PRISIÓN
I. UNAS INSTITUCIONES COMPLETAS Y AUSTERAS
La prisión es menos reciente de lo que se dice cuando se la hace nacer con los nuevos Códigos. La forma-prisión prexiste a su utilización sistemática en las leyes penales. Se ha constituido en el exterior del aparato judicial, cuando se elaboraron, a través de todo el cuerpo social, los procedimientos para repartir a los individuos, fijarlos y distribuirlos espacialmente, clasificarlos, obtener de ellos el máximo de tiempo y el máximo de fuerzas, educar su cuerpo, codificar su comportamiento continuo, mantenerlos en una visibilidad sin lagunas, formar en torno de ellos todo un aparato de observación, de registro y de notaciones, constituir sobre ellos un saber que se acumula y se centraliza. La forma general de un equipo para volver a los individuos dóciles y útiles, por un trabajo preciso sobre su cuerpo, ha diseñado la institución-prisión, antes que la ley la definiera como la pena por excelencia. Hay, en el viraje decisivo de los siglos XVIII y XIX, el paso a una penalidad de detención, es cierto; y ello era algo nuevo. Pero se trataba de hecho de la apertura de la penalidad a unos mecanismos de coerción elaborados ya en otra parte. Los «modelos» de la detención penal —Gante, Gloucester, Walnut Street— marcan los primeros puntos posibles de esta transición, más que innovaciones o puntos de partida. La prisión, pieza esencial en el arsenal punitivo, marca seguramente un momento importante en la historia de la justicia penal: su acceso a la «humanidad». Pero también un momento importante en la historia de esos mecanismos disciplinarios que el nuevo poder de clase estaba desarrollando: aquel en que colonizan la institución judicial. En el viraje de los dos siglos, una nueva legislación define el poder de castigar como una función general de la sociedad que se ejerce de la misma manera sobre todos sus miembros, y en la que cada uno de ellos está igualmente representado; pero al hacer de la detención la pena por excelencia, esa nueva legislación introduce procedimientos de dominación característicos de un tipo particular de poder. Una justicia que se dice «igual», un aparato judicial que se pretende «autónomo», pero que padece las asimetrías de las sujeciones disciplinarias, tal es la conjunción de nacimiento de la prisión, «pena de las sociedades civilizadas». (1)
Puede comprenderse el carácter de evidencia que la prisión-castigo ha adquirido desde muy pronto. Ya en los primeros años del siglo XIX se tendrá conciencia de su novedad; y sin embargo, ha aparecido tan ligada, y en profundidad, con el funcionamiento mismo de la sociedad, que ha hecho olvidar todos los demás castigos que los reformadores del siglo XVIII imaginaron. Pareció sin alternativa, y llevada por el movimiento mismo de la historia: «No ha sido la casualidad, no ha sido el capricho del legislador los que han hecho del encarcelamiento la base y el edificio casi entero de nuestra escala penal actual: es el progreso de las ideas y el suavizamiento de las costumbres.» (2) Y si, en poco más de un siglo, el clima de evidencia se ha trasformado, no ha desaparecido. Conocidos son todos los inconvenientes de la prisión, y que es peligrosa cuando no es inútil. Y sin embargo, no se «ve» por qué remplazaría. Es la detestable solución de la que no sabría hacerse la economía.
Esta «evidencia» de la prisión de la que nos separamos tan mal se funda, en primer lugar, sobre la forma simple de la «privación de libertad». ¿Cómo podría dejar de ser la prisión la pena por excelencia en una sociedad en que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera y al cual está apegado cada uno por un sentimiento «universal y constante»? (3) Su pérdida tiene, pues, el mismo precio para todos; mejor que la multa, la prisión es el castigo «igualitario». Claridad en cierto modo jurídica de la prisión. Además permite cuantificar exactamente la pena según la variable del tiempo. Hay una forma-salario de la prisión que constituye, en las sociedades industriales, su «evidencia» económica. Y le permite aparecer como una reparación. Tomando el tiempo del condenado, la prisión parece traducir concretamente la idea de que la infracción ha lesionado, por encima de la víctima, a la sociedad entera. Evidencia económico-moral de una penalidad que monetiza los castigos en días, en meses, en años, y que establece equivalencias cuantitativas delitos-duración. De ahí la expresión tan frecuente, tan conforme con el funcionamiento de los castigos, aunque contraria a la teoría estricta del derecho penal, de que se está en la prisión para «pagar su deuda». La prisión es «natural», como es «natural» en nuestra sociedad el uso del tiempo para medir los intercambios.
Pero la evidencia de la prisión se funda también sobre su papel, supuesto o exigido, de aparato de trasformar los individuos. ¿Cómo no sería la prisión inmediatamente aceptada, ya que no hace al encerrar, al corregir, al volver dócil, sino reproducir, aunque tenga que acentuarlos un poco, todos los mecanismos que se encuentran en el cuerpo social? La prisión: un cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío; pero, en el límite, nada de cualitativamente distinto. (4) Este doble fundamento —jurídico-económico de una parte, técnico-disciplinario de otra— ha hecho aparecer la prisión como la forma más inmediata y más civilizada de todas las penas. Y es este doble funcionamiento el que le ha dado inmediatamente su solidez. Una cosa es clara, en efecto: la prisión no ha sido al principio una privación de libertad a la cual se le confiriera a continuación una función técnica de corrección; ha sido desde el comienzo una «detención legal» encargada de un suplemento correctivo, o también, una empresa de modificación de los individuos que la privación de libertad permite hacer funcionar en el sistema legal. En suma, el encarcelamiento penal, desde el principio del siglo XIX, ha cubierto a la vez la privación de la libertad y la trasformación técnica de los individuos.
Recordemos cierto número de hechos. En los Códigos de 1808 y de 1810, y las medidas que los precedieron o siguieron inmediatamente, la prisión no se confunde jamás con la simple privación de libertad. Es, o debe ser en todo caso, un mecanismo diferenciado y finalizado. Diferenciado puesto que no debe tener la misma forma, según se trate de un acusado o de un condenado, de un internado en un correccional o de un criminal; cárcel, correccional, prisión central deben corresponder en principio, sobre poco más o menos, a estas diferencias, y asegurar un castigo no sólo graduado en intensidad, sino diversificado en cuanto a sus fines. Porque la prisión tiene un fin, establecido desde un principio: «Al infligir la ley unas penas más graves las unas que las otras, no puede permitir que el individuo condenado a unas penas ligeras se encuentre encerrado en el mismo local que el criminal condenado a penas más graves; … si la pena infligida por la ley tiene por fin principal la reparación del crimen, persigue asimismo la enmienda del culpable.» (5) Y esta trasformación hay que pedírsela a los efectos internos del encarcelamiento. Prisión-castigo, prisión-aparato: «El orden que debe reinar en las casas de reclusión puede contribuir poderosamente a regenerar a los condenados; los vicios de la educación, el contagio de los malos ejemplos, la ociosidad… han engendrado los crímenes. Pues bien, tratemos de cerrar todas esas fuentes de corrupción; que las reglas de una moral sana se practiquen en las casas de reclusión; que obligados los reclusos a un trabajo que acabarán por amar, cuando recojan su fruto, contraigan en aquéllas el hábito, el gusto y la necesidad de la ocupación; que se den respectivamente el ejemplo de una vida laboriosa, que pronto llegará a ser una vida pura; pronto comenzarán a lamentar el pasado, primer precursor del amor a los deberes.» (6) Las técnicas correctoras forman parte inmediatamente de la armazón institucional de la detención penal.
Hay que recordar también que el movimiento para reformar las prisiones, para controlar su funcionamiento, no es un fenómeno tardío. No parece siquiera haber nacido de una comprobación de fracaso debidamente establecido. La «reforma» de la prisión es casi contemporánea de la prisión misma. Es como su programa. La prisión se ha encontrado desde el comienzo inserta en una serie de mecanismos de acompañamiento, que deben en apariencia corregirla, pero que parecen formar parte de su funcionamiento mismo; tan ligados han estado a su existencia a lo largo de toda su historia. Ha habido, inmediatamente, una tecnología charlatana de la prisión. Investigaciones: la de Chaptal ya en 1801 (cuando se trataba de hacer la relación de lo que se podía utilizar para implantar en Francia el aparato penitenciario), la de Decazes en 1819, el libro de Villermé, publicado en 1820, el informe sobre las prisiones centrales hecho por Martignac en 1829, las investigaciones llevadas a cabo en los Estados Unidos por Beaumont de Toc-queville en 1831, por Demetz y Blouet en 1835, los cuestionarios dirigidos por Montalivet a los directores de centrales y a los consejos generales en pleno debate sobre el aislamiento de los detenidos. Sociedades para controlar el funcionamiento de las prisiones y proponer su mejora: en 1818, la muy oficial Société pour l’amélioration des prisons, un poco después la Société des prisons y diferentes grupos filantrópicos. Medidas innumerables —órdenes, instrucciones o leyes: desde la reforma que la primera Restauración había previsto ya en el mes de septiembre de 1814, y que jamás fue aplicada, hasta la ley de 1844, preparada por Tocqueville y que cierra por un tiempo un largo debate sobre los medios de hacer eficaz la prisión. Programas para garantizar el funcionamiento de la máquina-prisión: (7) programas de tratamiento para los detenidos; modelos de acondicionamiento material, algunos sin pasar de puros proyectos, como los de Danjou, de Blouet, de Harou-Romain, otros que tomaron cuerpo en instrucciones (como la circular del 9 de agosto de 1841 sobre la construcción de las casas de reclusión), y otros que llegaron a ser arquitecturas muy efectivas, como la Petite Roquette donde se organizó por primera vez en Francia el encarcelamiento celular.
A lo cual hay que agregar todavía las publicaciones más o menos directamente originadas en la prisión y redactadas ya por filántropos, como Appert, ya un poco más tarde por «especialistas» (así los Annales de la Charité), (8) ya también por ex detenidos: Pauvre Jacques al final de la Restauración, o la Gazette de Sainte-Pélagie en los comienzos de la monarquía de Julio. (9)
No hay que ver la prisión como una institución inerte que unos movimientos de reforma sacudieran por intervalos. La «teoría de la prisión» ha sido su modo de empleo constante más que su crítica incidente —una de sus condiciones de funcionamiento». La prisión ha formado siempre parte de un campo activo en el que han abundado los proyectos, las reorganizaciones, las experiencias, los discursos teóricos, los testimonios, las investigaciones. Hay en torno de la institución penitenciaria una verdadera prolijidad, un verdadero celo. ¿La prisión, región sombría y abandonada? ¿Demuestra que no lo estaba el solo hecho de que no se haya dejado de decirlo desde hace cerca de dos siglos? Al convertirse en castigo legal, ha lastrado la vieja cuestión jurídico-política del derecho de castigar con todos los problemas, con todas las agitaciones que han girado en torno de las tecnologías correctivas del individuo.
Unas «instituciones completas y austeras», decía Baltard. (10) La prisión debe ser un aparato disciplinario exhaustivo. En varios sentidos: debe ocuparse de todos los aspectos del individuo, de su educación física, de su aptitud para el trabajo, de su conducta cotidiana, de su actitud moral, de sus disposiciones; la prisión, mucho más que la escuela, el taller o el ejército, que implican siempre cierta especialización, es «omnidisciplinaria». Además la prisión no tiene exterior ni vacío; no se interrumpe, excepto una vez acabada totalmente su tarea; su acción sobre el individuo debe ser ininterrumpida: disciplina incesante. En fin, da un poder casi total sobre los detenidos; tiene sus mecanismos internos de represión -y de castigo: disciplina despótica. Lleva a su intensidad el más fuerte de todos los procedimientos que se encuentra en los demás dispositivos de disciplina. Tiene que ser la maquinaria más poderosa para imponer una nueva forma al individuo pervertido; su modo de acción es la coacción de una educación total: «En la prisión, el gobierno puede disponer de la libertad de la persona y del tiempo del detenido; entonces se concibe el poder de la educación que, no sólo en un día sino en la sucesión de los días y hasta de los años, puede regular para el hombre el tiempo de vigilia y de sueño, de la actividad y del reposo, el número y la duración de las comidas, la calidad y la ración de los alimentos, la índole y el producto del trabajo, el tiempo de la oración, el uso de la palabra, y por decirlo así hasta el del pensamiento, esa educación que, en los simples y breves trayectos del refectorio al taller, del taller a la celda, regula los movimientos del cuerpo e incluso en los momentos de reposo determina el empleo del tiempo, esa educación, en una palabra, que entra en posesión del hombre entero, de todas las facultades físicas y morales que hay en él y del tiempo en que él mismo está inserto.» (11) Este «reformatorio» íntegro prescribe una trasposición del orden de la existencia muy diferente de la pura privación jurídica de libertad y muy diferente también de la simple mecánica de las representaciones en que pensaban los reformadores en la época de la Ideología.
1) Primer principio, el aislamiento. Aislamiento del penado respecto del mundo exterior, de todo lo que ha motivado la infracción, de las complicidades que la han facilitado. Aislamiento de los detenidos los unos respecto de los otros. No sólo la pena debe ser individual, sino también individualizante. Y esto de dos maneras. En primer lugar, la prisión debe ser concebida de manera que borre por sí misma las consecuencias nefastas que provoca al reunir en un mismo lugar a condenados muy diferentes: sofocar las conjuras y los motines que puedan formarse, impedir que se urdan complicidades futuras o que nazcan posibilidades de chantaje (el día en que los detenidos se encuentren libres), obstaculizar la inmoralidad de tantas «asociaciones misteriosas». En suma, que la prisión no forme con los malhechores que reúne una población homogénea y solidaria: «Existe en este momento entre nosotros una sociedad organizada de criminales… Forman una pequeña nación en el seno de la grande. Casi todos esos hombres se han conocido en las prisiones, en las que vuelven a encontrarse. Es esa sociedad cuyos miembros se trata hoy de dispersar.» (12) Además la soledad debe ser un instrumento positivo de reforma. Por la reflexión que suscita, y el remordimiento que no puede dejar de sobrevenir: «Sumido en la soledad, el recluso reflexiona. Sólo en presencia de su crimen, aprende a odiarlo, y si su alma no está todavía estragada por el mal, será en el aislamiento donde el remordimiento vendrá a asaltarlo.» (13) Por el hecho también de que la soledad asegura una especie de autorregulación de la pena, y permite como una individualización espontánea del castigo: cuanto más capaz es. el penado de reflexionar, más culpable ha sido al cometer su delito; pero más vivo también será el remordimiento, y más dolorosa la soledad; en cambio, cuando se haya arrepentido profundamente, y enmendado sin el menor disimulo, la soledad ya no le pesará: «Así, según esta admirable disciplina, cada inteligencia y cada moralidad llevan en sí mismas el principio y la medida de una represión cuya certidumbre e invariable equidad no podrían ser alteradas por el error y la falibilidad humana… ¿No es en realidad como el sello de una justicia divina y providencial?» (14) En fin, y quizá sobre todo, el aislamiento de los condenados garantiza que se puede ejercer sobre ellos, con el máximo de intensidad, un poder que no será contrarrestado por ninguna otra influencia; la soledad es la condición primera de la sumisión total: «Imagínese», decía Charles Lucas refiriéndose al papel del director, del maestro, del capellán y de las «personas caritativas» sobre el detenido aislado, «imagínese el poder de la palabra humana interviniendo en medio de la terrible disciplina del silencio para hablar al corazón, al alma, a la persona humana». (15) El aislamiento asegura el coloquio a solas entre el detenido y el poder que se ejerce sobre él.
En este punto es en el que se sitúa la discusión sobre los dos sistemas norteamericanos de encarcelamiento, el de Auburn y el de Filadelfia. De hecho, esta discusión que ocupa tan amplia superficie (16) no concierne a otra cosa que a la aplicación de un aislamiento, admitido por todos.
El modelo de Auburn prescribe la celda individual durante la noche, el trabajo y las comidas en común, pero bajo la regla del silencio absoluto, no pudiendo hablar los detenidos más que a los guardianes, con su permiso y en voz baja. Referencia clara al modelo monástico; referencia también a la disciplina de taller. La prisión debe ser un microcosmo de una sociedad perfecta donde los individuos se hallan aislados en su existencia moral, pero donde su reunión se efectúa en un encuadramiento jerárquico estricto, sin relación lateral, no pudiendo hacerse la comunicación más que en el sentido de la vertical. Ventaja del sistema auburniano según sus partidarios: es una repetición de la sociedad misma. La coacción está asegurada en él por medios materiales pero sobre todo por una regla que hay que aprender a respetar y que está garantizada por una vigilancia y unos castigos. Más que tener a los condenados «bajo cerrojos como la fiera en su jaula», hay que reunirlos con los demás, «hacerlos participar en común en ejercicios útiles, obligarlos en común a buenos hábitos, previniendo el contagio moral por medio de una vigilancia activa, manteniendo el recogimiento por la regla del silencio». Esta regla habitúa al detenido a «considerar la ley como un precepto sagrado cuya infracción acarrea un daño justo y legítimo». (17) Así, este juego del aislamiento, de la reunión sin comunicación y de la ley garantizada por un control ininterrumpido, debe readaptar al criminal como individuo social: lo educa para una «actividad útil y resignada»; (18) le restituye «unos hábitos de sociabilidad». (19)
En el aislamiento absoluto —como en Filadelfia—, la readaptación del delincuente no se le pide al ejercicio de una ley común, sino a la relación del individuo con su propia conciencia y a lo que puede iluminarlo desde el interior. (20) «Solo en su celda, el detenido queda entregado a sí mismo; en el silencio de sus pasiones y del mundo que lo rodea, desciende a lo profundo de su conciencia, la interroga y siente despertarse el sentimiento moral que no perece jamás por completo en el corazón del hombre.» (21) No es, pues, un respeto externo hacia la ley o el solo temor del castigo lo que va a obrar sobre el detenido, sino el trabajo mismo de la conciencia. Más una sumisión profunda que una educación superficial; un cambio de «moralidad» y no de actitud. En la prisión pensilvana, las únicas operaciones de la corrección son la conciencia y la muda arquitectura con la que se enfrenta. En Cherry Hill, «los muros son el castigo del crimen; la celda pone al detenido en presencia de sí mismo; se ve obligado a escuchar su conciencia». De ahí el hecho de que el trabajo en la prisión sea más bien un consuelo que una obligación; que los vigilantes no tengan que ejercer una coacción que está asegurada por la materialidad de las cosas, y que su autoridad, por consiguiente, pueda ser aceptada: «A cada visita, salen unas cuantas palabras benévolas de aquella boca honrada y llevan al corazón del detenido, con el reconocimiento, la esperanza y el consuelo; siente afecto por su guardián; y siente afecto por él porque es benévolo y compasivo. Los muros son terribles y el hombre es bueno.» (22) En esta celda cerrada, sepulcro provisional, los mitos de la resurrección toman cuerpo fácilmente. Después de la noche y el silencio, la vida regenerada. Auburn era la sociedad misma prolongada en sus vigores esenciales. Cherry Hill, la vida aniquilada y vuelta a comenzar. El catolicismo recupera pronto en sus discursos esta técnica cuáquera. «Yo no veo en vuestra celda otra cosa que un horrible sepulcro, en el cual en lugar de los gusanos, los remordimientos y la desesperación se insinúan para carcomeros y hacer de vuestra existencia un infierno anticipado. Pero… lo que para un preso irreligioso no es más que una tumba, un osario repelente, para el recluso sinceramente cristiano se convierte en la cuna misma de la bienaventurada inmortalidad.» (23)
Sobre la oposición entre estos dos modelos ha venido a empalmarse toda una serie de conflictos diferentes: religiosos (¿debe la conversión ser el elemento principal de la corrección?), médicos (¿vuelve loco el aislamiento total?), económicos (¿dónde está el menor costo?), arquitectónicos y administrativos (¿qué forma garantiza la mejor vigilancia?). De donde, sin duda, lo prolongado de la polémica. Pero en el corazón de las discusiones, y haciéndolas posibles, este primer objetivo de la acción penitenciaria: la individualización coercitiva, por la ruptura de toda relación que no estuviera controlada por el poder u ordenada según la jerarquía. 2) «El trabajo alternando con las comidas acompaña al detenido hasta la oración de la noche; entonces un nuevo sueño le procura un reposo agradable que no vienen a turbar en absoluto los fantasmas de una imaginación desordenada. Así trascurren seis días de la semana. Van seguidos de una jornada exclusivamente consagrada a la oración, a la instrucción y a meditaciones saludables. De este modo se suceden y pasan por turno las semanas, los meses, los años; así, el preso que a su entrada en el establecimiento era un hombre inconstante o que sólo ponía convicción en su irregularidad, tratando de destruir su existencia con la variedad de sus vicios, pasa a estar poco a poco, por la fuerza de un hábito primero puramente externo, pero pronto trasformado en una segunda naturaleza, tan familiarizado con el trabajo y los goces que de él derivan que, por poco que una instrucción prudente haya abierto su alma al arrepentimiento, se le podrá exponer con más confianza a las tentaciones, que la recuperación de la libertad le presentará de nuevo.» (24) El trabajo está definido, con el aislamiento, como un agente de la trasformación penitenciaria. Y esto, ya en el código de 1808: «Si bien la pena infligida por la ley tiene por objeto la reparación del delito, también quiere la enmienda del culpable, y este doble fin se encontrará cumplido si se arranca al malhechor de la ociosidad funesta que, habiendo sido la que lo arrojó a la prisión, vendría a recobrarlo una vez más y a apoderarse de él para conducirlo al último grado de la depravación.» (25) El trabajo no es ni una adición ni un correctivo al régimen de la detención: ya se trate de los trabajos forzados, de la reclusión, de la prisión, está concebido por el propio legislador como debiendo acompañarlo necesariamente. Pero por una necesidad precisamente que no es aquella de que hablaban los reformadores del siglo XVIII, cuando querían hacer de ella o bien un ejemplo para el público, o bien una reparación para la sociedad. En el régimen penitenciario el vínculo del trabajo y del castigo es de otro tipo.
Varias polémicas bajo la Restauración o la monarquía de Julio ilustran la función que se atribuye al trabajo penal. Discusión en primer lugar sobre el salario. El trabajo de los detenidos estaba remunerado en Francia. Problema: si una retribución recompensa el trabajo en la prisión, quiere decir que éste no forma realmente parte de la pena, y el detenido puede, por lo tanto, negarse a realizarlo. Además el beneficio recompensa la habilidad del obrero y no la enmienda del culpable: «Los individuos peores suelen ser en todas partes los obreros más hábiles; son los mejor retribuidos, por consiguiente los más intemperantes y los menos propicios al arrepentimiento.» (26) La discusión, que jamás se había extinguido, se reanuda y con gran vivacidad hacia los años 1840-1845, época de crisis económica, época de agitación obrera, época también en que comienza a cristalizar la oposición del obrero y del delincuente. (27) Hay huelgas contra los talleres de las prisiones: cuando a un guantero de Chaumont se le concede la organización de un taller en Clairvaux, los obreros protestan, declaran que se deshonra su trabajo, ocupan la manufactura y obligan al patrón a renunciar a su proyecto. (28) Hay también toda una campaña de prensa en los periódicos obreros: sobre el tema de que el gobierno favorece el trabajo en las prisiones para hacer que bajen los salarios «libres»; sobre el tema de que los inconvenientes de estos talleres de prisión son todavía mayores para las mujeres, a las cuales quitan su trabajo, empujan a la prostitución, y por lo tanto a la prisión, donde esas mismas mujeres, que no podían trabajar ya cuando eran libres, vienen entonces a hacer la competencia a las que aún tienen trabajo; (29) sobre el tema de que se reservan para los detenidos los trabajos más seguros —»los ladrones ejecutan con mucho ardor y a cubierto los trabajos de sombrerería y de ebanistería», en tanto que el sombrerero reducido a la inactividad tiene que ir «al matadero humano a fabricar albayalde a 2 francos al día»—; (30) sobre el tema de que la filantropía se ocupa con el mayor cuidado de las condiciones de trabajo de los detenidos, pero descuida las del obrero libre: «Estamos seguros de que si los presos trabajaran el mercurio, por ejemplo, la ciencia encontraría más rápidamente los medios de preservar a los trabajadores del peligro de sus emanaciones: ‘¡Esos pobres reclusos!’, diría aquel que apenas si habla de los obreros doradores. Porque, ¡qué quieren ustedes!, hay que haber matado o robado para despertar la compasión o el interés.» Sobre el tema, más que nada, de que si la prisión tiende a convertirse en un taller, pronto se habrá enviado allí a los mendigos y a los desempleados, reconstituyendo de este modo los viejos hospitales generales de Francia o las workhouses de Inglaterra. (31) Ha habido también, sobre todo después de votada la ley de 1844, peticiones y cartas. Una petición ha sido rechazada por la Cámara de París, que «ha juzgado inhumano que se propusiera emplear a los asesinos, a los homicidas y a los ladrones en unos trabajos que desempeñan hoy unos miles de obreros»; «La Cámara ha preferido Barrabás a nosotros»; (32) unos obreros tipógrafos envían una carta al ministro al enterarse de que se ha instalado una imprenta en la prisión central de Melun: «Tiene usted que decidir entre unos réprobos castigados justamente por la ley y unos ciudadanos que sacrifican sus días, en la abnegación y la probidad, a la existencia de sus familias no menos que a la riqueza de su patria.» (33)
Ahora bien, las respuestas dadas por el gobierno y la administración a toda esta campaña son muy constantes. El trabajo penal no puede ser criticado en función del paro que podría provocar. Por su poca extensión y escaso rendimiento, no puede tener incidencia general sobre la economía. No es como actividad de producción por lo que se considera intrínsecamente útil, sino por los efectos que ejerce en la mecánica humana Es un principio de orden y de regularidad; por las exigencias que le son propias, acarrea de manera insensible las formas de un poder riguroso; pliega los cuerpos a unos movimientos regulares, excluye la agitación y la distracción, impone una jerarquía y una vigilancia que son tanto más aceptadas, y se inscribirán tanto más profundamente en el comportamiento de los penados, cuanto que forman parte de su lógica: con el trabajo, «se introduce la regla en una prisión, donde reina sin esfuerzo, sin el empleo de ningún medio represivo y violento. Al tener ocupado al recluso, se le dan hábitos de orden y de obediencia; se le hace diligente y activo, de perezoso que era… con el tiempo, encuentra en el movimiento regular de la casa, en los trabajos manuales a los que se le ha sometido… un remedio seguro contra los desvíos de su imaginación». (34) El trabajo de la prisión debe ser concebido como si fuera de por sí una maquinaria que trasforma al penado violento, agitado, irreflexivo, en una pieza que desempeña su papel con una regularidad perfecta. La prisión no es un taller; es —es preciso que sea en sí misma— una máquina de la que los detenidos-obreros son a la vez los engranajes y los productos; la máquina los «ocupa» y esto «continuamente, así sea tan sólo con el fin de llenar su tiempo. Cuando el cuerpo se agita, cuando el ánimo se aplica a un objeto determinado, las ideas importunas se alejan, el sosiego renace en el alma». (35) Si, a fin de cuentas, el trabajo de la prisión tiene un efecto económico, es al producir unos individuos mecanizados según las normas generales de una sociedad industrial: «El trabajo es la providencia de los pueblos modernos; hace en ellos las veces de moral, llena el vacío de las creencias y pasa por ser el principio de todo bien. El trabajo debía ser la religión de las prisiones. A una sociedad-máquina le eran precisos medios de reforma puramente mecánicos.» (36) Fabricación de individuos-máquina pero también de proletarios; en efecto, cuando no se tienen más que «los brazos por todo bien», no se puede vivir más que «del producto del propio trabajo, por el ejercicio de una profesión, o del producto del trabajo de los demás, por el oficio del robo»; ahora bien, si la prisión no forzara a los malhechores al trabajo, prolongaría en su institución misma y por el camino indirecto de la tributación, esta exacción de los unos sobre el trabajo de los otros: «La cuestión de la ociosidad es la misma que en la sociedad; los reclusos tienen que vivir del trabajo de los demás, si no se mantienen del suyo.» (37) El trabajo por el cual el recluso subviene a sus propias necesidades convierte al ladrón en obrero dócil. Y aquí es donde interviene la utilidad de una retribución por el trabajo penal; impone al detenido la forma «moral» del salario como condición de su existencia. El salario hace adquirir «el amor y el hábito» del trabajo; (38) da a esos malhechores que ignoran la diferencia de lo mío y de lo tuyo, el sentido de la propiedad, de «la que se ha ganado con el sudor de la frente»; (39) les enseña también, a ellos que han vivido en la disipación, lo que es la previsión, el ahorro, el cálculo del porvenir; (40) en fin, al proponer una medida del trabajo hecho, permite traducir cuantitativamente el celo del recluso y los progresos de su enmienda. (41) El salario del trabajo en la prisión no retribuye una producción; funciona como motor y punto de referencia de las trasformaciones individuales: una ficción jurídica, ya que no representa la «libre» cesión de una fuerza de trabajo, sino un artificio que se supone eficaz en las técnicas de corrección.
¿La utilidad del trabajo penal? No un provecho, ni aun la formación de una habilidad útil; sino la constitución de una relación de poder, de una forma económica vacía, de un esquema de la sumisión individual y de su ajuste a un aparato de producción.
Imagen perfecta del trabajo de prisión: el taller de las mujeres en Clairvaux; la exactitud silenciosa de la maquinaria humana coincide allí con el rigor reglamentario del convento: «En un pulpito, sobre el cual hay un crucifijo, está sentada una religiosa. Ante ella, y alineadas en dos filas, las presas realizan la tarea que se les ha impuesto, y como el trabajo de aguja domina casi exclusivamente, resulta de ello que se mantiene constantemente el silencio más riguroso… Se diría que en aquellas salas todo respira penitencia y expiación. Como por un movimiento espontáneo nos trasladamos a los tiempos de las venerables costumbres de esta antigua morada, y recordamos aquellos penitentes voluntarios que se encerraban en ella para decir adiós al mundo.» (42)
3) Pero la prisión excede la simple privación de libertad de una manera más importante. Tiende a convertirse en un instrumento de modulación de la pena: un aparato que a través de la ejecución de la sentencia de que se halla encargado, estaría en el derecho de recuperar, al menos en parte, su principio. Naturalmente, la institución carcelaria no ha recibido este «derecho en el siglo XIX ni aun todavía en el xx, excepto bajo una forma fragmentaria (por la vía indirecta de las libertades condicionales de las semi-libertades, de la organización de las centrales de reforma). Pero hay que advertir que fue reclamado desde hora muy temprana por los responsables de la administración penitenciaria como la condición misma de un buen funcionamiento de la prisión, y de su eficacia en la labor de enmienda que la propia justicia le confía.
Así en cuanto a la duración del castigo, que permite cuantificar exactamente las penas, graduarlas de acuerdo con las circunstancias y dar al castigo legal la forma más o menos explícita de un salario; pero corre el peligro de perder todo valor correctivo, si se fija de una vez para siempre al nivel de la sentencia. La longitud de la pena no debe medir el «valor de cambio» de la infracción; debe ajustarse a la trasformación «útil» del recluso en el curso de su pena. No un tiempo-medida, sino un tiempo finalizado. Más que la forma del salario, la forma de la operación. «Así como el médico prudente interrumpe su medicación o la continúa según que el enfermo haya o no llegado a una perfecta curación, así también, en la primera de estas dos hipótesis, la expiación debería cesar en presencia de la enmienda completa del condenado, ya que en este caso toda detención se ha vuelto inútil, y por consiguiente tan inhumana para con el enmendado como vanamente onerosa para el Estado.» (43) La justa duración de la pena debe, por lo tanto, variar no sólo con el acto y sus circunstancias, sino con la pena misma, tal como se desarrolla concretamente. Lo que equivale a decir que si la pena debe ser individualizada, no es a partir del individuo-infractor, sujeto jurídico de su acto, autor responsable del delito, sino a partir del individuo castigado, objeto de una materia controlada de trasformación, el individuo en detención inserto en el aparato carcelario, modificado por él o reaccionando a él. «No se trata más que de reformar al malo. Una vez operada esta reforma, el criminal debe reintegrarse a la sociedad.» (44)
La calidad y el contenido de la detención no deberían estar determinados tampoco por la sola índole de la infracción. La gravedad jurídica de un delito no tiene en absoluto valor de signo unívoco por el carácter corregible o no del condenado. En particular la distinción crimen-delito, a la cual el código ha hecho que corresponda la distinción entre prisión y reclusión o trabajos forzados, no es operatoria en términos de enmienda. Es la opinión casi general formulada por los directores de casas centrales, con ocasión de una información hecha por el ministerio en 1836: «Los reclusos del correccional son en general los más viciosos… Entre los criminales, hay muchos hombres que han sucumbido a la violencia de sus pasiones y a las necesidades de una numerosa familia.» «La conducta de los criminales es mucho mejor que la de los delincuentes juveniles; los primeros son más sumisos, más trabajadores que los últimos, rateros, libertinos, perezosos.» (45) De donde la opinión de que el rigor punitivo no debe estar en proporción directa de la importancia penal del acto condenado. Ni determinado de una vez para siempre.
Operación correctiva, el encarcelamiento tiene sus exigencias y sus peripecias propias. Son sus efectos los que deben determinar sus etapas, sus agravaciones temporales, sus alivios sucesivos, lo que Charles Lucas llamaba «la clasificación móvil de las moralidades». El sistema progresivo aplicado en Ginebra desde 1825 (46) fue reclamado con frecuencia en Francia. Bajo la forma, por ejemplo, de las tres secciones; la de prueba, para la generalidad de los detenidos; la de castigo y la de recompensa para aquellos que están en el camino de la enmienda. (47) O bajo la forma de las cuatro fases: periodo de intimidación (privación de trabajo y de toda relación interior o exterior); periodo de trabajo (aislamiento pero trabajo que tras de la faz de ociosidad forzada será acogido como un beneficio); régimen de moralización («conferencias» más o menos frecuentes con los directores y los visitantes oficiales); periodo de trabajo en común. (48) Si el principio de la pena es realmente una decisión de justicia, su gestión, su calidad y sus rigores deben depender de un mecanismo autónomo que controla los efectos del castigo en el interior mismo del aparato que los produce. Todo un régimen de castigos y de recompensas que no es simplemente una manera de hacer respetar el reglamento de la prisión, sino de hacer efectiva la acción de la prisión sobre los reclusos. En cuanto a esto, ocurre que la autoridad judicial misma está de acuerdo en ello: «No hay que asombrarse», decía el Tribunal Supremo consultado con motivo del proyecto de ley sobre las prisiones, «no hay que asombrarse de la ocurrencia de conceder recompensas que podrán consistir ya sea en una mayor parte de peculio, ya sea en un mejor régimen alimenticio, ya incluso en abreviaciones de pena. Si algo puede despertar en el ánimo de los reclusos las nociones de bien y de mal, conducirlos a reflexiones morales y realzarlos un poco a sus propios ojos, es la posibilidad de alcanzar algunas recompensas». (49)
Y para todos estos procedimientos que rectifican la pena, a medida que se desarrolla, hay que admitir que las instancias judiciales no pueden tener autoridad inmediata. Se trata, en efecto, de medidas que por definición no podrían intervenir hasta después de la sentencia y no pueden actuar sino sobre las infracciones. Indispensable autonomía, por consiguiente, del personal que administra la detención cuando se trata de individualizar y de variar la aplicación de la pena: unos vigilantes, un director, un capellán
o un maestro son más capaces de ejercer esta función correctiva que los que detentan el poder penal. Es su juicio (entendido éste como comprobación, diagnóstico, caracterización, precisión, clasificación diferencial), y no ya un veredicto en forma de asignación de culpabilidad, lo que debe servir de soporte a esta modulación interna de la pena, a su suavizamiento o incluso a su suspensión. Cuando presentó Bonneville en 1846 su proyecto de libertad condicionada, la definió como «el derecho que tendría la administración, tras aviso previo de la autoridad judicial, de poner en libertad provisional después de un tiempo suficiente de expiación y mediante ciertas condiciones, al recluso completamente enmendado, a reserva de reintegrarlo a la prisión a la menor queja fundamentada». (50) Toda esta «arbitrariedad» que, en el antiguo régimen penal, permitía a los jueces modular la pena y a los príncipes ponerle fin eventualmente, toda esta arbitrariedad que los códigos modernos le han retirado al poder judicial, la vemos reconstituirse, progresivamente, del lado del poder que administra y controla el castigo. Soberanía docta del guardián: «Verdadero magistrado llamado a reinar soberanamente en la casa… y que debe para no hallarse por bajo de su misión unir a la virtud más eminente una ciencia profunda de los hombres.» (51)
Y se llega, formulado en claro por Charles Lucas, a un principio que muy pocos juristas se atreverían hoy a admitir sin reticencia, aunque marca la línea de pendiente esencial del funcionamiento penal moderno; llamémoslo la Declaración de independencia carcelaria: reivindícase en ella el derecho de ser un poder que tiene no sólo su autonomía administrativa, sino como una parte de la soberanía punitiva. Esta afirmación de los derechos de la prisión erige en principio: que el juicio criminal es una unidad arbitraria; que hay que descomponerla; que los redactores de los códigos tuvieron ya razón al distinguir el nivel legislativo (que clasifica los actos y les atribuye penas), y el nivel del juicio (que da las sentencias); que la misión hoy es analizar a su vez este último nivel; que hay que distinguir en él lo que es propiamente judicial (apreciar menos los actos que los agentes, medir «las intencionalidades que dan a los actos humanos otras tantas modalidades y diferencias», y por lo tanto rectificar si puede las evaluaciones del legislador); y dar su autonomía al «juicio penitenciario», que es quizá el más importante; por relación a él, la evaluación del tribunal no es más que una «manera de prejuzgar», ya que la moralidad del agente no puede ser apreciada «sino en la prueba. El juez tiene, pues, necesidad a su vez de un control necesario y rectificativo de sus evaluaciones; y este control es el que debe suministrar la prisión penitenciaria». (52)
Se puede, por lo tanto, hablar de un exceso o de una serie de excesos del encarcelamiento en relación con la detención legal —de lo «carcelario» en relación con lo «judicial». Ahora bien, este exceso se advierte muy pronto, desde el nacimiento de la prisión, ya sea bajo la forma de prácticas reales, o bajo la forma de proyectos. No ha venido, después, como un efecto secundario. La gran maquinaria carcelaria se halla vinculada al funcionamiento mismo de la prisión. Se puede ver bien el signo de esta autonomía en las violencias «inútiles» de los guardianes o en el despotismo de una administración que tiene los privilegios del lugar cerrado. Su raíz está en otra parte: en el hecho precisamente de que se pide a la prisión que sea «útil» en el hecho de que la privación de libertad —esa exacción jurídica sobre un bien ideal— ha tenido, desde el comienzo, que ejercer un papel técnico positivo, operar trasformaciones sobre los individuos. Y para esta operación el aparato carcelario ha recurrido a tres grandes esquemas: el esquema político-moral del aislamiento individual y de la jerarquía; el modelo económico de la fuerza aplicada a un trabajo obligatorio; el modelo técnico-médico de la curación y de la normalización. La celda, el taller, el hospital. El margen por el cual la prisión excede la detención está lleno de hecho por unas técnicas de tipo disciplinario. Y este suplemento disciplinario en relación con lo jurídico es, en suma, lo que se ha llamado lo «penitenciario».
Este añadido no fue aceptado sin problema. Cuestión que primero fue de principio: la pena no debe ser más que la privación de libertad; como nuestros actuales gobernantes, lo decía Decazes, pero con la brillantez de su lenguaje: «La ley debe seguir al culpable en la prisión adonde lo condujo.» (53) Pero muy pronto —y es un hecho característico—, estos debates se convertirán en una batalla para apropiarse el control de este «suplemento» penitenciario; los jueces pedirán el derecho de inspección sobre los mecanismos carcelarios: «La moralización de los reclusos exige numerosos cooperadores, y no es por medio de las visitas de inspección, de las comisiones de vigilancia o de las sociedades de patronato como puede cumplirse. Necesita, pues, auxiliares, y a la magistratura le cumple suministrárselos.» (54) Ya en esta época, el orden penitenciario había adquirido la suficiente consistencia para que se pudiera tratar no de deshacerlo, sino de tomarlo a cargo. He aquí, pues, al juez acometido por el deseo de la prisión. De ello nacerá, un siglo después, un hijo bastardo, y sin embargo deforme: el juez de la aplicación de las penas.
Pero si lo penitenciario, en su «exceso» en relación con la detención, ha podido imponerse de hecho, más aún, hacer caer en la trampa a toda la justicia penal y encerrar a los propios jueces, es que ha podido introducir la justicia criminal en unas relaciones de saber que se han convertido ahora para ella en su laberinto infinito.
La prisión, lugar de ejecución de la pena, es a la vez lugar de observación de los individuos castigados. En dos sentidos. Vigilancia naturalmente. Pero conocimiento también de cada detenido, de su conducta, de sus disposiciones profundas, de su progresiva enmienda; las prisiones deben ser concebidas como un lugar de formación para un saber clínico sobre los penados; «el sistema penitenciario no puede ser una concepción a priori; es una inducción del estado social. Existen enfermedades morales así como accidentes de la salud en los que el tratamiento depende del lugar y de la dirección de la dolencia». (55) Lo que implica dos dispositivos esenciales. Es preciso que el preso pueda ser mantenido bajo una mirada permanente; es preciso que se registren y contabilicen todas las notas que se puedan tomar sobre él. El tema del Panóptico —a la vez vigilancia y observación, seguridad y saber, individualización y totalización, aislamiento y trasparencia— ha encontrado en la prisión su lugar privilegiado de realización. Si bien es cierto que los procedimientos panópticos, como formas concretas de ejercicio del poder, han tenido, al menos en el estado disperso, una difusión muy amplia, apenas si la utopía de Bentham ha podido tomar en bloque una forma material, como no sea en las instituciones penitenciarias. El Panóptico llegó a ser alrededor de los años 1830-1840 el programa arquitectónico de la mayoría de los proyectos de prisión. Era la manera más directa de traducir «en la piedra la inteligencia de la disciplina»; (56) de hacer la arquitectura trasparente a la gestión del poder; (57) de permitir que la fuerza o las coacciones violentas se sustituyan por la eficacia benigna de una vigilancia sin falla; de ordenar el espacio a la reciente humanización de los códigos y a la nueva teoría penitenciaria: «La autoridad de una parte, y el arquitecto de otra, tienen, pues, que saber si las prisiones deben estar combinadas en el sentido del suaviza-miento de las penas o en un sistema de enmienda de los culpables y conforme a una legislación que, remontándose al origen de los vicios del pueblo, se torna un principio regenerador de las virtudes que debe practicar.» (58)
En suma, constituir una prisión-máquina (59) con una celda de visibilidad donde el detenido se encontrará metido como «en la casa de cristal del filósofo griego» (60) y un punto central desde donde una mirada permanente pueda controlar a la vez a los presos y al personal. En torno de estas dos exigencias, hay algunas variaciones posibles: el Panóptico benthamiano bajo su forma estricta, o el semicírculo, o el plano en forma de cruz, o la disposición en estrella. (61) En medio de todas estas discusiones, el ministro del Interior en 1841 recuerda los principios fundamentales: «La sala central de inspección es el eje del sistema. Sin punto central de inspección, la vigilancia deja de estar garantizada, de ser continua y general; porque es imposible tener una confianza completa en la actividad, el celo y la inteligencia del encargado a cuyo cuidado inmediato se hallan las celdas… El arquitecto debe, por lo tanto, dirigir toda su atención a este objeto en el que hay a la vez una cuestión de disciplina y de economía. Cuanto más exacta y fácil sea la vigilancia, menos necesidad habrá de buscar en la solidez de las construcciones unas garantías contra las tentativas de evasión y contra las comunicaciones de unos detenidos con otros. Ahora bien, la vigilancia será perfecta si el director o el encargado en jefe, desde una sala central y sin cambiar de lugar, ve sin ser visto no sólo la entrada de todas las celdas y hasta el interior del mayor número de ellas cuando sus puertas están abiertas, sino además a los vigilantes encargados de la guarda de los presos en todos los pisos… Con la fórmula de las prisiones circulares o semicirculares, parecería posible ver desde un centro único todos los presos en sus celdas, y a los guardianes en las galerías de vigilancia.» (62)
Pero el Panóptico penitenciario es también un sistema de documentación individualizante y permanente. El año mismo en que se recomendaban las variantes del esquema benthamiano para construir las prisiones, se imponía como obligatorio el sistema de la «cuenta moral»: boletín individual de un modelo uniforme en todas las prisiones y en el cual el director o el guardián-jefe, el capellán y el maestro han de inscribir sus observaciones a propósito de cada detenido: «Es en cierto modo el vademécum de la administración de la prisión que la pone en condiciones de apreciar cada caso, cada circunstancia, y de juzgar por consiguiente, en cuanto al tratamiento que se debe aplicar a cada preso individualmente.» (63) Se han proyectado o probado muchos otros sistemas de registro, bastante más completos. (64) Se trata, de todos modos, de hacer de la prisión un lugar de constitución de un saber que debe servir de principio regulador para el ejercicio de la práctica penitenciaria. La prisión no tiene que conocer únicamente la decisión de los jueces y aplicarla en función de los reglamentos establecidos: ha de obtener permanentemente sobre el detenido un saber que permitirá trasformar la medida penal en una operación penitenciaria; que hará de la pena que la infracción hizo necesaria una modificación del detenido, útil para la sociedad. La autonomía del régimen carcelario y el saber que hace posible permiten multiplicar esta utilidad de la pena que el código había situado al principio de su filosofía punitiva: «En cuanto al director, no puede perder de vista a ningún detenido, porque cualquiera que sea la sección en que éste se encuentre, ya sea que entre en ella, ya sea que salga, ya sea que se quede, el director está igualmente obligado a justificar los motivos de su mantenimiento en tal clase o de su paso a tal otra. Es un verdadero contador. Cada detenido es para él, en la esfera de la educación individual, un capital colocado a interés penitenciario.» (65) La práctica penitenciaria, tecnología sabia, rentabiliza el capital invertido en el sistema penal y en la construcción de las grandes prisiones.
Correlativamente, el delincuente se convierte en individuo a quien conocer. Esta exigencia de saber no se ha insertado, en primera instancia, en el acto judicial mismo, para fundamentar mejor la sentencia ni para determinar realmente la medida de la culpabilidad. Es en cuanto condenado, y a titulo de punto de aplicación para unos mecanismos punitivos, por lo que el infractor se ha constituido como objeto de saber posible.
Pero esto implica que el aparato penitenciario, con todo el programa tecnológico de que se acompaña, efectúa una curiosa sustitución: realmente recibe un condenado de manos de la justicia; pero aquello sobre lo que debe aplicarse no es naturalmente la infracción, ni aun exactamente el infractor, sino un objeto un poco diferente, y definido por unas variables que al menos al principio no estaban tomadas en cuenta por la sentencia, por no ser pertinentes sino para una tecnología correctiva. Este personaje distinto, por quien el aparato penitenciario sustituye al infractor condenado, es el delincuente.
El delincuente se distingue del infractor por el hecho de que es menos su acto que su vida lo pertinente para caracterizarlo. Si la operación penitenciaria quiere ser una verdadera reducación, ha de totalizar la existencia del delincuente, hacer de la prisión una especie de teatro artificial y coercitivo en el que hay que reproducir aquélla de arriba abajo. El castigo legal recae sobre un acto; la técnica punitiva sobre una vida; tiene por consecuencia reconstruir lo ínfimo y lo peor en la forma del saber; le corresponde modificar sus efectos o colmar sus lagunas por una práctica coactiva. Conocimiento de la biografía, y técnica de la existencia corregida. La observación del delincuente «debe remontar no sólo a las circunstancias sino a las causas de su delito; buscarlas en la historia de su vida, bajo el triple punto de vista de la organización, de la posición social y de la educación, para conocer y comprobar las peligrosas inclinaciones de la primera, las enojosas predisposiciones de la segunda y los malos antecedentes de la tercera. Esta investigación biográfica es una parte esencial de la instrucción judicial para la clasificación de las penas antes de convertirse en una condición del sistema penitenciario para la clasificación de las moralidades. Debe acompañar al detenido del tribunal a la prisión donde el cometido del director es no sólo recoger, sino completar, controlar y rectificar sus elementos en el curso de la detención». (66) Detrás del infractor al cual la investigación de los hechos puede atribuir la responsabilidad de un delito se perfila el carácter delincuente cuya lenta formación se ha demostrado por una investigación biográfica. La introducción de lo «biográfico» es importante en la historia de la penalidad. Porque hace existir al «criminal» antes del crimen y, en el límite, al margen de él. Y porque a partir de ahí una causalidad psicológica va a confundir los efectos, al duplicar la asignación jurídica de responsabilidad. Penetrase entonces en el dédalo «criminológico» del que se está muy lejos hoy de haber salido: toda causa que, como determinación, no puede sino disminuir la responsabilidad, marca al autor de la infracción con una criminalidad tanto más terrible y que exige unas medidas penitenciarias tanto más estrictas. A medida que la biografía del criminal duplica en la práctica penal el análisis de las circunstancias cuando se trata de estimar el crimen, vemos cómo el discurso penal y el discurso psiquiátrico entremezclan sus fronteras, y ahí, en su punto de unión, se forma esa noción del individuo «peligroso» que permite establecer un sistema de causalidad a la escala de una biografía entera y dictar un veredicto de castigo-corrección. (67)
El delincuente se distingue también del infractor en que no es únicamente el autor de su acto (autor responsable en función de ciertos criterios de la voluntad libre y consciente), sino que está ligado a su delito por todo un haz de hilos complejos (instintos, impulsos, tendencias, carácter). La técnica penitenciaria se dirige no a la relación de autor sino a la afinidad del criminal con su crimen. El delincuente, manifestación singular de un fenómeno global de criminalidad, se distribuye en clases, casi naturales, dotadas cada una de esos caracteres definidos y a las que corresponde un tratamiento específico como lo que Marquet-Wasselot llamaba en 1841 la «etnografía de las prisiones»: «Los reclusos son… otro pueblo en un mismo pueblo que tiene sus hábitos, sus instintos, sus costumbres aparte.» (68) Estamos aquí muy próximos todavía a las descripciones «pintorescas» del mundo de los malhechores, antigua tradición lejana y que recobra vigor en la primera mitad del siglo XIX, en el momento en que la percepción de otra forma de vida viene a articularse sobre la de otra clase y otra especie humana. Se esbozan en forma paródica una zoología de las subespecies sociales, una etnología de las civilizaciones de malhechores, con sus ritos y su lengua. Pero se manifiesta allí, sin embargo, el trabajo de constitución de una objetividad nueva en la que el criminal corresponde a una tipología natural y desviada a la vez. La delincuencia, desviación patológica de la especie humana, puede analizarse como síndromes mórbidos o como grandes formas teratológicas. Con la clasificación de Ferrus, se tiene sin duda una de las primeras conversiones de la vieja «etnografía» del crimen en una tipología sistemática de los delincuentes. El análisis es escaso, indudablemente, pero se ve jugar en él de manera clara el principio de que la delincuencia debe especificarse menos en función de la ley que de la norma. Tres tipos de condenados: hay los que se hallan dotados «de recursos intelectuales superiores a la inteligencia media que hemos establecido», pero que se han vuelto perversos ya sea por las «tendencias de su organismo» y una «predisposición nativa»; ya por una «lógica perniciosa», una «moral inicua»; una «peligrosa apreciación de los deberes sociales». Para éstos sería preciso el aislamiento de día y de noche, el paseo solitario, y cuando se está obligado a ponerlos en contacto con los demás, «una careta ligera de tela metálica, como las que se usan para la talla de las piedras o para la esgrima». La segunda categoría es la de condenados «viciosos, limitados, embrutecidos o pasivos, arrastrados al mal por indiferencia tanto hacia la vergüenza como hacia el bien, por cobardía, por pereza por decirlo así, y por falta de resistencia a las malas incitaciones»; el régimen que les conviene es menos el de la represión que el de la educación, y de ser posible el de la educación mutua: aislamiento de noche, trabajo en común de día, conversaciones permitidas con tal de que sean en voz alta, lecturas en común, seguidas de interrogatorios recíprocos, sancionados éstos por recompensas. En fin, están los «ineptos o incapaces», a los que (69) un «organismo incompleto hace impropios para toda ocupación que reclame esfuerzos reflexivos y voluntad sostenida, que se encuentran por ello en la imposibilidad de sostener la competencia del trabajo con los obreros inteligentes, y que no teniendo ni la suficiente instrucción para conocer los deberes sociales, ni la suficiente inteligencia para comprenderlo y para combatir sus instintos personales, son llevados al mal por su misma incapacidad. Para éstos, la soledad no haría sino fomentar su inercia; deben, pues, vivir en común, pero de modo que formen grupos poco numerosos, siempre estimulados por ocupaciones colectivas, y sometidos a una vigilancia rígida». Así se establece progresivamente un conocimiento «positivo» de los delincuentes y de sus especies, muy distinto de la calificación jurídica de los delitos y de sus circunstancias; pero distinto también del conocimiento médico que permite hacer valer la locura del individuo y anular por consiguiente el carácter delictuoso del acto. Ferrus enuncia claramente el principio: «Los criminales considerados en masa son nada menos que unos locos, y sería injusto con estos últimos confundirlos con hombres perversos a sabiendas.» Se trata en este saber nuevo de calificar «científicamente» el acto como delito y sobre todo al individuo como delincuente. Se da la posibilidad de una criminología.
Como correlato de la justicia penal, tenemos, sin duda, al infractor; pero el correlato del aparato penitenciario es otro; es el delincuente, unidad biográfica, núcleo de «peligrosidad», representante de un tipo de anomalía. Y si es cierto que a la detención privativa de libertad que había definido el derecho, ha agregado la prisión el «suplemento» de la penitenciaría, ésta a su vez ha introducido a un personaje de sobra, que se ha deslizado entre el que la ley condena y el que ejecuta esta ley. Allí donde ha desaparecido el cuerpo marcado, cortado, quemado, aniquilado del supliciado, ha aparecido el cuerpo del preso, aumentado con la individualidad del «delincuente», la pequeña alma del criminal, que el aparato mismo del castigo ha fabricado como punto de aplicación del poder de castigar y como objeto de lo que todavía hoy se llama la ciencia penitenciaria. Se dice que la prisión fabrica delincuentes; es cierto que vuelve a llevar, casi fatalmente, ante los tribunales a aquellos que le fueron confiados. Pero los fabrica en el otro sentido de que ha introducido en el juego de la ley y de la infracción, del juicio y del infractor, del condenado y del verdugo, la realidad incorpórea de la delincuencia que une los unos a los otros y, a todos juntos, desde hace siglo y medio, los hace caer en la misma trampa.
La técnica penitenciaria y el hombre delincuente son, en cierto modo, hermanos gemelos. No creer que ha sido el descubrimiento del delincuente por una racionalidad científica el que ha llevado a las viejas prisiones el refinamiento de las técnicas penitenciarias. No creer tampoco que la elaboración interna de los métodos penitenciarios ha acabado por sacar a la luz la existencia «objetiva» de una delincuencia que la abstracción y la rigidez judicial no podían advertir. Aparecieron los dos juntos y uno en la prolongación del otro, como un conjunto tecnológico que forma y recorta el objeto al que aplica sus instrumentos. Y esta delincuencia formada en el subsuelo del aparato judicial, a ese nivel de «la tortura y la muerte», de las que la justicia aparta la mirada, por la vergüenza que experimenta al castigar a aquellos a quienes condena, esta delincuencia es la que ahora viene a asediar los tribunales serenos y la majestad de las leyes; ella es la que hay que conocer, apreciar, medir, diagnosticar, tratar cuando se dan sentencias; y ella es ahora, esta anomalía, esta desviación, este peligro sordo, esta forma de existencia que hay que tener en cuenta cuando se rescriben los Códigos. La delincuencia es la venganza de la prisión contra la justicia. Desquite bastante terrible para dejar al juez sin voz. También sube el tono de los criminólogos.
Pero hay que conservar en el ánimo que la prisión, figura concentrada y austera de todas las disciplinas, no es un elemento endógeno en el sistema penal definido en el viraje de los siglos XVIII y XIX. El tema de una sociedad punitiva y de una semiotécnica general del castigo, subyacente en los Códigos «ideológicos» —beccarianos o benthamianos—, no pedía el uso universal de la prisión. Esta prisión viene, por otra parte, de los mecanismos propios de un poder disciplinario. Ahora bien, a pesar de esta heterogeneidad, los mecanismos y los efectos de la prisión se han difundido a lo largo de toda la justicia criminal moderna; la delincuencia y los delincuentes la han parasitado por entero. Será preciso buscar la razón de esta terrible «eficacia» de la prisión. Pero ya se puede notar una cosa: la justicia penal definida en el siglo XVIII por los reformadores trazaba dos líneas de objetivación posibles del criminal, pero dos líneas divergentes: una era la serie de los «monstruos», morales o políticos, que caían fuera del pacto social; otra era la del sujeto jurídico readaptado por el castigo. Ahora bien, el «delincuente» permite precisamente unir las dos líneas y constituir bajo la garantía de la medicina, de la psicología o la criminología, un individuo en el cual el infractor de la ley y el objeto de una técnica docta se superponen casi. Que el injerto de la prisión sobre el sistema penal no haya ocasionado reacción violenta de rechazo se debe sin duda a muchas razones. Una de ellas es la de que al fabricar la delincuencia ha procurado a la justicia criminal un campo de objetos unitario, autentificado por unas «ciencias» y que le ha permitido así funcionar sobre un horizonte general de «verdad».
La prisión, esa región la más sombría en el aparato de justicia, es el lugar donde el poder de castigar, que ya no se atreve a actuar a rostro descubierto, organiza silenciosamente un campo de objetividad donde, el castigo podrá funcionar en pleno día como terapéutica, e inscribirse la sentencia entre los discursos del saber. Se comprende que la justicia haya adoptado tan fácilmente una prisión que, sin embargo, no había sido en absoluto la hija de sus pensamientos. Ella le debía este agradecimiento.
Notas:
1- P. Rossi, Traité de droit pénal, 1829, III, p. 169.
2- Van Meenen, «Congrès pénitentiaire de Bruxelles», en Annales de la Charité, 1847, pp. 529-530.
3- A. Duport, «Discours à la Constituante», Archives parlementaires.
4- El juego entre las dos «naturalezas» de la prisión es todavía constante. Hace algunos días, el jefe del Estado ha recordado el «principio» de que la detención no debía ser más que una «privación de libertad» .—la pura esencia del encarcelamiento exento de la realidad de la prisión—; y añadió que la prisión no podía justificarse más que por sus efectos «correctivos» o readaptadores.
5- Motifs du Code d’instruction criminelle, Rapport de G. A. Real, p. 244.
6- Ibid., Rapport de Treilhard, pp. 8-9. En los años precedentes se encuentra con frecuencia el mismo tema: «La pena de la detención pronunciada por la ley tiene sobre todo por objeto corregir a los individuos, es decir hacerlos mejores, prepararlos, por medio de pruebas más o menos largas, a recobrar su puesto en la sociedad, de la que ya no volverán a abusar… Los medios más seguros de mejorar a los individuos son el trabajo y la instrucción.» Ésta consiste no sólo en aprender a leer y a calcular, sino también en reconciliar a los condenados «con las ideas de orden, de moral, de respeto de sí mismos y de los demás» (Beugnot, prefecto de Seine-Inférieure, bando de Frimario, año x). En los informes que Chaptal pidió a los consejos generales, más de una docena reclaman prisiones en las que se pueda hacer trabajar a los detenidos.
7- Los más importantes fueron sin duda los propuestos por Ch. Lucas, Mar-quet Wasselot, Faucher, Bonneville, y un poco más tarde Ferrus. Hay que advertir que la mayor/a no eran filántropos que criticaran desde el exterior la institución penitenciaria, sino que estaban vinculados, de una manera o de otra, a la administración de las prisiones. Eran unos técnicos oficiales.
8- En Alemania, Julius dirigía los Jahrbücher für Strafs- und Besserungs-Anstalten.
9- Aunque estos periódicos hayan sido sobre todo órganos de defensa de los presos por deudas y en repetidas ocasiones hayan marcado sus distancias con respecto de los delincuentes propiamente dichos, se encuentra la afirmación de que «las columnas de Pauvre Jacques no están consagradas a una especialidad exclusiva. La terrible ley de la prisión por deudas y su funesta aplicación no será el único tema de ataque del preso periodista…
«Pauvre Jacques paseará la atención de sus lectores por los lugares de reclusión, de detención, por los correccionales, por los centros de refugio, y no guardará silencio en cuanto a los lugares de tortura en los que se somete a los suplicios al hombre culpable, cuando la ley no lo condena más que a los trabajos…» (Pauvre Jacques, año 1, núm. 7.) Igualmente, la Gazette de Sainte Pélagie milita en pro de un sistema penitenciario que tendería a «la mejora de la especie», siendo cualquiera otro «expresión de una sociedad todavía bárbara» (21 de marzo de 1833).
10- L. Baltard, Architectonographic des prisons, 1829.
11- Ch. Lucas, De la reforme des prisons, 1838, H, pp. 123-124.
12- A. de Tocqueville, Rapport à la Chambre des Députés, citado en Beaumont y Tocqueville, Le système pénitentiaire aux États-Unis, 3a éd. 1845, pp. 392-393.
13- E. de Beaumont y A. de Tocqueville, ibid., p. 109.
14- S. Aylies, Du système pénitentiaire, 1837, pp. 132-133.
15- Ch. Lucas, De la réforme des prisons, t. I, 1836, p. 167.
16- La discusión abierta en Francia hacia 1830 no había terminado en 1850; Charles Lucas, partidario de Auburn, había inspirado el decreto de 1839 sobre el régimen de las Centrales (trabajo en común y silencio absoluto). La ola de rebelión que sigue, y quizá la agitación general del país en el curso de los años 1842-1843 hacen preferir en 1844 el régimen pensilvano del aislamiento absoluto, elogiado por Demetz, Blouet y Tocqueville. Pero el segundo congreso penitenciario de 1847 opta contra este método.
17- K. Mittermaier, en Revue française et étrangère de législation, 1836.
18- A. E. de Gasparin, Rapport au ministre de l’Intérieur sur la réforme des prisons.
19- E. de Beaumont y A. de Tocqueville, Du système pénal aux États-Unis, ed. de 1845, p. 112.
20- «Cada hombre, decía Fox, está iluminado por la luz divina y yo la he visto brillar a través de cada hombre.» Siguiendo los lincamientos de los cuáqueros y de Walnut Street, fueron organizadas, a partir de 1820, las prisiones de Pen-silvania, Pittsburgh, y después Cherry Hill.
21- Journal des économistes, II, 1842.
22- Abel Blouet, Projet de prisons cellulaires, 1843.
23- Abbé Petigny, Allocution adressée aux prisonniers, à l’occasion de l’inauguration des bâtiments cellulaires de la prison de Versailles. Cf. algunos años después, en Monte-Cristo, una versión muy claramente cristológica de la resurrección tras encarcelamiento; pero se trata, entonces, no de aprender en la prisión la docilidad a las leyes, sino de adquirir por un saber secreto el poder de hacer justicia por encima de la injusticia de los magistrados.
24- N. H. Julius, Leçons sur les prisons, trad. francesa, 1831, i, pp. 417-418.
25- G. A. Real, Motifs du Code d’instruction criminelle. Antes de esto, varias instrucciones del ministerio del Interior habían recordado la necesidad de hacer trabajar a los detenidos: 5 Fructidor Año VI, S Mesidor Año VIII, 8 Pluvioso y 28 Ventoso Año IX, 7 Brumario Año X. Inmediatamente después de los Códigos de 1808 y 1810, se encuentran todavía nuevas instrucciones: 20 de octubre de 1811, 8 de diciembre de 1812: o también la larga instrucción de 1816: «Es de la mayor importancia tener ocupados lo más posible a los detenidos. Debe hacerse nacer en ellos el deseo de trabajar, estableciendo una diferencia entre la suerte de los que se ocupan y la de los detenidos que quieren permanecer ociosos. Los primeros serán mejor alimentados y tendrán mejores lechos que los segundos.» Melun y Clairvaux fueron muy pronto organizados como grandes talleres.
26- J. J. Marquet Wasselot, t. III, p. 171.
27- Cf., infra, p. 292.
28- Cf. J. P. Aguet, Les grèves sous la monarchie de Juillet, 1954, pp. 30-31.
29- L’Atelier, año 3, num. 4. diciembre de 1842.
30-Ibid., año 6, num. 2, noviembre de 1845.
31- Ibid.
32- L’Atelier, año 4, num. 9, junio de 1844, y año 5, num. 7. abril de 1845; cf. igualmente por la misma época La Démocratie pacifique.
33- L’Atelier, año 5, núm. 6, marzo de 1845.
34- A. Bérenger, Rapport à l’Académie des sciences morales, junio de I836.
35- E. Danjou, Des prisons, 1821, p. 180.
36- L. Faucher, De la réforme des prisons, 1838, p. 64. En Inglaterra, el treadmill y la bomba garantizaban una mecanización disciplinaria de los detenidos, sin ningún efecto productivo.
37- Ch. Lucas, De la reforme des prisons, II, 1838, pp. 313-314.
38- Ibid., p. 243.
39- E. Danjou, Des prisons, 1821, pp. 210-211; cf. también L’Atelier, año 6, núm. 2, noviembre de 1845.
40- Ch. Lucas, loc. cit. Se apartaba una tercera parte del jornal para cuando saliera el recluso.
41- E. Ducpétiaux, Du système de l’emprisonnement cellulaire, 1857, pp. 30-31.
42- A cotejar con este texto de Faucher: «Entremos en una hilandería. Escuchemos las conversaciones de los obreros y el silbido de las máquinas. ¿Habrá en el mundo contraste más aflictivo que la regularidad y la previsión de estos movimientos mecánicos, comparados con el desorden de ideas y de costumbres que producen el contacto de tantos hombres, mujeres y niños?» De la reforme des prisons, 1838, p. 20.
43- A. Bonneville, Des libérations préparatoires, 1846, p. 6. Bonneville proponía medidas de «libertad preparatoria» pero también de «suplemento aflictivo» o de aumento penitenciario, si se comprueba que «la prescripción penal, fijada aproximadamente según el grado probable de lo empedernido del delincuente, no ha bastado para producir el efecto que se esperaba de ella». Este suplemento no debía exceder un octavo de la pena, y la libertad preparatoria podía intervenir después de cumplidas las tres cuartas partes de la pena (Traite des diverses institutions complémentaires, pp. 251 ss.).
44- Ch. Lucas, citado en la Gazette des tribunaux, 6 de abril de 1837.
45- En Gazette des tribunaux. Cf. también Marquet-Wasselot, La ville du refuge, 1832, pp. 74-76. Ch. Lucas advierte que los que pueblan los correccionales «se recluían por lo general entre las poblaciones urbanas» y que «las moralidades de los reclusorios provienen en su mayoría de las poblaciones agrícolas». De la réforme des prisons, I, 1836, pp. 46-50.
46- R. Fresnel, Considérions sur les maisons de refuge, París, 1829, pp. 29-31.
47- Ch. Lucas, De la reforme des prisons, II, 1838, p. 440.
48- L. Duras, artículo publicado en Le Progressif y citado por La Phalange, 1 de diciembre de 1838.
49- Ch. Lucas, ibid., pp. 441-442.
50- A. Bonneville, Des libérations préparatoires, 1846, p. 5.
51- A. Bérenger, Rapport à l’Académie des sciences morales et politiques, junio de 1836.
52- Ch. Lucas, De la reforme des prisons, II, 1838, pp. 418-422.
53- E. Decazes, «Rapport au Roi sur les prisons», Le Moniteur, 11 de abril de 1819.
54- Vivien, en G. Ferrus, Des prisonniers, 1850, p. viii. Una ordenanza de 1847 había creado las comisiones de vigilancia.
55- Léon Faucher, De la réforme des prisons, 1838, p. 6.
56- Ch. Lucas, De la réforme des prisons, I, 1836, p. 69.
57- «Si se quiere tratar la cuestión administrativa haciendo abstracción de la de construcción, existe el peligro de establecer unos principios a los que se sustraiga la realidad; mientras que con el conocimiento suficiente de las necesidades administrativas, un arquitecto puede admitir muy bien tal o cual sistema de encarcelamiento que la teoría tal vez hubiera relegado al número de las utopías» (Abel Blouet, Projet de prison cellulaire, 1843, p. 1).
58- L. Baltard, Architectonographie des prisons, 1829, pp. 4-5.
59- «Los ingleses llevan a todas sus obras el genio de la mecánica… y han querido que sus construcciones funcionasen como una máquina sometida a la acción de un solo motor», ibid., p. 18.
60- N. P. Harou-Romain, Projet de pénitencier, 1840, p. 8.
61- Cf. láms. 18-26.
62- Ducatel, Instruction pour la construction des maisons d’arrêt, p 9.
63- E. Ducpétiaux, Du système de l’emprisonnement cellulaire, 1847, pp. 56-57.
64- Cf. por ejemplo, G. de Gregory, Projet de Code pénal universel, 1832, pp. 199ss.; Grellet-Wammy, Manuel des prisons, 1839, H, pp. 23-25 y pp. 199-203
65- Ch. Lucas, De la reforme des prisons, II, 1838, pp. 449-450.
66- Ch. Lucas, De la reforme des prisons, II. 1838, pp. 440-442.
67- Habría que estudiar cómo la práctica de la biografía se ha difundido a partir de la constitución del individuo delincuente en los mecanismos punitivos: biografía o autobiografía de presos en Appert; composición en forma de historiales biográficos sobre el modelo psiquiátrico; utilización de la biografía en la defensa de los acusados. Sobre este último punto podrían compararse las grandes memorias justificativas de fines del siglo XVIII para los tres hombres condenados a la rueda, o para Jeanne Salmon —y las defensas penales de la época de Luis Felipe. Chaix d’Est-Ange decía así en la defensa de La Ron-cière: «Si mucho tiempo antes del crimen, mucho tiempo antes de la acusación podéis escrutar la vida del acusado, penetrar en su corazón, escudriñar sus repliegues más profundos, dejar al desnudo todos sus pensamientos, su alma entera…» (Discours et plaidoyers, III, p. 166).
68- J. J. Marquct-Wasselot, L’ethnographie des prisons, 1841, p. 9.
69- G. Ferrus, Des prisonniers, 1850, pp. 182ss.; pp. 278ss.
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