CAPÍTULO VII – LAS DOMINANTES DEL INCONSCIENTE COLECTIVO
Se nos presenta ahora el problema de elevar al grado subjetivo las relaciones
inconscientes, sólo conocidas hasta ahora en el grado objetiva. Para este fin
hemos de desprenderlas del objeto y concebirlas como relaciones con
imágenes de naturaleza subjetiva, con complejos alojados en lo inconsciente
de la enferma misma. Si elevamos a la señora X al grado subjetivo, encontramos
que es ella la que ha enseñado a la paciente lo que la paciente temía,
porque inconscientemente lo deseaba. La señora X es, por lo tanto, una
imagen de aquello que quisiera ser la paciente, y que, sin embargo, no quiere
ser. La señora X representa, pues, en cierto sentido, la imagen anticipada del
carácter de la paciente. El tenebroso artista no es tan fácil de elevar al grado
subjetivo, pues el elemento de la inconsciente aptitud artística, que en la
paciente dormita, está ya representado por la señora X. Pudiera decirse, con
razón, que el artista es la imagen de lo masculino en la paciente; imagen que
no se ha realizado conscientemente y, por lo tanto, se aloja en lo inconsciente
para ella. En cierto sentido esto es verdad, puesto que la paciente, en este
punto, se engaña de hecho acerca de sí misma. Se cree muy tierna, sensible y
femenina, y nada masculina. Por eso quedó contrariada y asombrada cuando
yo le hice observar sus rasgos masculinos. Pero en estos rasgos no se
encuentra el elemento inquietante y fascinador, el cual, aparentemente, falta
en ella. Sin embargo, en algún sitio ha de ocultarse, pues ella misma ha
promovido en sí este sentimiento.
Cuando un elemento semejante no se encuentra, la experiencia nos enseña
que está siempre proyectado. ¿Pero sobre quién? ¿Reside todavía en el artista?
Hace mucho tiempo que este desapareció de su campo visual, y no puede
haberse llevado la proyección, que está anclada en lo inconsciente de la
enferma. No; dicha proyección es siempre actual, es decir, ha de haber en
algún sitio alguien sobre quien este elemento esté actualmente proyectado; de
lo contrario, ella lo sentiría en sí.
Con esto volvemos otra vez al grado objetivo; pues de otra suerte, no
podremos encontrar esta proyección. La paciente no conoce a ningún hombre
que signifique para ella algo especial, fuera de mí mismo, que significo
mucho para ella como médico. Acaso, pues, haya proyectado este elemento
sobre mí. Yo nunca había observado tal cosa; pero los elementos más sutiles
nunca se presentan en la superficie, sino que salen a la luz cuando han
pasado las horas destinadas al tratamiento. Por eso hube de preguntar con
precaución: «Dígame usted: ¿cómo le aparezco yo cuando usted está
conmigo? ¿Soy entonces igual?» Y ella: «Cuando estoy con usted, usted es
muy simpático; pero cuando estoy sola o paso mucho tiempo sin verle,
entonces cambia su imagen muchas veces de una manera maravillosa. Unas
veces se me presenta usted completamente idealizado, y luego de otro
modo». Aquí se detuvo; pero yo insistí: «¿Y cómo es eso?» A lo que añadió
ella: «A veces se me representa usted como muy peligroso e inquietante,
como un mago malo, un demonio. Yo no sé cómo se me ocurren tales pensamientos.
Porque usted no es así».
Ese elemento estaba, pues, en mí, como trasposición; por eso faltaba en su
inventario. Con esto hemos descubierto otro punto esencial. Yo estaba
contaminado (identificado), con el artista; luego ella es para mí la señora X en
la fantasía inconsciente. Fácilmente pude demostrarle este hecho, valiéndome
de los materiales anteriormente encontrados (fantasías sexuales). Pero
entonces soy también yo mismo el obstáculo, el cangrejo que la impide pasar.
Si nos limitáramos, en este caso especial, al grado objetivo, un buen consejo
resultaría peligroso. ¿De qué nos serviría que yo le dijese: «Pero yo no soy ese
artista, yo no soy inquietante, ni un mago maligno, etc.?» Esto lo recibiría la
paciente con entera frialdad, pues lo sabe tan bien como yo. La proyección
persiste ahora como antes, y yo sigo siendo realmente el obstáculo para su progreso.
En este punto han quedado estancados muchos tratamientos. Pues no hay
otra manera de escapar a la tenaza de lo inconsciente, como no sea
elevándose el médico mismo al grado subjetivo; es decir, declarando que es
una imagen ¿Pero una imagen de qué? Aquí está la suprema dificultad. «Muy
bien —dirá el médico—; yo soy una imagen de algo que reside en lo
inconsciente de la enferma». A lo que ella replicará: «¿Pero qué? ¿Voy yo a ser
un hombre, y además un mago malo, inquietante, fascinador o un demonio?
Nunca, de ningún modo; eso no lo puedo admitir; eso es un disparate. Más
bien creeré que es usted el que lo es». Y tendrá razón al hablar así. Es absurdo
querer trasladar semejantes cosas a su persona. Ella no puede admitir ser un
demonio, como tampoco que lo sea el médico. Sus ojos centellean algo; una
maligna expresión aparece en su rostro; un resplandor de odio desconocido,
nunca visto, serpentino, parece erguirse en ella. Veo de pronto la posibilidad
de una mortal equivocación. ¿Qué es esto? ¿Es amor defraudado? ¿Es agravio?
¿Es desprecio? En su mirada percibo algo de fiera, algo verdaderamente
diabólico. ¿Será ella verdaderamente un demonio? ¿O seré yo mismo la fiera,
el demonio, y tendré ante mí una víctima angustiada, que trata de
defenderse, con la fuerza animal de la desesperación, contra mi
encantamiento maligno? Todo esto debe ser un disparate, una fascinación de
la fantasía. ¿Qué es lo que he tocado? ¿Qué nueva cuerda suena? Pero sólo es
un momento efímero. La expresión en el rostro de la enferma vuelve a ser
tranquila y, como aliviada, me dice: «Es notable; ahora he tenido la sensación
de que usted había tocado el punto sobre el cual nunca he pasado, en la
relación con mi amiga. Es un sentimiento terrible, algo inhumano, perverso,
cruel. No puedo describir lo siniestro de este sentimiento, que me hace en
tales momentos odiar y despreciar a mi amiga, a pesar de que me resisto a
ello con todas mis fuerzas».
Esta manifestación arroja clara luz sobre lo ocurrido: yo he ocupado el puesto
de la amiga. La amiga ha sido vencida. El hielo de la represión se ha roto. La
enferma ha entrado en una nueva fase de su existencia, sin saberlo. Ahora sé
que todo lo que había de doloroso y malo en la relación con la amiga recaerá
sobre mí; sin duda también lo bueno, pero en la más violenta lucha con la
misteriosa x, sobre que la enferma nunca ha pasado. Por lo tanto, hay una
nueva fase de trasposición que, sin embargo, no deja ver claramente en qué
consiste la x que sobre mí ha sido proyectada. Es indudable que si la enferma
se estanca en esta forma de trasposición, nos amenazan los más difíciles
equívocos; pues entonces habrá de tratarme como trataba a su amiga; es
decir, esa x permanecerá suspensa constantemente entre nosotros y creará
malas inteligencias. Resultará entonces que verá en mí al demonio maligno,
pues mal puede suponer que lo sea ella misma. De este modo se plantean
todos los conflictos insolubles. Y un conflicto insoluble vale tanto como la
paralización de la vida.
O bien otra posibilidad: la enferma aplicará acaso su antiguo medio de
protección contra esta nueva dificultad, y pasará sobre el punto oscuro. Es
decir, reprimirá de nuevo, en vez de conservarlo consciente, como exige
necesaria y evidentemente el método. Con esto nada se habría ganado; por el
contrario, la x amenaza ahora desde lo inconsciente, cosa mucho más
desagradable aún.
Siempre que surge algo inadmisible, hay que darse cuenta exacta de si ese
algo está definido con una cualidad humana, o sí, en último término, no lo es.
«Mago» y «demonio» representan propiedades que se califican propiamente
de tal modo, que, desde luego, se ve que no son cualidades humanas y
personales, sino mitológicas. «Mago» y «demonio» son figuras mitológicas que
expresan ese incógnito sentimiento «inhumano» que la paciente había sentido
Estos atributos no son, pues, aplicables a una personalidad humana, aun
cuando, por lo regular, son proyectados sobre los demás hombres como
juicios intuitivos sin contrastación crítica, con gran perjuicio de las relaciones humanas.
Tales atributos siempre indican que han sido proyectados contenidos del inconsciente sobrepersonal o colectivo. Porque «demonios» no son reminiscencias personales, como tampoco «magos perversos», aun cuando todos hemos oído o leído,
naturalmente, estas cosas. Todos hemos oído hablar de la serpiente cascabel;
sin embargo, si un lagarto o una culebra nos asustan al arrastrarse por la
hierba, no vamos por eso a denominarlos serpiente cascabel ni a sentir ante
ellos la emoción correspondiente. No designaremos tampoco a un prójimo
como un demonio, a no ser que, efectivamente, haya en él una especie de
influencia diabólica; pero si la influencia diabólica fuera, efectivamente, un
elemento de su carácter personal, habría de mostrarse en todas las ocasiones,
y entonces este hombre sería verdaderamente un demonio, una especie de
ogro. Mas esto es mitología, es decir, psique colectiva y no psique individual.
Por cuanto participamos, por nuestro inconsciente, en la psique colectiva
histórica, vivimos, naturalmente, de un modo inconsciente en un mundo de
ogros, demonios, magos, etc.; pues éstas son cosas en las que han depositado
poderosos afectos todas las épocas anteriores a nosotros. También tenemos
participación con dioses y diablo?, con salvadores y criminales. Pero sería
insensato quererse atribuir personalmente estas posibilidades, que existen en
lo inconsciente. Se impone, pues, una separación lo más honda posible entre
lo personal y lo impersonal. Con eso no negamos de ningún modo la
existencia, a veces muy eficaz, de los contenidos del inconsciente colectivo.
Sin embargo, como contenido de la psique colectiva, se contraponen a la
psique individual y se distinguen de ésta. En el hombre ingenuo, estas cosas
no estaban separadas naturalmente de la conciencia individual, porque la
proyección de dioses, demonios, etc., no era entendida como una función
psicológica, sino que esos seres eran considerados como realidades
sencillamente aceptadas. Su carácter proyectivo no era visto nunca. Hasta la
época de la ilustración (siglo xviii) no se comprendió que los dioses no existen
realmente, sino que sólo son proyecciones. Con esto quedaron eliminados.
Pero no estaba eliminada en modo alguno la función psicológica correspondiente,
sino que pasó al inconsciente, con lo cual los hombres mismos
fueron envenenados por un exceso de libido, que antes se desahogaba en el
culto de las imágenes de los dioses. La depreciación y eliminación de una
función tan fuerte, como es la religiosa, tiene, naturalmente, importantes
consecuencias para la psicología del individuo. Lo inconsciente se refuerza
extraordinariamente por el reflujo de esta libido, de suerte que comienza a
ejercer un violento y dominante influjo en la conciencia, con sus contenidos
arcaicos colectivos. El período de la ilustración se cerró, como es sabido, con
los horrores de la Revolución Francesa. Actualmente volvemos a
experimentar esta rebelión de las fuerzas inconscientes, destructoras, de la
psique colectiva. El efecto fue una matanza en masa. Esto era, precisamente,
lo que lo inconsciente buscaba. Su posición se había reforzado antes
desmesuradamente por el racionalismo de la vida moderna, que desprecia
todo lo irracional; con lo cual la función de lo irracional se hundió en lo
inconsciente. Pero una vez que la función se encuentra en lo inconsciente,
obra desde allí devastadora e irresistiblemente, como una enfermedad incurable,
cuyo foco no puede ser extirpado, porque es invisible. Tanto el
individuo como el pueblo tiene entonces que vivir, a la fuerza, lo irracional; y
no tiene más remedio que aplicar su más alto ideal y su mejor ingenio a dar la
forma más perfecta posible a la extravagancia de lo irracional. En pequeño, lo
vemos en nuestra enferma. Esta rehuía una posibilidad de vida (señora X)
que le parecía irracional, para vivir esa vida misma en forma patológica, con
el mayor sacrificio, en un objeto inadecuado.
No hay otra posibilidad sino reconocer lo irracional como una función
psicológica necesaria, puesto que siempre está presente, y tomar sus
contenidos no como realidades concretas (esto sería Un retroceso), sino como
realidades psicológicas; realidades, porque son cosas activas, es decir,
efectividades. Lo inconsciente colectivo es él sedimento de la experiencia
universal de todos los tiempos, y, por lo tanto, una imagen del mundo que se
ha formado desde hace muchos eones. En esta imagen se han inscrito a través
del tiempo determinadas líneas, llamadas dominantes. Estas dominantes son
las potestades, los dioses, es decir, imágenes de leyes y principios
dominadores, de regularidades promediadas en el curso de las
representaciones que el cerebro recibió a través de procesos seculares. Por
cuanto las imágenes depositadas en el cerebro son copias relativamente fieles
de los acaecimientos psíquicos, corresponden sus dominantes (es decir, sus
rasgos generales, acusados por acumulación de experiencia idéntica), a
ciertos rasgos físicos generales. Por eso es posible trasladar directamente
ciertas imágenes inconscientes, como conceptos intuitivos, al mundo físico;
así, por ejemplo, el éter, la materia sutil o anímica primitiva, que está
representada, por decirlo así, en las concepciones de toda la tierra; así
también la energía, esa fuerza mágica cuya intuición también está difundida universalmente.
Por su parentesco con las cosas físicas, aparecen las dominantes proyectadas
con frecuencia; y. cuando las proyecciones son inconscientes, recaen sobre las
personas del círculo próximo y, por lo regular, en forma de depreciaciones o
sublimaciones anormales, que provocan errores, disputas, misticismos y
locuras de toda índole. Así se dice que «uno tiene a otro por Dios», o que
«Fulano es la bestia negra de Megano». De aquí surgen también las modernas
formas del mito, es decir, fantásticos rumores, desconfianzas y prejuicios. Las
dominantes del inconsciente colectivo son, por lo tanto, cosas sumamente
importantes y de importante efecto, a las cuales ha de prestarse la mayor
atención. Las dominantes no se han de ahogar simplemente, sino que se han
de someter a cuidadosa ponderación. Como suelen presentarse en forma de
proyecciones, y las proyecciones (por el parentesco de las imágenes inconscientes
con el objeto) sólo se adhieren allí donde existe una ocasión externa
para ello, resulta muy difícil su estudio. Por lo tanto, cuando alguien proyecta
la dominante «diablo» sobre un prójimo es porque este prójimo tiene algo en
sí que hace posible la fijación de la dominante diabólica. Con esto no quiero
decir, de ningún modo, que este hombre sea también, por decirlo así, un
diablo; antes por el contrario, puede ser un hombre singularmente bueno
pero es incompatible con el proyectante y, por consiguiente, existe entre
ambos un «efecto diabólico». Tampoco el proyectante necesita ser un diablo,
aun cuando tenga que reconocer que lleva en sí lo diabólico y que ha
incurrido en ello, por cuanto lo proyecta; pero no por eso es «diabólico», sino
que puede ser un hombre tan correcto como el otro. La presencia de la
dominante diabólica, en un caso semejante, se interpreta así: ambos hombres
son incompatibles (para el presente y para el futuro próximo), por lo cual lo
inconsciente los disocia y separa.
Una de las dominantes, que se encuentra casi regularmente en el análisis de
las proyecciones con contenidos colectivos inconscientes, es el «demonio
mago», de efecto eminentemente inquietante. Un buen ejemplo es el Golem, de
Meyrink, como también el mago tibetano en los Murciélagos de Meyrink, que
desencadena mágicamente la guerra universal. Naturalmente, Meyrink no lo
ha aprendido de mí, sino que lo ha formado libremente de su inconsciente,
comunicando a semejante sentimiento, forma y palabra, como la enferma lo
había proyectado sobre mí. La dominante mágica se presenta también en
Zaratustra; y en Fausto es, por decirlo así, el héroe mismo.
La imagen de este demonio es el grado más bajo y más antiguo del concepto
de Dios. Es la dominante del primitivo mago o curandero de la tribu,
personalidad de singulares dotes, cargada de fuerza mágica (24). Esta figura
aparece en lo inconsciente de mi enferma muy frecuentemente con piel morena
y tipo mongólico. (Advierto que estas cosas eran conocidas por mí mucho antes
de que Meyrink las escribiera).
Con el conocimiento de las dominantes del inconsciente colectivo, hemos
dado un gran paso. El efecto mágico diabólico del prójimo desaparecerá tan
pronto como el sentimiento inquietante quede relegado a una magnitud
definitiva del inconsciente colectivo. Pero, en cambio, tenemos ahora ante
nosotros un problema enteramente nuevo e insospechado, a saber: el problema
de en qué forma pueda el Yo entrar en tratos con este no-Yo psicológico.
¿Cabe contentarse con la comprobación de la existencia activa de las
dominantes inconscientes y abandonar luego la cuestión a sí misma?
Con esto se produciría un estado de constante disociación, una desavenencia
entre la psique individual y la psique colectiva en el sujeto. Por una parte tendríamos
el Yo diferenciado y moderno; por otra, una especie de cultura de
negros, un estado enteramente primitivo. Con lo cual percibiríamos separado
y claro lo que efectivamente sucede ahora, a saber: que la corteza de la
civilización cubre una bestia de piel oscura. Semejante disociación exige,
empero, inmediata síntesis y desarrollo de lo no desarrollado. Hay que
armonizar estos dos extremos.
Antes de entrar en este nuevo problema, volvamos a nuestro sueño, al sueño
de que hemos partido. Durante toda la exposición hemos ido adquiriendo
una comprensión dilatada del sueño, especialmente en Una zona especial del
mismo, en lo que se refiere a la angustia. Esta angustia es una angustia
diabólica ante las dominantes del inconsciente colectivo. Porque vemos que la
paciente se identifica con la señora X. por lo cual manifiesta tener relación con
el artista inquietante. Se descubrió también que el médico (yo) fue
identificado con el artista, y además que yo, tomado en el grado subjetivo, era
una imagen de la dominante mágica del inconsciente colectivo.
Todo esto se oculta en el sueño bajo el símbolo del cangrejo, del que anda
hacia atrás. El cangrejo es el contenido vivo de lo inconsciente, que un análisis
en el grado objetivo no puede, en modo alguno, agotar o hacer innocuo. Lo
que pudimos lograr fue que los contenidos mitológicos o psicológicos colectivos se
desprendiesen de los objetos de la conciencia, y fuesen a consolidarse como realidades
psicológicas fuera de la psique individual.
Mientras lo inconsciente colectivo se acopla indistintamente con la psique
individual, no es posible hacer ningún progreso, no es posible salvar el
obstáculo —para hablar con los términos del sueño—. Pero si la soñadora se
dispone a saltar la línea divisoria, entonces, lo que antes era inconsciente se
torna vivo, la agarra y tira de ella. El sueño y su material caracterizan el inconsciente
colectivo, por una parte como animal inferior vivo, oculto en la
profundidad del agua, y por otra parte como una enfermedad peligrosa, que
puede curarse, si se opera o saja a tiempo. Hasta qué punto ésta
caracterización es acertada, ya lo hemos visto. El símbolo animal alude
especialmente, como ya hemos dicho, a lo extrahumano, es decir, a lo
sobrepersonal; pues los contenidos del inconsciente colectivo no son
solamente los residuos de una forma funcional arcaica, específicamente
humana, sino también los residuos de las funciones de la serie de
antepasados animales del hombre, cuya duración ha sido mucho mayor que
la época, relativamente corta, de la existencia específicamente humana (25).
Tales residuos o, para hablar con Semon, engramas, son adecuados
perfectamente cuando entran en actividad, no sólo para detener el progreso
de la evolución, sino también para transformarlo en un retroceso, hasta que
se agota la cantidad de energía que ha puesto en actividad el inconsciente colectivo.
Pero la energía vuelve a hacerse utilizable por el hecho de que puede ser
tomada en cuenta por la contraposición consciente del inconsciente colectivo.
Las religiones han establecido este círculo energético por medio del trato
litúrgico con los dioses (las dominantes del inconsciente colectivo) en forma
concretista (26). Pero esta forma y manera está para nosotros demasiado en
contradicción con el entendimiento y su moral cognoscitiva; no podemos
considerar esta solución del problema ni como ejemplar ni siquiera como
posible. En cambio, si concebimos las figuras de lo inconsciente como
dominantes inconscientes colectivas y, por tanto, como fenómenos o
funciones psicológico-colectivas, esta suposición no contradice, en modo
alguno, a nuestra conciencia intelectual. También es racionalmente aceptable
esta solución. Con ella adquirimos la posibilidad de enfrentarnos con los
residuos activados de nuestra historia primigenia. Esta relación nos permite
salvar la línea divisoria, y por eso se llama propiamente función trascendente,
lo que es sinónimo de desarrollo progresivo hacia una nueva actitud, que está
indicada en el sueño bajo la forma de la otra orilla del arroyo.
El paralelo con el mito del héroe salta a la vista. Muy frecuentemente la lucha
típica del héroe con el monstruo (el contenido inconsciente) tiene lugar a la
orilla de un río, o acaso junto a un vado, como ocurre especialmente en los
mitos indios, que conocemos por la Hiawatha de Longfellow. En la lucha
decisiva, el héroe es tragado por el monstruo (Jonás y la ballena), como ha
demostrado Frobenius (27) con extenso material En el interior del monstruo
comienza el héroe a enfrentarse con la bestia, a su modo, mientras que el
animal nada con él dentro hacia Oriente, hacia la salida del sol. El héroe corta
un trozo importante de las entrañas, por ejemplo, el corazón de la bestia,
gracias al cual ella vivía (es decir, precisamente la valiosa energía con que se
activaba lo inconsciente). De este modo mata al monstruo, que luego arriba a
tierra, donde el héroe, renacido merced a la función trascendente (el viaje
nocturno por mar, como lo llama Frobenius), vuelve a salir, acompañado
muchas veces por todos aquellos que el monstruo había devorado antes. Con
esto queda restablecido el estado normal anterior, puesto que lo inconsciente
no posee ya una posición predominante, toda vez que ha sido despojado de
su energía. Así el mito —que es un sueño del pueblo— describe en forma
muy intuitiva el problema que ocupa a nuestra enferma (28).
He de subrayar ahora un hecho bastante importante, que acaso haya
advertido también el lector; y es que en este sueño lo inconsciente colectivo se
presenta bajo un aspecto negativo, como algo peligroso y perjudicial. Esto
procede de que la paciente tiene, no sólo una vida imaginativa muy
desarrollada, sino incluso exuberante, cosa que concuerda con sus dotes de
escritora. Su exagerada fantasía es un síntoma de enfermedad, porque se
complace con exceso en sus imágenes, en tanto que descuida la vida real. Un
poco más de mitología sería para ella realmente peligroso, porque aún le
queda por vivir un buen pedazo de vida exterior. Todavía no se halla
bastante afianzada la vida real para poder arriesgar una inversión de postura.
Lo inconsciente colectivo la ha sorprendido y amenaza separarla de la
realidad, todavía insuficientemente cumplida. En consonancia con el sentido
del sueño, hubo de presentársele lo inconsciente colectivo como algo
peligroso; pues de lo contrario hubiera hecho de ello con harto agrado un
refugio contra las exigencias de la vida. Con este ejemplo negativo no
quisiera suscitar la impresión de que lo inconsciente desempeña en todos los
casos este papel dudoso. Por eso quiero referir aquí otros dos sueños de un
joven, que ilustrarán otra zona más favorable de la función de lo inconsciente.
Lo hago con tanto mayor gusto cuanto que la solución del problema de la
oposición sólo es posible por el camino irracional, señalado por las
aportaciones de lo inconsciente, los sueños.
En primer lugar, he de poner al lector en conocimiento con la persona del
soñador; pues sin este conocimiento apenas es posible penetrar en el temple
particular de estos sueños. Hay sueños que son los más puros poemas, y sólo
pueden ser comprendidos por la tonalidad general. El soñador es un joven de
unos veinte años, de aspecto muy aniñado todavía. Se advierte en su exterior
y en sus formas de expresarse un leve toque de feminidad. Sus ademanes y
sus palabras descubren una excelente formación y educación. Es inteligente,
con intereses francamente intelectuales, y estéticos. Lo estético se halla para él
en primer término. Se nota inmediatamente su buen gusto y su fina comprensión
para todas las formas del arte. Su vida sensitiva es tierna y delicada,
ligeramente soñadora, como corresponde a la edad de la pubertad, pero de
naturaleza femenina. La preponderancia del elemento femenino es innegable.
No se encuentra en él ninguna huella de esa grosería propia de la pubertad.
Indudablemente, es demasiado joven para su edad, y, por lo tanto, es un caso
manifiesto de desarrollo retrasado. Concuerda con esto el hecho de que haya
venido a verme para que yo le cure de homosexualidad. La noche antes de
venir a mí por vez primera, tuvo el sueño siguiente:
«Me encuentro en una amplia catedral envuelta en crepúsculo misterioso. Parece ser
la basílica de Lourdes. En el centro se encuentra un pozo profundo y sombrío, al que
yo he de bajar».
Como se ve, el sueño es la expresión coherente de un estado de ánimo. Las
observaciones del soñador son las siguientes: «Lourdes es la fuente mística de
la salud. Yo pensaba ayer, naturalmente, en que había de ser tratado por
usted para recuperar la salud. En Lourdes dicen que hay una fuente.
Probablemente es muy desagradable meterse en aquella agua. El pozo del
templo era muy hondo».
¿Qué significa este sueño? Aparentemente está muy claro y pudiéramos
contentarnos con interpretarlo como una especie de formulación poética del
estado del día anterior. Pero no es posible contentarse con esto, pues la
experiencia enseña que los sueños son mucho más profundos y significativos.
Pudiera pensarse, por este sueño, que el soñador llega al médico en un
temple muy poético; que entra en el tratamiento, como quien acude a un acto
litúrgico sagrado, en la mística penumbra de un misterioso santuario. Pero
esto no concuerda en absoluto con la realidad efectiva. El paciente vino
simplemente al médico para ser tratado de aquella cosa desagradable, o sea
de su homosexualidad. Esto no tiene nada de poético. De todos modos, el
temple efectivo del día anterior no nos permite descubrir por qué razón había
de soñar el enfermo tan poéticamente, dado que sea lícito suponer una
causalidad tan directa como origen de un sueño. Podríamos suponer acaso
que precisamente la impresión del asunto sumamente antipoético, que
inducía al paciente o buscar mi tratamiento, fue lo que dio motivo al sueño.
Es decir, podríamos hacer la suposición de que el paciente, precisamente por
la falta de poesía en su estado de ánimo del día anterior, soñó un sueño
poético; como alguien, que durante el día ha ayunado, soñará por la noche en
suculentos banquetes. No puede negarse que la idea del tratamiento, de la
curación y del proceso desagradable se repite en el sueño; pero poéticamente
transfigurada, es decir, en una forma que corresponde de la manera más
eficaz a la viva necesidad estética y emocional del soñador. Por esta imagen
sugestiva debía ser irresistiblemente atraído, a pesar de que la fuente es
oscura, profunda y fría. Algo de esta tonalidad del sueño persistirá después
del sueño y alcanzará a la mañana de aquel día en que había de someterse al
desagradable y antipoético tratamiento. La cruel realidad recibirá quizá un
leve resplandor áureo de los sentimientos ensoñados.
¿Acaso es ésta la finalidad de este sueño? No sería imposible, pues según mi
experiencia, casi todos los sueños son de naturaleza compensadora. Acentúan la
otra zona para mantener el equilibrio del alma. Pero la compensación de la
tonalidad no es la única finalidad del cuadro soñado. Hay también en el
sueño un aspecto de interpretación. El paciente no tenía idea del tratamiento
al que estaba a punto de someterse. Pero el sueño le da una imagen, que
caracteriza, por una metáfora poética, la esencia del tratamiento que le
aguarda. Esto se descubre al punto, si proseguimos enumerando sus
ocurrencias y observaciones sobre la imagen de la basílica.
«Sobre la basílica —dice— se me ocurre pensar en la catedral de Colonia. Ya
en mi niñez me ocupó mucho esta catedral. Recuerdo que mi madre fue la
primera que me habló de ella. Recuerdo también que, al ver una iglesia de
aldea, pregunté si era la catedral de Colonia. Deseaba ser sacerdote en aquella
catedral». El paciente describe, en estas ocurrencias, un episodio muy esencial
de su juventud. Como en casi todos los casos de su especie, existe también en
él una relación muy íntima con la madre. No se ha de entender por eso que se
trate de una relación consciente, singularmente buena o intensiva, sino más
bien de algo así como una relación secreta y subterránea, que acaso sólo se
expresa en la conciencia por el retraso en la evolución del carácter, por un
relativo infantilismo. El desarrollo de la personalidad se aleja, naturalmente,
de semejante vínculo infantil inconsciente, pues nada hay que tanto estorbe al
desarrollo como el permanecer en un estado inconsciente y, aun pudiera
decirse, psíquicamente embrional. Por esta razón el instinto se apodera de la
primera ocasión para sustituir a la madre por otro objeto. Este objeto ha de
tener, en cierto sentido, analogía con la madre para poder sustituirla
realmente. Y tal es el caso verdaderamente de nuestro enfermo. La intensidad
con que su fantasía infantil aprehendió el símbolo de la catedral de Colonia
corresponde a una fuerte necesidad inconsciente de encontrar un sustitutivo
de la madre. Esta necesidad inconsciente está naturalmente acentuada
todavía más en un caso como éste, en que el vínculo infantil amenaza convertirse
en daño. De ahí el entusiasmo con que su fantasía infantil se apodera de
la representación de la iglesia; pues la Iglesia es, en el más pleno y amplio
sentido, una madre. Se habla, no solamente de la madre Iglesia, sino también
de su regazo. En la ceremonia de la benedictio fontis de la Iglesia católica, es
interpretada la taza como inmaculatus divini fontis uterus (útero inmaculado de
la fuente divina). Opinamos sin duda que es preciso tener conciencia clara de
esta interpretación para que este sentido pueda obrar en la fantasía, y que no
se puede contar con que a un niño ignorante le alcancen estas significaciones.
Es seguro que estas analogías no obran por la vía de la conciencia, sino por
otro camino distinto.
La Iglesia, en efecto, representa un sustitutivo espiritual elevado del vínculo
simplemente natural y, por decirlo así, «carnal» con los padres. Libera, pues, a
los individuos de una relación natural inconsciente, que, estrictamente
hablando, no es una relación, sino un estado de primordial identidad
inconsciente, el cual, por su inconsciencia, tiene una extraordinaria inercia,
que se opone con fuerza a cualquier desarrollo espiritual más alto.
Difícilmente podría indicarse diferencia esencial entre un estado semejante y
un estado animal. Ahora bien; no es prerrogativa especial de la Iglesia
cristiana, en ningún modo, el procurar que el individuo se desprenda de ese
estado primerizo, cuasi animal, sino que ese propósito constituye la forma
moderna, y especialmente occidental, de una tendencia instintiva que acaso
sea tan antigua como la humanidad misma. Es una tendencia que se
encuentra en las más distintas formas, por decirlo así, en todos los primitivos,
algo desarrollados y todavía no degenerados. Me refiero a la institución de
las iniciaciones o consagraciones de la virilidad; en la edad de la pubertad, el
joven es recluido en la casa de los varones o en cualquier otro lugar de
ininiación donde, sistemáticamente, se le hace extraño a su familia. Al mismo
tiempo, se le inicia en los misterios religiosos, y de este modo entra, no sólo
en nuevas relaciones, sino también en una especie de mundo nuevo, como
personalidad renovada y modificada, quasi modo genitus (como un recién
nacido). La iniciación lleva aparejada muchas veces toda clase de torturas,
incluso la circuncisión y otras semejantes. Estos usos son, indudablemente,
antiquísimos, y han dejado sus huellas en nuestro inconsciente, como tantas
otras vivencias primitivas. Se han convertido casi en mecanismo instintivo, de
suerte que se reproducen por sí mismos, aun sin estímulo exterior, como en
las ceremonias de los bautizos estudiantiles o en las iniciaciones todavía mucho
más exageradas de los estudiantes americanos. Se han sepultado en lo
inconsciente como imagen primordial, como un arquetipo, como dice San Agustín.
Cuando la madre habló al niño de la catedral de Colonia, esta imagen
primordial fue excitada y despertó a la vida. Mas no hubo entonces ningún
educador sacerdote que desarrollara este comienzo. El niño quedó en las
manos de la madre. Desarrollóse en el muchacho la nostalgia del varón
director, en forma de una inclinación homosexual; desarrollo defectuoso, que
acaso no hubiera tenido lugar si un hombre hubiera desenvuelto la fantasía
infantil del paciente. El extravío hacia la homosexualidad tiene, desde luego,
abundantes ejemplos históricos. En la Grecia antigua, como en otras
colectividades primitivas, la homosexualidad era, por decirlo así, idéntica con
la educación. En este sentido, la homosexualidad de la adolescencia representa
la necesidad de un varón; necesidad, desde luego, mal comprendida, pero
no por eso menos adecuada a su fin.
Para el enfermo, según el significado de su sueño, la entrada en el tratamiento
significa que se cumple el sentido de su homosexualidad, a saber: su ingreso
en el mundo del hombre adulto. Lo que nosotros hemos tenido que
desentrañar aquí, con penosas y tortuosas reflexiones, para poder
comprenderlo plenamente, el sueño lo condensó en pocas metáforas
expresivas, creando con ello una imagen; que influye en la fantasía, en el
sentimiento y en la inteligencia del soñador, mucho más que una sabia
disertación. Por eso, el enfermo estaba mejor y más significativamente
preparado para el tratamiento que si hubiera leído una gran colección de
teoremas médicos y educativos. (Por esta razón considero el sueño, no sólo
como una preciosa fuente de información, sino también como un instrumento
sumamente eficaz de educación o tratamiento).
Pasemos ahora al segundo sueño. Pero he de decir antes que en la primera
consulta no me ocupe en modo alguno del sueño que acabo de referir. Ni
siquiera fue mencionado. No se habló una palabra que tuviera relación con lo
antedicho. El segundo sueño es éste:
«Estoy en una gran catedral gótica. En el altar hay un sacerdote. Yo estoy con mi
amigo delante de él, y tengo en la mano una figurilla japonesa de marfil, con el
sentimiento de que tiene que ser bautizada. De pronto llega una señora anciana, quita
a mi amigo el anillo de la mano y se lo pone ella misma. Mi amigo tiene miedo de que
pueda por eso quedar enlazado de algún modo. Pero en este momento suena una
maravillosa música de órgano.»
Haré resaltar brevemente aquellos puntos que continúan y completan el
sueño del día anterior. Indudablemente, el segundo sueño se enlaza con el
primero: otra vez el soñador está en la iglesia, es decir, en el estado de la
consagración viril. Pero una nueva figura se ha presentado, el sacerdote, de
cuya ausencia en la primera situación ya hemos hablado. El sueño confirma,
por lo tanto, que el sentido inconsciente de su homosexualidad se ha
cumplido, y puede iniciarse otra evolución. Ya puede empezar el acto
verdadero de la iniciación; es decir, el bautismo. En el simbolismo del sueño
se confirma lo que ya he dicho: que no es prerrogativa de la Iglesia cristiana
el realizar semejantes traslados y transformaciones del alma, en los que se
oculta una imagen primordial, que puede obligar en ciertos casos a tales
transformaciones. Lo que, según el sueño, ha de ser bautizado, es, en efecto,
una figurilla japonesa de marfil. El paciente observa a este propósito: «Era un
hombrecillo grotesco, que me recuerda los órganos genitales del hombre. Es
curioso que este miembro tuviera que ser bautizado. Pero entre los judíos, la
circuncisión es una especie de bautismo. Esto debe de referirse, seguramente,
a mi homosexualidad; pues el amigo que está conmigo ante el altar es
precisamente aquel con quien estoy ligado homosexualmente. El está
conmigo en el mismo lazo. El anillo representa manifiestamente nuestra unión.»
Sabido es que el anillo, en el uso diario, tiene el sentido de un símbolo de
unión o relación, como, por ejemplo, el anillo de boda. Podemos, pues,
interpretar en este caso el anillo como una metáfora de la relación
homosexual, como también el hecho de que el soñador se presente
juntamente con su amigo.
El mal que ha de corregirse es la homosexualidad. De este estado,
relativamente infantil, el soñador ha de ser trasladado, por una ceremonia
casi de circuncisión, y con el auxilio del sacerdote, a otro estado, al estado del
adulto. Estos pensamientos responden exactamente a mis explicaciones sobre
el sueño anterior. En este sentido, la evolución habría de continuarse, lógica y
naturalmente, con la ayuda de representaciones arquetípicas. Pero ahora
surge, al parecer, un entorpecimiento. Una señora anciana se apodera del
anillo, o, con otras palabras: se apodera de lo que hasta ahora era relación
homosexual, con lo cual el soñador teme haber entrado en una nueva relación
que le obligue. El anillo está ahora en el dedo de una mujer. Esto pudiera
significar una especie de matrimonio; es decir, que la relación homosexual se
convertiría en una relación heterosexual. Pero ésta sería una relación heterosexual
de carácter extraño, pues se trata de una señora anciana. «Es —dice
el paciente— la amiga de mi madre. Le tengo afecto; es para mí propiamente
una amiga maternal».
De esta manifestación podemos deducir lo que ha ocurrido en el sueño:
merced a la iniciación, el vínculo homosexual queda roto y en su lugar se
establece una relación heterosexual, una amistad platónica con una mujer
semejante a la madre. A pesar de la semejanza con la madre, esta mujer ya no
es, sin embargo, la madre. La relación con ella significa, por lo tanto, un paso
allende la madre y un vencimiento de la homosexualidad infantil.
El terror ante el nuevo vínculo se comprende fácilmente. Primero, como
angustia ante la semejanza con la madre; pudiera ser que por la disolución
del lazo homosexual recayese el paciente por completo en la esfera de la
madre. Pero además, como angustia ante lo nuevo y desconocido del estado
heterosexual adulto, con sus posibles obligaciones, como matrimonio, etc.
Pero esto no es ningún retroceso, sino un avance, como parece confirmarse
por la música que en seguida suena. El paciente es muy músico, y sus
sentimientos se inclinan especialmente a la música solemne de órgano. La
música significa, por lo tanto, para él un sentimiento muy positivo; en este
caso, es una terminación plausible del sueño, adecuada, además, para teñir de
un bello sentimiento de unción la mañana siguiente.
Si se considera ahora el hecho de que el paciente, hasta este momento, sólo
me ha visto en una consulta, en la cual nuestra conversación no pasó de ser
una anamnesis general médica, habrá de concedérseme que ambos sueños
constituyen asombrosas anticipaciones. Por una parte, iluminan la situación
del paciente con una luz sumamente peculiar y extraña a la conciencia, y por
otra parte, comunican a la situación trivial médica un aspecto que se adapta
como ningún otro a la singularidad espiritual del soñador y que es capaz,
como ningún otro, de poner en tensión sus intereses estéticos, intelectuales y
religiosos. Esto creó para el tratamiento los mejores supuestos imaginables.
De la significación de estos sueños se saca casi la impresión de que el paciente
entraba en el tratamiento con la mayor diligencia, alegría y esperanza,
completamente dispuesto a despojarse de su puerilidad y a hacerse un
hombre. En realidad, no era así. La parte consciente del enfermo estaba llena
de retraimientos y resistencias; aun avanzado el tratamiento, se manifestó
rebelde y difícil, siempre dispuesto a volver a su antigua infantilidad. Así,
pues, los sueños están aquí en estricta oposición a la conducta consciente.
Muévense en la línea progresiva y ayudan al educador. Esos sueños revelan
la peculiar función de todos los sueños, a mi juicio, con gran claridad. He
dado a esa función el nombre de compensación. La progresividad inconsciente
constituye con la regresividad consciente una pareja de contrarios que, por
decirlo así, equilibran la balanza. La acción del educador es el fiel.
En el caso de este joven, las imágenes del inconsciente colectivo
desempeñaban un papel positivo, lo cual procede, evidentemente, de que el
joven no tenía la menor tendencia peligrosa a incurrir en la sustitución de la
realidad por fantasías y atrincherarse así contra la vida. La acción de las
imágenes inconscientes tiene algo de un sino. De ellas puede decirse:
Volentem ducunt, notentem trahunt (al dócil lo llevan, al rebelde lo arrastran).
Acaso —¿quién sabe?— estas imágenes eternas sean lo que se llama el Destino.
Naturalmente, el arquetipo está siempre y en todas partes en acción. Pero el
tratamiento práctico no exige siempre —sobre todo no lo exige tratándose de
jóvenes — que se entre en comunicación detallada con el paciente. En las
personas de edad, por el contrario, es necesario dedicar una atención especial
a las imágenes del inconsciente colectivo, pues ellas son la única fuente de
donde podemos tomar datos para la solución del problema del contraste. De
la elaboración consciente de estos datos resulta la función trascendente, como
concepción, llevada a cabo por los arquetipos y que sirve para conciliar los
contrastes. Debiera presentar ejemplos de ello; pero actualmente nos
movemos todavía en un terreno casi desconocido, de modo que me parece
mejor no someter estos delicados fenómenos a una formulación precipitada.
He de contentarme aquí con afirmar que, a causa de la tensión entre los contrarios,
lo inconsciente colectivo reproduce imágenes que hacen posible la
unificación irracional de los contrarios, por medio de símbolos. En lo posible
he descrito los principios de este proceso en mi obra Tipos psicológicos. Pero
bien se me alcanza que en esta materia, tan importante como difícil, no se ha
dicho todavía la última palabra.
Notas:
24 * La representación del curandero, que tiene comercio con los espíritus y dispone de fuerzas
mágicas, está tan hondamente arraigada en muchos primitivos, que llegan a suponer que también
entre los animales hay «doctores». Así, los Achumavis del Norte de California hablan de coyotes
comunes y de «coyotes doctores».
25 * H. Ganz ha aplicado en su disertación filosófica sobre lo inconsciente en Leibnitz (Rascher,
Zürich), la teoría de los engramas de Semon, para explicar lo inconsciente colectivo. El concepto
establecido por mí del inconsciente colectivo coincide en lo esencial con el concepto de Semon de la mneme tribal.
26 * Concretista: pensada como real objetiva.
27 * Das Zeitalter des Sonnengottes. (La edad del dios Sol). Berlín, 1904.
28 ** Aquellos de mis lectores que se interesen más a fondo por el problema de la oposición y su
solución, como también por la actividad mitológica de lo inconsciente, lean mi libro Wandlungen
und Symbol der Libido. Beitrüge zur Entwicklungsgeschichte des Demkens. Leipzig y Viena, 2a edic., 1925. Además, Psychologische Typen, Rescher, Zürich.
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