Jung, C. G. : Los complejos y el inconsciente. Libro Segundo: Los complejos. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente (Segunda Conferencia)

Libro segundo: Los complejos
3. Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente

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Lo expuesto hasta aquí sobre las funciones nos ha conducido hasta un
auténtico avispero. No podía ser de otro modo, pues las cuestiones relativas a
las funciones psicológicas constituyen un dominio complejo, en particular a
causa de las siguientes circunstancias: como ya he dicho más arriba, estamos
todos marcados por el sello de cierta unilateralidad; determinadas funciones
están en nosotros especialmente desarrolladas y diferenciadas, son
particularmente relevantes, particularmente activas y productivas, mientras
que otras no superan el estadio embrionario de su desarrollo, al tener el
hombre el temible privilegio de alejarse de sí mismo y de abandonar en barbecho
una parte de su ser. Ello es cierto para todos, pero en proporciones diferentes
y esencialmente individuales. Si dispusiéramos todos del mismo equipo
funcional, si viviéramos todos simultáneamente en el mismo registro de
nuestro ser, sería fácil comprenderse. Las dificultades que tienen los hombres
en sus relaciones recíprocas, los malentendidos que nacen en el curso del
trato entre humanos, prueban que ello no es así. Cada cual vive de forma más
o menos exclusiva gracias a su función dominante, que no es la de su vecino.
Las personas que tienen el espíritu bien formado prefieren pensar sobre las
cosas y adaptarse a la vida mediante el pensamiento; otras, cuyo sentimiento
es la función mayor, tienen un contacto social fácil y un gran sentido de los
valores; se las arreglan de maravilla para crear y vivir situaciones en las que
el sentimiento puede desplegar todos sus matices; y otras, que, teniendo un
sentido agudo de la observación, recurrirán sobre todo a sus sensaciones, etc.
Así, la facultad de pensar, por ejemplo, puede estar muy bien desarrollada en
un sujeto, mientras que su capacidad de sentimiento se mantiene rudimentaria.
Pero aclaremos bien lo que hay que entender por ello. El sentimiento
puede ser muy vivaz en nuestro sujeto; éste se aventurará quizá a pretender
con completa buena fe que posee una gran fuerza y un gran calor de
sentimiento; pues su sentimiento, en ocasiones, se desborda y le persuade de
que tiene un temperamento esencialmente sentimental. Lo que quiero decir
cuando adelanto que su sentimiento periclita, es que no está diferenciado,
que no está elaborado en función de adaptación, que tiene bajo su influjo a
nuestro sujeto, el cual, por momentos, es dominado por sus emociones. Es
interesante, desde este punto de vista, estudiar la vida privada de los
profesores. Si deseamos informarnos sobre la forma en que los intelectuales
se comportan en su hogar y en su intimidad, no tenemos más que
preguntárselo a sus mujeres; tendrán mucho que contarnos. El
sentimentalismo germánico (Gemütlichkeit), por ejemplo, no es la expresión de
un sentimiento profundamente cultivado y diferenciado, sino más bien de un
sentimiento mal evolucionado y que se desahoga según la tendencia de su
inferioridad. En un orden de ideas análogo, ocurre lo mismo con la «claridad
latina», que confiere una realidad clara y concreta a las cosas, realidad que en
sí no es de una claridad tan cristalina. Un pensamiento realmente profundo
tiene siempre algo de paradójico, lo que a los espíritus mediocremente
dotados les parece oscuro y contradictorio. Si, desde un punto de vista
psicológico, el pensamiento francés parece menos desarrollado que el pensamiento
alemán, inversamente el sentimiento francés está mucho más
diferenciado que el sentimiento alemán. La nación alemana se caracteriza por
el hecho de que su función del sentimiento es inferior y poco diferenciada. Si
se le dice esto a un alemán, se sentirá ofendido; yo también me ofendería. El
alemán tiene mucho apego a su Gemütlichkeit: una habitación llena de humo
en la que todos están animados por una viva simpatía hacia todos, eso es el
«gemütlich». Y sin complicaciones: una sola tonalidad del sentimiento y
basta. El sentimiento francés, por su parte —piénsese en cualquier
vaudeville—, exige una sabia mezcla de lo dulce y de lo amargo, mientras que
el alemán se complace toda una velada bien en lo dulce, bien en lo amargo.
No le digan a un alemán: «encantado de conocerle», porque les creerá. Si un
alemán les vende un par de calcetines, no esperará sólo ser pagado, sino
también ser amado. Un filósofo inglés ha dicho: «Un espíritu superior no es
nunca totalmente claro». Esto es cierto; y, del mismo modo, un sentimiento
superior no es nunca totalmente claro. No gozaremos de un sentimiento
desbordante más que si está ligeramente manchado de duda; y un pensamiento
que no contiene una ligera contradicción no es completamente
convincente. Se ha llamado oscuro al viejo Heráclito porque pensaba mediante
paradojas, lo que era entonces una innovación del último modernismo.
Desde cierto punto de vista, todavía ocurre así; el espíritu de China, por
ejemplo, nos parece muy paradójico, pues ignoramos todavía el manejo de la
paradoja, forma- da de pensamientos contrastados. Nosotros pensarnos
siempre esto o aquello, pero muy raramente sabemos tener en cuenta de un
modo real lo uno y lo otro; por eso los espíritus entrechocan en cuanto se
aborda la latitud de las funciones psicológicas. Hagamos algunas precisiones más.
El intelectual está dominado por sus sentimientos cuando éstos se
manifiestan; cuando experimenta un sentimiento, ningún argumento o razonamiento
serían eficaces contra él. Sólo la emoción y las conmociones que
siente pueden ayudarle a liberarse de su encantamiento. En un ser del tipo
sentimiento, ocurre lo contrario: éste, en general, apenas deja intervenir a su
pensamiento; pero en cuanto se declara una neurosis y sus pensamientos
empiezan a turbarle, surgen éstos de forma impulsiva y no consigue librarse
de ellos; puede tratarse de una persona muy agradable, pero con
convicciones e ideas extraordinarias, siendo su pensamiento de un tipo
inferior; no sabe razonar, su espíritu no es maleable, y se queda enredado en
pensamientos de los que no logra deshacerse. Los tipos intuitivos y
sensoriales presentan también sus particularidades. El intuitivo se siente
siempre importunado por lo real; faltándole el sentido de lo real, se encuentra
la mayoría de las veces en los antípodas de las posibilidades concretas de la
vida. Es el hombre que siembra un campo y que, antes de que el grano esté
maduro, se va a otro: abandona tras sí los campos trabajados, corriendo
siempre tras nuevas esperanzas, dejando así escapar las cosechas de la vida .
El tipo sensorial, por su parte, se mantiene en contacto con las cosas, dentro
de la realidad dada. Para él, una cosa es cierta cuando es real. Para un
intuitivo, por el contrario, lo real es precisamente lo que no es, lo que debería
ser. Cuando un sensorial no siente una realidad dada y estable, cuando no se
encuentra entre cuatro paredes, se pone enfermo; al contrario del intuitivo
que, cuando se siente cogido en una situación concreta, sólo piensa en la
forma de salir de ella, de huir lo antes posible con objeto de ser de nuevo libre
para acoger nuevas posibilidades .
La función inferior, en general, no posee las cualidades de una función
consciente diferenciada, que puede ser manejada por la intención y la
voluntad. Así, si nuestra función principal es realmente el pensamiento,
podemos dirigirla y controlarla; no somos sus esclavos: podemos decidir pensar
en otra cosa e incluso pensar lo contrario. El ser que pertenece al «tipo
sentimiento» ignora esta flexibilidad; no puede desembarazarse del pensamiento,
está poseído por él, fascinado, tiene miedo de él. Del mismo modo,
para el intelectual, su sentimiento es de una calidad arcaica y le inspira temor;
podría ser su víctima, al igual que los hombres antiguos eran víctimas de los
suyos. Esta es la razón por la que el primitivo es de una cortesía tan
extraordinaria; es muy cuidadoso de no molestar los sentimientos de su
prójimo, ya que esto podría ser muy peligroso. Muchas de nuestras
costumbres se explican por esta cortesía arcaica. No se debe, por ejemplo,
estrechar la mano a alguien conservando la izquierda en el bolsillo o la
espalda: debe ser bien visible que no se disimula un puñal. El saludo oriental,
que consiste en inclinarse tras haber extendido las manos vueltas hacia arriba,
significa lo mismo: que no se tiene nada en las manos. Prosternarse a los pies
de otra persona equivale a demostrarle que se está sin defensa, a su merced.
Del mismo modo, los primitivos recurren entre ellos a gestos cuyo simbolismo
revela por qué y hasta qué punto se temen unos a otros. De modo
análogo, nosotros tememos nuestras funciones inferiores. Consideremos un
tipo intelectual; tiene un terrible miedo a enamorarse; juzgaremos sus
temores insensatos y, sin embargo, probablemente tiene razón, pues el enamorarse
podría llevarle a hacer locuras; por otra parte, hay las máximas
probabilidades de que caiga en las redes de alguna coqueta o de que ponga
los ojos en una mujer que no le convenga, pues su sentimiento no reacciona
más que ante un tipo de mujeres fatales, en el fondo primitivas. Esta es la
razón por la que muchos intelectuales tienen tendencia a casarse por debajo
de su nivel; se enamoran de una campesina o de su criada, víctimas de
sentimientos arcaicos cuyas trampas ignoran. Así, pues, tienen razón en
desconfiar de sus sentimientos, que pueden llevarles a cometer tonterías. En
su intelecto, son fuertes, inatacables y capaces de mantenerse firmes por sus
propios medios; pero en el campo de sus sentimientos, son influenciables,
inestables, y lo comprenden. No intenten jamás forzar el sentimiento de un
intelectual; lo controla con mano de hierro, pues lo siente peligroso. Esto es
válido, por lo demás, para todas las funciones inferiores, siempre asociadas
en nosotros a la faceta arcaica de nuestra personalidad. En nuestras funciones
inferiores, todos somos primitivos; en nuestra función diferenciada, somos
civilizados, nos creemos dueños de una voluntad libre; ahora bien, una
función inferior está completamente desprovista de ella; constituye un punto
débil, una herida abierta a todo lo que apremia por entrar .
Muchos de mis lectores se sienten ofuscados por el hecho de que yo llame al
sentimiento una función racional; en particular, todos aquellos para quienes el
sentimiento es el auxiliar de una función irracional, sensación o intuición, que
desempeña el papel de función principal. Pues tanto el pensamiento como el
sentimiento pueden ser la función auxiliar de una función irracional principal.
[Ahora bien, una función principal es como el ocular predilecto de toda
nuestra vida mental, ocular que, presidiendo la percepción de todas nuestras
visiones, tanto exteriores como interiores, somete a los rayos que lo
atraviesan a las leyes de su propia refracción. Es decir, que el pensamiento o
el sentimiento, percibidos a través del ocular de una función irracional,
saldrán de él adornados de irracionalismo, para aparecer bajo esta luz en
nuestra instrospección]. Estas personas a las que aludimos experimentan,
pues, su sentimiento como algo irracional. Inversamente, cuando es una
función racional la que preside nuestra vida mental, las funciones irracionales
tienen un sello de razón; su irracionalismo esencial palidece al penetrar hasta
el centro elaborador de nuestras concepciones y se impregna de los únicos
elementos racionales que allí se admiten. Así se explican esas conversaciones
en las que dos personas que hablan del sentimiento, por ejemplo, hacen que
este término, por el juego de sus disposiciones naturales, signifique cosas
muy diferentes. Para ciertos psicólogos, «el sentimiento no es más que un
pensamiento inacabado», mientras que, por el contrario, es preciso concederle
una existencia propia; pues el sentimiento es algo real, una función en sí; esto
es lo que confirma el sentido común al concederle una designación propia,
honor que no concede más que a los datos reales. Sólo los psicólogos
inventan palabras para cosas que no existen .
El pensador profundo tiene a su sentimiento bajo el control de su
pensamiento y no le deja fundir sino sentimientos racionales, que serán cultivados,
estimados, mientras que los sentimientos irracionales serán puestos en
la picota, rechazados desde sus primeros vagidos, es decir, repelidos al
inconsciente. No jugarán papel alguno en su reflexión y permanecerán
proscritos de la contemplación racional del mundo. Todas estas circunstancias,
que no hemos podido sino esbozar aquí, envuelven al problema de
las funciones psicológicas en contradicciones y oscuridades aparentes. Por
eso es necesario establecer con precisión definiciones conceptuales de estas
funciones; esto es lo que he intentado hacer en mi obra Tipos psicológicos.
Como este tema nos llevaría demasiado lejos, me remito a este libro; aquí no
quería sino aludir a él. Deseo ahora responder a algunas preguntas que se me
han hecho a raíz de mi anterior exposición .
PREGUNTA: Un oyente encuentra dificultades para enlazar los términos
sentimiento y racional, puesto que este último no se refiere aparentemente más
que al pensamiento .
RESPUESTA: Naturalmente, la expresión «racional» se refiere, en primer lugar,
al pensamiento, pero también el sentimiento establece juicios. Juzgamos
también con nuestro sentimiento, que tiene su lógica particular. Los juicios
que el sentimiento hace no son el resultado de un movimiento interior
absolutamente consecuente. Nos comportamos según los juicios de nuestro
sentimiento y somos capaces de fundarlos .
PREGUNTA: ¿Tienen los juicios del sentimiento un valor tan imperioso,
evidentemente en su esfera, como los juicios lógicos? RESPUESTA: No debemos
mezclar pensamiento y sentimiento. Debemos distinguir la lógica del sentimiento
de la del intelecto. En caso contrario, nos veremos abocados a un
pensamiento que no tiene más que las apariencias de la lógica, y que, servidor
del sentimiento, está truncado, mientras que nos complacemos en creerle
soberano; o, inversamente, tenemos un sentimiento impuro, falsificado por
un intelectualismo que no ha dejado sus armas. Los juicios del sentimiento no
deben ser aplicados sino a su objeto; no están en su puesto más que en el
dominio sentimental; [es decir, en el dominio en que el sentimiento puede y
debe darse libre curso. Están, por el contrario, perfectamente desplazados en
una cuestión que depende de la inteligencia y del razonamiento, y en la que
el sujeto no tiene que intervenir sino en la búsqueda de lo verdadero, no en el
interés del yo]. Un juicio emitido por el sentimiento goza en sí de la misma
evidencia, de la misma validez que un juicio intelectual y lógico. Piénsese en
todos los juicios sentimentales que existen y que tienen fuerza de ley. No son
puramente subjetivos, sino que reposan sobre toda una escala de valores.
Tenemos, por ejemplo, criterios estéticos y morales, que valen durante
algunos siglos, como la noción de lo bello, las nociones de lo bueno y del
bien, que son, quizá, un poco más duraderas, pero que siempre acaban
también, en el trascurso de los siglos, por ser rehechas y adaptadas a las
circunstancias y a las nuevas exigencias. Lo mismo sucede por otra parte, con
verdades y constataciones intelectuales que, lejos de ser eternas, se modifican
al paso de los siglos, unas veces de un modo rápido, otras insensiblemente,
según su estabilidad y los cambios del espíritu; las hay que se remontan a dos
o tres milenios, y otras que datan de fecha reciente. Nuestras leyes de la
naturaleza, las constataciones de nuestras ciencias, a las que suele tenerse por
fundamento más sólido, están sujetas a las modificaciones más presurosas.
Basta que se produzca un hecho nuevo, mantenido hasta entonces en la
sombra, para que todo el edificio de la pretendida verdad fundamental se
derrumbe como un castillo de naipes .
PREGUNTA: Otro oyente plantea una cuestión particularmente espinosa: la de
la definición precisa de las funciones irracionales, sensación e intuición .
RESPUESTA: Es un capítulo delicado. La palabra alemana que expresa la
sensación, die Empfindung, es, en el uso corriente de la lengua, un término
desafortunado. En Goethe y en Schiller se encuentra todavía una confusión
constante, que les hace emplear indistintamente, como intercambiables,
sensación (die Empfindung) y sentimiento (das Gefühl). No ocurre así en las
lenguas inglesa y francesa. El inglés distingue muy exactamente entre
«sensation» y «feeling», y el francés entre «sensation» y «sentiment». Sólo un
inglés muy poco letrado podría confundir e identificar estas dos nociones; la
lengua culta está al abrigo de ello, mientras que esta confusión es corriente en
alemán. Es interesante para la psicología de los pueblos el que la lengua
alemana presente una distinción insuficiente de estos dos datos; pues las
funciones menos diferenciadas tienen, en efecto, a causa de su inconsciencia
relativa, tendencia a identificarse, a fundirse una en la otra. En el inconsciente
todo figura, por así decirlo, codo con codo, fundiéndose cada cosa,
indiferenciada, en el todo. Es ésta una de las particularidades que distinguen
al inconsciente del consciente y que los oponen: en el inconsciente no hay
discriminación absoluta, ni separación, ni siquiera respecto al consciente, lo
que permite a estas dos esferas de nuestra alma compenetrarse mutuamente
siendo el inconsciente la matriz donde la conciencia bebe sus posibilidades de
combinaciones siempre renovadas. Sin duda, es por esta contaminación general
por lo que se produce en la conciencia alemana la confusión del
sentimiento y de la sensación. Además, otra confusión, la del sentimiento y la
intuición, es todavía en nuestros días muy frecuente en alemán. Durante
mucho tiempo no ha existido término científico para expresar la intuición, y
por eso se recurrió a la palabra latina. En inglés es peor todavía; no se
dispone sino de la palabra «intuition», que se emplea también en el lenguaje
corriente y que, por este hecho, pierde muchas de sus virtudes para designar
una noción científica. La noción de sensación en alemán (die Empfindung) está
ligada, por un lado, a la de presentimiento, a la de intuición, y, por otro, a la
de sentimiento. Se utilizan los términos de Empfinden (sensación) y de Gefühl
(sentimiento) indiferentemente para estos tres órdenes de datos psicológicos,
como si se tratara de la misma cosa. Esto se debe a que estas tres funciones se
confunden en una común y relativa inconsciencia. En semejante caso, se
puede pretender con una absoluta certeza que nos encontramos en presencia
de un tipo intelectual. Por eso el alemán es, en el fondo, como ya hemos
dicho, el pensador por excelencia. En francés, por el contrario, esta confusión
de términos no existe, al estar el francés en un cierto sentido más diferenciado
que el alemán. Su cultura es, para empezar, mucho más antigua; la heredó
directamente del patrimonio cultural antiguo, aunque sólo sea por la lengua.
Por consiguiente, posee una diferenciación de su función de sentimiento que
falta a los alemanes incluso en la lengua. Las lenguas francesa e inglesa, como
ya hemos dicho, distinguen netamente el sentimiento de la sensación. No
empleo el término de sensación en la acepción de una sensación única o de
una percepción sensorial única; entiendo por sensación lo que la psicología
francesa, con Pierre Janet, ha llamado la función de lo real, la percepción de la
realidad de las cosas, la suma de los datos exteriores que nos son
comunicados por la actividad de nuestros sentidos. Esta es la mejor definición
que puedo dar de ella. En otros términos, el ser sensorial se pone al
unísono de la realidad de las cosas tal como ella es, quedando excluido todo
lo que no es esta realidad percibida. Naturalmente, se añaden funciones
auxiliares, conscientes o inconscientes; en el ser irracional serán principalmente
funciones racionales—las del sentimiento o e! pensamiento— las que
aportarán su concurso. En este caso, en cambio, la intuición se ve rechazada .
La intuición, naturalmente, en tanto que función irracional, no es para el
intelecto fácil de definir. En mis Tipos psicológicos la he llamado «una
percepción por vía inconsciente», siendo una de sus particularidades la de
que no se podría precisar dónde y cómo nace; parece que puede transitar
múltiples vías y, gracias a su intervención, permite ver, por así decir, lo que
pasa «a la vuelta de la esquina». Me detengo aquí, y confieso que no sé, en el
fondo, cómo opera la intuición; no sé lo que ha sucedido cuando un hombre
sabe de pronto una cosa que, por definición, no debería saber; no sé cómo ha
llegado a este conocimiento, pero sé que es real y que puede servir de base
para su acción. Los sueños premonitorios, la telepatía y todos los hechos de
este orden son intuiciones. He constatado estos fenómenos abundantemente,
y estoy convencido de que existen; se encuentran entre los primitivos y en
todas partes, con tal de que se preste atención a las percepciones que nos
llegan a través de las capas subliminales de nuestro ser. La intuición es una
función muy natural, perfectamente normal y necesaria; se ocupa de lo que
no podemos sentir ni pensar, porque carece de realidad, como el pasado, que
ya no la tiene, y el futuro, que no existe por mucho que lo pensemos.
Debemos estar reconocidos al cielo por poseer una función que proporciona
cierta luz sobre lo que está «más allá de las cosas». Naturalmente, los
médicos, que se encuentran a menudo ante circunstancias enigmáticas, tienen
una gran necesidad de la intuición. Más de un buen diagnóstico es obra de
esta misteriosa función. Con frecuencia se puede demostrar, en particular en
tipos francamente intuitivos, que se produjeron ciertas impresiones
sensoriales aunque se mantuvieron subliminales; es decir, que no se hicieron
conscientes, sin que dejaran por ello de suscitar, mediante él rodeo de
algunas asociaciones mediatas, una determinada intuición. He aquí un
ejemplo: yo tenía una enferma que, desde hacía algún tiempo, venía a mi
consulta; la recibí una bella mañana en la casita de mi jardín, que tiene en sus
cuatro costados puertas y ventanas; como éstas estaban todas abiertas, era
imposibe percibir el menor olor en aquel lugar. Me disponía a entablar la
conversación y a preguntarle lo que había soñado, cuando ella me dijo de
improviso: —Esta mañana ha recibido usted, antes de mí, a un hombre.
—¿Cómo lo sabe?—le pregunté sorprendido.
—¡He tenido de pronto esa impresión! Mi mirada cayó entonces sobre un
cenicero que contenía todavía varias colillas de cigarrillos. Por otra parte, era
aún muy temprano, y resultaba improbable que una dama hubiera venido a
mi consulta tan de mañana. Además, mi paciente sabía que yo no fumaba
cigarrillos. Así, pues, de este conjunto de hechos tenues, ella había concluido
que no se podía tratar sino de un visitante masculino, y esta conclusión
inconsciente se había abierto paso en ella, sin que se percatara, hasta su esfera
consciente. Así es como, a partir de percepciones subliminales, surgen a
menudo lo que llamamos intuiciones. Ello no debe sorprendernos, pues el
tipo intuitivo se consagra, con la más rigu- rosa consecuencia, a suplantar en
él la realidad de las cosas tal como ellas son. Para él, la verdad que importa es
su atmósfera, su clima. Por eso el intuitivo se siente incómodo, «desgraciado
como las piedras», cuando se encuentra dentro de una situación real; una
situación ya completa, desprovista de virtualidades nuevas, es para él como
una verdadera prisión; incapaz de sufrirla, siente la necesidad inmediata de
forzar la red que le encierra. Tales son los intuitivos que mariposean perpetuamente
en el mundo, sin soportar la realidad de las cosas y huyéndola.
Este comportamiento puede llevar sus ramificaciones muy lejos, tan lejos que
un intuitivo puede llegar, por ejemplo, a perder la sensación de su
corporeidad, la sensación que tiene de su cuerpo. Yo he conocido el caso de
una dama intuitiva que tuvo esta experiencia. Al regresar un buen día a su
casa, descubre inopinadamente, durante el camino, la posibilidad y la
existencia de un nuevo problema; fascinada por ello, se sienta en un banco, a
pesar de que la temperatura es de cinco grados bajo cero; sumida en sus
reflexiones, que prosigue sin preocuparse de la temperatura ambiente,
contrae un serio enfriamiento, que la hace guardar cama durante varias
semanas. He aquí otro ejemplo: una mujer intuitiva (que gozaba, por otra
parte, de un excelente equilibrio psíquico) se vio asaltada durante una
consulta por un montón de problemas complejos y de cuestiones inauditas.
Yo le pregunté: «¿De dónde saca usted todo ese amasijo?» Este punto
constituía para mí, ante todo, un perfecto enigma. Poco a poco tuve la
intuición (¡también en mí se trataba de una intuición!) de que había debajo
algo de tipo corporal. Le pregunté si había desayunado. «No»: había olvidado
por completo hacerlo; simplemente, tenía hambre. Hice que le trajeran una
taza de té y un poco de pan, y los problemas se esfumaron como habían
venido. El hambre contenida había sido el origen de aquella perturbación.
Los intuitivos pueden ser ciegos para la realidad de las cosas hasta un grado
increíble. He conocido también el caso de una paciente que, de pronto dejó de
percibir el ruido de sus pasos contra el suelo. Se sintió tan asustada por ello
que inició inmediatamente un tratamiento. Todavía podríamos hablar
largamente sobre las nociones de intuición y de sensación, pero creo que lo
que antecede bastará para comprender el sentido de ambas .
Tras haber respondido a las cuestiones planteadas, que nos han hecho volver
atrás, prosigamos ya nuestra exposición. Hemos hablado hasta ahora de las
cuatro funciones que contribuyen a la orientación de la conciencia y nos
hemos enfrentado con el tema de la orientación en el espacio psicológico
interior. He citado ya tres elementos que ayudan a esta orientación:
I. La memoria, es decir, la suma de recuerdos y la facultad de reproducir
materiales anteriormente registrados .
II. Las contribuciones subjetivas de las funciones. No supongo que hayan
ustedes captado de un modo completo esta cuestión, que forma parte de las
más difíciles de toda la psicología. Las contribuciones subjetivas están, por
otra parte, dentro de la dependencia de cierto tabú. Cuando conversamos con
nosotros mismos o con un interlocutor, nos cuidamos siempre de pensar y
decir precisamente lo que decimos y de callar lo que, quizá, podemos pensar
al margen y que sería capaz de contrarrestar peligrosamente nuestra
intención. Es preciso confesar que siempre hay en nosotros pensamientos
subsidiarios, satélites más o menos claramente percibidos por nuestro
pensamiento intencional, que va acompañado también por toda una serie de
sentimientos, de intuiciones, de percepciones; en resumen, de múltiples
contribuciones subjetivas, a las que, en general, nos esforzamos por reducir al
silencio .
III. Los afectos. Decía al final de la exposición anterior que los afectos, en tanto
que descargas explosivas de energía, poseen un singular carácter de
autonomía, gracias al cual determinan alteraciones profundas de la
conciencia. Los afectos son potencias autónomas con la misma razón, por
ejemplo, que los espíritus malignos de los primitivos. Los afectos nos hacen
sufrir una especie de atentado; algo que parece venir del exterior nos alcanza
repentinamente, nos asalta, nos subyuga. Esta es la razón por la que los
afectos, entre los primitivos, están personificados. Un cierto número de dioses
antiguos no son sino los afectos encarnados; piénsese en Marte, en Venus, en
Eris, en Eros, etc. Las personificaciones de esta naturaleza son multitud. Hay
también temperamentos deificados, caracteres emocionales convertidos en
dioses. Basta pensar en las expresiones que todavía hoy se emplean a base de
jovial, de dionisíaco, etc. Deriva todo ello de la autonomía, que es el atributo
de los afectos y que, en cierto modo, invita a personificarlos. La antigüedad,
para expresar el «flechazo», no sabía sino invocar los «dardos del dios
Amor». O bien, para la cólera, era Eris quien arrojaba la manzana de la
discordia entre los hombres. Esta es la forma en que los primitivos sienten los
afectos, que sólo tienen significado para aquellos a quienes les afectan. Ellos
suponen que el sujeto víctima de un afecto está poseído por un espíritu,
cuando, por ejemplo, un rey negro estornuda, todos los cortesanos se
prosternan durante cinco minutos, pues ha penetrado un alma nueva en él.
Del mismo modo los espíritus a los que se hace responsables de las
enfermedades son personificados y tratados como humanos; se les da
alimento y se. les prescribe morada, en la que no se desespera de llegar a encerrarlos .
Llegamos ahora a un cuarto elemento. Los afectos, como acabo de decir,
constituyen como explosiones súbitas. La vida psíquica presenta otras
particularidades que no son ya explosiones, sino la irrupción en la conciencia
y su invasión por parte de contenidos inusitados. Es como si algo nos cayera
en el cerebro a través de la caja craneana. Por eso yo prefiero a la
denominación de «pensamiento súbito y que no se sabe de dónde nos viene»
(Einfall), la de irrupción del inconsciente. Surgen contenidos inconscientes y se
revelan de pronto en la conciencia, como relámpagos en un cielo sereno; se
trata, en general, de una especie de fantasías o de fragmentos de fantasías que
se agregan a la conciencia con fragor afectivo o, más concretamente, sin este
fragor; pueden concretarse en forma de una impresión repentina, de una
opinión, de un prejuicio, de una ilusión o incluso de alucinaciones que se
encuentran igualmente bajo la latitud de lo normal. En general, solemos
esforzarnos por callar estos acontecimientos, pues se les siente como algo
incongruente, de lo que no gusta hablar. No fue pequeño mi asombro
cuando, al llegar a conocer un poco más profundamente a los hombres,
comprobé cuan frecuentes son estas extrañas experiencias. Son numerosas las
personas que han tenido al menos una época en el curso de su existencia,
durante la cual cosas singulares de esta especie hicieron irrupción en su
conciencia, inspirándoles una profunda angustia y una aprensión que, unidas
a la sensación de incongruencia, son los residuos de un antiguo tabú. Los
primitivos tienen un temor tan sagrado de los espíritus que es ya sacrilegio
pronunciar su nombre. Más adelante tendremos ocasión de hablar de los
complejos, que son también magnitudes autónomas y que están, asimismo,
bajo el influjo de un tabú. Cuando alguien, como sabemos, siente algo muy
desagradable, no le gusta hablar de ello; sería faltar al buen tono el
extenderse en sociedad sobre las propias dificultades psíquicas; esta tendencia,
entre los ingleses, es todavía más acentuada que en otras partes; para
ellos poseer un alma sería una equivocación mundana, y mayor todavía el
ponerlo de relieve; una conversación sobre temas filosóficos que hagan
alusión a su existencia cae dentro del mismo tabú mundano. Estas
circunstancias exigen entre los primitivos una observancia todavía más
intransigente que entre los civilizados, y la pena de muerte castiga a veces la
infracción del silencio que debe rodearlas. Entre nosotros, la prohibición de
hablar de ciertas cosas, que en sí mismas acaso no serían penosas pero que
están bajo una reserva contra la que no se debe atentar, representa una
supervivencia de este orden de hechos. Nos vemos, pues, impedidos de
hablar de las cosas más interesantes, porque están incluidas en dominios
prohibidos. La mayor prudencia y la cortesía más refinada son puestas en
juego en cuanto se trata de estas cuestiones; como prueba de ello me basta la
deferencia extraordinaria que testimonian los primitivos en relación con todo
lo que se relaciona con los espíritus .
Por medio de estas cuatro categorías de hechos psicológicos hemos recorrido
casi todos los datos que importaba citar aquí. Intentemos resumir lo que
hemos dicho en un esquema que venga a completar el esquema 1. El campo
de nuestra visión psicológica lo podemos representar, si les parece, por este
esquema 3, que es como un vasto espacio, algunas de cuyas parcelas se
encuentran iluminadas y junto a las cuales hay todavía un mundo de
oscuridad, el mundo interior oscuro, del que no tenemos una imagen clara y
del que no captamos jamás sino fragmentos. Es un poco como si en esta sala
yo viera tan pronto a esta señora como a aquella otra, pero sin ver jamás a
todo el auditorio. Tendría, pues, la impresión, en un momento dado, de que
no hay aquí nadie más que esta señora, o que la primera ha sido reemplazada
por la segunda, a la que vería a su tiempo. Así ocurre en nuestro espacio
interior. En realidad, tenemos, además, cierta presciencia global del conjunto,
no por ello menos recubierta por una sombra profunda. Al parecer, el haz
luminoso de nuestra conciencia es limitado, y esta limitación nos incapacita
para aprehender normalmente más de un estado psíquico a la vez; ello es
particularmente cierto cuando estamos bajo el influjo de un afecto que capta
toda nuestra atención y todos nuestros pensamientos, y durante el cual no
podríamos pensar en otra cosa. Si estamos violentamente irritados, no
podemos vivir sino nuestra cólera y no lograremos, mientras dure ésta, apartar
de nuestro espíritu fascinado los pensamientos que ella nos inspira .
Toda la parte inferior del diámetro AA’ es el mundo oscuro. Tenemos que
situar, ante todo, en éste, como en su periferia, las irrupciones del inconsciente,
a las que se puede comparar con exclamaciones que vinieran, por ejemplo, a
interrumpir ahora el hilo de mi conferencia. Luego, ya más próximos al yo,
vienen los afectos; después, todavía más próximas, las contribuciones subjetivas
de las funciones, que están al alcance del yo, que no poseen ya autonomía (lo
que las diferencia de los afectos) y a las que se puede, en cierta medida,
acomodar según se quiera; puedo, por ejemplo, decir: «¡Buenos días, mi
querido señor: encantado de conocerle!», sin que ello me impida pensar para
mí: «¡Que el diablo se lo lleve!».

Esquema 3
Jung, complejos y el inconsciente, segundo libro, esquema 3
Este último pensamiento es puesto a un lado, se mantiene secreto gracias a un
imperceptible esfuerzo de voluntad, al no ejercer las contribuciones subjetivas
sobre el yo el influjo que caracteriza a los afectos y a las irrupciones del
inconsciente. Si fuera un afecto el que me inspirara ese: «¡Que se pudra por
ahí!», no podría ya, a menos de no ser un virtuoso de la represión, impedirme
el proferir esta imprecación, a no ser al precio de un gran esfuerzo .
En fin, en proximidad inmediata del yo hemos representado los recuerdos. En
su zona, nuestra actividad intencional es, en cierta medida, soberana; pero en
cierta medida sólo, pues los recuerdos también pueden comportarse de forma
espontánea, emergiendo de improviso, sin- que se sepa cómo ni por qué,
provocando nuestra alegría o nuestra tristeza, llegando incluso a veces a la
obsesión. Esta última se produce cuando las capas inferiores de nuestra
psique son la sede de una especie de impulso volcánico que impone a la
conciencia determinados materiales. Las inspiraciones creadoras emergen
también a menudo así del mundo psíquico oscuro, cuyos contenidos
inconscientes se abren paso y acaban por penetrar en la conciencia, donde
determinan al mismo tiempo los afectos. Con frecuencia ignoramos qué es lo
que intenta emerger y sólo constatamos que ese algo crea un afecto, que es lo
que nuestra naturaleza sabe acoger, sobre todo. Nos ponemos de mal humor
o nos sentimos irritados: «¿Qué te pasa?» «Nada, ¡estoy furioso!» Esto es algo
de todos los días. Los afectos perturban de este modo el juego de las
contribuciones subjetivas de las funciones; no logro concentrarme, digo
tonterías o lo contrario de lo que quisiera decir, felicito en lugar de presentar
mi condolencia, meto la pata continuamente en sociedad, por el solo motivo
de que estoy en desacuerdo profundo conmigo mismo .
He dicho más arriba que la parte del yo que está a la luz, la vertiente de la
conciencia, detenta el privilegio de la voluntad; el yo consciente es capaz de
querer y de disponer, hasta cierto grado—el de su diferenciación—, de las
funciones de la conciencia; éstas son comparables a cuatro cuerpos de ejército
a los que se dirige a cualquier sitio. Pero lo que figura por debajo del
diámetro AA’ no se deja conducir con esta docilidad. Lo emocional es reacio a
las órdenes del yo, y su dominación, siempre discutida y jamás muy eficaz,
exige inmensos esfuerzos. Las facultades de mando aquí están invertidas, y el
yo es un poco como el inválido de una comedia de Nestroy en la que se produce
la siguiente escena: se ve sólo a un comandante; fuera, detrás de los
decorados, resuena una detonación y se oye al inválido gritar: «¡Mi comandante,
he hecho un prisionero!» «¡Tráelo aquí!», y el inválido responde:
«¡No me deja!» Frente a nuestras emociones somos como el inválido con su
prisionero; nos reducen a una pasividad de hombre sufrido, son ellas quienes
actúan. La voluntad no tiene eficacia sobre las capas profundas de la psique
sino en una débil medida; en general, su alcance eficaz no va más allá del recuerdo.
La misma memoria, como hemos visto, es sólo hasta cierto punto una
función voluntaria y controlada. Con mucha frecuencia nos juega malas
pasadas; se parece a un caballo viciado al que no se puede domar y a menudo
se resiste de la manera más embarazosa. Cuando busco un recuerdo que se
me escapa obstinadamente, sería en vano empeñarse, pues el recuerdo
buscado, a pesar de todos mis esfuerzos, no se presentará a mi espíritu.
Dependemos de un buen funcionamiento de nuestra memoria; no podemos
querer absolutamente acordarnos de algo; cuando un recuerdo es refractario,
lo mejor es no pararse demasiado en ello; quizá nos vendrá a la mente
durante la noche o al día siguiente, cuando no pensamos en él y le dejamos en paz .
Ello es más cierto todavía respecto a las contribuciones subjetivas que
escapan al control personal y que una tercera persona nota quizá mejor que
nosotros mismos. Se producen en nosotros sin que podamos refrenarlas. «No
podemos asignar fronteras a los pensamientos», no podemos impedir que
pensemos una tontería, no podemos evitar que una futilidad ridícula invada
nuestra mente; cuando sería de rigor precisamente una gran seriedad, nos
domina una risa loca. Ello explica por qué los banquetes de entierro,
tradicionales en ciertas regiones, degeneran con frecuencia en francachelas
bien regadas, de una alegría desbordante, por el simple motivo de que el
inconsciente, compensador, reacciona de forma acusada en estas ocasiones de
tristeza y, con la ayuda del vino, ganados por el contagio, no logramos
reprimir sus efectos .
Si pasamos, por último, a los afectos y a las irrupciones del inconsciente, se
constata que, en sus zonas, la voluntad no tiene nada que decir. Podemos,
todo lo más, negar la existencia de un afecto y pretender, contra toda
evidencia, «que no hay nadie en la casa». Para reprimir un afecto no tenemos
otro recurso que borrarnos, dándonos en cierto modo a la huida ante su proximidad.
Tenemos que distinguir dos grandes clases de seres humanos que se
comportan de formas radicalmente diferentes respecto al mundo exterior y al
mundo interior. Los seres de una se mantienen en ø (esquema 3, pág. 144),
tienen su centro ligeramente desplazado hacia arriba; en cuanto surge una
dificultad sufren la tentación de buscar su salvaguardia y su salvación en el
mundo exterior; huyen, en cierto modo, fuera de sí mismos y cuentan, a
quien quiera oírlos, como para preservarse de ella, la desgracia que les
abruma. Es el hombre extravertido, que comunica con una sinceridad
sorprendente las dificultades con que tropieza. Se podría pensar que no las
toma en serio, elaborándolas como afectos y llamando, por así decirlo, a todas
las puertas para participar sus miserias, con la esperanza de desembarazarse,
en uno u otro quizá, de ese fardo que le es esencialmente personal .
Los seres de la otra clase se comportan según un mecanismo contrario,
también normal; estando el centro de su personalidad ligeramente desplazado
hacia abajo, en øø (esquema 3), cuando surge en su camino una
asechanza, la fascinación que ejerce sobre ellos su mundo interior es tal que
con ocasión de esta detención momentánea en la marcha de su vida—y en
virtud del reflujo de las energías que, retiradas del mundo exterior, van a
animar su mundo interior—sufren, en cierto modo sin saberlo, una atracción
que les abstrae del ambiente real y que, exagerada, les expondría a ser
tragados por un mundo imaginario. Es el tipo introvertido cuya tendencia, a
pesar de sus esfuerzos, es huir a un mundo de recuerdos y de afectos
desenfrenados. Es, evidentemente, otra forma de abordar las dificultades de
la existencia: se sucumbe a su fascinación íntima, el sujeto se entierra con sus
afectos para renacer cuando éstos han cesado. Pero este tipo corre el riesgo de
que la bomba en la que se encierra estalle un día; el individuo sospecha
entonces que todo el mundo está al corriente de sus desventuras, que «los
gorriones le pían sobre los tejados». Una persona, por ejemplo, que sufre
dificultades crecientes, se retira del círculo de sus amigos, se hunde en lo más
profundo de sí mismo, alquila una casa solitaria; evita, si llega el caso, hablar
con los demás inquilinos. Un buen día esta persona tiene la sensación
desagradable de que pasa algo que no puede precisar. Llega a pensar que
funcionan radios, que se tienden hilos para transmitir comunicaciones sobre
él; otro día, al oír a los vecinos de arriba charlar y ver que se callan al
acercarse él, piensa: «Por lo menos esto es sospechoso.» Y así continúa
durante algún tiempo hasta que, al fin, oye en una ocasión que hacen una
observación que, a sus ojos, implica el conocimiento de sus secretos divulgados.
La bomba está a punto de estallar. El sujeto es presa de una gran
excitación acompañada de gritos desordenados, se arranca las ropas del
cuerpo y confiesa a los cuatro vientos todo lo que —según él—ha pasado y
qué clase de ser abominable es. Entonces se dice que esta persona está loca y
le encierran en un manicomio .
En otra representación (esquema 4) la zona oscura representa la conciencia, el
mundo consciente tal como lo percibimos y en el que nos orientamos gracias
a la sensación, al pensamiento, a la intuición y al sentimiento. La zona blanca
5, que sirve de transición entre la zona oscura y la más clara, representa el
umbral que da paso al yo desde el mundo exterior hasta el mundo interior
Mientras el mundo exterior y consciente capta toda nuestra atención, no
observamos gran cosa en esta zona intermedia. Pero en cuanto la concentración
de la conciencia disminuye, los recuerdos, las contribuciones
subjetivas, los afectos y las irrupciones aparecen en su superficie, procedentes
de un centro oscuro al que el término de inconsciente sólo tiene la pretensión de aludir.
Así, en el primitivo se puede observar claramente que la caída de la noche
revoluciona su concepción de las cosas. Durante el día toda su capacidad de
atención está vuelta hacia el mundo exterior y concreto. Pero cuando
sobreviene la oscuridad todo se vuelve mágico y lleno de espíritus, pues la
puesta del sol supone para el primitivo la extinción de la conciencia diurna;
en cuanto falta la luz, reaparece el mundo interior, que para el primitivo es
tan real y concreto como el mundo exterior. Contenidos que proceden del
inconsciente psíquico caen en el sector consciente del mundo interior
individual y suscitan en él ciertos efectos cuya procedencia absolutamente
íntima escapa al primitivo, por lo que atribuye su causa al único mundo que
él conoce: el mundo exterior. En otras palabras, los espíritus son para él
realidades, seres como ustedes y como yo. Es cierto que no se les puede ver,
pero no por ello son menos reales a sus ojos y dejan de necesitar alimentos. Y
cuando un blanco le replica al primitivo que los espíritus no han probado los
alimentos que les ofreció, éste le responde que los espíritus se mantienen de
un alimento invisible aspirando los olores. Esto recuerda mucho a la
representación antigua de los dioses, según la cual éstos se complacían con el
olor de los alimentos y se mantenían con él. En el primitivo, pues, el interior está
proyectado en el exterior y aparece siempre durante la noche .

Esquema 4
Jung, complejos y el inconsciente, libro segundo, esquema 4
1. Sensación
2. Pensamiento
3. Intuición
4. Sentimiento
5. El Yo, la voluntad
6. Recuerdos
7. Contribuciones subjetivas
8. Afectos
9. Irrupciones
10. Inconsciente personal
11. Inconsciente colectivo

Ya no es así para nosotros, pues todo esto se nos ha vuelto oscuro y la
periodicidad diurna-nocturna se ha difuminado; por la noche somos lo
mismo que fuimos durante el día; como máximo, quizá nos reímos de la
noche; pero el sentimiento de que el mundo oscuro es diferente del mundo
soleado se nos ha vuelto totalmente extraño; en efecto, nosotros no
proyectamos ya con la misma ingenuidad nuestros datos interiores en el
mundo exterior. Ello no significa que estos datos no están ya en nosotros;
ellos mismos nos fuerzan a observarlos, a erigirlos como ciencia, como ciencia
psicológica. Ahora hablamos de psique, de inconsciente, de irrupciones y de
afectos, etc., nociones que circunscriben para nosotros el dominio legítimo de
una realidad psíquica inconsciente. Por otra parte, es aún bastante frecuente
entre nosotros que estas realidades interiores sean proyectadas al exterior.
Estas proyecciones entregan nuestra alma al saqueo: aquello que en realidad
vive en nosotros ve cómo se le confiere una existencia exterior.

Volver a ¨Funciones y estructuras del consciente y del inconsciente (primera conferencia)¨

NOTAS:

7- Segunda conferencia.

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