K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: El afán neurótico de competencia

EL AFÁN NEURÓTICO DE COMPETENCIA
Las maneras de obtener poderío, fama y fortuna difieren en las distintas
culturas. Pueden provenir del régimen legal de herencia o de ciertas
cualidades individuales apreciadas por el grupo cultural, como el coraje,
la astucia, la capacidad de curar al enfermo o de comunicarse con
poderes sobrenaturales, la inestabilidad mental, y así sucesivamente.
También son susceptibles de adquirirse mediante actividades
extraordinarias o de éxito, o merced a ciertas cualidades o a casuales
circunstancias favorables. En nuestra cultura, la herencia de rango y
riquezas desempeña por cierto gran papel, pero dado que el individuo
debe alcanzar el poderío, la fama y la fortuna mediante sus propios
esfuerzos, entrará en competencia con el prójimo. Desde su centro
económico, la competencia irradia hacia todas las otras actividades y
también satura el amor, las relaciones socialesy las diversiones. Por lo
tanto, la competencia constituye un problema universal en nuestra
cultura, y no es sorprendente que sea un núcleo indefectible de conflictos neuróticos.
En nuestra cultura, el afán neurótico de competencia discrepa en tres
sentidos respecto del normal: primero, el neurótico siempre se valora a sí
mismo en comparación con los demás, inclusive en circunstancias
inadecuadas. Si bien el impulso de superar al prójimo es esencial en
toda situación de competencia, el neurótico también se coteja con
personas que no son en absoluto posibles rivales suyos y que no tienen
con él ningún objetivo en común. Sin discriminación aplica a todo el
mundo la cuestión de establecer quién es más inteligente, hermoso o
amable. Sus sentimientos frente a la vida se asemejan a los del «jockey»
en una carrera, al que sólo le importa pasar a la cabeza de los demás.
Tal actitud conduce, por fuerza, a perder todo interés real por cualquier
propósito, pues lo que le interesa no es el contenido de lo que hace, sino
cuánto éxito, fama y prestigio ganará con ello. El neurótico puede
percatarse de que incesantemente se parangona con los demás, o bien
hacerlo en forma automática, sin conciencia de ello. En todo caso, muy
pocas veces reconoce conscientemente el destacado papel que en él
desempeña tal actitud.
El segundo rasgo que lo distingue de la competencia normal es que la
ambición del neurótico no sólo reside en alcanzar más que los otros o
tener mayor éxito, sino también en ser único y excepcional. Aunque
piense en términos de comparación, sus fines son siempre superlativos.
Puede tener plena noción de ser impulsado por una ambición insaciable,
pero con mayor frecuencia la reprime totalmente o la encubre en parte.
En este caso puede creer, verbigracia, que no se preocupa del éxito,
sino de la causa por la cual se afana; o pensar que no quiere ocupar
posiciones conspicuas, sino sólo manejar los títeres desde el fondo; o
admitir que una vez fue ambicioso: que siendo niño, por ejemplo, soñaba
con ser Cristo, o un segundo Napoleón, o en salvar al mundo de la
guerra; que siendo niña anhelaba casarse con el príncipe de Gales. Pero
afirmará que desde entonces ha abandonado toda ambición, quejándose
inclusive de que le agradaría recuperarla. Si la ha reprimido por
completo, fácilmente creerá que jamás tuvo ambiciones. Empero, será
suficiente que el analista reduzca unas pocas capas protectoras, para
que recuerde haber tenido fantasías de grandeza o pensamientos
fugaces de ser el mejor en su campo de acción, excepcionalmente bello
e inteligente, o de no atinar a comprender cómo una mujer podía
enamorarse de otro, teniéndolo a él, cosa que le dejará resentido aun en
el recuerdo. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la ignorancia del
activo papel que tiene la ambición en sus reacciones le hace negar toda
significación a tales ideas.
Estas ambiciones se concentran a veces sobre determinado objetivo: la
inteligencia, el atractivo físico, las obras de cualquier clase o la moral.
Pero en otras ocasiones no van en prosecución de una meta definida;
abarcan todas las actividades del individuo, quien siente la necesidad de
ser el más distinguido en todo terreno: al mismo tiempo un gran inventor,
un médico notable y un brillante músico. Una mujer querrá ser no
solamente la primera en su campo particular de trabajo, sino también
una perfecta ama de casa y la mejor vestida de las elegantes. A los
adolescentes de este tipo suele resultarles difícil adoptar o seguir una
carrera. pues al elegirla renuncian a otra, o cuando menos abdican en
parte sus aficiones y actividades favoritas. A la mayoría le sería sin duda
arduo dominar la arquitectura, la cirugía y el violín sumultáneamente.
Tales adolescentes asimismo suelen iniciar sus obras con desmesuradas
y fantásticas esperanzas, anhelando pintar como Rembrandt, escribir
dramas como Shakespeare y ser capaces de efectuar un exacto
recuento globular apenas comiencen a trabajar en un laboratorio. Como
su excesiva ambición los lleva a esperar demasiado, no logran cumplir
sus objetivos; de ahí que fácilmente se sientan descorazonados y defraudados
y bien pronto abandonen sus empresas para empezar otras. De
tal manera, muchas personas dotadas malgastan sus energías durante
toda la vida, pues aunque evidentemente poseen grandes capacidades
en los más diversos campos, son incapaces de perseguir un objetivo con
constancia, a causa de que tienen intereses y ambiciones en todos; al
fin, no logran nada y desbaratan sus altas facultades.
Tengan o no conciencia de su ambición, siempre son muy sensibles a
cualquier desengaño. Hasta un triunfo puede constituir para ellos una
frustración, al no satisfacer totalmente su desmesurada expectativa. El
éxito de un libro o de un artículo científico, por ejemplo, acaso los
decepcione al no provocar tremendo revuelo, sino únicamente interés
limitado. Una persona de este tipo podrá rebajar su triunfo en un examen
difícil, señalando que otros también lo han aprobado. Tal persistente
tendencia a la desilusión es uno de los motivos que hacen a las
personas de esta clase incapaces de gozar del éxito. Más adelante nos
referiremos a otros. Por supuesto, también son sensibles en grado
extremo a toda censura. Muchos son los que no produjeron más que su
primer libro o su único cuadro a causa de haber sido muy profundamente
descorazonados por reparos insignificantes. Muchas neurosis latentes se
manifiestan por primera vez a consecuencia de las críticas de un
superior o por un fracaso, aunque esa crítica y ese fracaso sólo fuesen
mínimos o, al menos, desproporcionados al trastorno psíquico subsecuente.
El tercer distingo respecto de la competencia normal es la hostilidad
implícita en las ambiciones del neurótico, actitud que podría expresarse
así: Sólo yo soy bello, capaz, triunfante. La hostilidad es inherente a toda
competencia intensa, ya que la victoria de un competidor implica la
derrota del otro. En realidad, como existe tan acentuada competencia
destructiva en toda cultura individualista, vacilamos en considerarla a
título de característica neurótica cuando la hallamos como rasgo aislado.
En efecto, trátase casi de una norma cultural. Pero en el neurótico el
aspecto destructivo sobrepasa en intensidad al constructivo, y para él es
de harta superior importancia la derrota de los otros que su propia
victoria. Con mayor precisión, el neurótico ambicioso actúa como si para
él fuese más vital vencer al prójimo que triunfar. En verdad, su propio
éxito tiene gran trascendencia para él, mas a causa de enormes
inhibiciones ante el éxito -como veremos luego-, el único camino que le
queda abierto es el de ser (o, al menos, el de sentirse) superior,
aniquilando, rebajando a los demás. a su propio nivel, o, mejor aún, por debajo de éste.
En las luchas competitivas de nuestra cultura suele ser conveniente
tratar de perjudicar al competidor para realzar la posición; la gloria o el
predominio personal; pero.el neurótico está ciegamente impulsado por la
necesidad indiscriminada y compulsiva de disminuir a los otros. Hasta lo
hace cuando tiene perfecta noción de que ellos no le causarían daño
alguno o cuando el descalabro de éstos sería manifestamente adverso a
sus propios intereses. Cabe calificar sus sentimientos como un firme
convencimiento de que sólo uno puede triunfar, mera paráfrasis de sólo
yo debo triunfar. Tras sus impulsos destructivos acaso se esconda una
ingente carga afectiva, como en cierto autor que estaba escribiendo una
obra y fue preso de ciega cólera al enterarse de que uno de sus amigos
también trabajaba en otra.
Ese impulso a derrotar o frustrar los esfuerzos ajenos es factible de
observarse en muchas situaciones. Un niño demasiado ambicioso puede
ser impulsado por el deseo de malbaratar todo intento paterno de
educarlo; si los padres quieren influir sobre su conducta y sus actividades
sociales, desarrollará un comportamiento socialmente escandaloso;
si procuran estimular su evolución intelectual, podrá pro-‘
ducir tales inhibiciones ante el estudio, que impresionará como un débil
mental. Recordamos a dos niñas sospechosas de debilidad mental,
aunque luego resultaron muy capaces e inteligentes, revelándose -a raíz
de sus tentativas de actuar en la misma forma ante el analista-, que las
impulsaba el deseo de derrotar a sus padres. Durante cierto tiempo, una
de ellas simuló no comprendernos, haciéndonos dudar de nuestro
concepto acerca de su inteligencia, hasta que advertimos que ensayaba
con nosotros el mismo juego que antes aplicara contra sus padres y
maestros. Ambas tenían poderosas ambiciones, pero al comienzo del
tratamiento se agotaron completamente en los impulsos destructivos.
Idéntica actitud puede manifestarse frente a la enseñanza o á toda clase
de tratamientos. Si alguien toma lecciones o se somete a un tratamiento,
lo hace por su propio interés de aprovecharlos, mas para un neurótico de
esta clase -o, con mayor exactitud, para su personalidad competitivatiene
mayor importancia desbaratar los esfuerzos y el posible éxito del
maestro o del médico, demostrando simplemente, en su misma persona,
que nada se ha adelantado, aun al precio de seguir enfermo o ignorante,
revelando así a los demás que aquéllos son unos inútiles. Huelga
agregar que este proceso actúa en lo inconsciente, pues en su
conciencia tales individuos están persuadidos de que el maestro o el
médico es en verdad incapaz, o que no es la persona que ellos precisan.
Así, un paciente de este tipo tendrá fuerte temor de que el analista
alcance éxito en su tratamiento, recurriendo a cualquier arbitrio a fin de
esterilizar sus esfuerzos, aunque con ello malogre decididamente sus
propios objetivos. No sólo engañará al analista o le oculttará
informaciones importantes, sino que hasta podrá permanecer en la
misma condición o empeorar en forma dramática mientras le sea posible.
No reconocerá ninguna mejoría y únicamente la aceptará a
regañadientes, o la atribuiría a algún factor exterior, tal como un cambio
de temperatura, haber tomado una aspirina, algo que ha leído, etcétera.
No seguirá sugestión alguna del analista, tratando así de probarle que a
todas luces está equivocado.
O bien presentará como descubrimiento personal determinada sugestión
del analista, que en un principio rechazó con violencia. Esta última
actitud suele observarse en la vida cotidiana, constituyendo la base
dinámica del plagio inconsciente y el fundamento psicológico de muchas
pretensiones de prioridad. Así, tales personas no pueden soportar que
nadie más que ellas tenga pensamientos originales, desechando
enérgicamente toda sugerencia que no les pertenezca: por ejemplo,
desdeñan o dejan de lado los «films» o libros que recomienda un circunstancial competidor.
Cuando en el curso del análisis todas estas reacciones son aproximadas
a la conciencia, después de una buena interpretación el neurótico puede
producir estallidos de rabia, sintiéndose impulsado a romper algo del
consultorio o a insultar al analista. En otros casos, luego de haberse
aclarado ciertos problemas, inmediatamente afirmará que todavía
quedan muchos otros por resolver. Aunque haya mejorado en forma
notable y lo admita intelectualmente, lucha contra todo sentimiento de
agradecimiento. Hay numerosos factores relacionados con el fenómeno
de la ingratitud, como el temor de incurrir en obligaciones; pero uno de
sus más importantes elementos suele ser la humillación que experimenta
el neurótico al tener que reconocer algo al prójimo.
Los impulsos de vencer a sus semejantes entrañan intensa angustia,
pues el neurótico automáticamente supone que los demás se sentirán
ante la derrota tan ofendidos y rencorosos como él mismo lo está. Por
consiguiente, experimenta angustia al herir a los otros y disimula la
intensidad de sus tendencias agresivas convenciéndose de que están muy bien justificadas.
Si el neurótico mantiene una postura violentamente despectiva, le resulta
difícil adoptar opiniones o actitudes positivas y decidirse en sentido
constructivo. Una opinión positiva acerca de cualquier persona o asunto
puede resultar aniquilada ante la más leve observación negativa de
alguien, pues basta una sutileza para desencadenar los sentimientos despectivos.
Todos estos impulsos destructivos implícitos en el afán neurótico de
poderío, fama y posesión, entran en la pugna competitiva. Aun los seres
normales tienden a desplegarlos en la competición general que reina en
nuestra cultura, pero en el neurótico adquieren trascendencia por sí
mismos, sin considerar los sufrimientos o desventajas que pueden
acarrear. La capacidad de humillar, explotar o engañar a los demás
constituye para el neurótico un triunfo de su superioridad y, si fracasa, un
verdadero descalabro. Gran parte de la rabia que demuestra el neurótico
al ser incapaz de sobrepasar a los otros se debe a tal sentimiento de derrota.
Si en una sociedad prevalece el espíritu de competencia individualista,
es fácil que imperen malas relaciones entre los sexos, a menos que las
esferas de actividad del hombre y de la mujer se hallen estrictamente
separadas; pero debido a su carácter específicamente destructivo, la
competencia neurótica produce estragos todavía mayores que la corriente.
En las relaciones amorosas, las tendencias neuróticas a derrotar,
someter y humillar a la pareja desempeñan un papel muy importante,
convirtiéndose los vínculos sexuales en medios de subyugar o degradar
al compañero, o de ser subyugado o degradado a su vez; carácter que,
por cierto, es por completo ajeno a su naturaleza. Con frecuencia surge
así una situación que Freud ha descrito como desdoblamiento de las
relaciones amorosas del hombre, que en tal estado sólo puede sentirse
sexualmente atraído por mujeres inferiores a su nivel, faltándole potencia
y deseos frente a mujeres amadas o admiradas. Para tal persona, el
contacto sexual está inseparablemente unido a tendencias humillantes,
de suerte que inmediatamente reprime todo deseo sexual hacia objetos
que ama o podría amar. El origen de tal actitud a menudo puede
remontarse a la madre, por la que se sintió humillado y a la qué en
desquite quiso humillar, pero debido a su temor oculto hubo de esconder
estos impulsos tras una exagerada devoción, fenómeno éste que suele
calificarse como fijación. Durante el resto de la vida, el neurótico recurre
a la solución de dividir a las mujeres en dos grupos, y manifiesta su
persistente hostilidad hacia las mujeres que ama, frustrándolas realmente.
Si tal hombre entabla relaciones amorosas con una mujer de nivel o
personalidad iguales o superiores, en lugar de experimentar orgullo, por
lo común se siente avergonzado de ella. Tal reacción suele causarle la
mayor extrañeza, pues en su pensamiento consciente la mujer no se
desvaloriza por el hecho de tener contactos sexuales; pero ignora que
sus impulsos a rebajar a la mujer mediante dichas relaciones son tan
fuertes, que emocionalmente aquélla se torna despreciable a sus ojos.
Por consiguiente, aquel bochorno es lógico. Asimismo, una mujer podrá
sentirse irracionalmente avergonzada dé su amante, demostrándolo al
no querer que la vean con. él, negándole toda buena cualidad, de modo
que lo aprecia en menos de lo que merece. El análisis denuncia que
tiene la misma tendencia inconsciente a degradar al compañero42, y
aunque la aplica también a las mujeres, por motivos personales es más
acentuada en sus vínculos con los hombres. Dichos motivos personales
pueden ser de varias clases: el resentimiento contra un hermano
preferido, el desprecio á un padre débil, la convicción de no ser
agraciada, que la hace anticipar el rechazo masculino. Además, suele
sentirse demasiado temerosa de las mujeres para permitirse descargar
sobre ellas sus tendencias humillantes.
La mujer, al igual que el hombre, puede tener plena conciencia de sus
propósitos de subyugar y humillar al sexo opuesto. Una joven acaso
inicie un amorío con el expreso objeto de dominar al hombre, o quizá
atraiga a los hombres para rechazarlos en cuanto respondan
afectivamente. Sin embargo, por lo general el deseo de rebajar no es
consciente, y en tales casos este afán puede revelarse a través de
muchos medios indirectos: por ejemplo, acusarse a través de la risa
compulsiva ante los requerimientos del hombre, o tomar la forma de
frigidez, con la que le demuestra al hombre que es incapaz de satisfacerla,
logrando así humillarlo, particularmente si éste, a su vez, tiene el
temor neurótico de ser humillado por la mujer. El reverso, que muchas
veces se observa en la misma persona, es el sentimiento de que se
abusa de él, de que mediante las relaciones sexuales se lo degrada y
humilla. En la época victoriana era norma cultural para la mujer creer que
las relaciones sexuales constituían una humillación, sentimiento que se
aliviaba si aquéllas eran legales y decentemente frígidas. Esta influencia
cultural se ha atenuado en los treinta años últimos, pero todavía es
bastante poderosa como para explicar que las mujeres consideran con
mayor asiduidad que los hombres que los vínculos sexuales hieren su
dignidad, lo cual también puede llevarlas a la frigidez o al total
apartamiento de los varones, pese a sus deseos de entablar contacto
con ellos. La mujer puede hallar satisfacciones secundarias en tal
actitud, abandonándose a tendencias o perversiones masoquistas, pero
entonces será dominada por violenta hostil¡dad contra los hombres por
anticipar su humillación.
Un hombre profundamente inseguro de su masculinidad, aunque tenga
pruebas suficientes del genuino afecto que le profesa la mujer, con
facilidad sospechará que ella sólo lo acepta porque le necesita para
satisfacer sus deseos sexuales; de ahí que experimente resentimiento
por creerse víctima de un abuso. El hombre también podrá sufrir la falta
de respuesta de la mujer como una insoportable humillación, sintiéndose
muy angustiado de que ésta no llegue a satisfacerse. A sus ojos, tal
preocupación parécele muy abnegada, pero en otros aspectos puede
mostrarse brutal y desconsiderado, denotando así que su cuidado por
complacer a la mujer sólo disfraza su propio temor de sentirse degradado.
Existen dos formas de encubrir los impulsos despectivos o rebajantes:
ocultarlos bajo una actitud de admiración o intelectualizarlos por el
escepticismo. Naturalmente, este último acaso constituya la auténtica
expresión de un desacuerdo intelectual y únicamente se tiene derecho a
sospechar motivos subyacentes una vez salvadas las dudas sobre tal
escepticismo lícito. Esos motivos pueden ser tan superficiales que la
mera duda ante su validez llega a provocar un ataque de ansiedad. Uno
de nuestros pacientes nos rebajaba de un modo grosero en cada sesión,
aunque sin percatarse de ello. Tiempo después, cuando le preguntamos
si realmente creía en sus dudas acerca de nuestra idoneidad, reaccionó
con un estado de grave angustia.
El proceso es más complicado cuando la tendencia despectiva o
rebajante se disimula con una actitud de admiración. Así, los hombres
que en secreto desean herir o desdeñar a la mujer, suelen endiosarla en
su conciencia. Las mujeres que inconscientemente tratan siempre de
frustrar o humillar al hombre, pueden tender a la adoración del héroe.
Esta adoración, ya se presente en el neurótico o en el ser normal, es
susceptible de expresar un genuino sentimiento de valor y grandeza.
pero la característica especial de la postura neurótica reside en el hecho
de que constituye un compromiso entre dos tendencias: por un lado,
ciega idolatría del triunfo, sin tener en cuenta su valor, debido a los
propios deseos en este sentido; por otro, ocultación de los deseos
destructivos contra una persona de éxito.
Sobre tal base cabe comprender ciertos conflictos matrimoniales típicos.
En nuestra cultura, éstos afectan con más frecuencia a la mujer, debido
a que el hombre halla mayores incentivos externos y posibilidades para
alcanzar el éxito. Supongamos; por ejemplo, que una mujer del tipo que
venera al héroe casara con un hombre atraída por sus logros actuales o
potenciales. Como en nuestra cultura la mujer disfruta en cierta medida
del renombre del marido, es factible que obtenga cierta satisfacción
mientras duren aquéllos; pero siempre se hallará presa en un conflicto:
por un lado ama a su esposo debido al éxito, y por otro, lo odia a causa
de ello; quiere destruirlo, pero está inhibida porque, de otra parte,
asimismo desea el goce de participar de ese éxito. Tales esposas
pueden traducir su deseo de frustrar el triunfo del cónyuge haciendo
peligrar con extravagancias su estabilidad económica, perturbando su
serenidad con rencillas enervantes, minando su autoconfianza con
perversas actitudes desdeñosas. También evidencian sus deseos
destructivos impulsándolo constantemente a perseguir más y más éxitos,
sin tener en cuenta su propio bienestar. Este resentimiento propende a
manifestarse ante la menor señal de peligro; y aunque en presencia del
éxito del marido acaso impresionen como mujeres amantes en todos los
aspectos, se volverán luego contra él en lugar de apoyarlo y alentarlo,
pues el afán de venganza, encubierto mientras podían compartir ese
éxito, emerge tan pronto se vislumbra el menor indicio de fracaso. Estas
actividades destructivas puden conservarse bajo el disfraz del amor y la admiración.
Cabe citar otro ejemplo cotidiano para demostrar cómo el amor se utiliza
a fin de compensar los impulsos agresivos que surgen de la ambición.
Imaginemos una mujer que siempre haya sido segura de sí misma,
capaz y de éxito. Casada, no sólo abandona su trabajo, sino que adopta
una conducta dependiente y da la impresión de renunciar a toda
ambición, actitud que suele calificarse diciendo que «se convierte en una
verdadera mujer». Por lo regular, el marido se siente desilusionado, pues
esperaba una buena compañera, y se encuentra, en cambio, con una
esposa que no lo ayuda, sino que se le subordina. Una mujer que
experimenta semejante mudanza desconfía de sus propias aptitudes,
sintiendo vagamente que, para alcanzar sus objetivos ambiciosos -al
menos, cierta seguridad- le convendrá mucho más casarse con un
hombrerde éxito, o en el que perciba facultades de alcanzarlo. Hasta
aquí, tal situación no está condenada a producir trastornos, dado que
puede resolverse satisfactoriamente; pero en secreto la mujer neurótica
se opone a abandonar sus anhelos, siente odio contra su marido, y
conforme al principio neurótico del todo o nada, cae en sentimientos de
nulidad y hasta llega a convertirse en una nadería.
Según hemos dicho, la causa de que tal tipo de reacción se encuentre
más a menudo en la mujer que en el hombre reside en nuestra situación
cultural, que restringe el éxito a la esfera masculina. La circunstancia de
que esta reacción no es exclusivamente femenina se testimonia en que
los hombres reaccionan en idéntica forma si fa situación es inversa; es
de&, si la mujer tiene mayor fuerza, inteligencia o éxito. Debido a nuestra
común creencia cultural’ en la superioridad masculina en todo, excepto
en el amor, esta actitud, cuando aparece en el hombre, se disfraza
mucho menos frecuentemente de admiración; por el contrario, casi
siempre aparece en forma abierta, como ataque directo contra los
intereses y la obra de la mujer.
El espíritu de competencia no sólo influye sobre los lazos reinantes entre
el hombre y la mujer; también afecta la elección de la pareja. Las
neurosis sólo nos presentan al respecto una imagen exagerada de lo que
suele ser normal en nuestra cultura competitiva. Comúnmente, la
elección del compañero está determinada por afanes de prestigio o de
posesión, es decir, por motivos ajenos a la esfera erótica. En el
neurótico, esta determinación puede privar; de un lado, en razón de que
sus ansias de dominio, prestigio y apoyo son más compulsivas e
inflexibles que en el hombre corriente, y del otro, porque sus relaciones
personales con los demás, inclusive con el sexo opuesto, se hallan
demasiado trastornadas para permitirle una elección satisfactoria.
El afán destructivo de competencia puede estimular en dos formas las
tendencias homosexuales: en primer lugar, impulsa a uno de los sexos a
separarse totalmente del otro, a fin de evitar toda competencia sexual
con sus semejantes; luego, la angustia engendrada requiere que se la
apacigüe, y como ya lo señalamos, dicha necesidad de un afecto
reconfortante constituye muchas veces el motivo del asimiento a una
pareja de igual sexo. Esta conexión entre la rivalidad destructiva, la
ansiedad y los impulsos homosexuales es factible de observarse con
cierta asiduidad en el proceso del análisis, si el paciente y el analista
pertenecen al mismo sexo. Tal paciente puede tener períodos en que se
vanagloria de sus progresos y desprecia al analista. Al principio lo hace
de manera tan encubierta que no tiene conciencia de ello; pero luego
reconoce su actitud, aunque sigue tan desvinculado de sus sentimientos
qué no advierte la poderosa emoción que lo impulsa. Más tarde, cuando
gradualmente comienza a percibir el impacto de su hostilidad contra el
analista, y, al mismo tiempo, a sentirse cada vez más intranquilo,
teniendo sueños angustiosos, palpitaciones y agitación, sueña de pronto
que el analista lo abraza, percatándose así de sus fantasías y deseos de
un contacto más íntimo con aquél y revelando con ello su necesidad de
aplacar la ansiedad. Esta serie de reacciones es susceptible de repetirse
varias veces, hasta que por fin el enfermo llega a ser capaz de encarar el
problema de su afán de competencia, tal como es en realidad. Así, en
suma, la admiración o el amor pueden servir a modo de compensaciones
para los impulsos agresivos, sea excluyéndolos por completo al
establecer una distancia insuperable entre sí mismo y el competidor, sea
aprovechando una participación sustitutiva en el éxito ajeno; sea, por fin,
aplacando al competidor para evitar de esta suerte su hostilidad.
Aunque tales observaciones acerca de la influencia del afán neurótico de
competencia en los vínculos sexuales se hallen muy lejos de ser
exhaustivas, bastarán para demostrar cómo perjudica las relaciones
entre los sexos; consecuencia tanto más grave, cuanto que la misma
competencia que en nuestra cultura socava las posibilidades de lograr
buenas correspondencias entre los sexos es asimismo una fuente de
angustia, y con ello vuelve aún más necesarias las relaciones satisfactorias.

Notas:
42- Dorian Feigenbaum describió un caso de esta clase en un artículo publicado en el
Psychoanalvtic Quarterly, con el título Vergüenza mórbida. Sin embargo, su interpretación
discrepa de la nuestra, puesto que en última instancia atribuye la vergüenza a la envidia
fálica. Gran parte de lo que en la literatura psicoanalítica se considera como tendencias
castrativas de la mujer, imputándolas a la envidia fálica, son, a juicio nuestro, resultados del
deseo de humillar al hombre.

Volver al índice principal de ¨Obras de Karen Horney: La personalidad neurótica de nuestro tiempo (1937)¨