PEDAGOGÍA DE LA AUTONOMÍA: Saberes necesarios para la práctica educativa
2. ENSEÑAR NO ES TRANSFERIR CONOCIMIENTO
Las consideraciones o reflexiones hechas hasta ahora son desdoblamientos de un
primer saber señalado inicialmente como necesario para la formación docente
desde una perspectiva progresista. Saber que enseñar no es transferir
conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción o
construcción. Cuando entro en un salón de clases debo actuar como un ser abierto
a indagaciones, a la curiosidad y a las preguntas de los alumnos, a sus inhibiciones;
un ser crítico e indagador, inquieto ante la tarea que tengo –la de enseñar y no la
de transferir conocimientos.
Es preciso insistir: este saber necesario al profesor -que enseñar no es transferir
conocimiento- no sólo requiere ser aprehendido por él y por los educandos en sus
razones de ser -ontológica, política. Ética, epistemológica, pedagógica, sino que
también requiere ser constantemente testimoniado, vivido.
Como profesor en un curso de formación docente no puedo agotar mi práctica
discutiendo sobre la Teoría de la no extensión del conocimiento. No puedo sólo
pronunciar bellas frases sobre las razones ontológicas, epistemológicas y políticas
de la Teoría. Mi discurso sobre la Teoría debe ser el ejemplo concreto, práctico, de
la teoría. Su encarnación. Al hablar de construcción del conocimiento, criticando su
extensión, ya debo estar envuelto por ella, y en ella la construcción debe estar
envolviendo a los alumnos.
Fuera de eso, me enredo en la trama de contradicciones en la cual mi
testimonio, inauténtico, pierde eficacia. Me vuelvo tan falso como quien pretende
estimular el clima democrático en la escuela por medios y caminos autoritarios.
Tan fingido como quien dice combatir el racismo pero, al preguntársele si conoce a
Madalena, dice: «La conozco. Es negra pero es competente y decente.» Nunca oí a
nadie decir que conoce a Celia, que es rubia, de ojos azules, pero es competente y
decente. En el discurso que describe a Madalena, negra, cabe la conjunción
adversativa pero; en el que hace el perfil de Celia, rubia de ojos azules, la
conjunción adversativa es un contrasentido. La comprensión del papel de las
conjunciones que, uniendo enunciados entre sí, impregnan la relación que
establecen de cierto sentido, o de causalidad, hablo porque rechazo el silencio, o
de adversidad, trataron de dominarlo pero no lo consiguieron, o de finalidad,
Pedro luchó para que quedase clara su posición, o de integración, Pedro sabía que
ella volvería, no es suficiente para explicar el uso de la adversativa pero en la
relación entre la oración Madalena es negra y Madalena es competente y decente.
Allí la conjunción pero implica un juicio falso, ideológico: por ser negra, se espera
que Madalena no sea competente ni decente. Sin embargo, al reconocerse su
decencia y su competencia la conjunción pero se volvió indispensable. En el caso
de Celia, es un disparate que, siendo rubia de ojos azules, no sea competente y
decente. De allí el sinsentido de la adversativa. La razón es ideológica y no
gramatical.
Pensar acertadamente –y saber que enseñar no es transferir conocimiento es en
esencia pensar acertadamente- es una postura exigente, difícil, a veces penosa,
que tenemos que asumir frente a los otros y con los otros, de cara al mundo y a los
hechos, ante nosotros mismos. Es difícil, no porque pensar acertadamente sea una
forma propia de pensar de los santos y de los ángeles a la cual nosotros
aspirásemos de manera arrogante. Es difícil, entre otras cosas, por la vigilancia
constante que tenemos que ejercer sobre nosotros mismos para evitar los
simplismos, las facilidades, las incoherencias burdas. Es difícil porque no siempre
tenemos el valor indispensable para no permitir que la rabia que podemos sentir
por alguien se convierta en una rabia que genere un pensar equivocado y falso. Por
más que una persona me desagrade yo no puedo menospreciarla con un discurso en
el cual, creído de mí mismo, decreto su incompetencia absoluta. Discurso en que,
engreídamente, la trato con desdén, desde lo alto de mi falsa superioridad. A mí no
me da rabia sino pena cuando personas así rabiosas, erigidas en actitud de genio,
me minimizan y menoscaban.
Es fatigoso, por ejemplo, vivir la humildad, condición sine qua non del pensar
acertadamente, que nos hace proclamar nuestro propio equívoco, que nos hace
reconocer y anunciar la superación que sufrimos.
El clima del pensar acertado no tiene nada que ver con el de las fórmulas
preestablecidas, pero sería la negación de ese pensar si pretendiéramos forjarlo en
la atmósfera del libertinaje o del espontaneísmo. Sin rigor metódico no existe el
pensar acertado.
1. Enseñar exige conciencia del inacabamiento
Como profesor crítico, yo soy un «aventurero» responsable, predispuesto al cambio,
a la aceptación de lo diferente. Nada de 10 que experimenté en mi vivencia
docente debe necesariamente repetirse. Repito, sin embargo, como inevitable, la
inmunidad de mí mismo, radical, delante de los otros y del mundo. Mi inmunidad
ante los otros y ante el mundo mismo es la manera radical en que me experimento
como ser cultural, histórico, inacabado y consciente del inacabamiemto.
Así Ilegamos al punto del que quizá deberíamos haber partido. El del
inacabamiento del ser humano. En verdad, el inacabamiento del ser o su
inconclusión es propio de la experiencia vital. Donde hay vida, hay inacabamiento.
Pero sólo entre hombres y mujeres el inacabamiento se tornó consciente. La
invención de la existencia a partir de los materiales que Ia vida ofrecía llevó a
hombres y mujeres a promover el soporte en que los otros animales continúan, en
mundo. Su mundo, mundo de hombres y mujeres. La experiencia humana en el
mundo varía de calidad con relación a la vida animal en et soporte. El soporte es el
espacio, restringido o extenso, al que el animal se prende “afectivamente» para
resistir; es el espacio necesario para su crecimiento y e que delimita su territorio.
Es el espacio en el que, entrenado, adiestrado, «aprende» a sobrevivir, a cazar, a
atacar, a defenderse en un tiempo dependencia de los adultos inmensamente
menor del que el ser humano necesita para las mismas cosas. Cuanto más cultural
es el ser, mayor su infancia, su dependencia de cuidados especiales. Al
«movimiento» de los otros animales en el soporte le falta el lenguaje conceptual, la
inteligibilidad del propio soporte de donde resultaría inevitablemente la
comunicabilidad de lo entendido, el asombro delante de la vida misma, de lo que
contiene de misterio, En el soporte, los comportamientos de los individuos son
mucho más explicables por la especie a la que pertenecen que por ellos mismos.
Les falta libertad de opción. Por eso no se habla de ética entre los elefantes.
La vida en el soporte no implica el lenguaje ni la postura, erecta que permitió la
liberación de las manos. (14) Manos que, en gran medida, nos hicieron. Cuanto mayor
se fue volviendo la solidaridad entre manos y mente tanto más el soporte se fue
convirtiendo en mundo y la vida en existencia. El soporte se fue haciendo mundo y
la vida, existencia, al paso en que el cuerpo humano se hizo cuerpo consciente,
captador, aprendedor, transformador, creador de belleza y no “espacio» vacío para
ser llenado con contenidos.
La invención de la existencia implica, hay que repetirlo, necesariamente el
lenguaje, Ia cultura, la comunicación en niveles más profundos y complejos que lo
que ocurría y en el dominio de la vida, la “espiritualización» del mundo, la
posibilidad de embellecer o de afear el mundo y todo eso definiría a mujeres y
hombres como seres éticos. Capaces de intervenir el mundo, de comparar, de
juzgar, de decidir, de romper, de escoger, capaces de grandes acciones, de
testimonios dignificantes, pero capaces también de impensables ejemplos de
bajeza e indignidad. Sólo los seres que se volvieron éticos pueden romper con la
ética. No se sabe de leones que hayan asesinado cobardemente leones del mismo o
de otro grupo familiar, y después hayan visitado a sus “familiares” para llevarles su
solidaridad. No se sabe de tigres africanos que hayan lanzado bombas altamente
destructoras en “ciudades” de tigres asiáticos.
A partir del momento en que los seres humanos, al intervenir en el soporte,
fueron creando el mundo, inventaron el lenguaje con que pasaron a darle nombre a
las cosas que hacían con su acción sobre el mundo, en Ia medida en que se fueron
preparando para entender el mundo y crearon en consecuencia la necesaria
comunicabilidad de lo entendido, ya no fue posible existir salvo estando disponible
a la tensión radical y profunda entre el bien y el mal, entre la dignidad y la
indignidad, entre la decencia y el impudor, entre la belleza y la fealdad del
mundo. Es decir, ya no fue posible existir sin asumir el derecho o el deber de
optar, de decidir, de luchar, de hacer política. Y todo eso nos lleva de nuevo a lo
imperioso de la práctica formadora, de naturaleza eminentemente ética. Y todo
eso nos lleva de nuevo al radicalismo de la esperanza. Sé que las cosas pueden
incluso empeorar, pero también sé que es posible intervenir para mejorarlas.
Me gusta ser hombre, ser persona, porque no está dado como cierto, inequívoco,
irrevocable que soy o seré decente, que manifestaré siempre gestos puros, que soy
y que seré justo, que respetaré a los otros, que no mentiré escondiendo su valor
porque la envidia de su presencia en el mundo me molesta y me llena de rabia. Me
gusta ser hombre, ser persona, porque sé que mi paso por el mundo no es algo
predeterminado, preestablecido. Que mi «destino» no es un dato sino algo que
necesita ser hecho y de cuya responsabilidad no puedo escapar. Me gusta ser
persona porque la Historia en que me hago con los otros y de cuya hechura
participo es un tiempo de posibilidades y no de determinismo. Eso explica que
insista tanto en la problematización del futuro y que rechace su inexorabilidad.
2. Enseñar exige el reconocimiento de ser condicionado
Me gusta ser persona porque, inacabado, sé que soy un ser condicionado pero,
consciente del inacabamiento, sé que puedo superarlo. Ésta es la diferencia
profunda entre el ser condicionado y el ser determinado. La diferencia entre el
inacabado que no se sabe como tal y el inacabado que histórica y socialmente logró
la posibilidad de saberse inacabado. Me gusta ser persona porque, como tal,
percibo a fin de cuentas que la construcción de mi presencia en el mundo, que no
se consigue en el aislamiento, inmune a la influencia de las fuerzas sociales, que no
se comprende fuera de la tensión entre lo que heredo genéticamente y lo que
heredo social, cultural e históricamente, tiene mucho que ver conmigo mismo.
Sería irónico si la conciencia de mi presencia en el mundo no implicara en sí misma
el reconocimiento de la imposibilidad de mi ausencia en la construcción de mi
propia presencia. No puedo percibirme como una presencia en el mundo y al mismo
tiempo explicarla como resultado de operaciones absolutamente ajenas a mí. En
este caso, lo que hago es renunciar a la responsabilidad ética, histórica, política y
social a que nos compromete la promoción del soporte de mundo. Renuncio a
participar en el cumplimiento de la vocación ontológica de intervenir en el mundo.
El hecho de percibirme en el mundo, con el mundo y con los otros, me pone en una
posición ante el mundo que no es la de quien nada tiene que ver con él. Al fin y al
cabo, mi presencia en el mundo no es la de quien se adapta a él, sino la de quien
se inserta en él. Es la posición de quien lucha para no ser tan sólo un objeto, sino
también un sujeto de la Historia.
Me gusta ser persona porque, aun sabiendo que las condiciones materiales,
económicas, sociales y políticas, culturales e ideológicas en que nos encontramos
generan casi siempre barreras de difícil superación para la realización de nuestra
tarea histórica de cambiar el mundo, también sé que los obstáculos no se
eternizan.
En los años sesenta, ya preocupado por esos obstáculos, apelé a la
conscientización no como una panacea, sino como un esfuerzo de conocimiento
crítico de los obstáculos, valga la expresión, de sus razones de ser. Contra toda la
fuerza del discurso fatalista neoliberal, pragmático y reaccionario, insisto hoy, sin
desvíos idealistas, en la necesidad de la conscientización. Insisto en su
actualización. En verdad, como instrumento para la profundización de la prise de
consciense del mundo, de los hechos, de los acontecimientos, la conscientización
es una exigencia humana, es uno del caminos para la puesta en práctica de la
curiosidad epistemoIógica. En lugar de extraña, la conscientización es natural al
ser que, inacabado, se sabe inacabado. Por eso la cuestión sustantiva no está en el
inacabamiento puro ni en la inconclusión pura. La inconclusión, repito, forma
parte. de la naturaleza del fenómeno vital. Inconclusos somos nosotros, mujeres y
hombres pero también inconclusas son jaboticabeiras que, durante la cosecha,
llenan mi jardín de aves canoras, inconclusas son esas aves como inconcluso es
Eico, mi pastor alemán, que me «saluda» feliz al empezar la mañana.
Entre nosotros, mujeres y hombres, a la inconclusión se Ia conoce como tal. Es
más, la inconclusión que se reconoce a sí misma implica necesariamente la
inserción del sujeto inacabado en un permanente proceso social de búsqueda.
Histórico-socio-culturales, mujeres y hombres nos volvemos seres en quienes la
curiosidad, desbordando los límites que le son peculiares en el dominio vital, se
torna fundadora de la producción del conocimiento. Es más, la curiosidad ya es
conocimiento. Como el lenguaje que anima la curiosidad y con ella se anima,
también es conocimiento y no sólo su expresión.
Una madrugada, hace algunos meses, estábamos Nita y yo, cansados, en la. sala
de embarque de un aeropuerto del norte del país, esperando la partida para São
Paulo en uno de esos vuelos madrugadores que la sabiduría popular llama “vuelo
tecolote»‘. Cansados y realmente arrepentidos de no haber cambiado el esquema de
vuelvo. Una criatura de tierna edad, saltarina y alegre, nos puso, finalmente, de
buen humor a pesar de la hora, tan inconveniente para nosotros.
Llega un avión. Curiosa, la criatura inclina la cabeza para buscar el sonido de Ios
motores. Se vuelve hacia su madre y dice: “El avión todavía llegó». Sin comentar,
la madre afirma: “EI avión ya llegó.” Silencio. La criatura corre hasta el extremo
de la sala y retorna. «El avión ya llegó, dice. El discurso de la criatura, que llevaba
implícita su posición curiosa ante lo que ocurría, afirmaba primero el conocimiento
de la acción de llegar del avión, segundo el conocimiento de la temporalización de
la acción en el adverbio ya. El discurso de la criatura indicaba el conocimiento
desde el punto de vista del hecho concreto: el avión llegó y ese conocimiento
desde el punto de vista infantil es el que, entre otras cosas condujo al dominio de
la circunstancia adverbial de tiempo, con el ya.
Volvamos un poco a nuestra reflexión anterior. Presente entre nosotros, mujeres
y hombres, la conciencia del inacabamiento nos hizo seres responsables, por eso la
eticidad de nuestra presencia en el mundo. Eticidad que, no cabe duda, podemos
traicionar. El mundo de la cultura que se prolonga en el mundo de la historia es un
mundo de libertad, de opción, de decisión, mundo de posibilidades donde la
decencia puede ser negada, la libertad ofendida y rechazada. Por eso mismo la
capacitación de mujeres y hombres en el ámbito de saberes instrumentales nunca
puede prescindir de su formación ética. El radicalismo de esta exigencia es tal que
ni siquiera deberíamos tener que insistir en la formación ética del ser al hablar de
su preparación técnica y científica. Es fundamental que insistamos en ella
precisamente porque, inacabados pero conscientes del inacabamiento, seres de
opción, de decisión, éticos, podemos negar o traicionar la propia ética. El educador
que, al enseñar geografía, «castra» la curiosidad del educando en nombre de la
eficacia de la memorización mecánica de la enseñanza de los contenidos, limita la
libertad del educan- do, su capacidad de aventurarse. No forma, domestica. Tal
como quien asume la ideología fatalista incrustada en el discurso neoliberal, de vez
en cuando criticada en este texto, y aplicada preponderantemente a las situaciones
en que el paciente son las clases populares. «No hay nada que hacer, el desempleo
es una fatalidad de fin del siglo.»
El «pasear» goloso de los billones de dólares que, en el mercado financiero,
«vuelan» de un lugar a otro con la rapidez de los fax, en su búsqueda insaciable de
más lucro, no es tratado como fatalidad. No son las clases populares los objetos
inmediatos de su maldad. Por eso se habla de la necesidad de disciplinar el «pasear»
de los dólares.
En el caso de nuestra reforma agraria, la disciplina que se necesita, según los
dueños del mundo, es la que apacigüe, a cualquier costo, a los turbulentos y
revoltosos «sin-tierra». La reforma agraria tampoco se con- vierte en una fatalidad.
Su necesidad es una invención absurda de falsos brasileños, proclaman los
codiciosos señores de las tierras.
Continuemos pensando un poco sobre la inconclusión del ser que se sabe
inconcluso, no la inconclusión pura, en sí, del ser que, en el soporte, no se volvió
capaz de reconocerse interminado. La conciencia del mundo y la conciencia de sí
como ser inacabado inscriben necesariamente al ser consciente de su inconclusión
en un permanente movimiento de búsqueda. En realidad, sería una contradicción
si, inacabado y consciente del inacabamiento, el ser humano no se insertara en tal
movimiento. Es en este sentido como, para mujeres y hombres, estar en el mundo
significa necesariamente estar con el mundo y con los otros. Estar en el mundo sin
hacer historia, sin ser hecho por ella, sin hacer cultura, sin «tratar» su propia
presencia en el mundo, sin soñar, sin cantar, sin hacer música, sin pintar, sin
cuidar de la tierra, de las aguas, sin usar las manos, sin esculpir, sin filosofar, sin
puntos de vista sobre el mundo, sin hacer ciencia, o teología, sin asombro ante el
misterio, sin aprender, sin enseñar, sin ideas de formación, sin politizar no es
posible.
Es en la inconclusión del ser, que se sabe como tal, donde se funda la educación
como un proceso permanente. Mujeres y hombres se hicieron educables en la
medida en que se reconocieron inacabados. No fue la educación la que los hizo
educables, sino que fue la conciencia de su inconclusión la que generó su
educabilidad. También es en la inconclusión, de la cual nos hacemos conscientes y
que nos introduce en el movimiento permanente de búsqueda, donde se cimenta la
esperanza. «No estoy esperanzado», dije cierta vez, por pura testarudez, pero por
exigencia ontológica. (15)
Éste es un saber fundador de nuestra práctica educativa, de la formación
docente, y de nuestra inconclusión asumida. Lo ideal es que, en la experiencia
educativa educandos, educadoras y educadores, juntos, “convivan» con este y con
otros saberes de los que hablaré de tal manera que se vayan volviendo sabiduría.
Algo que no nos es extraño a educadoras y educadores. Cuando salgo de casa para
trabajar con los alumnos, no tengo ninguna duda de que, inacabados y conscientes
del inacabamiento, abiertos a la búsqueda, curiosos, “programados” pero, para
aprender», (16) ejercitaremos tanto más y mejor nuestra capacidad de aprender y de
enseñar cuanto más nos hagamos sujetos y no puros objetos del proceso.
3. Enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando
Otro saber necesario a la práctica educativa, y que se apoya en la misma raíz que
acabo de discutir -la de la inconclusión del ser que se sabe inconcluso-, es el que se
refiere al respeto debido a la autonomía del ser del educando. Del educando niño,
joven o adulto. Como educador, debo estar constantemente alerta con relación a
este respeto, que implica igualmente el que debo tener por mí mismo. No está de
más repetir una afirmación hecha varias veces a lo largo de este texto -el
inacabamiento de que nos hicimos conscientes nos hizo seres éticos. El respeto a
la autonomía y a la dignidad de cada uno es un imperativo ético y no un favor que
podemos o no concedernos unos a los otros. Precisamente por éticos es por lo que
podemos desacatar el rigor de la ética y llegar a su negación, por eso es
imprescindible dejar claro que la posibilidad del desvío ético no puede recibir otra
designación que la de transgresión. El profesor que menosprecia la curiosidad del
educando, su gusto estético, su inquietud, su lenguaje, más precisamente su
sintaxis y su prosodia; el profesor que trata con ironía al alumno, que lo minimiza,
que lo manda “ponerse en su lugar” al más Ieve indicio de su rebeldía legítima, así
como el profesor que elude el cumplimiento de su deber de poner límites a la
libertad del alumno, que esquiva el deber de enseñar, de estar respetuosamente
presente en la experiencia formadora del educando, transgrede los principios
fundamentalmente éticos de nuestra existencia. Es en este sentido como el
profesor autoritario, que por eso mismo ahoga la libertad del educando, al
menospreciar su derecho de. ser curioso e inquieto, tanto como el profesor
permisivo rompe con el radicalismo del ser humano -el de su inconclusión asumida
donde se arraiga la eticidad. Es también en este sentido como la capacidad del
diálogo verdadera, en la cual los sujetos dialógicos aprenden y crecen en Ia
diferencia, sobre todo en su respeto, es la forma de estar siendo coherentemente
exigida por seres que, inacabados, asumiéndose como tales, se tornan
radicalmente éticos. Es preciso dejar claro que la transgresión de la eticidad
nunca puede ser vista o entendida como virtud, sino como ruptura de la decencia.
Lo que quiero decir es lo siguiente: que alguien se vuelva machista, racista,
clasista, lo que sea, pero que se asuma como transgresor de la naturaleza humana.
Que no se venga con justificaciones genéticas, sociológicas o históricas o filosóficas
para explicar la superioridad de la blanquitud sobre la negritud, de los hombres
sobre las mujeres, de los patrones sobre los empleados. Cualquier discriminación es
inmoral y luchar contra ella es un deber por más que se reconozca la fuerza de los
condicionamientos que hay que enfrentar. Lo bello de ser persona se encuentra,
entre otras cosas, en esa posibilidad y en ese deber de pelear. Saber que debo
respeto a la autonomía y a la identidad del educando exige de mí una práctica
totalmente coherente con ese saber.
4. Enseñar exige buen juicio
La vigilancia de mi buen juicio tiene una importancia enorme en la evaluación que,
a cada instante, debo hacer de mi práctica. Antes, por ejemplo, de cualquier reflexión
más detenida y rigurosa, es mi buen juicio el que me indica ser tan
negativo, desde el punto de vista de mi tarea docente, el formalismo insensible
que me hace rechazar el trabajo de un alumno porque está fuera de plazo, a pesar
de las explicaciones convincentes del alumno, como el menosprecio pleno por los
principios reguladores de la entrega de los trabajos. Es mi buen juicio el que me
advierte que ejercer mi autoridad de profesor en la clase, tomando decisiones,
orientando actividades, estableciendo tareas, logrando la producción individual y
colectiva del grupo no es señal de autoritarismo de mi parte. Es mi autoridad
cumpliendo con su deber. Todavía no resolvemos bien entre nosotros la tensión que
la contradicción autoridad-libertad nos crea y confundimos casi siempre autoridad
con autoritarismo, libertinaje con libertad.
No necesito de un profesor de ética para decirme que no puedo, como
orientador de tesis de maestría o de doctorado, sorprender al que se está
posgraduando con críticas duras a su trabajo porque uno de los examinadores fue
severo en su argumentación. Si esto ocurre y yo coincido con las críticas hechas por
el profesor no hay otro camino que el de solidarizarme públicamente con el que se
está orientando, dividiendo con él la responsabilidad del equívoco o del error
criticado. (17) No necesito un profesor de ética para decirme esto.
Mi buen juicio me lo dice.
Saber que debo respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del
educando y, en la práctica, buscar la coherencia con este saber, me lleva
inapelablemente a la creación de algunas virtudes o cualidades sin las cuales ese
saber se vuelve falso, palabrería vacía e inoperante. (18) No sirve para nada, a no ser
para irritar al educando y desmoralizar el discurso hipócrita del educador, hablar
de democracia y libertad pero imponiendo al educando la voluntad arrogante del maestro.
El ejercicio del buen juicio, del cual sólo obtendremos ventajas, se hace en el
«cuerpo» de la curiosidad. En este sentido, cuanto más ponemos en práctica de
manera metódica nuestra capacidad de indagar, de comparar, de dudar, de
verificar, tanto más eficazmente curiosos nos podemos volver y más crítico se
puede hacer nuestro buen juicio. El ejercicio o la educación del buen juicio va
superando lo que en él existe de instintivo en la evaluación que hacemos de los
hechos y de los acontecimientos en que nos vemos envueltos. Si el buen juicio no
basta para orientar o fundamentar mis tácticas de lucha en alguna evaluación
moral que hago, tiene sin .embargo, indiscutiblemente, un importante papel en mi
toma de posición, de la cual la ética no puede estar ausente, frente a lo que debo hacer.
Mi buen juicio me dice, por ejemplo, que es inmoral afirmar que el hambre y la
miseria a que están expuestos millones de brasileñas y brasileños son una fatalidad
frente a la cual sólo hay una cosa que para hacer: esperar pacientemente a que
cambie la realidad. Mi buen juicio me dice que eso es inmoral y exige de mi rigor
científico la afirmación de que es posible cambiar con disciplina la voracidad de la
minoría insaciable:
Mi buen juicio me advierte que hay algo que debe ser comprendido en el
comportamiento de Pedrito, silencioso, asustado, distante, temeroso, que se
esconde de sí mismo. EI buen juicio me indica que el problema no está en los otros
niños, en su inquietud, en su alboroto, en su vitalidad. Mi buen juicio no me indica
cuál es el problema, pero hace evidente que hay algo que necesita ser sabido. Ésta
es la tarea de la ciencia que, sin el buen juicio del científico, puede desviarse y
perderse. No tengo duda del fracaso del científico a quien le falte la capacidad
de adivinar el sentido de la desconfianza, la apertura a la duda, Ia inquietud de
quien no está demasiado seguro de las certezas. Siento lástima, y a veces miedo,
del científico demasiado seguro de la seguridad, señor de Ia verdad y que ni
siquiera sospecha de la historicidad del propio saber.
Es mi buen juicio, en primer lugar, el que me hace sospechar, como mínimo que
no es posible que la escuela, sí está de verdad involucrada en la formación de
educandos educadores, se aleje de las condiciones sociales, culturales, económicas
de sus alumnos, de sus familias, de sus vecinos.
No es posible respetar a los educandos, su dignidad, su ser en formación, su
identidad en construcción, si no se toman en cuenta las condiciones en que ellos
vienen existiendo, si no se reconoce la importancia de los «conocimientos hechos
de experiencia” con que llegan a la escuela. El respeto debido a dignidad deI
educando no me permite subestimar, o Io que es peor, burlarme del saber que él
trae consigo a la escuela.
Cuanto más riguroso me vuelvo en mi práctica de conocer, tanto más respeto
debo guardar, por crítico, con relación al saber ingenuo que debe ser superado por
el saber producido a través del ejercicio de la curiosidad epistemológica.
AI pensar sobre el deber que tengo, como profesor, de respetar la dignidad del
educando, su autonomía, su identidad en proceso, debo también pensar, como ya
señalé, en cómo lograr una práctica educativa en la que ese respeto, que sé que
debo tener para con el educando, se realice en lugar de ser negado. Esto exige de
mí una reflexión crítica permanente sobre mi práctica, a través de la cual yo voy
evaluando mi actuar con los educandos. Lo ideal es que, tarde temprano, se
invente una forma para que los educandos puedan participar de la evaluación. Es
que el trabajo es eI trabajo del profesor con los alumnos y no del profesor consigo mismo.
Esta evaluación crítica de la práctica va revelando la necesidad de una serie de
virtudes o cualidades sin las cuales ni ella ni el respeto al educando son posibles.
Estas cualidades o virtudes absolutamente indispensables a la puesta en práctica
de este otro saber fundamental para la experiencia educativa -saber que debo
respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del educando- no son premios
que recibimos por buen comportamiento. Las cualidades o virtudes son construidas
por nosotros al imponernos el esfuerzo de disminuir la distancia que existe entre lo
que decimos y lo que hacemos. Este esfuerzo, el de disminuir la distancia que hay
entre el discurso y la práctica, es ya una de esas virtudes indispensables -la de la
coherencia. ¿Cómo puedo yo, en verdad, continuar hablando del respeto a la
dignidad del educando si lo trato con ironía, si lo discrimino, si lo inhibo con mi
arrogancia. ¿Cómo puedo continuar hablando de mi respeto al educando si el
testimonio que le doy es el de la irresponsabilidad, el de quien no cumple con su
deber, el de quien no se prepara u organiza para su práctica, el de quien no lucha
por sus derechos ni protesta contra las injusticias? (19) La práctica docente.
específicamente humana, es profundamente formadora y por eso, ética. Si no se
puede esperar que sus agentes sean santos o ángeles, se puede y se debe exigir de
ellos seriedad y rectitud.
La responsabilidad del profesor que a veces no percibimos siempre es grande. La
propia naturaleza de su práctica eminentemente formadora subraya la manera en
que se realiza. Su presencia en el salón es de tal manera ejemplar que ningún
profesor o profesora escapa al juicio que los alumnos hacen de él o de ella. y tal
vez el peor de los juicios es el que se expresa en la «falta» de juicio. El peor juicio
es el que considera al profesor una ausencia en el salón.
El profesor autoritario, el profesor permisivo, el profesor competente, serio, el
profesor incompetente, irresponsable, el profesor amoroso con la vida y de la
gente, el profesor mal querido, siempre con rabia hacia las personas y el mundo,
frío, burocrático. racionalista, ninguno de ellos pasa por los alumnos sin dejar su
huella. De allí la importancia del ejemplo que ofrezca el profesor de su lucidez y
de su compromiso en la pelea por la defensa de sus derechos, así como por la
exigencia de las condiciones necesarias para el ejercicio de sus deberes. El profesor
tiene el deber de dar sus clases, de realizar su tarea docente. Para eso, requiere
condiciones favorables, higiénicas, espaciales, estéticas, sin las cuales se mueve
con menos eficacia en el espacio pedagógico. A veces las condiciones son tan malas
que ni se mueve. La falta de respeto a este espacio es una ofensa a los educandos,
a los educadores y a la práctica pedagógica.
5. Enseñar exige humildad. tolerancia y lucha en defensa de los derechos de los educadores
Si hay algo que los brasileños necesitan saber, desde la más tierna edad, es que la
lucha en favor del respeto a los educadores y a la educación significa que la pelea
por salarios menos inmorales es un deber irrecusable y no sólo un derecho. La lucha
de los profesores en defensa de sus derechos y de su dignidad debe ser entendida
como un momento importante de su práctica docente, en cuanto práctica ética. No
es algo externo a la actividad docente, sino algo intrínseco a ella. El combate en
favor de la dignidad de la práctica docente es tan parte de ella misma como el
respeto que el profesor debe tener a la identidad del educando, a su persona, a su
derecho de ser. Uno de los peores males que el poder público nos ha venido
haciendo en Brasil, históricamente, desde que la sociedad brasileña se creó, es el
de hacer que muchos de nosotros, existencialmente cansados a fuerza de tanta
desatención hacia la educación pública, corramos el riesgo de caer en la
indiferencia fatalistamente cínica que lleva a cruzar los brazos. «No hay nada que
hacer» es el discurso acomodaticio que no podemos aceptar.
Mi respeto de profesor a la persona del educando, a su curiosidad, a su timidez,
que no debo agravar con procedimientos inhibitorios, exige de mí el cultivo de la
humildad y la tolerancia. ¿Cómo puedo respetar la curiosidad del educando si,
carente de humildad y de la real comprensión del papel de la ignorancia en la
búsqueda del saber, temo revelar mi desconocimiento? ¿Cómo ser educador, sobre
todo desde una perspectiva progresista, sin aprender, con mayor o menor esfuerzo,
a convivir con los diferentes? ¿Cómo ser educador si no desarrollo en mí la
necesaria actitud amorosa hacia a los educandos con quienes me comprometo y al
propio proceso formador del que soy parte? No me puede enfadar lo que hago so
pena de no hacerlo bien. El olvido a que está relegada la práctica pedagógica, que
siento como una falta de respeto a mi persona, no es motivo para no amarla o para
no amar a los educandos. No tengo por qué ejercerla mal. Mi respuesta a la ofensa
a la educación es la lucha política consciente, crítica y organizada contra los
ofensores. Acepto incluso abandonarla, cansado, a la espera de mejores días. Lo
que no es posible es permanecer en ella y envilecerla con el desdén por mí mismo y
por los educandos.
Una de las formas de lucha contra la falta de respeto de los poderes públicos
hacia la educación es, por un lado, nuestro rechazo a transformar nuestra actividad
docente en una pura «chamba», y, por el otro, nuestra negativa a entenderla y a
ejercerla como práctica afectiva de «tíos y tías». (*)
Ellos y ellas deben verse a sí mismos como profesionistas idóneos, pues es en la
competencia que se organiza políticamente donde tal vez radica la mayor fuerza de
los educadores. Es en este sentido como los órganos de clase deberían dar prioridad
al empeño de formación permanente de los cuadros del magisterio como tarea
altamente política y repensar la eficacia de las huelgas. La cuestión que se
plantea, obviamente, no es parar la lucha sino, reconociendo que la lucha es una
categoría histórica, reinventar la forma también histórica de luchar.
6. Enseñar exige la aprehensión de la realidad
Otro saber fundamental para la práctica educativa es el que se refiere a su
naturaleza. Como profesor necesito moverme con claridad en mi práctica. Necesito
conocer las diferentes dimensiones que caracterizan la esencia de la práctica, lo
que me puede hacer más seguro de mi propio desempeño.
El mejor punto de partida para estas reflexiones es la inconclusión de la que el
ser humano se ha hecho consciente. Como vimos, allí radica nuestra educabilidad
lo mismo que nuestra inserción en un movimiento permanente de búsqueda en el
cual, curiosos e inquisitivos, no sólo nos damos cuenta de las cosas sino que
también podemos tener un conocimiento cabal de ellas. La capacidad de aprender,
no sólo para adaptamos sino sobre todo para transformar la realidad, para
intervenir en ella y recrearla, habla de nuestra educabilidad en un nivel distinto
del nivel del adiestramiento de los otros animales o del cultivo de las plantas.
Nuestra capacidad de aprender, de donde viene la de enseñar, sugiere, o, más
que eso, implica nuestra habilidad de aprehender la sustantividad del objeto
aprendido. La memorización mecánica del perfil del objeto no es un verdadero
aprendizaje del objeto o del contenido. En este caso, el aprendiz funciona mucho
más como paciente de la transferencia del objeto o del contenido que como sujeto
crítico, epistemológicamente curioso, que construye el conocimiento del objeto o
participa de su construcción. Es precisamente gracias a esta habilidad de
aprehender la sustantividad del objeto como nos es posible reconstruir un mal
aprendizaje, en el cual el aprendiz fue un simple paciente de la transferencia del
conocimiento hecha por el educador.
Mujeres y hombres, somos los únicos seres que, social e históricamente,
llegamos a ser capaces de aprehender. Por eso, somos los únicos para quienes
aprender es una aventura creadora, algo, por eso mismo, mucho más rico que
simplemente repetir la lección dada. Para nosotros aprender es construir,
reconstruir, comprobar para cambiar, lo que no se hace sin apertura al riesgo y a la
aventura del espíritu.
A esta altura, creo poder afirmar que toda práctica educativa demanda la
existencia de sujetos, uno que, al enseñar, aprende, otro que, al aprender, enseña,
de allí su cuño gnoseológico; la existencia de objetos, contenidos para ser
enseñados y aprendidos, incluye el uso de métodos, de técnicas, de materiales;
implica, a causa de su carácter directivo, objetivo, sueños, utopías, ideales. De allí
su politicidad, cualidad que tiene la práctica educativa de ser política, de no poder
ser neutral.
La educación, específicamente humana, es gnoseológica, es directiva, por eso es
política, es artística y moral, se sirve de medios, de técnicas, lleva consigo
frustraciones, miedos, deseos. Exige de mí, como profesor, una competencia
general, un saber de su naturaleza y saberes especiales, ligados a mi actividad
docente.
Si mi opción es progresista y he sido y soy coherente con ella, no puedo, como
profesor, permitirme la ingenuidad de pensarme igual al educando, de desconocer
la especificidad de la tarea del profesor, ni puedo tampoco, por otro lado, negar
que mi papel fundamental es contribuir positivamente para que el educando vaya
siendo el artífice de su formación con la ayuda necesaria del educador. Si trabajo
con niños, debo estar atento a la difícil travesía o senda de la heteronomía a la
autonomía, atento a la responsabilidad de mi presencia que tanto puede ser
auxiliadora como convertirse en perturbadora de la búsqueda inquieta de los
educandos; si trabajo con jóvenes o con adultos, debo estar no menos atento con
respecto a lo que mi trabajo pueda significar como estímulo o no a la ruptura
necesaria con algo mal fundado que está a la espera de superación. Antes que
nada, mi posición debe ser de respeto a la persona que quiera cambiar o que se
niegue a cambiar. No puedo negarle ni esconderle mi posición pero no puedo
desconocer su derecho de rechazarla. En nombre del respeto que debo a los
alumnos no tengo por qué callarme, por qué ocultar mi opción política y asumir una
neutralidad que no existe. Ésta, la supresión del profesor en nombre del respeto al
alumno, tal vez sea la mejor manera de no respetarlo. Mi papel, por el contrario,
es el de quien declara el derecho de comparar, de escoger, de romper, de decidir y
estimular la asunción de ese derecho por parte de los educandos.
Recientemente, en un encuentro público, un joven recién ingresado a la
universidad me dijo cortésmente:
«No entiendo cómo defiende usted a los sin-tierra, que en el fondo son unos
alborotadores creadores de problemas.»
«Puede haber alborotadores entre los sin-tierra, -respondí- pero su lucha es
legítima y ética.» «Creadora de problemas» es la resistencia reaccionaria de los que
se oponen a sangre y fuego a la reforma agraria. La inmoralidad y el desorden
están en el mantenimiento de un «orden» injusto.
La conversación, aparentemente, terminó allí. El joven apretó mi mano en
silencio. No sé cómo habrá «tratado» después la cuestión, pero fue importante que
hubiera dicho lo que pensaba y que hubiera oído de mí lo que me parece justo que
debía decir.
Es así como voy intentando ser profesor, asumiendo mis convicciones, disponible
al saber, sensible a la belleza de la práctica educativa, instigado por sus desafíos
que no le permiten burocratizarse, asumiendo mis limitaciones, acompañadas
siempre del esfuerzo por superarlas, limitaciones que no trato de esconder en
nombre del propio respeto que tengo por los educandos y por mí.
7. Enseñar exige alegría y esperanza
Mi involucramiento con la práctica educativa, sabidamente política, moral,
gnoseológica, nunca dejó de realizarse con alegría, lo que no quiere decir que haya
podido fomentarla siempre en los educandos. Pero, en cuanto clima o atmósfera
del espacio pedagógico, nunca dejé de estar preocupado por ella.
Hay una relación entre la alegría necesaria para la actividad educativa y la
esperanza. La esperanza de que profesor y alumnos podemos juntos aprender,
enseñar, inquietarnos, producir y juntos igualmente resistir a los obstáculos que se
oponen a nuestra alegría. En verdad, desde el punto de vista de la naturaleza
humana, la esperanza no es algo que se yuxtaponga a ella. La esperanza forma
parte de la naturaleza humana. Sería una contradicción si, primero, inacabado y
consciente del inacabamiento, el ser humano no se sumara o estuviera
predispuesto a participar en un movimiento de búsqueda constante y, segundo, que
se buscara sin esperanza. La desesperanza es la negación de la esperanza. La
esperanza es una especie de ímpetu natural posible y necesario, la desesperanza es
el aborto de este ímpetu. La esperanza es un condimento indispensable de la
experiencia histórica. Sin ella no habría Historia, sino puro determinismo. Sólo hay
Historia donde hay tiempo problematizado y no pre-dado. La inexorabilidad del
futuro es la negación de la Historia.
Es necesario que quede claro que la desesperanza no es una manera natural de
estar siendo del ser humano, sino la distorsión de la esperanza. Yo no soy primero
un ser de la desesperanza para ser convertido o no por la esperanza. Yo soy, por el
contrario, un ser de la esperanza que, por «x» razones, se volvió desesperanzado.
De allí que una de nuestras peleas como seres humanos deba dirigirse a disminuir
las razones objetivas de la desesperanza que nos inmoviliza.
Por todo eso me parece una enorme contradicción que una persona progresista,
que no le teme a la novedad, que se siente mal con las injusticias, que se ofende
con las discriminaciones, que se bate por la decencia, que lucha contra la
impunidad, que rechaza el fatalismo cínico e inmovilizante, no esté críticamente
esperanzada.
La desproblematización del futuro por una comprensión mecanicista de la
Historia, de derecha o de izquierda, lleva necesariamente a la muerte o a la
negación autoritaria del sueño, de la utopía, de la esperanza. Es que, en el
entendimiento mecanicista y por lo tanto determinista de la Historia, el futuro ya
es conocido. La lucha por un futuro así a priori conocido prescinde de la esperanza.
La desproblematización del futuro, no importa en nombre de qué, es una
ruptura violenta con la naturaleza humana social e históricamente en proceso de
constitución.
Recientemente, en Olinda, en una mañana como sólo los trópicos conocen, entre
lluviosa y llena de sol, tuve una conversación, que llamaría ejemplar, con un joven
educador popular que a cada instante, a cada palabra, a cada reflexión, reflejaba
la coherencia con que vive su opción democrática y popular. Caminábamos,
Danilson Pinto y yo, con el alma abierta al mundo, curiosos, receptivos, por las
sendas de una favela donde temprano se aprende que sólo a costa de mucha
testarudez se consigue tejer la vida con su casi ausencia -negación-, con carencia,
con amenazas, con desesperación, con ofensa y dolor. Mientras andábamos por las
calles de ese mundo maltratado y ofendido yo me iba acordando de experiencias de
mi juventud en otras favelas de Olinda o de 1 II! Recife, de mis diálogos con
favelados y faveladas de alma desgarrada. Tropezando en el dolor humano, nos
preguntábamos acerca de un sinnúmero de problemas. ¿Qué hacer, en cuanto
educadores, trabajando en un contexto como ése? ¿Hay realmente algo qué hacer?
¿Cómo hacer lo que hay que hacer? ¿Qué necesitamos saber nosotros, los llamados
educadores, para hacer viables incluso nuestros primeros encuentros con mujeres,
hombres y niños cuya humanidad es negada y traicionada, cuya existencia es
aplastada? Nos detuvimos en medio de un camino estrecho que permitía la travesía
de la favela por una parte menos maltratada del barrio popular. Abajo, veíamos un
brazo de río contaminado, sin vida, cuya lama, y no agua, empapa los mocambos**
que están casi sumergidos en ella. «Más allá de los mocambos -me dijo Danilsonhay
algo peor: un gran terreno donde se deposita la basura pública. Los habitantes
de toda esa área «hurgan» en la basura algo que comer, algo que vestir, algo que
los mantenga vivos.» Fue en ese horror donde hace dos años una familia encontró,
entre la basura de un hospital, pedazos de un seno amputado con los que preparó
su comida dominguera. La prensa dio a conocer el hecho que cito, horrorizado y
lleno de justa rabia, en mi libro, À sombra desta mangueira. Es posible que la
noticia haya provocado en los pragmáticos neoliberales su reacción habitual y
fatalista siempre en favor de los poderosos. «Es triste, pero ¿qué se puede hacer?
Ésta es la realidad.» La realidad, sin embargo, no es inexorablemente ésta. Es ésta
como podría ser otra y para que sea otra es que los progresistas necesitamos
luchar. Yo me sentiría, más que triste, desolado y sin encontrarle sentido a mi
presencia en el mundo, si fuertes e indestructibles razones me convencieran de
que la existencia humana se da en el dominio de la determinación. Dominio en el
que difícilmente se podría hablar de opciones, de decisión. de libertad, de ética.
«¿Qué hacer? La realidad es así», sería el discurso universal. Discurso monótono,
repetitivo. como la propia existencia humana. En una historia así determinada las
posiciones rebeldes no tienen cómo volverse revolucionarias.
Tengo derecho de sentir rabia, de manifestarla, de tenerla como motivación
para mi pelea tal como tengo el derecho de amar, de expresar mi amor al mundo,
de tenerlo como motivación para mi pelea porque, histórico, vivo la Historia como
tiempo de posibilidad y no de determinación. Si la realidad fuera así porque
estuviera dicho que así debe ser no habría siquiera por qué sentir rabia. Mi derecho
a la rabia presupone que, en la experiencia histórica de la cual participo, el
mañana no es algo pre-dado, sino un desafío, un problema. Mi rabia, mi justa ira,
se funda en mi rebelión frente a la negación del derecho de «ser más» inscrito en la
naturaleza de los seres humanos. Por eso no puedo cruzar los brazos fatalistamente
ante la miseria, eximiéndome, de esa manera, de mi responsabilidad en el discurso
cínico y «tibio» que habla de la imposibilidad de cambiar porque la realidad es así.
El discurso de la adaptación o de su defensa, el discurso de la exaltación del
silencio impuesto del que resulta la inmovilidad de los silenciados, el discurso del
elogio de la adaptación considerada como hado o sino es un discurso negador de la
humanización de cuya responsabilidad no podemos eximimos. La adaptación a
situaciones negadoras de la humanización sólo puede ser admitida como
consecuencia de la experiencia dominadora, o como ejercicio de resistencia, como
táctica en la lucha política. Doy la impresión de que acepto hoy la condición de
silenciado para mejor luchar, cuando me sea posible, contra la negación de mí
mismo. Esta cuestión, la de la legitimidad de la rabia contra la docilidad fatalista
de cara a la negación de las personas fue un tema que estuvo implícito en toda
nuestra conversación aquella mañana.
8. Enseñar exige la convicción de que el cambio es posible
Uno de los saberes primeros, indispensables para quien al llegar a favelas o a
realidades marcadas por la traición a nuestro derecho de ser pretende que su
presencia se vaya convirtiendo en convivencia, que su estar en el contexto se vaya
volviendo estar con él, es el saber del futuro como problema y no como
inexorabilidad. Es el saber de la Historia como posibilidad y no como
determinación. El mundo no es. El mundo está siendo. Mi papel en el mundo, como
subjetividad curiosa, inteligente, interferidora en la objetividad con que
dialécticamente me relaciono, no es sólo el de quien constata lo que ocurre sino
también el de quien interviene como sujeto de ocurrencias. No soy sólo objeto de
la Historia sino que soy igualmente su sujeto. En el mundo de la Historia, de la
cultura, de la política, compruebo, no para adaptarme. sino para cambiar. En el
propio mundo físico, mi comprobación no me lleva a la impotencia. El
conocimiento sobre los terremotos desarrolló toda una ingeniería que nos ayuda a
sobrevivirlos. No podemos eliminarlos pero podemos disminuir los daños que nos
causan. Al comprobar, nos volvemos capaces de intervenir en la realidad, tarea
incomparablemente más compleja y generadora de nuevos saberes que la de
simplemente adaptarnos a ella. Es por eso también por lo que no me parece posible
ni aceptable la posición ingenua o, peor, astutamente neutra de quien estudia, ya
sea el físico, el biólogo, el sociólogo, el matemático, o el pensador de la
educación. Nadie puede estar en el mundo, con el mundo y con los otros de manera
neutral. No puedo estar en el mundo, con las manos enguantadas, solamente
comprobando. En mí la adaptación es sólo el camino para la inserción, que implica
decisión, elección. intervención en la realidad. Hay preguntas que debemos
formular insistentemente y que nos hacen ver la imposibilidad de estudiar por
estudiar. De estudiar sin compromiso como si de repente, misteriosamente, no
tuviéramos nada que ver con el mundo, un externo y distante mundo, ajeno a
nosotros como nosotros a él.
¿En favor de qué estudio? ¿En favor de quién? ¿Contra qué estudio? ¿Contra quién estudio?
¿Qué sentido tendría la actividad de Danilson en el mundo que descubríamos
desde aquel camino si, para él, la impotencia de aquella gente fustigada por la
carencia estuviera decretada por un destino todopoderoso? A Danilson le restaría
solamente trabajar por la posible mejoría del desempeño de la población en el
proceso irrecusable de su adaptación a la negación de la vida. De esa manera, la
práctica de Danilson sería el elogio de la resignación. Sin embargo, en la medida en
que para él, como para mí, el futuro es problemático y no inexorable, se nos ofrece
otra tarea. La de discutir la problematización del mañana y volverla tan obvia
como la carencia total en la favela, y al hacerlo ir haciendo igualmente obvio que
la adaptación al dolor, al hambre, a la falta de comodidad, a la falta de higiene
que el yo de cada uno, en cuerpo y alma, experimenta, es una forma de resistencia
física a la que se va juntando otra, la cultural. Resistencia a la desconsideración
ofensiva de que son objeto los miserables. En el fondo, las resistencias -la orgánica
y/o la cultural- son mañas necesarias para la sobrevivencia física y cultural de los
oprimidos. El sincretismo religioso afro-brasileño expresa la resistencia o la maña
que la cultura africana de los esclavos usaba para defenderse del poder
hegemónico del colonizador blanco.
Sin embargo, es preciso que, en la resistencia que nos preserva vivos, en la
comprensión del futuro como problema y en la vocación para ser más como
expresión de la naturaleza humana en proceso de estar siendo, encontremos
fundamentos para nuestra rebeldía y no para nuestra resignación frente a las
ofensas que nos destruyen el ser. No es en la resignación en la que nos afirmamos,
sino en la rebeldía frente a las injusticias.
Una de las cuestiones centrales que tenemos que trabajar es la de convertir las
posturas rebeldes en posturas revolucionarias que nos involucran en el proceso
radical de transformación del mundo. La rebeldía es un punto de partida
indispensable, es el detonante de la ira justa, pero no es suficiente. La rebeldía en
cuanto denuncia necesita prolongarse hasta una posición más radical y crítica, la
revolucionaria, fundamentalmente anunciadora. La transformación del mundo
implica establecer una dialéctica entre la denuncia de la situación deshumanizante
y el anuncio de su superación, que es, en el fondo, nuestro sueño.
Es a partir de este saber fundamental: cambiar es difícil pero es posible, como
vamos a programar nuestra acción político-pedagógica, sin importar si el proyecto
con el cual nos comprometemos es de alfabetización de adultos o de infantes, de
acción sanitaria, de evangelización, o de formación de mano de obra técnica.
El éxito de educadores como Danilson está centralmente en esta certeza que
nunca los deja de que es posible cambiar, de que es necesario cambiar, de que
preservar situaciones concretas de miseria es una inmoralidad. Así es como este
saber que la Historia viene comprobando se erige en principio de acción y abre
camino a la constitución, en la práctica, de otros saberes indispensables.
No se trata obviamente de obligar a la población explotada y sufrida a que se
rebele, que se movilice, que se organice para defenderse, valga decir, para
transformar el mundo. No importa si trabajamos con alfabetización, con salud, con
evangelización o con todas ellas, se trata en verdad de, junto al trabajo específico
de cada uno de esos campos, desafiar a los grupos populares para que perciban, en
términos críticos, la violencia y la profunda injusticia que caracterizan su situación
concreta. Aún más, que su situación concreta no es destino cierto o voluntad de
Dios, algo que no puede ser transformado.
No puedo aceptar como táctica del buen combate la política del cuanto peor
mejor, pero tampoco puedo aceptar, impasible, la política asistencialista que, al
anestesiar la conciencia oprimida, prorroga, sine die, la necesaria transformación
de la sociedad. No puedo prohibir que los oprimidos con los que trabajo en una
favela voten por candidatos reaccionarios, pero tengo el deber de advertirlos sobre
el error que cometen, de la contradicción en que se enredan. Votar por el político
reaccionario es ayudar a la preservación del statu quo. Si soy coherente con mi
opción, ¿cómo puedo votar por un candidato cuyo discurso, radiante de desamor,
anuncia sus proyectos racistas?
Partiendo de que la experiencia de la miseria es violencia y no la expresión de la
pereza popular o fruto del mestizaje o de la voluntad punitiva de Dios, violencia
contra la que debemos luchar, tengo que irme volviendo cada vez más competente,
en cuanto educador, para que mi lucha no pierda eficacia. Es que el saber al que
me referí -cambiar es difícil pero es posible-, que me empuja esperanzado a la
acción, no es suficiente para la eficacia necesaria a la que hice mención. Al
moverme en cuanto fundado en él, necesito tener y renovar saberes específicos en
cuyo campo mi curiosidad se inquieta y mi práctica se apoya. ¿Cómo alfabetizar sin
conocimientos precisos sobre la adquisición del lenguaje, sobre lenguaje e
ideología, sobre técnicas y métodos de la enseñanza de la lectura y de la escritura?
Por otro lado, ¿cómo trabajar, no importa en qué campo, en el de la
alfabetización, en el de la producción económica en proyectos cooperativos, en el
de la evangelización o en el de la salud, sin ir conociendo las mañas que los grupos
humanos usan para producir su sobrevivencia?
Como educador, necesito ir «leyendo» cada vez mejor la lectura del mundo que
los grupos populares con los que trabajo hacen de su contexto inmediato y del más
amplio del cual el suyo forma parte. Lo que quiero decir es lo siguiente: en mis
relaciones político-pedagógicas con los grupos populares no puedo de ninguna
manera dejar de considerar su saber hecho de experiencia. Su explicación del
mundo, de la que forma parte la comprensión de su propia presencia en el mundo.
y todo eso viene explícito o sugerido o escondido en lo que llamo «lectura del
mundo» que precede siempre a la «lectura de la palabra».
Si, por un lado, no puedo adaptarme o «convertirme» al saber ingenuo de los
grupos populares, por el otro, si soy realmente progresista, no puedo imponerles
arrogantemente mi saber como el verdadero. El diálogo en el que se va desafiando
al grupo popular a pensar su historia social como experiencia igualmente social de
sus miembros, va revelando la necesidad de superar ciertos saberes que, desnudos,
van mostrando su «incompetencia» para explicar los hechos.
Uno de los equívocos funestos de los militantes políticos de práctica
mesiánicamente autoritaria fue siempre desconocer por completo la comprensión
del mundo de los grupos populares. Al verse como portadores de la verdad
salvadora, su tarea no es proponerla sino imponerla a los grupos populares.
Recientemente, en un debate sobre la vida en la favela, oí de un joven obrero
que ya había pasado el tiempo en que él se avergonzaba de ser favelado. «Ahora –
decía-, me enorgullezco de todos nosotros, compañeros y compañeras, de lo que
hemos hecho con nuestra lucha, de nuestra organización. No es el favelado el que
debe tener vergüenza de la condición de favelado sino aquel que, viviendo bien y
fácil, nada hace para transformar la realidad que produce la favela. Eso lo aprendí
con la lucha.» Es posible que ese discurso del joven obrero no hubiera provocado
nada o casi nada al militante autoritario mesiánico. Es incluso posible que la
reacción del joven -más revolucionarista que revolucionario- fuera negativa al
razonamiento del favelado, entendido como expresión de quien se inclina más
hacia el acomodo que hacia la lucha. En el fondo, el discurso del joven obrero era
la nueva lectura que él hacía de su experiencia social de favelado. Si ayer se
culpaba, ahora se volvía capaz de percibir que no era sólo responsabilidad suya el
encontrarse en esa condición. Pero, sobre todo, se tornaba capaz de percibir que la
situación del favelado no es irrevocable. Su lucha fue más importante en la
constitución de su nuevo saber que el discurso sectario del militante
mesiánicamente autoritario.
Es importante resaltar que el nuevo momento en la comprensión de la vida
social no es exclusivo de una persona. La experiencia que posibilita el discurso
nuevo es social. Sin embargo, una persona u otra se anticipa en hacer explícita la
nueva percepción de la misma realidad. Una de las tareas fundamentales del
educador progresista es, sensible a la lectura y a la relectura del grupo, provocar a
éste y estimular la generalización de la nueva forma de comprensión del contexto.
Es importante tener siempre claro que inculcar en los dominados la
responsabilidad de su situación forma parte del poder ideológico dominante. De allí
la culpa que ellos sienten, en determinado momento de sus relaciones con su
contexto y con las clases dominantes, por encontrarse en esta o aquella situación
de desventaja. La respuesta que recibí de una mujer sufrida, en San Francisco,
California, en una institución católica de asistencia a los pobres, es ejemplar.
Hablaba con dificultad del problema que la afligía y yo, sin tener casi qué decir,
afirmé indagando: «Usted es norteamericana, ¿no es verdad?»
«No. Soy pobre», respondió, como si estuviera pidiendo disculpas a la
«norteamericanidad» por su fracaso en la vida. Me acuerdo de sus ojos azules
anegados en lágrimas expresando su sufrimiento y la asunción de la culpa por su
«fracaso» en el mundo. Personas como ella forman parte de ,las legiones de
ofendidos que no ubican la razón de ser de su dolor en la perversidad del sistema
social, económico, político en que viven, sino en su propia incompetencia. Mientras
se sientan así, piensen así y actúen así, reforzarán el poder del sistema. Se vuelven
conniventes con el orden deshumanizante.
La alfabetización en un área de miseria, por ejemplo, sólo adquiere sentido en
la dimensión humana si, con ella, se realiza una especie de psicoanálisis históricopolítico-
social del que vaya resultando la extraversión de la culpa indebida. Esto
corresponde a la «expulsión» del opresor de «dentro» del oprimido, en cuanto
sombra invasora. Sombra que, expulsada por el oprimido, debe ser sustituida por su
autonomía y su responsabilidad. Sin embargo, hay que destacar que pese a la
relevancia ética y política del esfuerzo conscientizador que acabo de señalar, no es
posible detenerse en él y dejar relegada a un segundo plano la enseñanza de la
escritura y de la lectura de la palabra. Desde una perspectiva democrática, no
podemos transformar una clase de alfabetización en un espacio donde se prohibe
toda reflexión en torno de la razón de ser de los hechos ni tampoco en una
«asamblea libertadora». La tarea fundamental de los Danilson, entre los cuales me
sitúo, es experimentar con intensidad la dialéctica entre «Ia lectura del mundo» y la
«lectura de la palabra».
«Programados para aprender» e imposibilitados de vivir sin la referencia de un
mañana, donde quiera que haya mujeres y hombres habrá siempre qué hacer,
habrá siempre qué enseñar, habrá siempre qué aprender.
No obstante, para mí nada de eso tiene sentido si se lo realiza contra la vocación
para el «ser más», que se constituye histórica y socialmente, y en el que mujeres y
hombres estamos insertos.
9. Enseñar exige curiosidad
Un poco más sobre la curiosidad
Si existe una práctica ejemplar como negación de la experiencia formadora es la
que dificulta o inhibe la curiosidad del educando y, en consecuencia, la del
educador. Es que el educador que sigue procedimientos autoritarios o
parternalistas que impiden o dificultan el ejercicio de la curiosidad del educando,
termina por entorpecer su propia curiosidad. Ninguna curiosidad se sustenta
éticamente en el ejercicio de la negación de la otra curiosidad. La curiosidad de los
padres que sólo se experimenta en el sentido de saber cómo y dónde anda la
curiosidad de los hijos se burocratiza y perece. La curiosidad que silencia a otra
también se niega a sí misma. El buen clima pedagógico-democrático es aquel en el
que el educando va aprendiendo, a costa de su propia práctica, que su curiosidad
como su libertad debe estar sujeta a límites, pero en ejercicio permanente.
Límites asumidos éticamente por él. Mi curiosidad no tiene derecho de invadir la
privacidad del otro y exponerla a los demás.
Como profesor debo saber que sin la curiosidad que me mueve, que me inquieta,
que me inserta en la búsqueda, no aprendo ni enseño. Ejercer mi curiosidad de
manera correcta es un derecho que tengo como persona y al que corresponde el
deber de luchar por él, el derecho a la curiosidad. Con la curiosidad domesticada
puedo alcanzar la memorización mecánica del perfil de este o de aquel objeto,
pero no el aprendizaje real o el conocimiento cabal del objeto. La construcción o
la producción del conocimiento del objeto implica el ejercicio de la curiosidad, su
capacidad crítica de «tomar distan- cia» del objeto, de observarlo, de delimitarlo,
de escindirlo, de «cercar» el objeto o hacer su aproximación metódica, su
capacidad de comparar, de preguntar.
Estimular la pregunta, la reflexión crítica sobre la propia pregunta, lo que se
pretende con esta o con aquella pregunta en lugar de la pasividad frente a las
explicaciones discursivas del profesor, especie de respuestas a preguntas que
nunca fueron hechas. Esto no significa realmente que, en nombre de la defensa de
la curiosidad necesaria, debamos reducir la actividad docente al puro ir y venir de
preguntas y respuestas que se esterilizan burocráticamente. La capacidad de
diálogo no niega la validez de momentos explicativos, narrativos, en que el
profesor expone o habla del objeto. Lo fundamental es, que profesor y alumnos
sepan que la postura que ellos, profesor y alumnos, adoptan, es dialógica, abierta,
curiosa, indagadora y no pasiva, en cuanto habla o en cuanto escucha. Lo que
importa es que profesor y alumnos se asuman como seres epistemológicamente
curiosos.
En este sentido, el buen profesor es el que consigue, mientras habla, traer al
alumno hasta la intimidad del movimiento de su pensamiento. De esa manera su
aula es un desafío y no una «canción de cuna». Sus alumnos se cansan, no se
duermen. Se cansan porque acompañan las idas y venidas de su pensamiento,
descubren sus pausas, sus dudas, sus incertidumbres.
Antes de cualquier discusión tentativa sobre técnicas, sobre materiales, sobre
métodos para una clase dinámica como ésa, es preciso, incluso indispensable, que
el profesor «descanse» en el saber de que la piedra fundamental es la curiosidad del
ser humano. Es ella la que me hace preguntar, conocer, actuar, pero preguntar,
reconocer.
Sería una buena tarea para un fin de semana proponer a un grupo de alumnos
que registrara, cada uno por su lado, las formas de curiosidad más sobresalientes
que los hayan asaltado, en razón de qué, de cuál situación derivada de noticieros
de televisión, de propaganda, de videogame, del gesto de alguien, no importa. Qué
«tratamiento» dieron a la curiosidad, si ésta fue fácilmente superada o si, por el
contrario, condujo a otro tipo de curiosidad. Si en el proceso curioso consultaron
fuentes, diccionarios, computadoras, libros, si hicieron preguntas a otros. Si la
curiosidad en cuanto desafío provocó algún conocimiento provisional de algo, o no.
Qué sintieron cuando se sorprendieron trabajando su propia curiosidad. Es posible
que, preparados para pensar la propia curiosidad, hayan sido menos curiosas o
curiosos.
El experimento se podría ajustar y profundizar al punto, por ejemplo, de realizar
un seminario quincenal para debatir los diversos tipos de curiosidad así como sus
desdoblamientos.
El ejercicio de la curiosidad la hace más críticamente curiosa, más
metódicamente «perseguidora» de su objeto. Cuanto más se intensifica la curiosidad
espontánea, pero sobre todo, cuanto más se «rigoriza,» tanto más epistemológica se
va volviendo.
Nunca fui un admirador ingenuo de la tecnología: no la divinizo, por un lado, ni
la satanizo, por el otro. Por eso mismo siempre estuve en paz para lidiar con ella.
No tengo ninguna duda del enorme potencial de estímulos y desafíos a la curiosidad
que la tecnología coloca al servicio de los niños y de los adolescentes de las
llamadas clases sociales favorecidas. No fue por otra razón que, cuando yo era
secretario de Educación de la ciudad de Sao Paulo, hice que la computadora llegara
a la red de escuelas municipales. Nadie mejor que mis nietos y nieta para hablarme
de su curiosidad despertada por las computadoras con las cuales conviven.
El ejercicio de la curiosidad convoca a la imaginación, a la intuición, a las
emociones, a la capacidad de conjeturar, de comparar, para que participen en la
búsqueda del perfil del objeto o del hallazgo de su razón de ser. Un ruido, por
ejemplo, puede provocar mi curiosidad. Observo el espacio donde parece que se
está verificando, Aguzo el oído. Procuro comparar con otro ruido cuya razón de ser
ya conozco. Investigo mejor el espacio. Admito varias hipótesis en tomo de la
posibilidad del origen del ruido. Elimino algunas hasta que llego a su explicación.
Una vez satisfecha una curiosidad, la capacidad que tengo de inquietarme y
buscar continúa en pie. No habría existencia humana sin nuestra apertura de
nuestro ser al mundo, sin la transitividad de nuestra conciencia.
Cuanto más realizo estas operaciones con un mayor rigor metódico tanto más me
aproximo con mayor exactitud a los hallazgos de mi curiosidad.
Uno de los saberes fundamentales para mi práctica educativo-crítica es el que
me advierte de la necesaria promoción de la curiosidad espontánea a curiosidad
epistemológica.
Otro saber indispensable a la práctica educativo-crítica es el que me dice cómo
lidiar con la relación autoridad-libertad, (20) siempre tensa y que genera tanto
disciplina como indisciplina.
La disciplina, que resulta de la armonía o del equilibrio entre autoridad y
libertad, implica por necesidad el respeto de la una por la otra que se expresa en
la asunción que hacen ambas de límites que no pueden ser transgredidos.
El autoritarismo y el libertinaje son rupturas del tenso equilibrio entre autoridad
y libertad. El autoritarismo es la ruptura en favor de la autoridad contra la libertad
y el libertinaje, la ruptura en favor de la libertad contra la autoridad.
Autoritarismo y libertinaje son formas indisciplinadas de comportamiento que
niegan lo que vengo llamando vocación ontológica del ser humano. (21)
Así como no existe disciplina en el autoritarismo o en el libertinaje, en rigor
tanto la autoridad como la libertad desaparecen de ambos. Solamente en las
prácticas en que el autoritarismo y la libertad se afirman y se preservan como
tales, por lo tanto en el respeto mutuo, es cuando se puede hablar de prácticas
disciplinadas como también de prácticas favorables a la vocación para el ser más.
En función de nuestro pasado autoritario, no siempre impugnado con seguridad
por una modernidad ambigua, oscilamos entre formas autoritarias y formas
libertinas. Entre una cierta tiranía de la libertad y la exacerbación de la autoridad
o también en la combinación de ambas hipótesis.
Lo mejor sería que experimentáramos la confrontación realmente tensa en la
que, la autoridad por un lado y la libertad por el otro, midiéndose, se evaluaran y
fueran aprendiendo a ser o a estar siendo ellas mismas, en la producción de
situaciones dialógicas. Para esto es indispensable que ambas, autoridad y libertad,
se vayan convirtiendo cada vez más al ideal del respeto común, única manera de legitimarse.
Comencemos por reflexionar sobre algunas de las cualidades que la autoridad
docente democrática necesita encarnar en sus relaciones con la libertad de los
alumnos. Es interesante observar que mi experiencia discente es fundamental para
la práctica docente que tendré mañana o que estoy teniendo ahora de manera
simultánea con aquélla. Es viviendo críticamente mi libertad de alumno o de
alumna como, en gran parte, me preparo para asumir o rehacer el ejercicio de mi
autoridad de profesor. Para eso, como alumno que hoy sueña con enseñar mañana
o como alumno que ya enseña hoy, debo tener como objeto de mi curiosidad las
experiencias que vengo teniendo con varios profesores, y las mías propias, si las
tengo, con mis alumnos. Lo que quiero decir es lo siguiente: no debo pensar tan
sólo en los contenidos programáticos que son expuestos o discutidos por los
profesores de las diferentes materias sino, al mismo tiempo, de la manera más
abierta., dialógica, o más cerrada, autoritaria, en cómo este o aquel profesor enseña.
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Notas:
14- Véase David Crystai, The Cambridge encyclopedia of language. Cambridge, Cambridge University Press, 1987.
15- Véase Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, op. cit. Véase Paulo Freire, À sombra desta mangueira, op. cit
16- François Jacob, op. cit.
17- Véase Paulo Freire, Cartas a Cristina, op. cit.
18- Véase Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar, México, Siglo XXI, 1994.
19- Insisto en la lectura de Cartas a quien pretende enseñar, op. cit.
*- Forma usual en Brasil de llamar a los maestros y a las maestras. [E]
**- Conjuntos habitacionales miserables típicos del Nordeste, equivalentes a las favelas cariocas, con frecuencia construidos en áreas encharcadas. [T]
20- Véase Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar op. cit.
21- Véase Paulo Freire, Pedagogía del oprimido. op. cit.