre, etc.), el menor número de experiencias seguras previas con los estímulos potencialmente fóbicos (menor inhibición latente) y una exposición poco frecuente a la situación tras la experiencia negativa son variables importantes en el desarrollo de la fobia específica.
No todos los estímulos tienen la misma probabilidad de adquirir propiedades fóbicas. Esto puede explicarse por preparación biológica: se adquiere más fácilmente el miedo a los estímulos que han representado filogenéticamente una amenaza a la supervivencia de la especie; esta amenaza puede ser por ataque o por contagio de enfermedad (esto último incluiría a aquellos animales como las arañas, cucarachas, ratas o ratones que, además del posible miedo, provocan repugnancia). Los problemas y limitaciones de la teoría de la preparación biológica de las fobias han sido expuestos detalladamente por Fernández y Luciano (1992). Por ejemplo, si no se especifica claramente cuál es la base biológica de la preparación, este concepto resulta circular, ya que se infiere de aquello que pretende explicar (selectividad de las situaciones temidas). Una alternativa es considerar que la selectividad de las situaciones fóbicas puede explicarse, al menos en parte, mediante factores ontogenéticos tales como variables socioculturales (connotaciones negativas que tienen ciertos estímulos), experiencias pasadas de las personas con las situaciones fóbicas y expectativas y creencias sobre covariaciones entre acontecimientos.
La teoría de la preparación requiere que el estímulo potencialmente fóbico se asocie al menos una vez con una experiencia aversiva, directa o indirecta. Además, la adquisición del miedo será más fácil si la situación preparada se combina con el tipo de experiencia que cuadra con las expectativas de peligro en dicha situación (lo que se denomina pertenencia). Así, es más fácil coger miedo a los espacios cerrados si la experiencia aversiva es falta de respiración en lugar de náusea. Similarmente, es más fácil que se desarrolle un miedo a las alturas si uno sufre una caída desde un lugar alto que si experimenta dificultades para respirar en un sitio alto (Craske, Antony y Barlow, 1997).
En contraste con la teoría de la preparación biológica, la explicación no asociativa de Menzies y Clarke (1995a) mantiene que, dados ciertos procesos madurativos y experiencias normales de desarrollo, existen muchos estímulos evolutivamente prepotentes que generan miedo en la mayoría de las personas al primer encuentro sin necesidad de ningún aprendizaje asociativo, ya sea directo o indirecto (vicario, transmisión de información). La respuesta de miedo se debilita cuando hay exposiciones repetidas y no traumáticas a las situaciones temidas (habituación). Por otra parte, las fobias pueden volver a surgir (deshabituación) tras la ocurrencia de acontecimientos estresantes intensos no específicos o ciertos trastornos fisiológicos. La explicación no asociativa no descarta que haya miedos que puedan ser adquiridos asociativamente, tal como ocurre, por ejemplo, con los miedos de objetos o situaciones evolutivamente neutrales (p.ej., los dentistas). En un estudio prospectivo, Poulton y cols. (1998) encontraron una ausencia de relación entre una historia de caídas graves (con resultado de lesiones) antes de los 9 años y la existencia de miedo o fobia a las alturas a la edad de 11 o 18 años. Una crítica de la teoría no asociativa puede verse en Merckelbach y cols. (1996).
El segundo modo de adquisición implica que las experiencias negativas pueden ser vicarias, es decir, la persona puede haber visto a otros, en vivo o filmados, tener experiencias negativas o mostrar miedo en las situaciones potencialmente fóbicas. Cuanto mayores son el miedo y/o las consecuencias aversivas observadas y más significativos son los otros, mayor es la probabilidad de adquirir el miedo. Un tercer modo es la transmisión de información amenazante, tal como los avisos de los padres sobre lo peligrosos que son ciertos animales o la información en la prensa de accidentes aéreos o enfermedades; este es el modo menos potente de cara a la adquisición de una fobia. Los tres modos de adquisición interactúan entre sí y es más probable que se genere un miedo intenso o una fobia cuando se combinan dos o más de ellos; por ejemplo, una experiencia negativa directa puede tener más impacto si existen experiencias significativas previas de aprendizaje observacional y/o de transmisión de información amenazante. Un fenómeno relacionado con esto es lo que ha sido llamado inflación o reevaluación del estímulo incondicional (Davey, de Jong y Tallis, 1993). Así, tras un accidente leve de coche, puede generarse un miedo ligero a conducir; pero si posteriormente un amigo muere en un accidente grave, esto aumentará la aversividad del valor del estímulo incondicional almacenado en la memoria e incrementará el miedo a conducir.
Barlow (1988, 2002) ha propuesto una vía de adquisición que implica un proceso de asociación errónea o condicionamiento supersticioso a partir de la experiencia de falsas alarmas: se experimenta pánico, ansiedad o sensaciones somáticas similares a las de ansiedad en ciertas situaciones no peligrosas que, muy especialmente si están predispuestas biológica o socialmente a ser temidas, pasan a suscitar miedo o alarma aprendida; pero la alarma inicial ha sido provocada por acontecimientos estresantes –tales como conflictos familiares, maritales o laborales– que la persona no ha sabido o podido manejar o por otros factores (problemas médicos, cambios hormonales, hipoglucemia, fármacos/drogas). Algunos autores (Forsyth y Eiffert, 1996), pero no otros (Menzies y Clarke, 1995a) consideran este proceso como un ejemplo de condicionamiento clásico; los primeros arguyen que lo fundamental en este no es la asociación de un estímulo neutro con un estímulo incondicional doloroso o traumático, sino la asociación del estímulo neutro con una respuesta corporal intensa negativamente valorada. Estas dos formas diferentes de entender el condicionamiento clásico explican por qué el porcentaje de pacientes que reconocen una experiencia traumática directa en el origen de sus fobias varía tanto según los estudios.
Las fobias específicas podrían aparecer en personas sin condiciones predisponentes si las experiencias negativas (ya sean directamente experimentadas, observadas y/o transmitidas) o las reacciones de alarma son particularmente extremas. Sin embargo, se cree que, por lo general, se requiere además la interacción de dichas experiencias o reacciones de alarma con otras condiciones (vulnerabilidad biológica, vulnerabilidad psicológica), de modo que la persona aprende a responder con miedo y ansiedad desproporcionados ante ciertos estímulos y desarrolla una aprensión o expectativa ansiosa a encontrarse con la situación fóbica y a experimentar las respuestas condicionadas de miedo. Esta aprensión ansiosa implica un procesamiento defectuoso de la información (p.ej., sobrestimación de las consecuencias aversivas, inferencia de peligro a partir de síntomas de ansiedad) junto con un gran afecto negativo. La respuesta de la persona está asimismo moderada por factores como las habilidades de afrontamiento y el apoyo social, de forma que estos influirán en el posible surgimiento de la fobia y/o en su mantenimiento o superación.
La vulnerabilidad biológica consiste en una hipersensibilidad neurobiológica al estrés genéticamente determinada. Ciertas personas pueden tener un sistema nervioso autónomo lábil o inestable y esta podría ser la principal carga genética o congénita de las fobias específicas, ya que, por lo general, los familiares afectados tienden a compartir la vulnerabilidad ansiosa, pero no el tipo de fobia o estímulo temido; una excepción a esto último es la fobia a la sangre. Los grandes porcentajes de gemelos monocigóticos no concordantes en el tipo de fobia específica estudiada (78-84%) y de familiares de primer grado no afectados (70%) encontrados en estudios con fóbicos específicos muestran la fuerte influencia de los factores no genéticos. De todos modos, conviene tener en cuenta los datos de Kendler, Karkowski y Prescott (1999) con 854 pares de gemelas. Estos datos indican una heredabilidad total del 59%, 47% y 46% para la fobia a la SIH, fobias animales y fobias situacionales respectivamente; el resto de la influencia vendría explicado por factores ambientales específicos para cada individuo; los factores ambientales familiares (compartidos) tendrían poco peso.
En cuanto a la vulnerabilidad psicológica, puede definirse como la sensación de que las situaciones amenazantes y/o las reacciones a las mismas son impredecibles y/o incontrolables basada en la experiencia pasada. Posibles factores de vulnerabilidad serían: ausencia de una historia de experiencias previas de control en las situaciones temidas o de experiencias previas no aversivas con los estímulos potencialmente fóbicos (inhibición latente), experiencia, observación o información negativa previa sobre los estímulos temidos, estilo educativo sobreprotector por parte de los padres [el cual puede interactuar con factores temperamentales del niño (Rapee, 1997)], sucesos traumáticos en la infancia (p.ej., maltrato físico, abuso sexual), ciertos rasgos de personalidad (dependiente, límite), abuso/dependencia de alcohol actual o reciente, historia de trastornos psiquiátricos y sucesos estresantes o acontecimientos vitales negativos previos a la experiencia negativa, especialmente si son muy adversos (muerte de un familiar querido, enfermedad grave).
Otra variable señalada por Sandín (1997) es la susceptibilidad a la ansiedad (miedo a los síntomas de la ansiedad basado en creencias de que estos síntomas tienen consecuencias nocivas tales como enfermedad física o mental, pérdida de control, azoramiento o ansiedad adicional). Los datos son contradictorios sobre que la susceptibilidad a la ansiedad sea mayor en los fóbicos específicos que en sujetos controles no ansiosos (Antony y Barlow, 2002). También hay resultados discordantes sobre si la susceptibilidad a la ansiedad es mayor en las fobias específicas situacionales y en la fobia a las alturas que en las otras fobias específicas, aunque cuando se han hallado diferencias, han ido en esta dirección (Antony y Barlow, 2002).
En el caso de los fóbicos a la sangre y, en menor extensión, los fóbicos a los animales “repugnantes” otro factor de vulnerabilidad sería la susceptibilidad al asco, medida mediante autoinformes (véase, p.ej., Haidt, McCauley y Rozin, 1994) o a través de la disposición a comer ciertos alimentos “contaminados” por contacto con estímulos repugnantes. Esta susceptibilidad al asco, en cuya transmisión pueden estar implicados factores genéticos y de modelado familiar (Davey, Forster y Mayhew, 1993), puede mediar las conductas de evitación o rechazo a través del miedo a la infección o contaminación (Sawchuk y cols., 2000). La susceptibilidad al asco puede ser específica (centrada en los estímulos fóbicos), pero también generalizada (centrada en otros estímulos no relacionados con la fobia); por el momento sólo hay un apoyo parcial para esta última en el caso de la fobia a la SIH (Koch y cols., 2002) mientras que no parece darse en los fóbicos a las arañas (Antony y Barlow, 2002).
Algunos autores (Woody y Teachman, citado en Koch y cols., 2002) han sugerido que el miedo y el asco se intensifican mutuamente y ambos favorecen la evitación. Sin embargo, Thorpe y Salkovskis (1998) concluyen a partir de sus datos que no parece que la susceptibilidad generalizada al asco juegue un papel importante en la génesis y mantenimiento de las fobias específicas. Según estos autores, lo que ocurre simplemente es que cuando los estímulos normalmente asociados con el asco se convierten en estímulos fóbicos, la respuesta de asco se intensifica. Esta conclusión ha sido puesta en tela de juicio por de Jong y cols. (2000).
Los factores explicados hasta aquí pueden explicar la adquisición de la expectativa ansiosa o ansiedad anticipatoria (expectativas de peligro y ansiedad, activación somática anticipatoria, afecto negativo), la cual implica una sobrestimación de la probabilidad y aversividad de aquello que se teme e incluso distorsiones perceptivas (p.ej., sobrestimación del grado de movimiento de un animal) (Antony y Barlow, 2002). Esta expectativa ansiosa junto con la percepción de carencia de recursos para afrontar la situación y el miedo, facilitan la evitación de las situaciones temidas. La conducta de evitación es reforzada negativamente, ya que previene la ansiedad e impide la supuesta ocurrencia de consecuencias aversivas (accidente aéreo, mordedura, choque de automóviles, ahogarse, caerse, perder el control, tener un ataque de pánico, desmayarse). El precio que se paga es el mantenimiento de las expectativas de peligro y el no poder realizar determinadas actividades. Por otra parte, la fobia puede ser también reforzada positivamente (atención, cuidados, satisfacción de las necesidades de dependencia) y esto contribuir igualmente al mantenimiento de la misma. El miedo y la evitación de las situaciones temidas son socialmente mucho más admitidos en las mujeres que en los hombres, lo que podría explicar, junto a factores biológicos como los hormonales, la mayor proporción de aquellas entre los fóbicos.
Si las situaciones temidas no se pueden evitar, es posible que aparezca un sesgo atencional o hipervigilancia hacia los estímulos temidos, que puede facilitar el escape del peligro; sin embargo, los datos son contradictorios respecto a la existencia de este sesgo (Antony y Barlow, 2002). Es posible que la atención inicial ante los estímulos amenazantes se vea contrarrestada en una segunda fase por un intento consciente de evitar cognitivamente dichos estímulos, especialmente cuando estos son físicamente inevitables. Por otra parte, el encuentro con la situación temida incrementa las expectativas de peligro/ansiedad y la activación autónoma, con lo que se produce un aumento de la ansiedad. Esto facilita la aparición de conductas defensivas dentro de la situación (p.ej., agarrar fuertemente el volante al conducir, no mirar hacia abajo en sitios altos, distraerse), el escape de la misma o, incluso, la inmovilidad tónica.
El nivel de ansiedad experimentado en la situación dependerá de las características del estímulo fóbico (p.ej., si un perro está suelto o atado, si un avión es grande o pequeño), del grado en que el escape del mismo esté impedido, de la presencia de señales de seguridad (personas de confianza, p.ej.) y de otros factores como el estado de ánimo de la persona (el humor deprimido suele agravar las fobias). Pueden producirse ataques de pánico caso de no poder escapar. Las conductas defensivas y el escape producen un alivio temporal de la ansiedad, pero contribuyen a mantener la fobia.
Conviene tener en cuenta que las expectativas de peligro pueden ser conscientes o no. Las personas pueden responder a sus estímulos fóbicos incluso estos no son percibidos conscientemente. Cuando a las personas se les presentan sus estímulos fóbicos de forma enmascarada o durante un tiempo tan corto que no pueden llegar a captarlos conscientemente, reaccionan con mayor sudoración o taquicardia que cuando se les presentan estímulos neutros. En cuanto a los sesgos de memoria, no parece haber un sesgo explícito de memoria hacia los estímulos temidos (evaluado mediante tareas de reconocimiento), pero sí un sesgo implícito (evaluado según el número de segmentos de palabras que se completan con palabras amenazantes previamente vistas).
Al igual que las conductas de evitación, las conductas defensivas (incluido el escape) ayudan a mantener las expectativas de peligro. Ambos tipos de conductas impiden la disconfirmación de las interpretaciones de amenaza ya que por una parte previenen el procesamiento de las amenazas percibidas y por otra la persona cree que ha evitado las consecuencias temidas gracias a las conductas pertinentes (“no tengo un accidente porque agarro fuertemente el volante”). También ayudan a mantener las expectativas de peligro ciertos errores cognitivos: atribuir erróneamente a la suerte que no haya ocurrido nada o pasar por alto la información contraria a lo que uno cree.
Nuevos episodios de ocurrencia de consecuencias aversivas en la situación temida o la observación o conocimiento de las mismas en otros ayudan a mantener las conductas fóbicas.
También puede contribuir a esto último la ocurrencia de eventos estresantes en la vida de la persona. Finalmente, la fobia tiene una serie de consecuencias negativas, tales como la interferencia en el funcionamiento laboral, académico, familiar, social o de ocio de la persona, o en la salud física de esta en el caso de la fobia a la SIH (se evitan análisis o cuidados médicos necesarios) o de la fobia a atragantarse (se ingieren sólo ciertos alimentos o se evita tomar medicación oral). Estas consecuencias negativas pueden conducir a la búsqueda de ayuda para reducir o eliminar el problema. La figura 1 proporciona una representación esquemática de un modelo explicativo del mantenimiento de las fobias específicas.
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