Libro Segundo: Los complejos
4. La experiencia de las asociaciones
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Continuemos nuestras experiencias de asociaciones. Deseo citar ahora otros
ejemplos que nos darán una impresión de conjunto de lo que son los
complejos y que nos pondrán en camino hacia su teoría. Para empezar,
veamos la lista de las palabras inductoras críticas: «rezar», «separar», «casarse
», «disputar», «familia», «felicidad», «falso», «besar», «elegir»,
«contento»; estaban repartidas subrayémoslo—entre un gran número de
palabras inductoras indiferentes y no formaban, por tanto, una serie
sugestiva. Busquemos qué es lo que puede haber aquí. Yo conocía, antes de
iniciar la experiencia, los siguientes detalles: mi cliente era una mujer casada
de treinta años. Su marido la había llevado a mi consulta a causa de unas
crisis exacerbadas de celos que le martirizaban, aunque saltara a la vista que
el marido era un hombre bueno como un cordero, incapaz de la menor
desviación. No obstante, ella tenía esos celos violentos, tan conocidos, cuyos
accesos están desprovistos de fundamento. Estaba casada desde hacía tres
años y era católica practicante; el marido era protestante, lo que, según ellos,
no intervenía en absoluto. Es de señalar que ella era de una gazmoñería
singular: por ejemplo, no se había desnudado jamás delante de su marido,
sino siempre en una habitación contigua; su hermana también casada, había
tenido un hijo el año anterior, pero de este hecho no se podía hablar en la
conversación, pues aludía a una cosa inconveniente. Por lo demás, según
decían, habían sido felices. Naturalmente, yo examiné a fondo primero a la
mujer y luego le pregunté: —¿No es una fuente de dificultades el que usted
sea católica y su marido protestante? —No, nos hemos puesto de acuerdo
sobre esto. Para mi madre es muy importante que yo siga siendo católica y
que mis hijos sean educados católicamente .
El marido, interrogado sobre la misma cuestión, me respondió: —Eso no
cuenta para nada: yo no voy mucho al templo .
Le pregunté de nuevo: —¿Es usted desgraciada en su matrimonio? —En
absoluto—dijo—, siento un gran amor por mi marido, y por eso estoy celosa.
¿De dónde puede provenir esto? ¿Será quizá porque yo tengo un
temperamento apasionado? Comprendí que con una simple conversación no
se podía sacar nada de la paciente, y le propuse, para acortar su suplicio,
someterla a una pequeña experiencia.
Veamos el resultado del estudio con ella de las reacciones críticas. La palabra
«rezar» había determinado perturbaciones sensibles. Lo que «rezar» podía
implicar de desagradable acudió entonces a su mente. Tras algunas
vacilaciones, confesó: «Naturalmente, el cura, en la confesión, siempre pincha
un poco, y, de todas formas, no deja de ser desagradable que mi marido sea
protestante; a pesar de todo, quizá sea nefasto que haya dos religiones en la
familia.» La palabra «separar» le inspiró, asimismo, un comentario: ««A fin
de cuentas, separar al matrimonio.» Ante «casarse», confesó, al ir emergiendo
poco a poco el secreto de la historia, que los celos habían trastornado
profundamente la vida matrimonial .
Ante «disputar», me entero de que tiene innumerables disputas con su
marido y que la pareja está lejos de ser tan feliz corno ellos pretenden .
Ante «familia», ella asocia: «Descomposición de la familia.» Ante «felicidad»:
«No hay felicidad en el matrimonio.» Ante «falso»: «Es falso dejarse llevar
por imaginaciones sobre otras personas…» —¿Otras personas? —Sobre otros hombres .
Ante «besar»: «Besar a otro hombre.» Ante «elegir»: «Se elige mal.» Ante
«contento»: «Se está muy descontento.» Era la verdad. Resultó claro que ella
tenía la cabeza llena de pensamientos eróticos en relación con otros hombres,
mientras que su marido, estúpidamente, no le proporcionaba ni el menor pretexto
que justificara el más pequeño reproche. No pudiendo confesarse
semejantes pensamientos, tenía que hacer escenas para engañar, como si el
culpable fuera él y no ella. De esta suerte, ella le martirizaba
escandalosamente; no le amaba, en el fondo, sino que, por el contrario, le
odiaba y pensaba desembarazarse de él .
Este ejemplo nos muestra la utilidad de semejante experiencia; cuando se
tiene una simple conversación con una persona, ésta, a pesar de sus guiños de
ojos, puede lograr engañarnos de medio a medio y a veces se la cree por
completo. Pero cuando se practica esta experiencia y se tiene ante sí el
resultado por escrito, uno sabe a qué atenerse .
He aquí un nuevo ejemplo, mucho más trágico. Se trata de una mujer de unos
treinta y dos años. Tenía fortuna y vivía en el extranjero con sus dos hijos.
Tres o cuatro meses antes de que yo la conociera había perdido al mayor, una
niña de cuatro años que había muerto de fiebre tifoidea. Inmediatamente
después de la muerte de su hija, apareció en ella un estado depresivo
patológico que hizo necesario un tratamiento en una clínica. El motivo de su
depresión parecía a los psiquiatras de una claridad evidente: su hija preferida
le había sido arrebatada y este golpe había acabado con su equilibrio. Fue
trasladada a mi servicio y tuve que ocuparme de su caso. Quise asegurarme
de que no existían otros encadenamientos y la interrogué abundantemente.
Me respondió con una claridad que su estado no había empañado: «La
pérdida irreparable de esta niña me ha dejado inconsolable; yo era, además,
muy feliz, y todo iba muy bien.» En su depresión no era discernible ningún
otro motivo. No obstante, hice con ella una experiencia de asociaciones, la
cual aclaró su patogenia. He aquí la lista de las palabras inductoras críticas
que determinaron reacciones prolongadas: «Angel», «terco», «malo», «azul»,
«rojo» (seguida de una perseveración), «rico», «querido», «caer», «libre»
(seguida de una perseveración), «casarse» (seguida de una perseveración que
se extiende a las dos palabras siguientes indiferentes). No les voy a pedir que
adivinen el significado de este jeroglífico. No podrían resolverlo, pues son
necesarios detalles complementarios; yo tuve que preguntarle a la paciente
qué evocaban en ella las palabras inductoras críticas, esperando de este modo
ponerme en la pista de los complejos afectivos eventualmente responsables
de su depresión .
«Ángel»—¿Qué acude a su mente cuando yo pronunció esta palabra?—le
pregunté .
Sus ojos se llenaron de lágrimas y la enferma respondió que pensaba en su
niña muerta. La encadené aún más diciéndole que comprendía su turbación y
que la compadecía en su dolor. Era una buena introducción para las palabras
inductoras siguientes, que parecían aún más plenas de desazón y por las que
no hubiera sido acertado comenzar .
«Terco». Ella meditó largamente y al final dijo: «Quizá yo sea muy obstinada.
¿Por qué? Se es obstinado o no se es». No me paré más en ello, pero anoté
para mí que quizá había allí algo por elucidar .
«Malo». Esta palabra suscitó la misma meditación que la precedente; fue
visible que alcanzaba a su fondo, a lo más íntimo de ella, de forma indecible y
que la hundía en un estado confuso. Allí se encontraba, ciertamente, el
complejo patológico específico, responsable de su mal. Se trataba de algo que
ella no conseguía ni captar, ni realizar, ni dominar. Los ingleses dicen algo
parecido: I cannot cope with it, no puedo con ello, es superior a mis fuerzas. Es
tan intenso, tan peligroso, tan pesado, que no se logra aprehender. Las cosas
que adquieren y poseen en un ser tales pro- porciones le vuelven loco; lo que
el yo no logra incorporarse es patógeno. El infortunado que tiene la desgracia de
ser cogido en el engranaje de un conflicto semejante sin disponer de una
cabeza firme, bien asentada sobre sus hombros, tiene las mayores
probabilidades de ser víctima de una explosión, en sentido figurado, de su
caja craneana. Lo anoté en mi ficha: debajo de esto hay algo grave .
«Azul». —«Sí, los ojos de mi niña eran azules; tenía ojos muy bonitos; desde
que nació fueron la admiración de todos.» Luego, se envaró de pronto; yo lo
percibí y anoté de nuevo: también aquí hay algo, pues su rostro había
adquirido la expresión patológica que expresa la presencia de un elemento
intangible que subyuga .
«Rico». —«No me viene nada a la mente; es una cuestión que puede serme
indiferente, pues nosotros vivimos con desahogo. ¿Por qué me puede afectar?
¿Quién es tan rico, entonces? ¡Ah, sí, exacto, es el señor X!» —¿Qué relación
tiene con usted? —Estuve enamorada de él. Pero ¿qué importa esto? Sí, ¿sabe
usted?.. .
Yo anoté: aquí hay gato encerrado. Efectivamente, terminó por surgir un
episodio: poco antes de la enfermedad de su hija, la paciente había recibido la
visita de un señor, amigo de este rico señor X, quien, aprovechando una
ausencia momentánea del marido, le dijo: «He visto recientemente al señor X,
para el que fue un duro golpe enterarse de su matrimonio.» Esta reflexión
había sido la chispa en el barril de pólvora. La enferma, siendo muchacha,
había estado locamente enamorada de este señor X; ella procedía de una
familia modesta, mientras que el señor X pertenecía a una gran familia. Se
había dicho: un joven como él no tendrá ni una mirada para mí; no hay esperanzas
y debo pensar en otro. A costa de un gran esfuerzo logró dominar y
modificar sus sentimientos, y se casó con su actual marido. Al principio, todo
fue bien. Ella fue muy feliz cuando nació el primer hijo, pero se produjo
entonces un incidente de lo más penoso: apenas abrió la niña los ojos, su
madre comprobó que no tenía ni los ojos de su marido ni los suyos, sino los
del joven al que ella había amado. Se consoló con la idea de que Dios le había
hecho el regalo de aquella hija con aquellos ojos, en recuerdo de su inmenso
amor. Indudablemente, esta ambiciosa hipótesis le había sido necesaria para
lograr encajar, superar, el golpe. Luego no volvió a oír hablar del señor X y la
vida transcurrió tranquila y sin sobresaltos. Pero, un buen día, se produjo la
visita de aquel amigo común, quien le reveló que aquel hombre también
había estado enamorado de ella y que había lamentado saber que se casaba
con otro. Desde ese momento, apareció en la enferma lo que siempre aparece
en estos casos: una situación, una tensión afectiva, que puso a su ser
consciente en estado de deficiencia, que le hizo perder pie, de suerte que, por
el hecho de esta «disminución de su nivel mental» (Pierre Janet) ya no se dio
plena- mente cuenta de lo que hacía. Sólo sabe que la niña, de pronto, cayó
enferma .
La palabra siguiente era «costumbres»; ella reaccionó con «malas
costumbres», queriendo decir, «costumbres inmorales». Luego volvió a la
palabra «malo». Le pregunté: —¿Qué quiere usted decir? ¿Qué es lo que hay
de inmoral y de malo?—No lo sé—respondió .
«Dinero». Esto evocó las posibilidades pasadas, ya entrevistas a propósito de
la palabra «rico» .
«Querido». Pensó en su querida hija .
«Caer». Esta palabra le hizo pensar en sus imaginaciones eróticas respecto a
su amor pasado .
«Casarse» evocó su matrimonio, un tanto artificial .
Sólo quedaban sin explicar las palabras «malo», «terco» e «inmoral». Volví a
la palabra «malo» y le pregunté:—¿Qué hay en el fondo de esto? ¿Ha omitido
usted contarme algo? ¿Cómo contrajo su hija la fiebre tifoidea? —Pues, verá:
la bañé con agua normal .
La enferma había vivido en una población en la que había agua potable y
agua no potable. Mientras bañaba a su hija en agua no potable—de lo que se
dio cuenta cuando ya era tarde—la vio de pronto llevarse la esponja a la boca
pero estaba tan obnubilada que ni pensó en impedirlo. Este accidente le hizo
perder todo control; el hijo menor, de dos años y medio, se acercó a la bañera
y quiso también beber agua; ella le dejó. ¿Por qué había hecho esto? No lo
sabía. Vi que estaba anonadada y cerrada tanto a la realización mental como a
la concepción del hecho cometido. Interrumpí el examen pues el tema se
había hecho incluso para mí demasiado candente. Me vi de pronto
enfrentado con un irremediable conflicto. Se trataba de una enferma de la que
habían dado un diagnóstico de esquizofrenia pero que quizá se podía todavía
salvar. Si no se hace nada, pensaba yo, saldrá del manicomio tras un tiempo
más o menos largo, con un daño más o menos grave. El drama, no corregido,
caerá en el olvido; será asociado simplemente al dominio del más allá y ella
no sabrá jamás lo que ha hecho realmente. O bien, tengo que arriesgarme a
hacer estallar todo el edificio diciéndole que ha asesinado a su hija y que
quería matar también a su hijo para poder casarse con el señor X. Tal era la
situación. Reflexioné sobre ella durante un día y una noche, y me dije: antes
que dejar a la enferma hundirse con un daño irreparable en un manicomio, es
preferible pinchar la pompa. De esta forma, tengo por lo menos una
posibilidad de curarla. Sabía que podía ser curada pero que no era completamente
seguro. Como médico, tenía que correr el riesgo. Al día siguiente visité
a la enferma y le dije: «Tengo que comunicarle algo grave. Usted mató a su
hija y quiso matar también al pequeño, el cual no resultó infectado por un
milagro. Quería hacerlo para desembarazarse de sus hijos, romper el
matrimonio y poder casarse con el otro». Me dirigió una mirada fija, lanzó un
gran grito y estalló en sollozos. Pensé para mí: «Ya está…» Al poco, la
enferma volvió en sí, se mostró razonable, y quince días después pudo ser
liberada, ya curada. No tuvo ya dolencia mental alguna; durante los quince
años en que continué teniendo noticias de ella se mantuvo siempre con buena
salud. Este caso, sin embargo, tenía también un aspecto que interesaba a la
justicia criminal; la paciente, como homicida, estaba incursa en una pena; su
depresión mental había arreglado psicológicamente su caso; la alienación la
había salvado de la cárcel, y el enorme peso con el que yo cargaba su
conciencia la había salvado de la alienación, pues, aceptando el propio pecado, se
puede vivir con él, mientras que su rechazo trae consigo incalculables consecuencias .
En el curso de una experiencia semejante, se pueden encontrar, pues,
elementos de importancia vital que son excesivamente peligrosos. Es
sorprendente la frecuencia con la que se descubre bajo una superficie
inocente cosas en ignición. Mi experiencia me ha enseñado una gran prudencia,
pues hay más seres de los que se cree que llevan en sí una psicosis latente.
Numerosas psicosis duermen ya en el inconsciente; determinan en sus
portadores, en la superficie, una apariencia exageradamente normal. Lo
constataremos, por ejemplo, en que el sujeto en cuestión es un vegetariano
convencido o un abstinente intransigente, o en que pertenece con exceso de
celo a una asociación benefactora, o en que le gustan las acciones
especialmente razonables, como para probar que todo lo que él hace entra en
el campo de la absoluta razón. Este es también el motivo por el que tantos
individuos portadores de psicosis latentes se convierten en alienistas, como
para probar que son mucho menos locos que los enfermos a los que tratan.
Sienten una gran satisfacción que les tranquiliza y pueden exclamar: «¡Señor,
gracias por no haberme hecho como a ésos!» Esta actitud, a veces, salva una vida .
Esta experiencia implica ciertos complementos. Naturalmente, mientras no se
pudo aportar la prueba material de que se trataba de manifestaciones
afectivas, se dudó durante mucho tiempo de la exactitud experimental que
permite, con toda la claridad requerida, descubrir los afectos. Me refiero al
fenómeno psicogalvánico. Su principio es el siguiente: desde hace mucho tiempo
se sabe que son las manifestaciones afectivas las que influyen principalmente
sobre el sistema nervioso simpático, siendo éste el que preside, a su vez, el
funcionamiento vegetativo del organismo. Los afectos, por sí mismos, hacen
dilatar los vasos, actúan sobre el corazón, producen palpitaciones, hacen
enrojecer o provocan vómitos, modifican los capilares sanguíneos de la
superficie de la mano, el estado de secreción o de reposo de las glándulas de
la piel, la posición de sus pelos, producen carne de gallina, etc. Es, pues,
legítimo descubrir los afectos por modificaciones orgánicas de esta clase, que
son fáciles de registrar con ayuda de un circuito eléctrico simple. En efecto,
una corriente muy débil que atraviese el cuerpo —por ejemplo, entre las dos
manos apoyadas en dos electrodos anchos—, encontrará, según el estado
funcional, una resistencia más o menos grande; en estado normal, la
resistencia experimentada, y por tanto la intensidad de la corriente, serán
constantes; pero basta que sobrevenga un afecto para que los capilares de la
piel se dilaten, las glándulas secreten y el contacto entre las manos y los
electrodos mejore; por consiguiente, la resistencia disminuye y la intensidad
de la corriente aumenta. Las variaciones de la intensidad de la corriente,
convenientemente registradas durante una experiencia de asociaciones,
atestiguarán oscilaciones de la resistencia electrocutánea, modulaciones que,
en las condiciones de la experiencia, no pueden ser atribuidas más que a las
reacciones afectivas del sujeto bajo el influjo de las palabras inductoras .
Se procede de la siguiente forma: se toma un elemento de pila que produzca
una corriente de débil tensión—seis voltios—y se introduce en el circuito un
galvanómetro de espejo que marca de forma muy sensible las modificaciones
de la intensidad de la corriente, gracias a un imán suspendido que gira más o
menos en función de dicha intensidad. El imán lleva un espejo sobre el que se
proyecta un rayo luminoso, el cual, reflejado, se desplaza sobre una escala
cuando el espejo gira. Se introducen también en el circuito dos electrodos de
latón, una especie de medias esferas de un grosor tal que se les puede tener
bien en la mano. El sujeto coloca encima sus manos, que son cubiertas con
saquitos de arena de un peso suficiente para neutralizar los movimientos
musculares involuntarios. Un dispositivo registrador permite referir a una
misma curva el instante en que es pronunciada la palabra inductora, el
instante de la reacción y las desviaciones del rayo luminoso, que marcan las
variaciones de la intensidad de la corriente. Se comprueba que las palabras
inductoras indiferentes no provocan variaciones, mientras que, por el
contrario, las palabras inductoras críticas, que suscitan un tiempo de reacción
prolongado, determinan, tras una corta latencia, una amplificación de la
intensidad; luego se pronuncia la palabra inductora siguiente, etc. Se obtiene
así una curva que añade a los indicios de complejo, de los que hablamos
anteriormente, la prueba tangible de las repercusiones orgánicas engendradas
por los afectos subjetivos .
Se puede completar todavía este dispositivo con la ayuda de un pneumógrafo,
gracias al cual se registra el ritmo y la amplitud respiratorios. Se podrá, pues,
establecer al mismo tiempo una curva de la respiración que nos revelará un
fenómeno singular: durante la actividad de un complejo excitado por una
palabra inductora, se constata, en efecto, una restricción de la respiración, que
vuelve luego, poco a poco, a su nivel normal. En el momento crítico, el
volumen respiratorio disminuye y la respiración se hace entrecortada; no se
respira ya sino la mitad, y el sujeto—si se llama su atención sobre ello—se
sentirá oprimido. En la vida corriente, tales síntomas apenas se perciben, a no
ser en la voz tensa de las personas que se debaten en una situación muy
afectiva. Pues bien: imaginémonos este estado prolongado durante algunos
días. El complejo existe en estado latente, acompañado por la tensión que
engendra; la respiración se hace, pues, superficial; ello provoca una aireación
insuficiente de los pulmones; de aquí derivan numerosas tuberculosis y ello
explica la presencia de tantos neuróticos en Davos y en los sanatorios. En el
curso de esta experiencia, se pone, pues, de relieve una observación que se
puede también hacer corrientemente: si hablamos con un sujeto acomplejado
de esta clase y nos fijamos en su respiración, veremos que ésta es
imperceptible, y que, de vez en cuando, es interrumpida por un suspiro. Si le
preguntamos por qué suspira, responderá: «No lo sé: suspiro.» Son seres
cuya respiración está crónicamente disminuida por la acción de un complejo.
Estos fenómenos se producen regularmente, sea consciente o no el complejo.
Así, el fenómeno psicogalvánico, completado por el pneumógrafo, prueba de
forma innegable la exactitud de nuestra hipótesis, es decir, que nuestros
complejos constituyen magnitudes afectivas .
Citemos aún una aplicación de la experiencia de asociaciones que revela
condicionamientos psíquicos singulares en un dominio hasta aquí abandonado
a lo arbitrario. La interdependencia psíquica intrafamiliar de la que les
voy a hablar es, como sin duda saben, una idea original que deriva de lo que
se ha llamado la participación mística, expresión extraña que se debería
sustituir, para ser exactos, por participación inconsciente. Es Lévy-Bruhl quien
ha formulado la noción de «participación mística», noción que él sólo
empleaba a propósito de los primitivos para expresar el hecho sorprendente
de que éstos experimentan relaciones que escapan a la razón lógica. He aquí
un ejemplo: en América del Sur, los indios de una cierta tribu pretenden que
son guacamayos rojos, es decir, una especie de grandes loros. Cuando se les
replica que no es posible, que no tienen ni alas ni plumas, que no pueden
volar, que tienen demasiado tamaño, ellos responden: «Eso es un puro azar;
naturalmente, los guacamayos son pájaros, pero ellos son nosotros y nosotros
somos ellos. Nosotros somos también guacamayos rojos, pero no tenemos
plumas». Carentes de una mentalidad prelógica, no logramos comprender
semejantes palabras. Nos parecerían de una lógica perfecta si, como los
primitivos, tuviéramos los presupuestos de una psique proyectada. Pero no
ocurre así: nosotros no imaginamos que los animales nos imitan o que se
divierten en el interior de nuestra psique, y que pueden, aunque sea de otro
modo, hablar o adivinar nuestros pensamientos. Sin embargo, esto constituye
para el primitivo un dato que se apoya en sus propias experiencias, tan singulares
para nosotros pero tan abundantes en su mundo. Los primitivos
identifican entre sí a las cosas más alejadas y más dispares, pretendiendo que
no son sino una; por ejemplo, que cierta planta mágica es idéntica al maíz y al
ciervo. Para ellos, no hay entre estas tres cosas ninguna diferencia esencial.
¿Cómo es posible esto? No entra en nuestro pensamiento y se opone a
nuestro principio de identidad. Ahí está, precisamente, la participación
mística al nivel primitivo. Nosotros no la comprendemos mejor que ciertas
expresiones que ellos emplean tales como: «Mi hijo es yo», o que ciertas
escenas semejantes a aquella en la que un negro viejo, encolerizado contra su
hijo que no le obedece, exclama: «¡Está ahí quieto, con mi cuerpo, y no hace
lo que yo quiero!» ¡Su hijo es él! La mujer que le ha dado un hijo le ha vuelto
a traer al mundo y le ha hecho nacer de nuevo. El hombre que no tiene hijo es
mortal, y el que tiene un hijo es inmortal, pues el hijo es el padre. Esta idea de
la identidad absoluta no tiene entre nosotros el sabor de lo real; está reducida a una
vida oculta .
Pero volvamos a la cuestión de la psicología familiar. Puede ser estudiada,
además de por el método analítico, de forma experimental. Nosotros lo
hemos hecho efectuando innumerables experiencias de asociaciones en
familias de humilde nivel social, en las que las reacciones verbales no están
adiestradas, no están tan pulidas por el uso como en los medios cultos.
Hemos sometido los materiales así reunidos a un examen profundo. La
experiencia de asociaciones en este nuevo orden de investigaciones no puede
ya ser empleada tal como la he descrito más arriba. Aquí es preciso aplicar
otros puntos de vista anteriormente despreciados, siendo ahora lo principal lo
que el sujeto responde. Ante la palabra «agua», uno reaccionará con «verde»,
otro con «lluvia», un tercero con «flor» y un cuarto con «H2O», etc. En los estudios
familiares, nos hemos atenido al contenido y a la naturaleza de estas
respuestas, cuyo examen sistemático proporciona hechos de un alto interés.
Con vistas a este estudio, hemos tenido que proceder a una clasificación de
las reacciones por categorías, constituyendo cada categoría una unidad
susceptible de permitir comparaciones y medidas. Hemos repartido las
asociaciones en quince categorías o grupos lógicos y verbales. Esta
distribución es puramente empírica; lo subrayo expresamente, pues lo que
sigue de nuestra exposición sería incomprensible si no se tiene en cuenta. He
aquí, enumerados con ejemplos de asociaciones correspondientes, los quince
grupos en cuestión: 1. Asociaciones como «libertad»-«voluntad», «ir»-
«subir», son coordinaciones, constituyendo la respuesta un término
naturalmente próximo a la palabra inductora en la mente del sujeto .
2. Otras asociaciones, como «pueblo»-«casa», «azul»-«color», «pintar»-
«arte», son subordinaciones o superordinaciones .
3. Asociaciones como «blanco»-«negro», «redondo»-«cuadrado», son
contrastes .
4. Asociaciones como «invierno»-«maravilloso», «pasearse»-«aburrido»,
son atributos de valor, predicados sentimentales. Hay sujetos que reaccionan
preferentemente según esta última forma, sobre todo mujeres .
5. Reacciones como «agua»-«verde», «cabeza»-«redonda», etc., son
predicados simples, predicados objetivos .
6. Asociaciones como «cuchillo»-«cortar», «rosa»-«florecer», son
asociaciones de actividad .
7. Asociaciones como «caliente»-» verano», «sueño»-«noche», «oscuro»-
«cueva», pueden ser incluidas en un grupo caracterizado por la designación
del lugar, del momento, del medio .
8. Asociaciones como «silla»-«utensilio», «martillo»-«instrumento», son
definiciones; aparecen frecuentemente en sujetos (a los que contribuyen a
caracterizar) portadores de un complejo llamado «de inteligencia», es decir,
en los sujetos que en el fondo de sí mismos dudan que posean la inteligencia
que pretenden tener. En cierto modo, y sin darse cuenta, tratan de probarle al
experimentador, cuya convicción les tranquilizará, sus cualidades
intelectuales. Estas respuestas «por definición» no son únicamente propias de
sujetos poco inteligentes; pueden también expresar en otros un sentimiento
de inferioridad, como lo tienen algunas personas a propósito de su
instrucción .
9. Asociaciones como «mesa»-«silla», «mano»-«pie», son coexistencias .
10. Asociaciones como «ir»-«ir a pie», «estancia»-«habitación», son
identidades .
11. Asociaciones como «caballo»-«caballos», «libre»-«libertad», son
asociaciones verbales motrices .
12. Asociaciones como «compra»-«poder de compra», «mantel»-«mantel
de mesa», son expresiones compuestas .
13. Asociaciones como «vida»-«vivaz», «bello»-«belleza», «blanco»-«blanco
de España», son prolongaciones complementarias de las palabras .
14. Asociaciones como «ojo»-«ajo», «cantar»-«contar», son asociaciones
tonales .
15. Este grupo, en fin, es el de las respuestas defectuosas o las ausencias de
respuesta, lo que se produce algunas veces .
Hemos estudiado así un gran número de familias, haciendo experiencias de
asociaciones con todos sus miembros y repartiendo los materiales reunidos
según las citadas categorías. Si se lleva las categorías a las abscisas y el
porcentaje de respuestas que supone cada una de ellas a las ordenadas, se
puede tener en un mismo esquema, superpuestas unas a otras, las curvas
relativas a las respuestas de los diferentes miembros, curvas de las que se
deducirá fácilmente un tipo familiar .
En un caso particularmente interesante se constató no sólo el mismo aspecto
exterior, sino también la identidad del 30 por 100 de las reacciones. No es,
pues, exagerado decir que en este caso el 30 por 100 de los procesos mentales
de los diferentes miembros de la familia eran idénticos. Es un buen ejemplo
de «participación mística», que muestra claramente que ésta se da también
entre nosotros con plena realidad. No es, por tanto, simplemente una
hipótesis, confirmada por algunas excepciones, el hablar de los lazos enormes
que existen entre los miembros de una misma familia, es un hecho de alcance y de
valor muy generales. Estos lazos no son necesariamente de naturaleza
emocional. Hemos estudiado una familia en la que uno de los miembros era
un enfermo mental que padecía manía persecutoria. Establecimos el tipo
familiar y también cuáles eran los miembros de la familia que representaban
este tipo con mayor nitidez. Esto nos demostró que el enfermo mental es
siempre—otros estudios lo han venido a confirmar—el miembro de la familia
que mejor encarna el tipo familiar y que su demencia persecutoria está
dirigida principalmente contra los miembros de su familia que representan,
junto con él, ese mismo tipo más claramente. Estos enfermos llevan siempre,
por así decirlo, a su familia consigo; y es por esta razón por lo que sienten
hacia ella tales resistencias. La mayoría de las veces se trata en estos casos
menos de lazos afectivos que de adaptaciones, influencias, costumbres,
resultantes de mecanismos íntimos que son como surcos marcados de una
vez para siempre y de los cuales el sujeto no logra ya salirse. Se reacciona y se
comprende perpetuamente de la misma forma; indefectiblemente se crea en
torno a sí la misma atmósfera que la que ha reinado en la casa familiar. Como
vemos, estas conclusiones de la psicología no son puras fantasías; son hechos
importantes. Atengámonos ahora a la cuestión de la intensidad del parentesco.
La diferencia media entre dos hombres no parientes es de 5,9. Es una diferencia
relativamente pequeña; pero explica esta diferencia tan mínima el que
hablemos la misma lengua y vivamos en el mismo lugar, en el mismo mundo.
Entre mujeres no parientes la diferencia es de 6. Con sujetos cultos, las
diferencias son aún menores; pues es un hecho que las personas cultas
utilizan el lenguaje como virtuosos, más para disimular que para expresar sus
pensamientos. Entre los parientes varones, la diferencia es de 4,1; entre los
parientes femeninos, de 3,8. Nos encontramos aquí palpablemente con el
hecho de que los seres parientes se parecen entre sí más desde el punto de
vista psicológico que los seres no parientes. Los parientes femeninos son
entre sí todavía más semejantes que los parientes varones entre sí. Esto deriva
del hecho de que los hombres se alejan relativamente pronto de la familia y se
singularizan; la mujer permanece más tiempo en el hogar paterno, a causa ya
de su temperamento y de su naturaleza, y perpetúa así el carácter familiar
con una fidelidad mucho más grande. El padre y los hijos tienen una
diferencia de 4,2, más o menos la misma que existe entre hombres unidos por
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el simple parentesco. Entre la madre y los hijos esta diferencia media sólo es
de 3,5. Esto es debido a que las relaciones entre los hijos y la madre son
mucho más estrechas que entre los hijos y el padre, pues los hijos viven, sobre
todo, en compañía de su madre. Entre el padre y los hijos varones la diferencia
es de 3,1; entre el padre y las hijas, de 4,9 .
El íntimo acercamiento de los hijos y el padre es un hecho primordial: al hijo
se le ha considerado siempre como una reencarnación del padre, lo que
expresa ese acercamiento con la mayor pertinencia. Entre la madre y los hijos
varones la diferencia, de 4,7, es relativamente acusada. Entre la madre y las
hijas es de 3, lo que constituye la diferencia más pequeña constatada; las hijas
son una repetición de su madre. Los hermanos tienen entre sí una diferencia
de 4,7, y las hermanas entre sí de 5,1, lo que parece derivar del
individualismo natural y pronunciado que caracteriza a las hijas, «y también
de la influencia del matrimonio, que parece turbar el tipo de reacción (en la
medida en que el marido pertenece él mismo a un tipo diferente) » (14) ; pues las
hermanas entre sí, mientras no están casadas, sólo tienen una diferencia de
3,8; los hermanos entre sí, de 4,8. («La diferencia entre los hermanos no
parece, pues, que sea sensiblemente influenciada por el matrimonio».) Los esposos
entre sí presentan una diferencia media de 4,7, que es,
aproximadamente, la diferencia que existe entre el padre y las hijas o entre la
madre y los hijos .
Esta experiencia puede ser empleada con fines judiciales. Se utiliza de forma
inversa en las investigaciones criminales, empleando una lista de palabras
inductoras a las que se ha mezclado ciertas palabras críticas en relación con
los hechos a investigar. [Alguien ajeno a los detalles del crimen no verá nada
de particular en las palabras inductoras que los evocan, mientras que el autor
del crimen las sentirá en relación con el acto que ha cometido y las proveerá
de indudables indicios de complejo.] Un día, en Zurich, fui invitado a intentar
una experiencia de este orden; pusieron para ello a mi disposición a cuatro
sujetos y me dejaron elegir un episodio adecuado que haría las veces de
«crimen». Arranqué de un libro una página que contenía una ilustración que
representaba a un pintor sentado en el campo; detrás de él había un
campanario; delante, una vaca, a la que pintaba. Escribí en esta ilustración los
términos que designaban los objetos más característicos: esto es un pintor, un
campanario, una vaca, etc., y luego envié la ilustración al profesor de Derecho
que había organizado la prueba, rogándole que la mostrara a uno de los
cuatro estudiantes que me servían de sujetos; éste debía fijarla en su
memoria, mientras que los otros, naturalmente, no debían saber nada de ella.
Mi tarea consistía en descubrir entre los cuatro estudiantes, que me eran totalmente
desconocidos, al que conocía la ilustración. Quiero subrayar, sin
embargo, que la ilustración era para el sujeto en cuestión un débil
estimulante; no constituía un complejo: el sujeto podía decirse a sí mismo que
aquello no le importaba, pues la única emoción que podía sentir emanaba del
deseo de no dejarse descubrir. Tuve que examinar a mis sujetos en presencia
de una asamblea; procedí a una experiencia de asociaciones con el primero.
Este se quiso hacer el tonto, fingiendo que estaba al corriente, cuando en realidad
ignoraba de qué se trataba y dejó pasar las palabras inductoras críticas
sin ninguna reacción especial. El segundo estaba muy amable y tranquilo,
pero reaccionó inmediatamente a cada una de las palabras críticas: «¡Este es el
culpable!», exclamé. ¡Y era él! De este modo se puede, en ciertos casos,
señalar al autor de un crimen. Proporcionar la prueba de su culpabilidad es,
naturalmente, harina de otro costal, pero a veces se puede aportar de esta
manera un indicio que es casi una prueba. Yo he esclarecido por este
procedimiento algunos casos reales .
Hay casos en que los complejos influyen sobre el lenguaje en alto grado; se
constata que ciertas palabras inductoras determinan manifestaciones singulares,
idénticas a lo que se llama en filosofía y en lingüística aglutinaciones.
Se dice que hay aglutinación cuando, conteniendo la palabra principal de una
frase, por ejemplo, una «U», todas las demás palabras dé la frase son elegidas
de modo que contienen igualmente una «U»; el caso es frecuente en las
lenguas negras. Cuando expresamos, por ejemplo, la idea: «un país de luz»,
poniendo el acento en «luz», los negros dirían en su lenguaje algo parecido a
«un paús du luz». Todas las palabras secundarias adoptan la vocal de la
palabra principal. No ocurre así ya en las lenguas evolucionadas (todavía se
encuentra huellas de esto, sin embargo, en turco y en húngaro); no obstante,
cuando se expresa un afecto en estas lenguas, la palabra que lo formula con
más fuerza tiene aún tendencia a repetirse como una rima. El caso ideal sería
el de alguien que al gritar «¡Ay!» repitiera: «¡Ay, ay, ay!» Este es, sin duda, el
origen de la rima. Todas las exclamaciones con potencial emocional poseen esta
tendencia a la repetición, a la atracción de otros elementos y a la aglutinación.
Cuando se está de humor patético, cuando se habla de forma emocional y
afectiva, se tiene tendencia a expresarse por aliteración; tal es el origen de la
oratoria y del verso. Cuando se está bajo el influjo de un afecto, se tiene
marcada una tendencia a expresarse en verso. Estos datos son muy interesantes
y se relacionan con el hecho de que los afectos en el primitivo son
inmediatamente ocasión de movimientos rítmicos; el dolor, por ejemplo, es
expresado por una elevación rítmica de los brazos. Las manifestaciones
afectivas rítmicas en los primitivos, en los negros en particular, adoptan en
seguida el carácter de la danza. Entre ellos nace espontáneamente una danza
en cuanto ocurre algo que actúa sobre sus afectos. He tenido ocasión de
comprobarlo una vez de una manera magnífica. Era la segunda noche que
pasábamos en la selva; estábamos sentados en torno al fuego; cerca había un
espacio libre, luego venía la hierba del elefante y un poco más allá se
perfilaban los árboles sombríos de la selva virgen. Se percibía una multitud
de rumores y gritos cuya procedencia no lográbamos averiguar. Fumábamos
tranquilamente nuestra pipa y nos complacíamos de nuestra nueva vida de
exploradores. De pronto estalló un gran tumulto, una mezcla ridícula de
gritos, de silbidos y de murmullos. Nos preguntábamos qué era lo que
pasaba cuando el cocinero salió precipitadamente de su choza, gritando que
habían penetrado en su antro. Descubrimos entonces un rebaño de hienas;
nos precipitamos sobre nuestros fusiles e hicimos fuego rápidamente;
pensábamos que habíamos hecho correr ríos de sangre. Al día siguiente por
la mañana, sin embargo, no encontramos ni una gota: con la emoción
habíamos errado nuestros blancos. Este incidente, como es natural, había
excitado mucho a nuestros boys. El que las hienas hubieran penetrado en la
choza del cocinero les había alterado tanto que al día siguiente tuvieron que
danzar el asesinato del cocinero por las hienas: uno representó al cocinero
durmiendo junto al fuego, otro fue una hiena que saltó bruscamente sobre el
durmiente y lo estranguló en medio de grandes gritos. Esto fue repetido unas
veinte o treinta veces, y los otros boys expresaban una satisfacción evidente
ante aquel espectáculo que verdaderamente valía la pena contemplar. Durante
dos días no hicieron otra cosa que danzar así. Las emociones de los
primitivos son «resumidas» en forma de danzas y de cantos .
He asistido a espectáculos análogos a nuestra llegada a ciertos poblados.
Nuestra entrada era anunciada, en todas las ocasiones, por cantos
acompañados con una cítara de tres cuerdas: «Tres grandes hombres blancos
han venido a nosotros, tienen cigarrillos y cerillas y nos los darán. Es- tamos
muy contentos de que hayan venido entre nosotros, etc.» Nuestra llegada
también tenía que ser «resumida» en esta forma .
PREGUNTA: Los métodos de asociación, de los que usted nos ha hablado, ¿son
todavía utilizados en la práctica o no tienen ya más que un valor histórico?
RESPUESTA: No son empleados ya sino por principiantes del análisis, que
carecen de seguridad. Se les utiliza también en la enseñanza, pues constituyen
un método incomparable para mostrar la eficacia viva de los complejos.
Personalmente no los empleo ya en la práctica; gracias a ellos he adquirido
suficiente experiencia para no tener necesidad de quintos de segundo con
objeto de constatar ciertas vacilaciones o ciertos trastornos que percibo
directamente. Mas para un propósito didáctico el método de las asociaciones
conserva todavía su primer valor. Es extremadamente fructífero cuando se
trata de establecer la comprensión de los mecanismos psíquicos sobre una base sólida .
Continúa en ¨La experiencia de las asociaciones (cuarta conferencia)¨
Notas:
13- Tercera conferencia
14- FÜRST, en Estudios sobre las asociaciones, de C. G. Jung, Barth, Leipzig, 1906. (N.
del T.)
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