Segundo Libro: Los complejos
5. Teoría de los complejos (17)
Pronto hará treinta años que, siendo privat-docent en la Universidad de
Zurich, comencé a profesar la psiquiatría. Daba un curso sobre las
psiconeurosis y, en mi entusiasmo juvenil, creía dominar más o menos la
materia. Era en aquella época ayudante en la Clínica Psiquiátrica y me
ocupaba, por instigación de mi maestro, el profesor Bleuler, de experiencias
sobre las asociaciones. La lección inaugural de mi enseñanza había versado
sobre un hecho singular: en el curso de la experiencia de asociaciones el
tiempo empleado por el sujeto en reaccionar está sometido a oscilaciones de
apariencia irracional. Las prolongaciones del tiempo de reacción en el curso
de la experiencia, prolongaciones repentinas, singulares e inesperadas me
llevaron a descubrir, entre 1902 y 1903, lo que yo bauticé con el nombre de
complejo afectivo. El presente estudio pretende dar una visión de conjunto de
la teoría de los complejos, elaborada a partir de entonces .
A lo largo de los ocho años de mi actividad docente en la Universidad tuve
que convenir que la instrumentación médico-psiquiátrica, con la que se
intentaba penetrar la psicología de las neurosis, no procuraba sino
apreciaciones muy limitadas sobre la naturaleza del alma enferma. La
enfermedad se hacía visible, sí; pero lo que estaba afectado por la enfermedad
seguía en las tinieblas. Se presuponía entonces tácitamente una psique
normal, de la qué algunos creían conocer más o menos la complexión. Pero
cuanto más me esforzaba por penetrar la naturaleza del alma, más dudaba de
saber realmente lo que podía ser esta psique normal. Para adquirir una idea
general de la naturaleza de lo psíquico era preciso remontarse muy lejos en la
historia del desarrollo de la conciencia y había que utilizar la experiencia
humana en toda su amplitud para corregir la estrechez del punto de vista
personal. Por eso mi último curso en la Universidad trató de la Psicología de
los primitivos, con la que, por otra parte, no había tenido todavía
personalmente contactos directos. Ciertas dudas relativas a mi competencia
me empujaron en 1913 a renunciar a mi enseñanza universitaria, tanto más
cuanto que yo deseaba ser libre para realizar todas las iniciativas que proyectaba
con objeto de llenar las lagunas de mi experiencia .
Jamás he sido víctima de la ilusión de que las universidades se interesan por
la psicología moderna; tampoco había pensado en absoluto en una actividad
de docencia pública, excepción hecha de alguna conferencia ocasional
pronunciada ante un auditorio cultivado. Ha sido la amistosa sugerencia de
un miembro del cuerpo docente de la Escuela Politécnica Federal lo que me
ha dado la idea de reanudar mi actividad profesoral anterior, si bien en un marco distinto .
La psicología y la física modernas tienen la característica común de ser más
importantes y más significativas por sus métodos que por sus objetos; su
método está más pleno de esperanzas cognoscitivas que el objeto al que se
aplica. El de la psicología, la psique, es, en efecto, de una diversidad, de una
indeterminación y de una indelimitación tan profundas que los datos que nos
llegan de él son necesariamente difíciles, incluso imposibles de interpretar;
los hechos establecidos, en cambio, como respuestas a las concepciones, a las
consideraciones y a los métodos concomitantes representan, o al menos
deberían representar, magnitudes conocidas. La investigación psicológica
parte de factores más o menos empíricos, más o menos arbitrarios, y observa
a la psique precisamente mediante el registro de las modificaciones de estas
magnitudes. Por este hecho lo psíquico aparece bajo el aspecto de una
perturbación aportada en un comportamiento probable y previsto por el método
empleado. El principio de este procederé es, cum grano salis, el método
mismo de las ciencias de la naturaleza .
En estas circunstancias salta a la vista que todo, por así decirlo, depende de
los postulados metodológicos; éstos condicionan, fuerzan el resultado al que
el objeto propio de la investigación concurre en una cierta medida, mas sin
determinarlo totalmente, como lo haría si su influencia se ejerciera, autónoma
y sin perturbación. Por ello, hace ya mucho tiempo que en psicología
experimental, y particularmente en psicopatología, se ha reconocido que una
disposición de experiencia, por favorable que sea, no permite captar
inmediatamente el proceso al que se apunta, sino que entre éste y la
experiencia se interpone un cierto término medio, un condicionamiento
psíquico al que se puede denominar la situación de la experiencia. Esta
«situación» psíquica puede en ocasiones poner en cuarentena la experiencia
entera, falseando, obnubilando en la mente del sujeto examinado las disposiciones
de la experiencia, así como la intención que la ha engendrado. Se
dice entonces que hay asimilación, término que designa la actitud de un sujeto
que, sometido a la experiencia, se engaña respecto al alcance de ésta: es
dominado por una tendencia—al principio insuperable— a ver en ella,
por ejemplo, un examen de la inteligencia o un intento de lanzar miradas
indiscretas en su intimidad. Semejante actitud, al insinuarse, actúa
oscureciendo la operación mental que la experiencia se esfuerza por examinar.
Estas constataciones han sido hechas principalmente con ocasión de
experiencias de asociaciones: en el conjunto de la experiencia el objeto
primitivo del método, a saber, el establecimiento de la velocidad media de las
reacciones y de sus cualidades, queda relegado, como un subproducto
relativamente accesorio, por el comportamiento autónomo de la psique y por
la asimilación, que perturban de raíz el método y ofrecen resistencia a la
investigación emprendida. Es esto lo que me puso en la vía del
descubrimiento de los complejos afectivos, cuyos efectos eran registrados hasta
entonces siempre como ausencias de reacción .
El descubrimiento de los complejos y de los fenómenos de asimilación que
suscitan mostró con claridad sobre qué frágil base estaba edificada la antigua
concepción, que se remontaba hasta Condillac, según la cual nos es
absolutamente posible estudiar procesos psíquicos aislados. No existen
procesos psíquicos aislados, del mismo modo que no existen procesos vitales
aislados; en todo caso, todavía no se ha descubierto el medio para aislarlos
experimentalmente. Sólo una atención y una concentración adiestradas para
este fin en el investigador logran aislar, en apariencia, un proceso que
responde a la intención de la experiencia. Pero esta observación dirigida
constituye para el investigador una situación de experiencia, análoga a la
situación descrita más arriba en relación con el sujeto; en este caso es la
conciencia la que asume en el investigador el papel de complejo asimilante,
ejercido en el caso del sujeto por complejos de inferioridad más o menos
inconscientes .
Estas aclaraciones no ponen en cuarentena el principio y el valor mismo de la
experiencia; critican y limitan solamente su alcance. En el dominio de los
procesos psicofisiológicos—por ejemplo, percepciones sensoriales o
reacciones motrices—predomina el puro mecanismo reflejo; pues siendo la
intención experimental con toda evidencia inofensiva, no se produce
asimilación; o bien, si se produce, es mínima y no altera seriamente la experiencia.
En la esfera de los procesos psíquicos complicados, en cambio,
ningún dispositivo de experiencia garantiza que no nos saldremos del marco
de las posibilidades consideradas y bien definidas .
La asignación de fines específicos aporta al sujeto una seguridad
tranquilizadora que aquí falta; como contrapartida surgen posibilidades
indefinidas que desencadenan, a veces desde el principio, una situación de
experiencia particular a la que se llama constelación. Esta noción expresa que
la situación exterior estimula en el sujeto un proceso psíquico marcado por la
aglutinación y la actualización de ciertos contenidos. La expresión «está
constelado» indica que el sujeto ha adoptado una posición de expectativa,
una actitud preparatoria que presidirá sus reacciones .
La constelación es una operación automática, espontánea, involuntaria, de la
que nadie puede defenderse. Los contenidos constelados responden a ciertos
complejos que poseen su propia energía específica .
Cuando la experiencia en curso es la de asociaciones, los complejos
manifiestan en general su presencia por una influencia acusada: perturban las
reacciones prolongándolas o, en casos muy raros, provocan, para disimularse,
un cierto modo de reacción, perceptible por el hecho de que ésta no
corresponde ya al sentido de la palabra inductora. Los sujetos que se prestan
a la experiencia y que son cultos y están dotados de una fuerte voluntad
pueden, gracias a su habilidad motriz, a su virtuosismo verbal, responder en
un breve tiempo a una palabra inductora crítica que atrapan, por así decirlo,
al vuelo, esquivando su sentido al deshacerse de ella con rapidez. Pero esta
semiprestidigitación sólo triunfa si hay secretos personales de importancia
real que deben ser protegidos. El arte de un Talleyrand de disimular los
pensamientos con palabras no es patrimonio sino de un pequeño número.
Los sujetos no inteligentes—y entre ellos, en particular, las mujeres— se
defienden mediante lo que se llama calificativos de valor, lo que puede llevar
con frecuencia a resultados cómicos. Los calificativos de valor expresan, en
efecto, matices del sentimiento, como bello, bueno, amable, dulce, gentil, etc.
En la conversación corriente ciertas personas—es bastante frecuente—lo
encuentran todo interesante, encantador, bueno, bello, formidable (y en
inglés, fine, marvellous, grand, splendid y, sobre todo, fascinating); estas
expresiones tienen por misión cubrir y ocultar una ausencia de interés por
parte de quien las pronuncia o mantener al objeto así calificado a una
respetuosa distancia de su persona. La gran mayoría de los sujetos sometidos
a la experiencia no pueden impedir que sus complejos se aferren
electivamente a ciertas palabras inductoras, dotándolas de una serie de
síntomas de perturbación, en particular de un tiempo de reacción
prolongado. Se puede proceder a esta experiencia asociándole medidas de
resistencias eléctricas, utilizadas por primera vez para este uso por Veraguth,
ya que el fenómeno reflejo, llamado psicogalvánico, proporciona nuevos indicios
sobre las reacciones perturbadas por los complejos .
La experiencia de las asociaciones presenta un interés general; realiza, con
una gran sencillez, más que cualquier otra experiencia psicológica, la
situación psíquica particular en el diálogo, permitiendo, además, una
determinación aproximativa de las proporciones y de las cualidades. La
pregunta, en forma de frase, es reemplazada por una palabra inductora vaga,
ambigua y, por ello mismo, singularmente sospechosa, y, la respuesta, por la
reacción en una sola palabra. Una observación precisa de las perturbaciones
de la reacción revela y permite registrar estados de conciencia que el individuo
cuida que pasen en silencio en la conversación habitual; se constatan
así trasfondos secretos, hechos precisamente de estas disposiciones y de estas
constelaciones a las que antes aludía. Lo que se produce en el curso de la
experiencia puede tener lugar también en cualquier conversación, en
cualquier diálogo. Aquí y allá preexiste una situación particular, una
«situación de experiencia», susceptible, en ocasiones, de constelar complejos
que «asimilan»—es decir, que falsean y obnubilan en la mente del sujeto
acomplejado—el objeto de la conversación o incluso la situación en su
conjunto, incluidos los interlocutores en presencia. Por este hecho, la
conversación pierde su carácter objetivo y se aparta de su objeto, pues la
constelación de complejo crea la confusión en el sujeto interrogado, estorba
su intención, embrolla sus pensamientos, incitándole a veces incluso a
respuestas de las que luego no logra acordarse. La criminología, como ya
hemos dicho, se aprovecha prácticamente de este estado de cosas en el
interrogatorio cruzado. En nuestra experiencia, lo que pone al desnudo y
localiza las lagunas del recuerdo es la prueba de la repetición: se le pide al
sujeto, por ejemplo, después de cien reacciones, que repita la asociación que
ha dado a cada una de las palabras inductoras que vuelven a presentársele
sucesivamente. Las lagunas y las falsificaciones del recuerdo se concentran
con regularidad y por término medio en los dominios asociativos perturbados
por los complejos .
Con toda intención no he hablado hasta ahora de la naturaleza de los
complejos; he supuesto tácitamente que era conocida, ya que la palabra «complejo», en su sentido psicológico, ha pasado a la lengua alemana y a la lengua
inglesa corrientes. Todos sabemos hoy «que tenemos complejos». Pero el que
los complejos puedan «tenernos» es una noción que no por estar menos
difundida tiene menos importancia teórica .
La unidad de la conciencia—equivalente a la «psique»—y la supremacía de la
voluntad, poseídas a priori sin examen, están seriamente puestas en duda por
la existencia misma de los complejos. Toda constelación de complejos suscita
un estado de conciencia perturbado: la unidad de la conciencia viene a faltar
y la intención voluntaria resulta, si no imposible, sí por lo menos seriamente
estorbada. También la memoria, como hemos visto, se ve a menudo muy
afectada por ellos. Es preciso concluir que el complejo es un factor psíquico
que posee, desde un punto de vista energético, una potencialidad que
predomina, en algunos momentos, sobre la intención consciente; sin ello,
semejantes irrupciones en el orden de la conciencia no serían posibles. De
hecho, un complejo activo nos sume durante un tiempo en un estado de no
libertad, de pensamientos obsesivos y de acciones forzadas, estado que se
relaciona en ciertos aspectos con la noción jurídica de responsabilidad limitada .
¿Qué es, pues, científicamente hablando, un «complejo afectivo»? Es la imagen
emocional y vivaz de una situación psíquica detenida, imagen incompatible, además,
con la actitud y la atmósfera conscientes habituales; está dotada de una fuerte
cohesión interior, de una especie de totalidad propia y, en un grado
relativamente elevado, de autonomía: su sumisión a las disposiciones de la
conciencia es fugaz y se comporta en consecuencia en el espacio consciente
como un corpus alienum, animado de una vida propia. A costa de un esfuerzo
de voluntad se puede reprimir, de ordinario, un complejo, tenerle en jaque;
pero ningún esfuerzo de voluntad consigue aniquilarlo y reaparece, a la
primera ocasión favorable, con su fuerza originaria. Investigaciones
experimentales parecen indicar que su curva de actividad o de intensidad es
ondulatoria, con una longitud de onda que puede variar desde algunas horas
o algunos días hasta algunas semanas. Esta cuestión, tan complicada, no ha
sido elucidada todavía .
A los trabajos de la psicopatología francesa, y en particular a los de Pierre
Janet, debemos el que hoy conozcamos las vastas posibilidades de escindirse
que tiene la conciencia. Janet y Morton Prince han logrado realizar escisiones
en cuatro o cinco personalidades diferentes; se constató, en tales ocasiones,
que cada una de estas parcelas de personalidad posee una componente de
carácter y una memoria propias. Estas parcelas existen juntas, relativamente
independientes unas de otras, y pueden en todo momento turnarse mutuamente;
es decir, que cada una posee un alto grado de autonomía. Mis
constataciones sobre los complejos vienen a completar esta apreciación un
tamo alarmante de las posibilidades de desintegración psíquica, pues, en el
fondo, no hay ninguna diferencia de principio entre una personalidad parcelaria y
un complejo. Tienen en común caracteres esenciales, y la cuestión delicada de
la Conciencia parcelaria se plantea en los dos casos.
Las personalidades parcelarias poseen indudablemente una conciencia
propia; pero ¿pueden tenerla fragmentos psíquicos tan restringidos como los
complejos? Es ésta una cuestión todavía no resuelta que—lo confieso—me ha
preocupado a menudo: los complejos, en efecto, se comportan como genios
malignos cartesianos; parecen complacerse en travesuras de kobolds, con los
que ya los comparamos más arriba; nos ponen en la punta de la lengua
justamente la palabra que no había que decir; nos roban el nombre de la
persona a la que vamos a presentar; producen una necesidad incoercible de
toser en medio del pianissimo más emocionante del concierto; hacen tropezar
con su silla estruendosamente al retrasado que quiere pasar desapercibido;
son los autores de esas malignidades que F.-Th. Vischer quería imputar a los
inocentes objetos; son los personajes que actúan en nuestros sueños, con los que
nos enfrentamos en una total impotencia; son los seres élficos caracterizados a
la perfección en el folklore danés por la historia del pastor que quería enseñar
el «Padrenuestro» a dos elfos: éstos hicieron los mayores esfuerzos por repetir
sus palabras con exactitud, pero en la primera frase no lograron impedir el
decir: «Padre Nuestro que no estás en los cielos». Plenamente de acuerdo con
la concepción teórica, se mostraron ineducables .
Cum maximo salis grano, espero que no me reprocharán esta metaforización de
un problema científico. Una descripción de la fenomenología de los
complejos, por sobria que sea, no puede prescindir de su impresionante
autonomía; cuanto más penetra en la naturaleza profunda—yo casi diría en la
biología—, de los complejos, aparece con más evidencia el carácter de alma
parcelaria. La psicología onírica muestra con toda claridad la personificación
de los complejos, cuando no están oprimidos por el ostracismo de la
conciencia, del mismo modo que el folklore describe a los trasgos que arman
durante la noche un gran alboroto en la casa. Observamos el mismo
fenómeno en ciertas psicosis en que los complejos «hablan en voz alta» y el
enfermo los oye como a voces que parecen provenir de personalidades extrañas .
La hipótesis según la cual los complejos son psiques parcelarias escindiólas se ha
convertido hoy en una certeza. Su origen, su etiología, es a menudo un
choque emocional, un traumatismo o algún incidente análogo, que tiene por
efecto el separar un compartimiento de la psique. Una de las causas más
frecuentes es el conflicto moral basado, en última instancia, en la imposibilidad
aparente de asentir a la totalidad de la naturaleza humana. Esta
imposibilidad entraña, por su existencia misma, una escisión inmediata, a
espaldas o no de la conciencia. Es incluso, por lo general; una inconsciencia
preceptiva notable de los complejos, lo que les confiere, naturalmente, una
libertad de acción tanto mayor: su fuerza de asimilación aparece entonces en
toda su amplitud, al ayudar la inconsciencia del complejo a asimilarse el yo
mismo, lo que crea una modificación momentánea e inconsciente de la
personalidad, llamada identificación en el complejo. Esta noción, moderna por
completo, llevaba en la Edad Media otro nombre: se llamaba entonces la
posesión, término que está lejos de evocar la representación de un estado
inofensivo; no hay, sin embargo, ninguna diferencia de principio entre un
lapsus linguae corriente, debido a un complejo, y las blasfemias desordenadas de
un poseso; no hay más que una diferencia de grado. La historia lingüística presenta
numerosas expresiones en apoyo de esta tesis; de una persona afectada
por un complejo, y bajo los efectos de su emoción, se dice: «¿Qué es lo que le
ha entrado hoy?» «Tiene el diablo en el cuerpo», etc. Ya no se piensa,
naturalmente, al oír estas metáforas gastadas, en su sentido originario: no por
ello resulta menos fácil reconocer y mostrar, además, que el hombre más
primitivo y más ingenuo no «psicologizaba» como nosotros los complejos
perturbadores, sino que los sentía como entia per se, es decir, como entidades
propias, demoníacas, como demonios. El desarrollo ulterior de la conciencia ha
conferido tal intensidad al complejo del yo y a la conciencia personal que los
complejos han sido privados, al menos en el uso lingüístico, de su autonomía
primitiva. En general, se dice: tengo un complejo. El médico le dice a la enferma
histérica, a la que exhorta: sus dolores no son reales; usted se imagina que
sufre. El miedo a la infección es aparentemente una invención arbitraria del
enfermo y, en todo caso, se trata de persuadirle de que se ha forjado de la
nada una idea delirante .
Sin esfuerzo se ve que la concepción moderna corriente considera el
problema dando por sentado el hecho de que el complejo ha sido inventado e
«imaginado» por el paciente, y que, por consiguiente, no existiría si el
enfermo no se tomara el trabajo de darle, de forma en cierto modo intencionada,
vida. Se ha establecido, por el contrario, que los complejos—esto está
fuera de duda— poseen una autonomía notable, que los dolores sin
fundamento orgánico, es decir, considerados imaginarios, son tan dolorosos
como los dolores legítimos, y que una fobia patológica no tiene la menor
tendencia a desaparecer, aunque el enfermo en persona, su médico y hasta los
usos lingüísticos aseguren que no es más que imaginación .
Nos encontramos aquí ante una forma de ver interesante, llamada apotropeica,
equivalente a las designaciones eufemísticas de la antigüedad, cuyo ejemplo
clásico es . Las Erinias, diosas de la venganza, eran llamadas
por prudencia y propiciación las Euménides, las bienintencionadas; la
conciencia moderna, igualmente, concibe todos los factores íntimos de
perturbación como dependientes de su actividad propia; en una palabra, se los
incorpora; intenta domesticarlos, sin confesarse con franqueza que de esta
forma ha recurrido a un eufemismo apotropeico; se siente empujada a ello
por la inconsciente esperanza de aniquilar la autonomía de los complejos,
desbautizándolos. La conciencia se comporta en esto como un hombre que, al
oír un ruido sospechoso en el sótano, sube presuroso al granero para
comprobar que allí no hay huella de ladrón y que, por consiguiente, el ruido
era pura imaginación. En realidad, este hombre prudente no se ha atrevido a
bajar al sótano .
Para empezar es difícil de comprender por qué el miedo incita a la conciencia
a hacer entrar los complejos en el marco de su propia actividad. Los
complejos parecen de tal insignificancia, de una futilidad tan ridícula, que
inspiran vergüenza y disgusto y todo es bueno para ocultarlos. Sin embargo,
si fueran en realidad tan fútiles, ¿podrían ser al mismo tiempo tan penosos?
Es penoso lo que causa un tormento, un disgusto; esto atestigua ipso jacto una
cierta importancia, que no debería considerarse una bagatela. El hombre tiene
demasiada tendencia a proclamar irreal, siempre que se puede, todo lo que le
molesta. La explosión de la neurosis indica el momento preciso en que los
medios mágicos y primitivos del gesto apotropeico y del eufemismo resultan
impotentes. A partir de ese momento el complejo se establece en la superficie
de la conciencia; no es ya posible evitarlo. Y, al manifestarse, asimila paso a
paso a la conciencia del yo, al igual que ésta se esforzaba en el pasado por
asimilar al complejo. Su dominio engendra, en definitiva, una disociación
neurótica de la personalidad .
En el curso de un desarrollo semejante, un complejo revela su fuerza
originaria, capaz, en ocasiones, de suplantar la potencia del complejo del yo.
En tales circunstancias se comprende que el yo tenga todos los motivos para
someter al complejo a una prudente magia del verbo: es evidente que el yo
teme la amenaza alarmante de lo que puede cubrirle y ahogarle. Entre los
seres llamados normales, hay un gran número que conservan a skeleton in the
cupboard (un esqueleto en el aparador); bajo ningún pretexto se debe aludir a
su presencia, pues el temor que ese fantasma al acecho inspira es inmenso.
Las personas que intentan mantenerse en el estadio de la irrealización de los
complejos invocan las neurosis para intentar probar que los complejos son la
marca de las naturalezas enfermizas, de las que (¡gracias a Dios!) ellos no forman
parte. ¡Como si fuera un privilegio de los enfermos el contraer
enfermedades! La tendencia a incorporarse, a asimilar los complejos, con
objeto de vaciarlos de su realidad, bien lejos de probar su nada atestigua su
importancia. Es una confesión negativa del temor instintivo acusado por el
hombre primitivo en presencia de cosas oscuras, invisibles y que se mueven
por sí mismas. Este temor surge en el primitivo con la caída de la noche;
igualmente, los complejos, en el hombre civilizado, ensordecidos durante la
jornada por el ruido de la vida, alzan su voz durante la noche con más fuerza,
impidiendo el sueño o turbándolo con pesadillas. Los complejos son, en
efecto, objetos de experiencia interior a los que no se podría encontrar en
plena luz, en la calle ni en la plaza pública .
De los complejos dependen el bienestar o el malestar de la vida personal; son los
lares y los penates que nos esperan en el hogar familiar, de cuya paz tan
peligroso es jactarse demasiado; son el gentle folk que turba nuestras noches.
Mientras estos genios malignos sólo molestan al vecino, no hay peligro en la
casa propia, pero en cuanto comienzan a atenazarnos… Hay que ser médica
para saber cuántos complejos son parásitos devastadores. Para tener una
impresión plena de la realidad de los complejos es preciso haber visto a familias
destruidas por ellos, moral y físicamente, en pocos años; es preciso haber
contemplado la tragedia sin par y la miseria desesperante que dejan tras sí.
La idea de que «se imagina un complejo», de que los complejos son
«imaginarios», parece, pues, ociosa y muy poco científica. ¿Se quiere una
comparación médica? A los complejos hay que compararlos con infecciones o
tumores malignos que brotan sin la menor intervención de la conciencia. Esta
comparación, por otra parte, no es completamente satisfactoria, pues los
complejos no son, por esencia, de naturaleza malsana; son, propiamente,
manifestaciones vitales de la psique, sea ésta diferenciada o primitiva. Esta es la
razón de que encontremos sus huellas innegables en todos los pueblos y en
todas las épocas. Los monumentos más antiguos de la literatura los
contienen. Así, por ejemplo, la epopeya de Gilgamés describe la psicología
del complejo de poder con una maestría sin igual; y el libro de Tobías, en el
Antiguo Testamento, relata la historia de un complejo erótico y de su curación .
La creencia en los espíritus, universalmente difundida, es una expresión directa
de la estructura del inconsciente, estructura basada en complejos. Los complejos
son, en efecto, las unidades vivientes de la psique inconsciente, cuya existencia y
cuya complexión casi sólo ellos permiten constatar. El inconsciente no sería
más que una supervivencia de representaciones difuminadas, «oscurecidas»,
como en la psicología de Wundt, o una fringe of consciousness, como la llama
William James, si no existieran los complejos. Si el inconsciente psicológico ha
sido descubierto propiamente por Freud, ello es debido a que éste, en lugar
de despreocuparse de él como sus predecesores, se ha aplicado al estudio de
los lugares oscuros, de los actos fallidos, a los que con tanta facilidad se suele
enmascarar y minimizar con eufemismos. La via regia hacia el inconsciente no
es abierta, por lo demás, por los sueños, como él pretende, sino por los
complejos, que engendran sueños y síntomas. Y, además, esta vía no tiene
nada de regia, pues el camino indicado por los complejos se parece mucho a
una senda escabrosa y sinuosa que se pierde a menudo entre la espesura; en
lugar de llevar al corazón del inconsciente, la mayoría de las veces lo deja a un lado.
El temor al complejo es un poste indicador falaz; alejándose del inconsciente
lleva siempre a la conciencia. Apenas existe individuo que, hallándose en su
sano juicio, esté dispuesto a convenir—tan desagradables son los complejos—
que las fuerzas instintivas que los alimentan pueden contener algo de
provechoso. La conciencia se convence siempre de que los complejos son
incongruentes y de que deben ser eliminados. A despecho de la abundancia
aplastante de testimonios de toda clase que prueban la universalidad de los
complejos, se siente repugnancia a acreditarlos como manifestaciones normales
de la vida. El temor al complejo es un prejuicio poderoso, habiendo sobrevivido la
aprensión supersticiosa a lo nefasto, sin sufrir daños, al racionalismo del «siglo
de las luces». Este temor opone al estudio de los complejos una resistencia
esencial que, para ser superada, exige una resuelta decisión .
Temores y resistencias son los hitos indicadores que jalonan la via regia hacia
el inconsciente. Ellos expresan, en primer lugar, los prejuicios a los que el
inconsciente está sometido. Es natural que de un sentimiento de miedo se
deduzca la existencia de un peligro, y de una repulsión la presencia de una
cosa repugnante. Es ésta la conclusión del enfermo, la del público y, en definitiva,
la del médico; ella explica por qué la primera teoría médica del
inconsciente ha sido, con toda lógica, la teoría de la represión de Freud, quien,
de la naturaleza de los complejos, infiere un inconsciente constituido en lo
esencial por tendencias incompatibles y víctimas de la represión a causa de su
inmoralidad. Nada mejor que esta constatación puede probar el empirismo
de su autor, que procedió sin dejarse influir por premisas filosóficas. Por otra
parte, se había hablado ya durante mucho tiempo del inconsciente antes de
Freud. Leibniz había introducido esta noción en filosofía; Kant y Schelling se
habían detenido en ella; Carus había erigido sobre ella por primera vez un
sistema, cuya influencia se encuentra en la importante obra de E. von
Hartmann, La filosofía del inconsciente. La primera doctrina médico-psicológica
tiene tan poco que ver con estos primeros jalones como con Nietzsche .
La teoría freudiana es una descripción fiel de experiencias reales, descubiertas a lo
largo de la investigación de los complejos. Pero como ésta no puede hacerse sino
en forma de diálogo, la elaboración de las concepciones es función no sólo de
los complejos de uno de los interlocutores, sino también de los del otro. Todo
diálogo que se aventura en estos dominios poblados de angustias y de
resistencias aspira a lo esencial; al incitar al sujeto a la integración de su
totalidad, obliga también al interlocutor a afirmarse en su integridad, en su
totalidad, sin la ayuda de la cual sería vano querer llevar la conversación a
esos trasfondos sembrados de asechanzas. Ningún sabio, por objetivo que sea
y por desprovisto de prejuicios que esté, se encuentra en condiciones de
prescindir de sus propios complejos, pues éstos gozan en él de la misma
autonomía que en cualquiera. No puede prescindir de ellos, porque le son
inherentes; forman parte de una vez para siempre de su constitución psíquica;
ésta, en su determinación, es a priori una limitación, un prejuicio para cada
individuo. Su constitución, para un observador determinado, decide sin
apelación la concepción psicológica que hará suya. La limitación ineluctable de
toda observación psicológica es que no es válida más que si tiene en cuenta la ecuación
personal del observador .
La teoría de los complejos, la doctrina freudiana y otras diversas teorías
expresan esencialmente una situación psíquica creada por el diálogo entre un
observador y cierto número de sujetos observados. El diálogo se mueve en
gran parte en la zona de resistencia de los complejos; por eso, la teoría misma
está impregnada de su atmósfera: en sus grandes rasgos tiene algo de chocante
que pone en resonancia los complejos del público. Las concepciones de la
psicología moderna derivan con toda objetividad de la controversia; actúan al
mismo tiempo de forma provocadora. Causan en el público reacciones
violentas de adhesión o de rechazo; en el campo de la discusión científica
provocan debates afectivos, presunciones dogmáticas, susceptibilidades
personales, etc .
La psicología moderna—estos hechos lo demuestran—se ha aventurado en la
investigación de los complejos en un dominio psíquico tabú, rico de una
multitud de temores y de esperanzas. La esfera de los complejos es,
propiamente, el foco de las perturbaciones psíquicas; sus conmociones son de tal
amplitud que la investigación psicológica futura no puede esperar sino para
mucho más adelante entregarse tranquilamente a un sabio y silencioso
trabajo, que presupone un cierto consensus científico, un acuerdo tácito sobre
las hipótesis básicas. Ahora bien, la psicología de los complejos está todavía
hoy muy lejos de una comprensión general, más aún, a mi parecer, de lo que
creen los pesimistas. Pues el poner al descubierto tendencias incompatibles
no desvela más que un sector del inconsciente y no precisa más que una parte
de la fuente de angustia .
Todos recordamos la tempestad de indignación que se levantó por todas
partes cuando los trabajos de Freud comenzaron a difundirse. Estas «reacciones
acomplejadas» han obligado al sabio a un aislamiento que le ha valido,
así como a su escuela, reproches de dogmatismo. Todos los teóricos de este
campo psicológico corren el mismo peligro, pues abordan aquello que no está
dominado en el hombre, lo numinoso, para emplear la notable expresión de
Otto. La libertad del yo cesa en las proximidades de la esfera de los
complejos, potencias psíquicas cuya naturaleza última es todavía
desconocida. Cada vez que la investigación logra penetrar un poco más en el
tremendum psíquico, se desencadenan siempre en el público reacciones
análogas a las de los pacientes invitados, por motivos terapéuticos, a atacar la
intocabilidad de sus complejos .
Esta exposición de la teoría de los complejos puede evocar en el oyente no
experto la descripción de una demonología primitiva y de una psicología del
tabú. Esta singularidad está relacionada con el hecho de que la existencia de
complejos, es decir, de fragmentos psíquicos escindidos, es un residuo
notable del estado de espíritu primitivo. Dicho estado es de una disociabilidad
elevada, que se expresa, por ejemplo, en el hecho de que los primitivos
admiten con frecuencia varias almas —en un caso especial, hasta seis—, junto
a las cuales también existe una pluralidad de dioses y de espíritus; los
primitivos no se contentan como nosotros con hablar de ellos: estas almas, estos
espíritus, encarnan casi siempre para ellos experiencias psíquicas de lo más
impresionante .
Nosotros utilizamos—subrayémoslo—la idea de «primitivo» en el sentido de
«originario», sin hacer alusión al menor juicio de valor. Cuando hablamos de
«residuo de un estado primitivo» no queremos decir que este estado debe
terminar necesariamente, en plazo más o menos largo. No podemos aducir
motivo en favor de su desaparición antes de la extinción de la humanidad. El
estado, el residuo de la mentalidad primitiva en nosotros, no se ha
modificado mucho, se ha reforzado al menos hasta hoy incluso desde la
guerra mundial. Me siento, pues, inclinado a suponer que los complejos
autónomos constituyen manifestaciones normales de la vida y que presiden
la estructura de la psique inconsciente .
Me he limitado a presentar aquí los hechos fundamentales y esenciales de la
teoría de los complejos. Habría que perfeccionar esta incompleta imagen
exponiendo los problemas engendrados por el descubrimiento de la
existencia de los complejos autónomos. Se trata de tres cuestiones capitales:
un problema terapéutico, un problema filosófico y un problema moral; los tres
están en discusión.
Notas:
17- Lección inaugural pronunciada en la Escuela Politécnica Federal el 5 de mayo de 1934
con el título de Consideraciones generales sobre la teoría de los complejos .
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