K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: El abandono de la competencia
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EL ABANDONO DE LA COMPETENCIA
En razón de su carácter destructivo, el afán de competencia produce
suma angustia en los neuróticos, haciéndoles abandonar así toda
actividad que entrañe el peligro de tal competición. Cabe preguntar,
pues, de dónde proviene esa angustia.
Fácil es comprender que una de sus fuentes residirá en el miedo al
desquite como réplica a la inescrupulosa prosecución de las ambiciones.
Quien pase por sobre los demás, humillándolos y tratando de aplastarlos
apenas logran éxito o buscan tenerlo, es inevitable que tema que
aquéllos deseen con no menor intensidad derrotarlo a su vez. Pero
aunque domina a todo el que triunfe a expensas de otros, difícilmente
podrá considerarse este temor a la venganza como única causa de la
exaltada angustia del neurótico y de su consecuente inhibición ante los
actos de competencia.
La experiencia indica que, por sí solo, el miedo a la represalia no lleva
necesariamente a inhibiciones. Al contrario, puede conducir a una fría
consideración de la envidia, la rivalidad o la maldad imaginarias o reales
de los demás, o conducir al intento de aumentar el propio poderío a fin
de escudarse contra toda posible derrota. Cierto tipo de personas
triunfantes persiguen una sola meta: la adquisición de poderío y fortuna.
Pero al comparar su estructura con la de personas decididamente
neuróticas, puede verificarse una diferencia fundamental. El
inescrupuloso perseguidor del éxito no se cuida en absoluto del afecto
ajeno; nada desea ni espera de los otros, sea ayuda o la menor
generosidad; se sabe capaz dé alcanzar lo que quiere con sus propios
medios y empeño. Desde luego, aprovecha del prójimo, pero únicamente
se preocupa de su buena opinión en la medida en que pueda servirle
para lograr sus fines. El cariño en sí mismo carece de significado para él.
Sus deseos y defensas siguen líneas rectas y definidas: poderío,
prestigio, posesiones. Inclusive quien se vea impelido a esta conducta
por sus conflictos internos, no desarrollará las características neuróticas
comunes si en él no hay algo que interfiera con sus tendencias. El miedo
sólo le precipitará en renovados esfuerzos por ser más próspero e invencible.
El neurótico, en cambio, sigue dos rumbos incompatibles entre sí: una
agresiva tendencia al «nadie más que yo» y a la par un desmesurado
afán de ser amado por todos. Tal circunstancia de sentirse preso entre la
ambición y la necesidad de afecto constituye uno de los conflictos
centrales de las neurosis. El motivo primordial por el cual el neurótico
llega a temer tanto sus propias aspiraciones y demandas, que ni siquiera
se atreve a reconocerlas y las coarta o abandona por completo, reside
en su miedo a perder el cariño de los demás. En otras palabras, el
neurótico restringe sus impulsos de competición, no por «exigencias del
super yo» particularmente severas que le impiden el excesivo despliegue
de su agresividad, sino porque se encuentra abrumado por la
contradicción entre dos impulsos en igual grado imperiosos: su ambición
y su necesidad de afecto.
Este dilema es, de hecho, insoluble, dado que no es posible pisotear a
los demás y, no obstante, ser querido por ellos. Sin embargo, es tal la
intensidad del conflicto en el neurótico, que busca resolverlo acudiendo,
por lo común, a dos soluciones factibles: ya justifica su impulso de
dominación y la amargura que resulta de su fracaso, ya trata de refrenar
sus anhelos. Podemos ser someros en lo que se refiere a los intentos de
justificar las exigencias agresivas, pues exhiben las mismas
características mencionadas con respecto a las formas de obtener cariño
y a su justificación. En uno y otro caso la justificación es importante en la
táctica del neurótico, ya que tiene la finalidad de tornar innegables sus
demandas, no cerrándose así a toda posibilidad de ser amado. Si el
neurótico menosprecia a los demás para humillarlos -o aniquilarlos en
una lucha competitiva-, quedará profundamente convencido de que obra
con absoluta objetividad; si quiere explotarlos, creerá o tratará de
hacerles creer que depende en absoluto de su ayuda.
Esta necesidad de justificación, más que cualquier otro factor, satura de
un modo sutil a la personalidad con una profunda hipocresía, aunque se
trate de un individuo fundamentalmente honesto; explica asimismo el
implacable engreimiento, rasgo habitual del carácter neurótico, a veces
manifiesto y otras oculto tras actitudes humildes o aun autoacusadoras.
Aquel rasgo de soberbia suele confundirse con narcisismo, pero en
verdad nada tiene que ver con forma alguna de amor a sí mismo, ni
siquiera entraña el menor elemento de complacencia o infatuación, pues,
al contrario de lo que parecería, el sujeto jamás llega a persuadirse
realmente de que tiene razón, sino que está dominado por la constante y
desesperada necesidad de aparecer legitimado en sus actitudes.
Trátase, en suma, de una actitud defensiva impuesta por, la urgencia de
resolver ciertos problemas que, en última instancia, son provocados por la angustia.
La observación de esta necesidad de justificarse quizá haya sido uno de
los motivos que sugirieron a Freud el concepto de las severas exigencias
del super yo, a las cuales el neurótico se somete como reacción contra
sus impulsos destructivos. Hay otro aspecto en la necesidad de
justificación que fácilmente podemos interpretar en tal sentido. Además
de ser indispensable como recurso estratégico para enfrentarse con los
otros, en muchos neuróticos constituye también un medio para satisfacer
el apremio de parecer irreprochable ante su conciencia. Cuando
expongamos el papel de los sentimientos de culpabilidad en las neurosis
replantearemos esta cuestión.
El resultado directo de la angustia implícita en la competición neurótica
es el miedo al fracaso y al éxito. Aquél es, en parte, una expresión del
temor a la humillación, pues en estas personas todo fracaso se convierte
en una verdadera catástrofe; así, una colegiala que cierta vez ignoró algo
que debía haber sabido, además de sentir desmesurada vergüenza
quedó convencida de que todas sus compañeras la despreciarían y se
volverían en su contra. Esta reacción es tanto más grave cuanto que a
menudo se interpretan como fracasos ciertos hechos que en realidad no
tienen el menor carácter de tales, o que, a lo sumo, carecen de
trascendencia: no obtener las más altas calificaciones en la escuela, la
falla en una mínima parte de un examen, organizar una fiesta que no
resulta un éxito extraordinario, no haber estado muy brillante en alguna
conversación, es decir, cualquier cosa que haya ido a la zaga de las
desmedidas esperanzas abrigadas. También se entiende como fiasco y,
por consiguiente, como humillación, toda forma de rechazo que despierta
en el neurótico, como ya hemos visto, intensa hostilidad.
Este miedo del neurótico es susceptible de aguzarse por su aprensión de
que los demás se regocijarán ante su fracaso, puesto que conocen sus
insaciables ambiciones. Luego de haber mostrado en cualquier forma su
afán de competencia, siente mucho más miedo aún a la derrota que al
fracaso en sí; es decir, teme revelar haber deseado el éxito y realizado
esfuerzos por alcanzarlo. Considera que le perdonarán un pequeño
quebranto, e inclusive confía en despertar con ello cierta simpatía antes
que hostilidad; pero una vez que haya puesto en descubierto su afán de
triunfo, se sentirá acechado por una horda de enemigos prestos a
destruirlo al menor signo de debilidad. Las actitudes que resulten
variarán según el contenido del temor.
Si el problema estriba en la aprensión al fracaso en sí, el neurótico
redoblará sus denuedos o se precipitará en desesperados intentos por
evitar la derrota; su aguzada angustia puede emerger, entonces, ante
pruebas decisivas de sus fuerzas o de su habilidad, como son los exámenes
o las apariciones en público. En cambio, si el problema básico es
su miedo de que otros reconozcan su ambición, el cuadro que, se sigue
será exactamente opuesto, pues su angustia le hará parecer desinteresado
y le conducirá a no realizar el menor esfuerzo o tentativa de
lograr éxito. Merece destacarse el contraste entre ambos cuadros, pues
señala cómo dos tipos de temor, en el fondo afines, pueden engendrar
sendos grupos de características por completo distintas. Una persona
que actúe con arreglo al primer tipo, estudiará afiebradamente para sus
exámenes, en tanto la del segundo trabajará muy poco y quizá se
dedique con toda ostentación a actividades sociales o a sus aficiones,
demostrando al mundo su falta de interés en la tarea a cumplir.
De ordinario el neurótico no se percata de su angustia, sino solamente
de sus consecuencias; así, llega a ser incapaz de concentrarse en el
trabajo o experimenta aprensiones hipocondríacas, como un trastorno
cardíaco por consunción física o un derrumbe nervioso por excesivo
desgaste mental. También puede sentirse extenuado luego de un
ejercicio -si una actividad se lleva a efecto con angustia, es fácil que
agote al sujeto-, aprovechando luego este agotamiento para testimoniar
que todo esfuerzo perjudica su salud y por lo tanto debe ser evitado.
En su renuncia a todo empeño, el neurótico podrá desbaratarse en las
más diversas actividades fútiles, como hacer solitarios y ofrecer fiestas; o
bien adopta una postura de holgazanería o indolencia. Una mujer
neurótica puede vestir mal, intentando aparentar desinterés, antes que
procurar hacerlo bien, pues cree que cualquier cuidado en este sentido la
expondría al ridículo. Así, una muchacha extraordinariamente bella, pero
que creía tener escasos atractivos, no se atrevía a empolvarse en
público por temor a que los demás pensasen: «¡Qué ridículo, esa niña
fea tratando de parecer hermosa!».
De este modo, por lo general el neurótico se siente más seguro no
haciendo lo que desearía. Su lema es: Quedarse arrinconado, ser
modesto y, ante todo, no llamar la atención. Como certeramente ha
señalado Veblen, lo llamativo -el ocio llamativo y el gasto llamativodesempeña
un importante papel en la competencia; por consiguiente, el
abandono de ésta debe destacar, por fuerza, la actitud contraria, o sea,
el evitar llamar la atención. Esto significa ajustarse a las normas
convencionales, mantenerse en la penumbra, no ser distinto de los demás.
Cuando la tendencia al renunciamiento se convierte en la primordial
característica del sujeto, lo conduce a no arr¡esgar riada. Huelga decir
que esta actitud le acarrea un total empobrecimiento de la vida y el
malogro de todas sus posibilidades; en efecto, excepto en circunstancias
extraordinariamente favorables, el alcance de la fe-‘ licidad o cualquier
obra cumplida implican ciertos peligros y determinados esfuerzos.
Hasta ahora hemos considerado únicamente el temor al fracaso posible;
pero ésta sólo es una de las manifestaciones de la angustia implícita en
el afán neurótico de competición, angustia que también adopta la forma
de miedo al éxito. Así, en muchos neuróticos, el recelo a la hostilidad de
los demás es tan poderoso que llegan a huir del triunfo, aun cuando se
sientan seguros de obtenerlo.
Tal aprensión al éxito es provocada por el miedo a la celosa envidia
ajena y a la consiguiente pérdida de cariño; temor que suele ser
consciente, como en una de nuestras enfermas, talentosa escritora que
abandonó sus actividades literarias porque su madre comenzó a triunfar
en las mismas. Al reiniciarlas tras extenso lapso, vacilante y
cautelosamente, no temía escribir mal, sino demasiado bien. Durante
largo tiempo fue incapaz de consagrarse a actividad alguna, a causa de
un intenso miedo a que los demás envidiasen cuanto hiciera; en cambio,
trató con todas sus energías de que éstos fueran tan inútiles como ella.
El mismo temor se manifiesta también como aprensión vaga e incierta de
que perderá toda amistad en cuanto obtenga algún éxito.
Sin embargo, en éste, como en tantos otros temores, el neurótico no
suele percibir el miedo mismo, sino únicamente las inhibiciones
resultantes. Por ejemplo, una persona de tal naturaleza, estando próxima
a vencer en un partido de tenis, puede sentir que algo la detiene y le
impide ganar. Asimismo es capaz de olvidar una cita de importancia
decisiva para su futuro. Si tiene la posibilidad de intervenir con éxito en
una discusión o conversación, hablará en voz tan baja o con expresiones
tan enigmáticas que no causará la menor impresión; o bien dejará que
otros reciban los aplausos por la obra que ella ha realizado. También
observará que en tanto puede hablar inteligentemente con determinadas
personas, frente a otras se expresa de un modo estúpido; que mientras
ante algunas ejecuta un instrumento con gran maestría, ante otras toca
como un novato. Aunque dichas actitudes contradictorias la dejan
azorada, nada puede hacer, a fin de modificarlas. Sólo una vez que haya
llegado a adquirir noción de su tendencia al renunciamiento frente a las
competiciones, advertirá que al discurrir con una persona de. menor
inteligencia se ve compulsivamente obligada a conducirse en forma aún
menos inteligente; que al tocar con un mal músico, su ejecución es
deliberadamente peor, pues teme que lo herirá y humillará al superarlo.
Por fin, si logra algún éxito, no le es dable gozarlo, vivirlo como una
experiencia propia. Llega también a reducir su auténtico valor,
atribuyéndolo a alguna circunstancia fortuita o a cierto estímulo insignificante
y exterior. Además, una vez alcanzado el triunfo, tiende a
sentirse deprimida, por una parte a causa de los temores citados, y por
otra en virtud de la secreta defraudación ante el hecho de que lo
cumplido siempre queda muy por debajo de sus desorbitadas esperanzas íntimas.