Libro primero: Exposición
1. Facetas del alma contemporánea (1)
Mientras que la Edad Media, la Antigüedad e incluso la humanidad entera
desde sus primeros balbuceos vivieron en la convicción de un alma
sustancial, en la segunda mitad del siglo xix se asiste al nacimiento de una
psicología «sin alma». Bajo la influencia del materialismo científico, todo lo que
no puede verse con los ojos ni aprehenderse con las manos se pone en duda y
hasta sospechoso de metafísico, se vuelve comprometedor. Desde ese
momento sólo es «científico» y, por consiguiente, admisible, lo que es
manifiestamente material o lo que puede ser deducido de causas accesibles
para los sentidos. Tal trastrocamiento se había iniciado mucho antes, en una
lenta gestación, muy anterior al materialismo. Cuando la era gótica, que se
había alzado con un impulso unánime hacia el cielo aunque apoyándose en
una base geográfica y en una concepción del mundo estrechamente circunscritas,
se derrumbó, quebrantada por la catástrofe espiritual de la
Reforma, la ascensión vertical del espíritu europeo se vio frenada por la expansión
horizontal de la conciencia moderna. La conciencia no se desarrolló
ya en altura, sino que ganó en extensión geográfica e intelectualmente. Fue la
época de los grandes descubrimientos y del ensanchamiento empírico de
nuestras nociones del mundo. La creencia en la sustancialidad del espíritu
cedió, poco a poco, ante una afirmación cada vez más intransigente de la
sustancialidad del mundo físico, hasta que, al fin—tras una agonía de casi
cuatro siglos—, los representantes más avanzados de la conciencia europea,
los pensadores y los sabios, consideraron al espíritu como totalmente
dependiente de la materia y de las causas materiales .
Sería un error, sin duda, imputar a la filosofía y a las ciencias naturales una
inversión tan total. Siempre hubo numerosos filósofos y hombres de ciencia
inteligentes que no dejaron de protestar, gracias a una suprema intuición y
con toda la profundidad de su pensamiento, contra esta inversión irracional
de las concepciones; pero les era difícil imponerse, perdían popularidad y su
resistencia resultaba impotente para vencer la preferencia sentimental y
universal que—como una marea de fondo—llevó al orden físico hasta el
pináculo. No se crea que transformaciones tan considerables en el seno de la
concepción de las cosas pueden ser el fruto de reflexiones racionales; pues
¿existen acaso especulaciones racionales capaces de probar o de negar
alternativamente el espíritu o la materia? Estos dos conceptos (cuyo
conocimiento cabe esperar de todo contemporáneo culto) no son sino
símbolos notables de factores desconocidos, cuya existencia es proclamada o
abolida según los humores, los temperamentos individuales y los altibajos del
espíritu de la época. Nada impide a ‘la especulación intelectual ver en la
psique un fenómeno bioquímico complejo, reduciéndola así, en último
término, a un juego de electrones, o, por el contrario, decretar que es vida
espiritual la aparente ausencia de toda norma que reina en el centro del átomo .
La metafísica del espíritu, a lo largo del siglo xix, tuvo que ceder el puesto a
una metafísica de la materia; intelectualmente hablando, esto no es más que
un giro caprichoso, pero desde el punto de vista psicológico significa una
revolución inaudita en la visión del mundo: el más allá toma asiento en este
mundo; el fundamento de las cosas, la asignación de los fines, las
significaciones últimas, no deben salir de las fronteras empíricas; si damos
crédito a la razón ingenua, parece que toda la interioridad oscura se convierte
en exterioridad visible, y el valor no obedece ya sino al criterio del supuesto
acontecimiento .
Tratar de abordar este trastocamiento irracional por la vía de la filosofía es ir
a un fracaso seguro. Es preferible abstenerse, pues si en nuestros días a
alguien se le ocurre deducir la fenomenología intelectual o espiritual de la
actividad glandular, puede estar seguro a priori, de la estima y de la
receptividad de su público; si, por el contrario, alguien quisiera ver en la
descomposición atómica de la materia estelar una emanación del espíritu
creador del mundo, ese mismo público no haría sino deplorar la anomalía
mental del autor. Y, sin embargo, estas dos explicaciones son igualmente
lógicas, igualmente metafísicas, igualmente arbitrarias e igualmente
simbólicas. Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, tan lícito es
hacer descender al hombre de la línea animal como a la línea animal del
hombre. Pero, como es sabido, este pecado contra el espíritu de la época tuvo
para Dacqué penosas consecuencias académicas. No se puede jugar con el
espíritu de la época, pues constituye una religión, más aún, una confesión o
un credo, cuya irracionalidad no deja nada que desear; tiene, además, la
molesta cualidad de querer pasar por el criterio supremo de toda verdad y la
pretensión de detentar el privilegio del sentido común .
El espíritu de la época escapa a las categorías de la razón humana. Es un
penchant, una inclinación sentimental que, por motivos inconscientes, actúa
con una soberana fuerza de sugestión sobre todos los espíritus débiles y los
arrastra. Pensar de una manera diferente a como se piensa hoy en general
tiene siempre un aire de ilegitimidad intempestiva, de aguafiestas; es, incluso,
algo casi incorrecto, enfermizo y blasfematorio, que no deja de implicar
graves peligros sociales para quien nada de forma tan absurda contra
corriente. En el pasado era un presupuesto evidente que todo lo que existía
debía la vida a la voluntad creadora de un Dios espiritual; el siglo xix, por su
parte, ha dado a luz la verdad, no menos evidente, de la universalidad de las
causas materiales. Hoy, no es la fuerza del alma la que se edifica un cuerpo,
sino que, al contrario, es la materia la que, por su quimismo, engendra un
alma. Este cambio radical haría sonreír si no fuera una de las verdades
cardinales del espíritu de la época. Pensar así es popular; y, por tanto,
decente, razonable, científico y normal. El espíritu debe ser concebido como
un epifenómeno de la materia. Todo contribuye a esta concepción, incluso
cuando en lugar de hablar de «espíritu» se dice «psique», y en vez de
«materia» «el cerebro», «las hormonas», «los instintos», «las pulsaciones». El
espíritu de la época se niega a conceder una sustancialidad propia al alma, ya
que, a sus ojos, ello sería una herejía .
Hemos descubierto hoy que nuestros antepasados se abandonaban a una
presunción intelectual arbitraria: suponían que el hombre posee un alma
sustancial, de naturaleza divina y, por consiguiente, inmortal; que una fuerza
propia del alma edifica el cuerpo, mantiene su vida, cura sus males, haciendo
el alma capaz de una existencia extra-corporal; que existen espíritus
incorpóreos, con los que el alma tiene relaciones, y un mundo espiritual más
allá de nuestro mundo empírico, que confiere al alma una ciencia de las cosas
espirituales, cuyos orígenes no se podría encontrar en el mundo visible .
Pero nuestra conciencia contemporánea no ha descubierto todavía que es
igualmente presuntuoso y fantástico admitir que la materia es, de un modo
natural, generadora del alma; que los hombres descienden del mono; que la
Crítica de la razón pura de Kant ha surgido de una mezcla armoniosa de
hambre, amor y voluntad de poder; que las células cerebrales engendran los
pensamientos; admitir, en fin, que todo esto obedece a la necesidad de las
cosas últimas, y que no podría ser de otro modo .
Pues, ¿qué es en el fondo esta materia todopoderosa? Es, todavía, un Dios
creador, pero despojado de su antropomorfismo y vertido, a cambio, en el
molde de un concepto universal cuya significación cada cual cree penetrar.
Cierto es que la conciencia general ha adquirido una extensión inmensa, pero
por desgracia sólo desde el punto de vista del espacio y no del de la duración;
si no fuera así, nuestro sentimiento histórico sería mucho más vivaz. Si
nuestra conciencia general no fuera puramente efímera, y tuviese al menos
un poco de sentido histórico, sabríamos que en la época de la filosofía griega
hubo transformaciones análogas de la divinidad, transformaciones que podrían
suscitar algunas críticas a propósito de nuestra filosofía
contemporánea. Pero el espíritu de la época se opone con violencia a estas
reflexiones. La historia, para él, no es más que un arsenal de argumentos
utilizables, que permiten, por ejemplo, decir: ya el viejo Aristóteles sabía
que…, etcétera .
Semejante situación obliga a que nos preguntemos sinceramente de dónde
proviene la inquietante potencia del espíritu de la época. Sin duda alguna,
constituye un fenómeno psíquico de importancia primordial, un prejuicio;
por tanto, un perjuicio tan esencial en todos los casos, que no podremos llegar
al problema del alma sin haber pasado por sus horcas caudinas .
Como decía más arriba, la propensión incoercible a extraer preferentemente
principios explicativos en el orden físico corresponde a la extensión
horizontal de la conciencia a lo largo de los cuatro últimos siglos. Esta
tendencia horizontal es una reacción frente a la verticalidad exclusiva de la era
gótica. Es una manifestación de la psicología de los pueblos que, como tal, se
desarrolla siempre al margen de la conciencia individual. Exactamente igual
que los primitivos, actuamos primero de forma totalmente inconsciente, no
descubriendo el porqué de nuestro acto hasta mucho después de haberlo
realizado. Entre tanto, nos contentamos con una multitud de racionalizaciones
aproximativas. Si tuviéramos conciencia del espíritu de nuestro tiempo y un
mayor sentido histórico, comprenderíamos que si damos preferencia a las
explicaciones basadas en el orden físico es porque en el pasado se recurrió de
un modo abusivo al espíritu .
Esta toma de conciencia despertaría nuestro sentido crítico. Nos diríamos: es
probable que estemos cometiendo ahora el error inverso, que viene a ser, en
el fondo, el mismo. Sobrestimamos las causas materiales creyendo haber
encontrado así la clave del enigma, mecidos como estamos por la ilusión de
conocer mejor la materia que el espíritu «metafísico». Ahora bien, la materia
nos es tan desconocida como el espíritu. Nada sabemos de las cosas últimas.
Sólo esta confesión nos devuelve el equilibrio .
No negamos por ello la estrecha intrincación del alma y de la psicología del
cerebro, de las glándulas y el cuerpo entero; nos asiste siempre la profunda
convicción de que los datos de la conciencia están profundamente
determinados por nuestras percepciones sensoriales; no dudamos en absoluto
de que la herencia inconsciente nos imprime rasgos de carácter inmutables,
tanto físicos como psíquicos; estamos indeleblemente marcados por la
potencia de los instintos, que obstaculizan, favorecen o influyen de múltiples
formas el devenir espiritual. Tenemos que confesar, incluso, que el alma
humana, en principio, y cualquiera que sea el aspecto en que se la considere,
se presenta, sobre todo en sus causas, sus fines y su sentido, como una copia
fiel de todo lo que llamamos materia, empirismo, mundo. Y, finalmente,
como remate de estas concesiones, nos preguntamos si el alma no será, a
pesar de todo, una creación de segundo orden, una especie de epifenómeno
totalmente dependiente del sustrato físico. Todo lo que en nosotros es razón
práctica y participación en las cosas del mundo parece confirmarlo, y sólo la
duda respecto a la omnipotencia de la materia nos lleva a considerar con una
mirada crítica este esquema científico del alma.
Se le ha reprochado ya a esta concepción que asimile lo psíquico a una
secreción glandular; los pensamientos no serían sino una secreción cerebral;
se trata, en efecto, de una psicología sin alma. El alma, en esta concepción, no es
un ens per se, una entidad que existe por sí misma, sino una simple emanación
de los procesos físicos del sustrato. El que estos procesos tengan la calidad de
conciencia es un hecho que, en resumidas cuentas, hay que aceptar tal como
es, pues, si no fuera así, no se podría hablar de psique; más aún, no se podría
hablar de nada, al faltar hasta el propio lenguaje. La conciencia es, pues, la
condición sine qua non de lo psíquico, es decir, es el alma misma. Por este
motivo todas las «psicologías sin alma» modernas son psicologías de la
conciencia, excluyendo todo psiquismo inconsciente .
No hay, en efecto, una, sino numerosas psicologías modernas. El hecho es
curioso: ¿no existe una matemática, una geología, una zoología, una botánica,
etc? Se cataloga un número tan grande de psicologías modernas que una
universidad americana puede publicar cada año un grueso volumen titulado
Las psicologías de 1930, etc. Yo creo que hay tantas psicologías como filosofías.
Pues existe no una, sino numerosas filosofías. Si hago esta alusión es porque
entre la filosofía y la psicología reina una conexión indisoluble, conexión que
se debe a la compenetración de sus objetos. En pocas palabras: el objeto de la
psicología es el alma; el de la filosofía, el mundo. Hasta hace poco, la psicología
constituía una de las partes de la filosofía, pero, como previo
Nietzsche, se inicia un desarrollo de la psicología que amenaza con engullir a
la filosofía. La semejanza interior de estas dos disciplinas se debe a que
ambas consisten en una formación sistemática de opiniones sobre temas que
escapan a un dominio total de la experiencia y, por consiguiente, a la trama
de la razón empírica. Por ello mismo, ambas estimulan a la razón especulativa
que empieza a elaborar concepciones; esta elaboración adquiere
proporciones y aspectos de tal diversidad que, tanto en filosofía como en psicología,
se necesitan numerosos volúmenes para resumir la multiplicidad de
las opiniones. Ninguna de estas dos disciplinas podría subsistir sin la otra;
cada una proporciona a la otra, en un intercambio mutuo, tácito y, en general,
inconsciente, el principio mismo del que procede .
La convicción moderna de la primacía de lo físico conduce, en último
término, a una psicología sin alma, es decir, a una psicología en la que lo
psíquico no podrá ser sino un efecto bioquímico. No existe, por otra parte,
psicología moderna, científica, cuyo sistema explicativo se base únicamente
en el espíritu. Nadie se atrevería hoy a fundar una psicología cimentada en la
hipótesis de un alma autónoma, independiente del cuerpo. La idea de un
espíritu en sí, de un cosmos espiritual que formara un sistema cerrado,
postulado necesario para la existencia de almas individuales y separadas, es,
al menos entre nosotros, absolutamente impopular. Debo añadir, es cierto,
que todavía en 1914, en el curso de una Joint Session de la «Aristotelian
Society», de la «Mind Associa-tion» y de la «British Psychological Society»,
asistí en el Bedford College de Londres a una reunión de estudio cuyo tema
era: «Las almas individuales, ¿están contenidas en Dios o no?» Si alguien, en
Inglaterra, dudara del carácter científico de estas sociedades que reúnen a la
crème de la intelectualidad inglesa, no sería escuchado por su auditorio. En
realidad, yo era uno de los pocos asistentes que sentía extrañeza ante aquel
debate en el que se recurría a argumentos dignos del siglo xiii. Este ejemplo
demuestra que la idea de un Espíritu autónomo, cuya existencia se postula
naturalmente, no está todavía proscrita del intelecto europeo ni petrificada en
el estado de fósil medieval .
Este recuerdo podría alentarnos a considerar la posibilidad de una psicología
con alma, es decir, de una teoría del alma basada en el postulado de un
espíritu autónomo. La impopularidad de semejante empresa no debe
asustarnos, dado que la hipótesis del Espíritu no es más fantástica que la de
la materia. Ignorando por completo el modo mediante el cual lo psíquico es
susceptible de derivarse de lo físico, y siendo lo psíquico, sin embargo, un
hecho de experiencia innegable, tenemos derecho a invertir, por una vez, las
hipótesis y su- poner que el alma proviene de un principio espiritual tan
inasequible como lo es el origen de la materia en la hipótesis contraria. Cierto
es que semejante psicología no podría ser moderna, ya que se opone a lo que
es actual. Por ello, mal que nos pese, tendremos que remontarnos a la
doctrina del alma tal como la concebían nuestros antepasados que se
alimentaron de esta hipótesis .
Según la vieja concepción, el alma representaba la vida del cuerpo por
excelencia, el soplo de vida, una especie de fuerza vital que, durante la
gestación, el nacimiento o la procreación, penetraba en el orden físico,
espacial, y abandonaba de nuevo el cuerpo moribundo con su último suspiro.
El alma en sí, entidad que no participaba del espacio pues era anterior y
posterior a la realidad corporal, se encontraba situada al margen de la
duración y gozaba prácticamente de la inmortalidad .
Evidentemente, esta concepción, vista desde el ángulo de la psicología
científica moderna, es una pura ilusión. Como no pretendemos hacer aquí
«metafísica», ni moderna ni antigua, busquemos sin prejuicios lo que hay de
empíricamente justificado en esta concepción pasada de moda .
Los nombres que el hombre da a sus experiencias son a menudo muy
reveladores. ¿De dónde proviene la palabra Seele (alma)? El alemán Seele
(alma) y el inglés soul son en gótico Saiwala, en germánico primitivo saiwalô,
emparentado con el griego aiolos, que significa movedizo, abigarrado,
tornasolado. La palabra griega psyché significa también, como es sabido,
mariposa. Por otra parte, saiwáló, es un compuesto del viejo eslavo sila =
fuerza. Estas relaciones aclaran la significación original de la palabra Seele
(alma): el alma es una fuerza motriz, una fuerza vital.
Los nombres latinos animus = espíritu y anima = alma, son lo mismo que el
griego anemos = viento. La otra palabra griega que designa al viento, pneuma,
significa también, como se sabe, espíritu. En gótico, encontramos el mismo
término en la forma de us-anan = ausatmen = expirar, y en latín, an-helare =
respirar dificultosamente. En el viejo alto alemán spiritus sanctus se expresa
con atum, Atem = aliento. En árabe, rih = viento, ruh = alma, espíritu. El griego
psyché tiene un parentesco análogo con psycho — soplar, psychos = fresco,
psychros = frío y physa = fuelle. Estas relaciones muestran claramente que en
latín, en griego y en árabe el nombre dado al alma evoca la representación de
viento agitado, de «soplo helado de los espíritus» .
Paralelamente, los primitivos tienen una visión del alma que le atribuye un
cuerpo formado de soplos invisibles.
Fácilmente se comprende que la respiración, que es un signo de vida, sirve
para designarla con el mismo derecho que el movimiento o la fuerza creadora
de movimiento. Otra concepción primitiva ve al alma como un fuego o una
llama, siendo el calor también una característica de la vida. Otra
representación curiosa, pero frecuente, identifica el alma y el nombre. El
nombre de un individuo sería, según esto, su alma, y de aquí la costumbre
de reencarnar en los recién nacidos el alma de los antepasados dándoles los
nombres de éstos. Esta concepción equivale a identificar la parte con el todo,
el yo consciente con el alma que expresa; frecuentemente, el alma es
confundida también con las profundidades oscuras, con la sombra del
individuo; de aquí que pisar la sombra de alguien sea una ofensa mortal. Esta
es la razón de que el mediodía (la hora de los espíritus en el hemisferio sur)
sea la hora peligrosa: la disminución de la sombra equivale a una amenaza
contra la vida. La sombra expresa lo que los griegos llamaban el synopados,
ese algo que nos sigue detrás, esa sensación imperceptible y vivaz de una
presencia: también se ha llamado sombra al alma de los desaparecidos .
Estas alusiones bastan para demostrar de qué manera la intuición original
elaboró la experiencia del alma. Lo psíquico aparecía como una fuente de
vida, un primum movens, como una presencia sobrenatural pero objetiva. Esto
explica que él primitivo pudiera conversar con su alma; ésta tiene una voz,
que no es exactamente idéntica a él mismo ni a su conciencia. Lo psíquico, para
la experiencia originaria, no es, como para nosotros, la quintaesencia de lo subjetivo y
de lo arbitrario; es algo objetivo, algo que brota de forma espontánea y que tiene en sí mismo su razón de ser .
Esta concepción, desde un punto de vista empírico, está perfectamente
justificada; no sólo al nivel primitivo, sino también en el hombre civilizado, lo
psíquico resulta ser algo objetivo, sustraído en gran medida a la arbitrariedad
de la conciencia: así, somos incapaces, por ejemplo, de reprimir la mayoría de
nuestras emociones, de transformar en buen humor un humor detestable, de
provocar o impedir sueños. Hasta el hombre más inteligente del mundo
puede ser presa en ciertas ocasiones, de ideas de las que no logra
desembarazarse, a despecho de los mayores esfuerzos de voluntad. Nuestra
memoria da los saltos más increíbles sin que podamos intervenir más que con
nuestra admiración pasiva; nos pasan por la cabeza fantasías que ni hemos
buscado ni esperamos. Es cierto que nos halaga ser los dueños en nuestra
propia casa. En realidad, dependemos, en proporciones angustiosas, de un funcionamiento preciso de nuestro psiquismo inconsciente, de sus sobresaltos y de sus fallos ocasionales. Además, después de estudiar la psicología de los neuróticos,
resulta ridículo que haya todavía psicólogos que pongan a la conciencia y a la
psique en el mismo plano. Por otra parte, la psicología de los neuróticos, no
se diferencia, como es sabido, de la de los individuos considerados normales
más que por rasgos insignificantes. Además, ¿quién, en nuestros tiempos,
tiene la perfecta seguridad de no ser neurótico? Esta situación de hecho
justifica elocuentemente de un modo inmediato y peligroso, la vieja concepción
según la cual el alma era una realidad autónoma no sólo objetiva,
sino también arbitraria. La suposición que la acompañaba de que esta entidad
misteriosa e inquietante es, al mismo tiempo, la fuente de vida, es
perfectamente comprensible desde un punto de vista psicológico, pues la
experiencia demuestra que el yo, la conciencia, brotan de la vida inconsciente:
el niño pequeño presenta una vida psíquica sin conciencia del yo apreciable,
y por ello los primeros años de la vida apenas si dejan huellas en la memoria.
¿De dónde surgen todas las ideas buenas y saludables que nos vienen de
improviso al espíritu? ¿De dónde surgen el entusiasmo, la inspiración y la
sensación de la vida en su plenitud? El primitivo siente en las profundidades
de su alma la fuente de la vida; se siente impresionado hasta las raíces de su
ser por la actividad de su alma, generadora de vida; y, por ello, acepta con
credulidad todo lo que actúa sobre el alma, los usos mágicos de todo género.
Para el primitivo, el alma es, pues, la vida absoluta, que no imagina dominar
sino de la que se siente dependiente en todas las relaciones .
La idea de la inmortalidad del alma, por inaudita que nos parezca, no tiene
nada de sorprendente para el empirismo primitivo. El alma es, sin duda, algo
extraño; no está localizada en el espacio, mientras que todo lo que existe
ocupa una cierta extensión. Suponemos con certidumbre que nuestros
pensamientos se sitúan en la cabeza; pero si se trata de los sentimientos ya
nos mostramos indecisos, pues éstos parecen brotar más de la región del
corazón. En cuanto a las sensaciones, están repartidas por el conjunto del
cuerpo. Nuestra teoría pretende que la conciencia se asienta en la cabeza. Los
indios pueblos, por su parte, me aseguraron que los americanos estaban locos
al pensar que las ideas se hallaban en la cabeza, puesto que todo ser
razonable piensa con el corazón. Ciertas tribus negras no localizan su
psiquismo ni en la cabeza ni en el corazón, sino en el vientre .
A esta incertidumbre de la localización espacial se añade el aspecto inextenso
de los estados psíquicos, aspecto inextenso que aumenta a medida que se
alejan de la sensación. ¿Qué dimensiones, por ejemplo, se puede atribuir a
una idea? ¿Es pequeña, grande, larga, fina, pesada, líquida, recta, circular? Si
buscásemos una representación viviente de una entidad con cuatro
dimensiones y, no obstante, al margen del espacio, el mejor modelo sería sin
duda el pensamiento .
Sin embargo, ¡sería tan fácil todo, si fuera posible negar sencillamente la psique! Mas
para ello chocamos con la experiencia, inmediata en grado sumo, de algo
existencial, implantado en el seno de nuestro mundo real de tres
dimensiones, mensurable y ponderable, y que, desde todos los puntos de
vista y en cada uno de sus elementos, es sorprendentemente dispar de esta
realidad, no obstante reflejarla. El alma podría ser a la vez un punto
matemático y tener la inmensidad de un mundo planetario. ¿Se le puede
reprochar algo a la intuición ingenua según la cual una entidad tan
paradójica raya en lo divino? Si el alma está al margen del espacio, es
incorpórea. Los cuerpos mueren, pero ¿cómo podría aniquilarse lo invisible y
lo inextenso? Además, la vida y el alma existen antes que el yo y le
sobreviven, como lo atestiguan el sueño y la existencia de los demás, cuando
el yo, durante el sueño o en un síncope, no vive. ¿Por qué, ante estos hechos,
la intuición primitiva iba a negar que el alma existe al margen del cuerpo?
Confieso que no advierto en esta pretendida superstición más absurdidad
que en los resultados de las investigaciones sobre la herencia o en los de la
psicología de los instintos .
Si se considera que las culturas antiguas, hasta las más primitivas, utilizaron
los sueños y las visiones como fuente de conocimiento, se comprende que la
vieja concepción haya imputado al alma un saber superior, incluso divino. De
hecho, el inconsciente dispone de percepciones subliminales cuyas gama y
extensión rozan lo maravilloso; en el estadio primitivo, los sueños y las
visiones, en un justo reconocimiento de este estado de hecho, son mirados
como fuentes de informaciones importantes; sobre esta base psicológica se
han alzado, desde los tiempos más remotos, poderosas culturas, tales como
las culturas india y china, que elaboraron filosófica y prácticamente, hasta en
sus menores detalles, la vía del conocimiento interior .
Apreciar la psique inconsciente, valorarla hasta el punto de juzgarla digna de
ser una fuente de conocimiento, no es en absoluto tan ilusorio como pretende
nuestro racionalismo occidental. Nosotros nos inclinamos a suponer que todo
conocimiento viene, en último análisis, del exterior .
Pero hoy sabemos con certeza que el inconsciente posee contenidos que, si
pudiéramos hacerlos conscientes, representarían un aumento inmenso de
conocimientos. El estudio moderno de los instintos en los animales—por
ejemplo, en los insectos—ha aportado un rico acervo empírico que prueba,
cuando menos, que si un ser humano se comportara, llegado el caso, como tal
o cual insecto, tendría una línea de conducta infalible. Naturalmente, es
imposible probar que los insectos tengan una conciencia de su saber, mas
para el sano sentido común es indudable que estas pulsiones inconscientes forman
otras tantas funciones psíquicas. También el inconsciente humano encierra todas
las formas de vida y de funciones heredadas de la línea ancestral, de suerte
que en cada niño preexiste una disposición psíquica funcional, adecuada,
anterior a la conciencia. En el seno de la vida consciente del adulto, tal
función inconsciente instintiva hace sentir constantemente su presencia y su
actividad; en ella están ya preformadas todas las funciones de la psique
consciente. El inconsciente percibe, tiene intenciones y presentimientos,
sentimientos y pensamientos, al igual que el consciente. Nuestra experiencia
de la psicopatología y el estudio de la función onírica lo confirman
abundantemente. Sólo hay una diferencia esencial entre el funcionamiento
consciente y el funcionamiento inconsciente de la psique: el consciente, a
pesar de su intensidad y su concentración, es puramente efímero, se acomoda
sólo al presente inmediato y a su propia circunstancia; no dispone, por
naturaleza, sino de materiales de la experiencia individual, que se extienden
apenas a unos pocos decenios. Para el resto de las cosas, su memoria es
artificial y se apoya esencialmente en el papel impreso. ¡Qué distinto es el
inconsciente! Ni concentrado ni intenso, sino crepuscular hasta la oscuridad, abarca
una extensión inmensa y guarda juntos, de modo paradójico, los elementos más
heterogéneos, disponiendo, además, de una masa inconmensurable de percepciones
subliminales, del tesoro prodigioso de las estratificaciones depositadas en el trascurso
de la vida de los antepasados, quienes, por su sola existencia, contribuyeron a la
diferenciación de la especie. Si el inconsciente pudiera ser personificado, tomaría
los rasgos de un ser humano colectivo que viviera al margen de la
especificación de los sexos, de la juventud y de la vejez, del nacimiento y de
la muerte, dueño de la experiencia humana, casi inmortal de uno o dos
millones de años. Este ser se haría indiscutiblemente por encima de las
vicisitudes de los tiempos. El presente no tendría más significación para él
que un año cualquiera del centesimo milenio antes de Jesucristo; sería un
soñador de sueños seculares y, gracias a su experiencia desmesurada, un
oráculo de pronósticos incomparables. Pues habría vivido un número
incalculable de veces la vida del individuo, la de la familia, la de las tribus, y
la de los pueblos y conocería—como una sensación viva— el ritmo del
devenir, del desarrollo y de la decadencia .
Por desgracia, o mejor por fortuna, este ser está soñando; al menos, tal nos
parece, como si este inconsciente colectivo no tuviera conciencia propia de
sus contenidos; sin embargo, no estamos más seguros de ello que con los
insectos. Este ser colectivo no parece ya ser una persona sino más bien una
especie de marea infinita, un océano de imágenes y de formas que emergen a
la conciencia con ocasión de los sueños o de los estados mentales anormales .
Sería absurdo pretender que este sistema inmenso de experiencias de la
psique inconsciente no es más que una ilusión; nuestro cuerpo visible y
tangible es, también, un sistema de experiencias por completo comparable,
que guarda todavía las huellas de desarrollo que se remontan a las primeras
edades; forma indiscutiblemente un conjunto sometido a un fin, la vida, que
de otro modo sería imposible. A nadie se le ocurrirá negar todo interés a la
anatomía comparada o a la fisiología; el estudio del inconsciente colectivo y
su utilización como fuente de conocimiento tampoco puede ser considerado una ilusión .
Desde el punto de vista superficial, el alma nos parece esencialmente el
reflejo de procesos exteriores, que serían, no sólo los promotores ocasionales
de ella, sino su propio origen primero. Del mismo modo, el inconsciente no
parece explicable en principio sino desde el exterior, a partir del consciente.
Sabido es que Freud, en su psicología, hizo esta tentativa. Pero sólo hubiera
podido tener verdadero éxito si el inconsciente fuera, de hecho, un producto
de la existencia individual y del consciente. Sin embargo, el inconsciente
preexiste siempre, al ser disposición funcional heredada de época en época. La
conciencia es un brote tardío del alma inconsciente. Sería absurdo, sin duda,
explicar la vida de los antepasados por los epígonos ulteriores; tal es la razón
por la que, a mi modo de ver, es erróneo situar al inconsciente en dependencia
causal del consciente. Lo contrario es, sin duda, más cierto .
Precisamente este punto de vista opuesto era el de la forma de ver
tradicional, especie de vieja psicología que, presciente del inestimable tesoro
de experiencias oscuras ocultas bajo el umbral de la conciencia individual y
efímera, no consideró el alma del individuo más que en dependencia de un
sistema cósmico espiritual. Para ella no se trataba sólo de una hipótesis, sino
la evidencia manifiesta de que este sistema era una entidad dotada de voluntad y de conciencia, y hasta incluso un ser. Y a este ser se le llamó Dios,
que se convirtió así en la quintaesencia de toda realidad. Dios era el ser más
real, la prima causa, sólo mediante la cual podía ser explicada el alma. Esta
hipótesis tiene su razón de ser psicológica: calificar de divino, en relación al
hombre, a un ser más o menos inmortal, dotado de una experiencia más o
menos eterna, no es totalmente injustificado .
Lo que precede esboza la problemática de una psicología basada, no en el
orden físico como principio explicativo, sino en un sistema espiritual cuyo
primum movens no es ni la materia y sus cualidades, ni un estado energético,
sino Dios. Invocando la filosofía moderna de la naturaleza, nos arriesgamos
en este punto a la tentación de llamar Dios a la energía o al impulso vital, y
de meter así en el mismo saco al espíritu y a la naturaleza. En tanto que
semejante empresa quede limitada a las alturas nebulosas de la filosofía
especulativa, el peligro no es grande. Pero si queremos operar de igual modo
en las esferas inferiores de la experiencia científica, no tardaremos en
perdernos en confusiones sin salida, al estar nuestras explicaciones dirigidas
a lograr un alcance práctico. En efecto, no pretendemos una psicología de ambiciones
únicamente académicas y cuyas explicaciones se queden en la
práctica en letra muerta; necesitamos una psicología práctica, verdadera en su
ejercicio, es decir, capaz de proporcionar explicaciones confirmadas por sus
resultados. En la palestra de la psicoterapia práctica, buscamos resultados
viables, ajenos a la elaboración de teorías sin valor e incluso dañinas para el
enfermo. Aquí es, a menudo, cuestión de vida o muerte el saber si la
explicación debe recurrir a la materia o al espíritu. No olvidemos que, desde
el punto de vista naturalista, todo lo que es espíritu es una ilusión, y que, por
otra parte, el espíritu frecuentemente tiene que negar y superar un hecho
físico inoportuno para afirmar su propia existencia. Si no reconozco más que
valores «naturales», minimizaré, entorpeceré o incluso aniquilaré con mi
hipótesis física el desarrollo espiritual de mi enfermo. Si, por el contrario, en
último análisis lo traspongo todo a las esferas etéreas, desconoceré y
violentaré al individuo natural en su legítima existencia física. La mayoría de
los suicidios que se producen en el transcurso de un tratamiento
psicoterápico provienen de falsas maniobras de esta clase. La energía es Dios
o Dios es la energía: esto importa poco, pues el hecho resulta impenetrable en
todo conocimiento de causa. En cambio, debo estar al corriente de las
posibilidades de explicaciones psicológicas.
El psicólogo moderno no está ya entregado a una u otra de estas actitudes;
vacila entre las dos en una alternativa peligrosa, expuesto a la fácil tentación
de un oportunismo desprovisto de todo carácter. Aquí está, sin duda alguna,
el gran peligro de la coincidentia oppositorum, de la liberación del dilema de los
contrarios por el intelecto que los supera. ¿Cómo de la equivalencia de dos
hipótesis opuestas podría nacer otra cosa que una indecisión oscilante y sin
fuerza sobre el vacío? Esta situación pone de relieve la ventaja de un
principio explicativo único, que permita tomar un partido netamente
definido. Tropezamos aquí indudablemente con un problema muy arduo.
Necesitamos una realidad, un fundamento explicativo real sobre el que
podamos apoyarnos; y, sin embargo, al psicólogo moderno le es imposible
contentarse con el recurso al orden físico, una vez que ha adquirido
claramente conciencia de lo que la interpretación espiritualista tiene de
justificado. Pero ya no podrá tampoco adoptar totalmente ésta, pues ello sería
prescindir de los motivos de la validez relativa del punto de vista físico. Entonces,
¿a qué carta quedarse? El estudio de este dilema y la búsqueda de su
solución me han conducido a las siguientes reflexiones: el conflicto entre la
Naturaleza y el Espíritu no es sino la traducción de la esencia paradójica del alma;
ésta posee un aspecto físico y otro espiritual que parecen contradecirse solo
porque, en último análisis, no captamos su esencia. Siempre que el
entendimiento humano quiere aprender algo que, en último análisis, no comprende
ni puede comprender, para captar algunos aspectos de la cosa debe (si
es sincero) someterse a una contradicción y escindir el objeto en sus
apariencias opuestas. El conflicto entre el aspecto físico y el aspecto espiritual
no hace sino demostrar que lo psíquico es, en el fondo, algo inasible; sin duda
alguna, es nuestra única y exclusiva experiencia inmediata. Todo lo que
experimento es psíquico; hasta en el caso del dolor físico lo que siento es su
transcripción psíquica. Todas las percepciones de mis sentidos que me
imponen un mundo de objetos espaciales e impenetrables son imágenes
psíquicas que representan mi única experiencia inmediata, dado que estas
imágenes son los únicos datos inmediatos de mi conciencia. Mi psique
transforma y falsifica la realidad en proporciones tales que es preciso recurrir
a expedientes a fin de constatar lo que las cosas son fuera de mí; por ejemplo,
que un sonido es una vibración del aire de una cierta frecuencia y que un
color es una de las longitudes de onda de la luz .
En el fondo, estamos tan inmersos en nuestras imágenes psíquicas que no
podemos penetrar la naturaleza de las cosas que nos son exteriores. Todo lo
que llegamos a conocer no está formado más que de materiales psíquicos. La
psique es la entidad real en grado sumo, puesto que es la única inmediata. En
esta realidad, en la realidad del psiquismo, es en la que el psicólogo debe
apoyarse. Si queremos ahondar más en esta última noción, pronto veremos
que ciertas representaciones o imágenes emanan de un mundo reputado
físico, del que nuestro cuerpo forma igualmente parte, mientras que otros
provienen, sin que por ello sean menos reales, de una fuente llamada
espiritual, aparentemente distinta del mundo físico. Imaginar el coche que
deseo comprar o el estado en que se encuentra de momento el alma de mi
padre fallecido, irritarme por un obstáculo exterior o por un pensamiento
íntimo, forma parte, psíquicamente hablando, de una misma realidad. La
única diferencia es que en un caso las representaciones o sentimientos se
relacionan con el mundo de las cosas físicas y en el otro con el mundo de las
cosas espirituales. Si desplazo mi noción de realidad y la centro en la psique,
entonces sólo esta noción está en su puesto y el conflicto entre la Naturaleza y
el Espíritu como principios explicativos se resuelve por sí mismo. Naturaleza
y Espíritu no son ya en tal caso sino las designaciones de origen de los contenidos
psíquicos que se concentran en mi conciencia. Cuando una llama me quema,
no dudo ni un instante de la realidad del fuego. Pero cuando temo la
aparición de un fantasma, me refugio al abrigo del pensamiento de que no es
más que una ilusión. Ahora bien, el fuego es la imagen psíquica de un
proceso objetivo cuya naturaleza física, en último análisis, no es desconocida;
del mismo modo, mi miedo al fantasma, imagen psíquica de un proceso
mental, es tan real como el fuego, y el temor que siento, tan real como el dolor
originado por el fuego. La operación mental a la que se reduce, en último
término, el miedo al fantasma me es tan desconocida como la naturaleza
última de la materia. No se me ocurre explicar la naturaleza del fuego de otro
modo que por nociones químicas y físicas; tampoco se me pasa por la cabeza
explicar mi miedo al fantasma de otro modo que por factores psíquicos .
El hecho de que sólo la experiencia psíquica sea inmediata y de que, en
consecuencia, la única realidad inmediata no pueda ser sino de orden psíquico,
explica por qué el hombre primitivo siente los espíritus y las
influencias mágicas con la misma concreción que los acontecimientos exteriores.
El primitivo no ha dividido todavía su experiencia original en
contrastes irreductibles. En su universo, el espíritu y la materia se compenetran
y los dioses pueblan los bosques y los campos. Es semejante todavía a un
niño recién nacido, envuelto, como la crisálida por su capullo, por los sueños
de su alma y por el mundo tal como es realmente, anterior a la desfiguración
que le infligen las dificultades de conocimiento de un entendimiento
incipiente. De la disgregación del mundo original en Espíritu y Naturaleza,
el mundo occidental ha salvado la Naturaleza, en la que cree por
temperamento y en la que se ve cada vez más enredado, a través de todas sus
tentativas dolorosas y desesperadas de espiritualización .
El mundo oriental, por su parte, ha elegido el espíritu, decretando que la
materia no es sino Maya, y se ha entumecido en su sueño en medio de la
miseria y de la suciedad asiáticas .
La tierra, sin embargo, es una, y así como Oriente y Occidente no han logrado
desgarrar a la humanidad una en dos mitades adversas, así también la
realidad psíquica persiste en su unidad originaria; espera a que la conciencia
humana progrese desde la creencia en una mitad y la negación de la otra
hacia el reconocimiento de las dos en tanto que elementos constitutivos del alma única .
La idea de la realidad psíquica, si se le prestara la atención que merece, constituiría,
sin duda, la conquista más importante de la psicología moderna. Creo que la
difusión de esta idea no es más que una cuestión de tiempo. Esta fórmula se
impondrá, pues sólo ella permite apreciar las múltiples manifestaciones
psíquicas en sus particularidades esenciales. Fuera de esta concepción es
inevitable que sea violentada, según el caso, una u otra mitad de lo psíquico.
Con esa fórmula adquirimos la posibilidad de hacerle justicia al aspecto de lo
psíquico expresado en las supersticiones, la mitología, las religiones y la
filosofía. Y, ciertamente, no es cosa de subestimar este aspecto del alma. La
verdad sensorial le basta, acaso, a la razón, pero no revela jamás un sentido
de la existencia humana que, al conmover y expresar al corazón, implicaría su
adhesión. Las fuerzas del corazón son a menudo los factores que en última
instancia llevan a la decisión, tanto en el bien como en el mal. Cuando no
acuden en ayuda de nuestra razón, ésta queda las más de las veces
impotente. ¿Acaso la razón y nuestras buenas intenciones nos han preservado
de la guerra mundial o de cualquier otro absurdo catastrófico? ¿Han nacido
acaso de la razón las mayores transformaciones espirituales y sociales? ¿Es la
razón quien ha presidido la transformación de la vida económica antigua
para conferirle la forma que tuvo en la Edad Media, o la expansión casi
explosiva de la cultura islámica? Como médico, naturalmente, no me afectan
de un modo inmediato estas cuestiones universales; de quien yo debo
ocuparme es del enfermo. Hasta el presente era un prejuicio corriente en
medicina el afirmar que se podía—que se debía—curar y cuidar la
enfermedad en sí; pero en los últimos tiempos voces autorizadas se han
alzado acusando de errónea a esta opinión y recomendando el tratamiento no
de la enfermedad, sino del individuo. Esta necesidad se nos impone también
en el tratamiento de los males psíquicos. Considerar la enfermedad visible no
es nada si nuestra mirada no abarca al individuo entero; pues nos hemos
visto precisados a admitir que el mal psíquico no consiste en fenómenos
localizados, estrechamente circunscritos, sino que, por el contrario, estos
fenómenos son otros tantos síntomas de un actitud, profundamente
defectuosa en algún aspecto, de la personalidad total. Una verdadera
curación no se puede, pues, esperar de un tratamiento que considere sólo los
síntomas; sólo se puede esperar del tratamiento de la personalidad total .
Recuerdo, a este respecto, un caso muy instructivo: se trataba de un joven
extremadamente inteligente que, habiéndose entregado con interés a un
estudio concienzudo de la literatura médica sobre el tema, había realizado un
análisis circunstanciado de su neurosis. Me trajo el resultado de sus
reflexiones en forma de una monografía notablemente escrita y, por así
decirlo, lista para la imprenta. Me rogó que leyera su manuscrito y que le
dijera por qué no estaba todavía curado cuando sus conocimientos científicos
le decían que debía estarlo. Tras la lectura tuve que confesarle que si a un
enfermo le bastara para curarse comprender la estructura causal de su
neurosis, desde luego él debería estar incontestablemente libre de sus males.
Si no le estaba, ello se debía sin duda a algún error cardinal concerniente a su
actitud general respecto a la vida y situado aparentemente al margen de la
etiología sintomática de su neurosis. No sin sorpresa supe por su anamnesis
que solía pasar el invierno en Saint-Moritz o en Niza; le pregunté quién
pagaba estas estancias y resultó ser una pobre institutriz que le amaba y que
ahorraba a costa de su comida día a día el dinero necesario para las
vacaciones del joven. El motivo de su neurosis se hallaba en esta amoralidad,
que explicaba, además, la ineficacia de la comprensión científica. En este caso
el fallo inicial residía en la actitud moral. El enfermo juzgó mi opinión muy
poco científica, ya que la moral no tenía nada que ver con la ciencia. Creía
que, en nombre del pensamiento científico, se podía eliminar una inmoralidad
que, en el fondo, él mismo no soportaba, y que se podía pretender que
no había conflicto, puesto que la mujer que le amaba le daba gustosa aquel
dinero. Podemos entregarnos, a este respecto, a todos los raciocinios
científicos que queramos, pero ello no impedirá que la mayoría de los seres
civilizados no soporten semejante actitud. La actitud moral es un factor real
que el psicólogo debe tener en cuenta si no quiere arriesgarse a las mayores
equivocaciones. Lo mismo sucede de hecho con ciertas convicciones
religiosas que, racionalmente infundadas, no por ello dejan de representar
para ciertas personas una necesidad vital. Estamos, una vez más, ante
realidades psíquicas capaces tanto de causar como de curar enfermedades.
Cuántas veces he oído a un enfermo exclamar: «¡Si conociera el sentido y el
objetivo de mi existencia no tendría que soportar estos trastornos nerviosos!»
Poco importa ser rico o pobre, tener familia y situación o no tenerla, pues lo
que es preciso es que ello baste para dar un sentido a una vida. Se trata aquí
más bien de la necesidad irracional de una vida llamada espiritual que no se
encuentra ni en las universidades, ni en las bibliotecas, ni siquiera en las
iglesias. No puede aceptar lo que se le ofrece, cosas que hablan al intelecto,
sin conmover al corazón. En tal caso, el reconocimiento exacto por el médico
del factor espiritual es de una importancia absolutamente vital, importancia
que el inconsciente del enfermo subraya al producir, por ejemplo, en los
sueños, contenidos cuya naturaleza debe ser calificada, en cuanto a lo
esencial, de religiosa. Desconocer el origen espiritual de tales contenidos
conduciría a un tratamiento equivocado y a un fracaso .
En efecto, las representaciones espirituales generales son un elemento
constitutivo indispensable de la vida psíquica; se hallan en todos los pueblos
que gozan de una conciencia ya algo liberada. Por eso, su ausencia parcial o
incluso su negación incidental en los pueblos civilizados deben considerarse
como un signo dé decadencia .
La psicología, en su desarrollo actual, se preocupa especialmente del
condicionamiento físico del alma; en el futuro, la tarea de la psicología será
estudiar el condicionamiento espiritual de las operaciones psíquicas. Pero la
historia natural del espíritu se encuentra hoy todavía en un estado
comparable al de las ciencias naturales del siglo xiii. Estamos apenas
comenzando a confrontar experiencias .
Si la psicología moderna puede gloriarse de haber arrancado hasta el último
velo que disimulaba la imagen del alma, éste es sin duda el que ocultaba su
apariencia biológica a los ojos de los sabios. Podemos comparar la situación
actual con el estado en que se encontraba la medicina en el siglo xvi, al
iniciarse la anatomía y cuando la fisiología estaba todavía en el limbo. De
modo parecido, nosotros no tenemos sino algunas apreciaciones sobre la vida
espiritual del alma. Hoy sabemos, es cierto, que se dan en el alma operaciones
de metamorfosis condicionadas espiritualmente y que se hallan, entre otras,
en la base de las iniciaciones bien conocidas en la psicología de los primitivos
o de los estados engendrados por el yoga. Pero todavía no hemos logrado
definir las leyes singulares a las que obedecen. Sólo sabemos que la mayoría
de las neurosis están relacionadas con una perturbación de estos procesos .
La investigación psicológica no ha logrado librar al rostro del alma de sus
velos múltiples, pues ésta es lejana, inabordable y oscura como todos los secretos profundos de la vida. Lo más que podemos hacer es decir lo que ya
hemos intentado y lo que pensamos emprender en el futuro para acercarnos a
la solución de este enigma impenetrable .
Notas:
1- Conferencia pronunciada en Viena, en 1931, en el «Kultur-bund», y publicada después en
Wirklichkeit der Seele (Rascher, Zurich, 1934) con el título Problema fundamental de la
psicología contemporánea .
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