Carl Jung, Lo inconsciente en la vida psíquica normal y patológica: El otro punto de vista. La voluntad de poderío

CAPÍTULO III – EL OTRO PUNTO DE VISTA. LA VOLUNTAD DE PODERÍO
Hasta ahora hemos considerado el problema de nuestra nueva psicología, en
lo esencial, desde el punto de vista de Freud. Sin duda, esto nos ha hecho ver
algo, y algo verdadero, a lo que acaso nuestro orgullo, nuestra conciencia
culta, dice «no»; pero, una voz dentro de nosotros, dice «sí». Para muchos
hombres encierra ese punto de vista algo sumamente irritante, que provoca la
contradicción o, más bien, la angustia. Por esta razón no quieren reconocerlo.
En efecto, resulta terrible eso de decir a este conflicto «sí», porque es decir «sí»
al instinto. ¿Se ha comprendido claramente lo que significa decir «sí» al
instinto? Nietzsche lo quiso y lo enseñó, y lo tomó muy a pecho. Con extraño
apasionamiento ofrendó su persona y su vida a la idea del superhombre, es
decir, a la idea del hombre, que, obedeciendo a su instinto, trasciende de sí
mismo. ¿Y cómo transcurrió su vida? Transcurrió como el mismo Nietzsche
profetizara en el Zaratustra, en aquella caída mortal premonitora del
volatinero, del «hombre» que no quiso ser vencido en el salto. Zaratustra dice
al moribundo: «Tu alma morirá aún antes que tu cuerpo.» Y más tarde dice el
enano a Zaratustra: «¡Oh, Zaratustra!, piedra de la sabiduría, te lanzas a lo
alto; pero toda piedra lanzada a lo alto. . . tiene que caer. Condenado estás a ti
mismo y a tu propia lapidación. Arroja lejos, ¡oh, Zaratustra!, la piedra…,
pero la piedra caerá luego sobre ti.»
Cuando pronunció sobre sí mismo su Ecce homo, así como cuando nació esta
expresión, ya era demasiado tarde. La crucifixión del alma había comenzado
antes de que el cuerpo muriese. Hay que contemplar críticamente la vida de
aquel que enseño a decir «sí» al instinto de la vida; hay que investigar los
efectos de esta enseñanza en el mismo hombre que predicó la doctrina. Pero
si contemplamos esa vida, habremos de decir: Nietzsche vivió allende el
instinto, en la atmósfera elevada de la «sublimidad» heroica, altura que hubo
de mantener con la más cuidadosa dieta, en escogido clima y, sobre todo, con
numerosos narcóticos hasta que. . . la tensión del cerebro estalló. Hablaba de
afirmación y vivió la negación. Era demasiado su asco a los hombres, al
animal humano, que vive del instinto. No pudo deglutir ese sapo, con el que
tantas veces soñaba, temiendo verse obligado a engullirlo. El león de Zaratustra
ha espantado a los hombres «superiores», afanosos de convivencia, y
los ha obligado a refugiarse en la caverna de lo inconsciente. La vida de
Nietzsche no nos convence de su doctrina. Porque el hombre, por muy
«elevado» que sea, quiere dormir sin cloral; quiere vivir en Hamburgo o en
Basilea, a pesar de las «nieblas y las sombras»; quiere mujer y descendencia;
quiere gozar de aprecios y consideración en el rebaño; quiere muchas
trivialidades e, incluso, pedanterías de filisteos. Nietzsche no vio estos
instintos, es decir, los instintos animales de la vida.
¿Pero de qué vivió Nietzsche sino del instinto? ¿Puede acusársele, realmente,
de haber dicho «no» a su instinto? No estaría él conforme con esto. Es más,
podría demostrar —y sin dificultad— que vivió su instinto en el más alto
sentido. ¿Pero cómo es posible —preguntaremos, asombrados— que la
naturaleza instintiva del hombre pueda llevarle al alejamiento de la
humanidad, al absoluto aislamiento humano, a un «más allá del rebaño»,
a una soledad protegida por el asco? Siempre se ha pensado que el
instinto asocia, aparea, procrea, tiende al placer y al bienestar, a la
satisfacción de todos los deseos sexuales. Pero hemos olvidado por completo
que ésta es sólo una de las direcciones posibles del instinto. E1 instinto de la
conservación de la especie (instinto sexual) no es el único; también hay el
instinto de la conservación propia (instinto del yo).
Nietzsche se refiere manifiestamente a este último instinto, esto es, a la
voluntad de poderío. Todos los demás instintos son, para él, consecuencia de la
voluntad potencial. Desde el punto de vista de la psicología sexual de Freud,
es éste un crasísimo error, un desconocimiento de la biología, un defecto de la
naturaleza decadente del neurótico. Pues a todo partidario de la psicología
sexual le será fácil demostrar que esa violenta tensión, ese heroísmo en la
concepción nietzscheana del mundo y de la vida, no es sino una consecuencia
de la represión y negación del «instinto», es decir, de ese instinto que esta
psicología considera como fundamental.
Con esto se nos plantea el problema de la visión o, mejor dicho, de los
distintos cristales por los que el mundo puede ser contemplado. En verdad
no es lícito declarar que una vida como la de Nietzsche, vivida con extraña
consecuencia, hasta su término fatal, de acuerdo con la naturaleza del instinto
potencial, yacente en su fondo, es una vida falsa, inauténtica. Decirlo sería
caer en el mismo injusto prejuicio que Nietzsche expresaba sobre su antípoda
Wagner cuando decía: «En él todo es ilegítimo; lo que es legítimo se oculta o se
decora. Es un cómico en el buen y el mal sentido de la palabra». ¿De dónde
procede este juicio? Wagner es precisamente un representante de aquel otro
instinto fundamental que Nietzsche desdeñó, y sobre el que se levanta la
psicología de Freud. Si investigamos en la doctrina de Freud aquel otro
instinto, el instinto de poderío, hallamos que Freud lo conoce y lo denomina
«instinto del Yo». Pero estos «instintos del Yo» arrastran en su psicología una
existencia miserable y clandestina, junto al amplio, harto amplio, desarrollo
del momento sexual. En realidad, la naturaleza humana es la protagonista de
una cruel y casi interminable lucha entre el principio del Yo y el principio del
instinto informe; el Yo es todo limitación; el instinto no conoce límites, y
ambos principios poseen la misma potencia. En cierto sentido, el hombre
puede considerarse dichoso de no tener conciencia más que de uno de los dos
instintos; y en ese sentido es prudente abstenerse de conocer el otro. Pero
cuando conoce el otro instinto, está perdido. Entonces el hombre cae en el
conflicto de Fausto. En el Fausto (parte primera) nos muestra Goethe lo que
significa la aceptación del instinto; y en la parte segunda, lo que significa la
aceptación del Yo y de su tortuoso mundo inconsciente. Todo lo
insignificante, mezquino y vil que hay en nosotros, se abate y humilla por de
pronto. Y para esto hay un buen medio: se descubre que «lo otro» que hay en
nosotros es «el otro», o sea un verdadero hombre que piensa, obra, siente e
intenta todas las cosas más abominables y despreciables. Sorprendido el coco,
se emprende con satisfacción la lucha contra él. De aquí proceden aquellas
idiosincrasias crónicas, de que la historia de la moral nos ofrece algunos
ejemplos. Uno de estos ejemplos, y bien claro, es, como ya se ha dicho,
«Nietzsche contra Wagner, contra S. Pablo», etc. Pero en la vida diaria de los
hombres abundan casos semejantes. Con este ingenioso medio se salva el
hombre de la catástrofe fáustica, para la que le faltan ánimos y fuerzas. Pero
un hombre cabal sabe que, aun su enemigo más acérrimo, y aun toda una
banda de enemigos, no compensa y anula la contradicción peor, la del propio
«otro», que «reside dentro de su pecho». Nietzsche llevaba a Wagner dentro de
sí; por eso le envidió el Parsifal Pero aún más: Saulo llevaba también dentro
de sí a Pablo. Por eso Nietzsche llegó a ser un estigmatizado del espíritu y
hubo de experimentar la cristificación, como Saulo cuando el «otro» le inspiró
el «ecce homo». ¿Quién se prosternó ante la cruz? ¿Wagner o Nietzsche?.
Quiso el destino que precisamente uno de los primeros discípulos de Freud,
Adler (6), fundase una teoría sobre la esencia de la neurosis, que descansa
exclusivamente en el principio del poderío. No es de pequeño interés, sino de
singular atractivo, el ver cuán diversas se nos ofrecen las mismas cosas si
reciben iluminaciones opuestas. Diremos, desde luego, que el contraste principal
consiste en que para Freud todo se produce en rigurosa sucesión causal
de datos precedentes, mientras que para Adler todo marcha en ordenación
dirigida hacia un fin. Pongamos un sencillo ejemplo: Una joven comienza a
sentir ataques de angustia; una pesadilla la despierta por la noche dando
gritos penetrantes, y luego apenas puede descansar; se ase a su marido, le
conjura a que no la abandone; desea estar oyéndole siempre decir que la
quiere de verdad, etc. Poco a poco se desarrolla un asma nervioso, que en
ocasiones también se le presenta durante el día.
La observación de Freud penetra en este caso inmediatamente hasta la íntima
causalidad del cuadro patológico : ¿Qué contenían los primeros sueños
angustiosos? Toros salvajes, leones, tigres, hombres malos, que la atacaban.
¿Qué es lo que se le ocurre a la paciente al referirlos? Una historia que le
sucedió una vez, cuando todavía era soltera, a saber: Estaba en un balneario
en la montaña. Allí jugaba mucho al tennis e hizo las amistades corrientes.
Había un joven italiano, que jugaba muy bien, y por la noche acostumbraba a
tocar la guitarra. Se desarrolló un flirt inocente, que en cierta ocasión dio
motivo para un paseo a la luz de la luna. Entonces, «de manera inesperada»,
estalló el temperamento italiano con gran susto de la desprevenida. En aquel
momento, el italiano «la miró» con unos ojos que ella nunca ha podido
olvidar. Esta mirada la persigue todavía en sueños; incluso las fieras, que la
persiguen, miran así. ¿Procede esta mirada sólo del italiano? Sobre este punto
nos da luz otra reminiscencia. La paciente había perdido a su padre en un
accidente, cuando tenía unos catorce años de edad. El padre era un hombre
de mundo y viajaba mucho. Poco antes de su muerte, la llevó consigo a París,
donde visitaron, entre otros, el teatro de Folies Bergère. Allí sucedió una cosa
que le produjo una impresión invencible: al abandonar el teatro, acercóse de
repente a su padre una muchacha muy repintada y con ademanes
increíblemente procaces. Ella miró aterrada hacia su padre y vio en los ojos
de éste precisamente aquella misma mirada, aquel fuego animal. Este «algo»
inexplicable la persiguió desde entonces día y noche. Desde aquel momento
la relación con su padre fue distinta. Ora se sentía irritada y llena de
venenosos caprichos, ora le quería desbordadamente. Luego se presentaron
de pronto espasmos sin fundamento, y durante una temporada, cada vez que
el padre estaba en casa, la atormentaba un atragantamiento de asco en la
mesa, con aparentes ataques de ahogos, que, generalmente, terminaban en
pérdida del sentido una o dos veces al día. Cuando llegó la noticia de la
muerte repentina de su padre, la acometió un dolor inconcebible, que se
desenvolvió en ataques histéricos de risa. Pero pronto vino la calma; su
estado mejoró rápidamente y los síntomas neuróticos desaparecieron casi por
completo. Un velo de olvido se tendió sobre el pasado. Sólo la aventura con el
italiano despertaba en ella algo ante lo cual sentía miedo. Por entonces se
separó bruscamente del joven. Algunos años más tarde se casó. Sólo después
del segundo hijo comenzó la neurosis actual, es decir, en el momento en que
descubrió que su marido sentía cierto interés cariñoso por otra mujer.
En esta historia hay muchas cosas problemáticas. ¿Dónde está, por ejemplo, la
madre? De la madre hay que decir que era muy nerviosa, y probó todos los
sanatorios y sistemas de curación posibles. Padecía también de asma nervioso
y de síntomas de ahogo. El matrimonio estaba muy distanciado, al menos en
todo el pasado que la paciente puede recordar. La madre no comprendía bien
al padre. La paciente tenía siempre la impresión de que ella le comprendía
mucho mejor. También ella era manifiestamente la favorita del padre, y en
correspondencia, sentía menos cariño por la madre.
Estas indicaciones podrían bastar para estudiar el curso de la historia
patológica. Tras los síntomas actuales se ocultan fantasías que, en primer
término, se refieren a la aventura con el italiano, y luego aluden claramente al
padre, cuyo infortunado matrimonio ofreció a la hijita ocasión prematura
para conquistar un puesto que propiamente debiera haber ocupado la madre.
En el fondo de esta conquista está, naturalmente, la fantasía de ser la esposa
propiamente adaptada al padre. El primer ataque de neurosis estalla en el
momento en que esta fantasía sufre un rudo choque, probablemente el mismo
que también había experimentado la madre (aunque la niña lo desconocía).
Los síntomas son fácilmente comprensibles como expresión de amor
desengañado y desdeñado. El atragantamiento procede de la sensación de
tener una cuerda alrededor del cuello, sensación que es fenómeno
concomitante de fuertes afectos, que no podemos completamente «tragarnos».
(Las metáforas del lenguaje se refieren frecuentemente, como es sabido, a
funciones fisiológicas). A la muerte del padre, su conciencia quedó afligida
mortalmente, pero su inconsciencia reía, enteramente al modo de Till
Eulenspiegel, que se afligía cuando bajaba la montaña, pero se alegraba
cuando subía fatigosamente, siempre en previsión de lo futuro. Si el padre
estaba en casa, ella se sentía congojosa y enferma; cuando el padre se
marchaba, se sentía mucho mejor, como todos los esposos y esposas que se
ocultan mutuamente el dulce secreto de que no son absolutamente indispensables
uno a otro en todas las circunstancias.
Lo inconsciente reía entonces, con cierto derecho, como se manifestó en el
período siguiente, de completa salud. La paciente tuvo la fortuna de sumergir
todo lo anterior en el olvido. Tan sólo la aventura con el italiano amenazaba
remover de nuevo los bajos fondos. Pero con rápido ademán cerró la puerta y
quedó sana, hasta que el dragón de la neurosis se deslizó en ella, Cuando ya
triunfaba sobre la montaña, en el estado perfecto de esposa y de madre.
La psicología sexual dice: el fundamento de la neurosis está en que la
enferma, en último término, todavía no se ha desprendido del padre; por eso
resurge aquel sentimiento, cuando descubre en el italiano ese algo misterioso
que ya en el padre le había hecho impresión abrumadora. Estos recuerdos
fueron naturalmente reanimados por la experiencia análoga con el marido,
experiencia que fue antaño la causa determinante de la neurosis. Pudiera
decirse, por lo tanto, que el contenido y fundamento de la neurosis es el
conflicto entre la imaginaria relación infantil erótica con el padre y el amor al esposo.
Pero si ahora consideramos el mismo cuadro clínico desde el punto de vista
del «otro» instinto, a saber, de la voluntad de poderío, observamos que la
cuestión se plantea en forma completamente distinta. El desafortunado
matrimonio de los padres fue una ocasión excelente para el instinto infantil
de poderío. Porque el instinto de poderío pretende que el Yo quede siempre
«encima» en todas las circunstancias, ya sea por camino derecho o ya por
torcido. La «integridad de la personalidad» ha de quedar salvaguardada en
todos los casos. Cualquier intento, aun aparente, del medio circundante para
llegar al sometimiento —por leve que sea— del sujeto será rechazado con
«protesta viril», como dice Adler. El desengaño de la madre y su retraimiento
a la neurosis proporcionaron, por lo tanto, a la paciente una ocasión muy
apetecible para desplegar potencia y quedar encima. El amor y la rectitud de
la conducta son, como es sabido, desde el punto de vista del instinto de
poderío medios muy eficaces para el fin. La conducta virtuosa sirve, no pocas
veces, para forzar la sumisión de los demás. Ya desde niña sabía ella que con
una conducta complaciente y afable lograba sobre su padre una gran ventaja
y se imponía a su madre; no obraba así por amor al padre, sino porque el
amor era un buen medio para imponerse. El ataque de risa, a la muerte del
padre, es una prueba elocuente de ello. Propendemos a considerar esta
explicación como una depreciación horrible del amor, cuando no como una
insinuación maligna. Pero reflexionemos un momento y examinemos el
mundo tal como es. ¿No hemos visto a muchos que aman y creen en su
propio amor. . . hasta que acaban por conseguir su objeto, y entonces se
apartan del amado como si nunca hubieran amado? Y al fin y al cabo, ¿no
hace también la naturaleza exactamente lo mismo? ¿Es posible, en general, un
amor «sin finalidad»? Si es posible, habremos de contarlo entre las más altas
virtudes, que, desde luego, son muy raras. Acaso, en general, tendemos a
reflexionar lo menos posible sobre la finalidad del amor; pues podríamos
hacer descubrimientos que presentaran, en una luz menos favorable, el valor
del propio amor. Hay casi peligro de muerte en cercenar algo al valor de los
instintos fundamentales, mayormente hoy, en que no parecemos tener de ellos sino un mínimo.
La paciente tuvo, pues, un ataque de risa al morir su padre… porque al fin
había logrado imponerse. Era un ataque de risa histérica; por lo tanto, un síntoma
psicógeno, que brotaba de motivos inconscientes y no de los del Yo
consciente. Esta es una diferencia importante, que al mismo tiempo permite
apreciar dónde y cómo se originan las virtudes humanas. Su contrario
conduce al «infierno»; es decir, hablando a la moderna, a lo inconsciente,
donde se congregan, desde hace mucho tiempo, los contrarios de nuestras
virtudes conscientes. Por esta razón la actitud virtuosa induce a no querer
saber nada de lo inconsciente; es más: se considera como el colmo de la
prudencia virtuosa el afirmar que lo inconsciente no existe. Pero,
desgraciadamente, nos sucede a todos nosotros lo que al hermano Medardo
en el Elixir del Diablo de E. T. A. Hoffmann: existe en alguna parte un
hermano desapacible y temible —nuestro propio complemento corporal,
unido a nosotros por la sangre— que recoge y almacena maliciosamente todo
lo que nosotros quisiéramos hacer desaparecer por escotillón.
La primera explosión de la neurosis en nuestra paciente tuvo lugar en el
momento en que se dio cuenta de que algo había en su padre que ella no
dominaba. Y esto le hizo comprender para qué le servía la neurosis a la
madre. En efecto, cuando tropezamos con algo que no podemos dominar por
ningún otro medio racional y apacible, quédanos todavía una postura. Esta
actitud hasta entonces desconocida para ella y que la madre le había
descubierto, es la neurosis. De aquí resulta que la paciente hubo de imitar
ahora la neurosis de la madre. Pero se preguntará con asombro: ¿Para qué ha
de servir la neurosis? ¿Qué se pretende lograr con ella? Los que han podido
ver de cerca casos manifiestos de neurosis saben perfectamente lo que puede
«lograrse» con ella. No hay medio mejor que una neurosis para tiranizar a
toda una casa. Las palpitaciones del corazón, los ataques de ahogo, las
convulsiones de toda índole, producen un enorme efecto, que apenas se
puede superar. Desbórdanse las represas de la compasión; la sublime
angustia de los padres preocupados, el ir y venir de los sirvientes, los timbres
del teléfono, los médicos presurosos, los diagnósticos difíciles, las investigaciones
minuciosas, los tratamientos prolijos, los gastos importantes… y
allí, en medio de todo este tumulto, yace el inocente enfermo, por quien se
siente todavía una gratitud desbordante, si logra sobreponerse a los «ataques».
Este insuperable «arreglo» (arrangement es la expresión de Adler) fue
descubierto por la pequeña, que se acogía a él con notorio éxito cuando el
padre estaba presente. Pero resultó superfluo cuando el padre hubo muerto,
porque ahora quedaba ella definitivamente encima. El italiano salió
rápidamente por la borda cuando su virilidad, recordada de cuando en
cuando, acentuaba excesivamente la feminidad de ella. Pero habiéndose
presentado una posibilidad adecuada de matrimonio, entonces ella amó y se
acomodó sin protesta a la suerte de ser esposa y madre. Mientras mantuvo la
admirada superioridad, todo marchó a maravilla. Pero cuando el marido
demostró un pequeño interés hacia otra persona, hubo ella de acogerse de
nuevo, como antes, al eficaz «arreglo», esto es, al empleo indirecto de la
fuerza, puesto que había tropezado de nuevo con aquel elemento (esta vez en
su marido), que ya en el padre escapara a su dominio.
Así se dibuja el proceso desde el punto de vista de la psicología del poderío.
Temo que al lector le suceda lo que a aquel kadí, quien, habiendo
primeramente oído al abogado de una parte, dijo: «Has hablado muy bien:
veo que tienes razón». Luego habló el abogado de la otra parte y, cuando
hubo terminado, el kadí se rascó detrás de la oreja y dijo: «fías hablado muy
bien; veo que también tú tienes razón». Es indudable que el instinto de
poderío desempeña un papel extraordinario. Es cierto que los complejos de
síntomas neuróticos son también «arreglos» refinados, que persiguen
inexorablemente sus fines con increíble pertinacia y astucia. La neurosis está
orientada hacia un fin. Con esta demostración, Adler ha prestado un
importante servicio a la ciencia.
Pero ¿cuál de los dos puntos de vista es el verdadero? Esta es una cuestión
insoluble. No es posible aceptar simultáneamente las dos explicaciones,
porque se contradicen en absoluto. En un caso, el dato principal y decisivo es
el amor y su destino; en otro caso, el poderío del Yo. En el primer caso, el Yo
pende simplemente, como especie de aderezo, del instinto erótico; en el
último caso, el amor es simplemente un medio para el fin de imponerse.
Quien prefiera íntimamente la potencia del Yo, repudiará la primera
explicación. Quien estime sobre todas las cosas el amor, no podrá nunca
reconciliarse con la explicación segunda.

Notas:
6 * Ueber den nervosen Charakter. (Sobre el carácter nervioso, Wiesbaden, 1912).

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