LACAN, SEMINARIO 19. Clase 8: 19 de Abril de 1972
Comienzo porque me han pedido en razón de cuestiones prevalentes creo, de todo
funcionamiento en este lugar, me han pedido que termine más temprano, mucho más
temprano que de costumbre.
Entonces para abordar lo que viene, en una trama, cuyo recuerdo espero no les resulte
demasiado lejano, lo retomo desde «y a d’ l’un» que ya he proferido. Para los que están
aquí que se promueven desde una comarca lejana, repito lo que quiere decir porque no es
de una sonoridad muy habitual; «y a d’ l’Un» , parece venir de no se sabe donde: del Uno,
del Uno, vamos. Habitualmente no nos expresamos así. Y sin embargo y hablo de eso: del
Uno…»L’-U-N» il y en a. Es una manera de expresarse que vamos a encontrar- espero por
lo menos para Uds. —de acuerdo con algo que, espero no es nuevo para todos aquí.
Gracias a Dios, sé que tengo orejas, en fin algunas, advertidas sobre los campos que debo
tocar para hacer frente a aquello de lo que se trata en el discurso psicoanalítico, por
consiguiente esto va a mostrarse de acuerdo- les explicaré en qué- este modo de
expresarse, con lo que históricamente se produjo como la teoría, la Teoría de los
Conjuntos. Ustedes han oído hablar de esto, han oído hablar de esto porque es así como
se enseñan ahora las matemáticas a partir de primer grado. No es seguro, por supuesto,
que esto mejore mucho la comprensión.
Pero, en fin, en relación a lo que es de una teoría de la cual uno de los resortes es la
escritura, no, por cierto, que la Teoría de los Conjuntos implique una escritura unívoca sino
que, como muchas cosas en matemáticas, no se enuncia sin escritura la diferencia pues
con esta fórmula, ese «y a de l’Un» que yo trato de hacer pasar es justamente toda la
diferencia que hay de lo escrito a la palabra. Es una grieta que no siempre es fácil de
llenar. Sin embargo es esto lo que yo trato de hacer en esta ocasión y ustedes deben de
inmediato poder comprender porque, si es cierto que, como yo los reescribo en el pizarrón,
las dos superiores de estas cuatro fórmulas donde yo trato de fijar lo que suple a aquello
que he llamado la imposibilidad de escribir justamente lo que es la relación sexual, es en la
medida en que en el nivel superior dos términos se enfrentan, de los cuales uno es «il
existe «(existe) y el otro «il n’existe pas» (no existe) que aporto o trato de aportar, la
contribución que pueda aquí surgir útilmente a partir de la Teoría de los Conjuntos. Es
notable, es sorprendente que «il y ait de l’Un» no haya producido ningún tipo de asombro,
si me permiten decirlo. De todos modos, quizás sea ir un poco rápido formularlos así
porque se puede poner en el activo lo que yo llamo, como asombro en nombre de lo cual
los interpelo a sorprenderse, se puede poner en el activo aquello justamente de lo que les
hablé, aquello de lo cual los he invitado del modo más vivo, a tomar conocimiento, es ese
famoso Parménides, del querido Platón, que siempre es tan mal leído, o en fin en todo
caso, que yo me ejercito en leer de un modo que no es el recibido, para el Parménides, es llamativo ver hasta que punto, en un cierto nivel que es aquel propiamente dicho del
discurso universitario perturba. El modo que tienen todos aquellos que prefieren cosas
sabias en nombre de la Universidad, está siempre prodigiosamente perturbado como si se
tratara de una apuesta de una suerte de ejercicio de algún modo enteramente gratuito, de
ballet y el desarrollo de las ocho hipótesis concerniente a las relaciones del Uno y el Ser
permanente de algún modo problemático, un objeto de escándalo. Algunos, ciertamente se
distinguen mostrando la coherencia de ello, pero esta coherencia aparece en el conjunto
gratuita y la confrontación de los interlocutores, ella misma, parece confirmar- si se puede
decir- el carácter histórico del conjunto. Yo diría si es que puede avanzar algo sobre este
punto: yo diría, que lo que me llama la atención es verdaderamente todo lo contrario y que
si algo me diera la idea de que hay en el diálogo platónico no sé que de un primer
asentamiento de un discurso propiamente analítico, yo diría que es justamente éste, el
Parménides, el que me lo confirmaría. En efecto, está completamente claro que si Uds. se
acuerdan de lo que les dí, lo que inscribí como estructura, lo que les doy como estructura
es algo que- no por azar- se inscribe como el Significante indexado 1:
(S1) se encuentra al nivel de la producción dentro del discurso analítico. Y ya es algo,
aunque, yo convengo, que esto no pueda aparecérseles de inmediato —no les pido que lo
tomen como una evidencia— es, en fin , una indicación de la oportunidad de centrar muy
precisamente sobre, no la cifra, sino sobre el significante Uno, nuestra interrogación en su
continuación. No es evidente que haya Uno (qu’il y ait de l’Un); da la impresión de ser
evidente así porque, por ejemplo, hay seres vivos y ustedes tienen toda la apariencia, cada
uno de los aquí presentes, tan bien ordenados, de ser completamente independientes
unos de otros; de constituir cada uno en lo que, en nuestros días, se llama una realidad
orgánica, sostenerse como individuos. Es sobre esto, seguramente, que ha tomado un
cierto apoyo toda una primera filosofía. Lo que hay de llamativo, por ejemplo, es que en el
nivel de la lógica aristotélica el hecho de poner en la misma columna es decir, se los
recuerdo en esta ocasión, poner al principio la misma especificación de la x, a saber, yo lo
dije, ya lo enuncié, en fin del hombre, del ser que se califica en el hablante como
masculino. Si tomamos el «il existe» existe al menos uno para quien ? de x no es recibible
como aserción desde este punto de vista, punto de vista del individuo, nos encontramos
ubicados ante una posición que es netamente contradictoria, a saber que la lógica
aristotélica, que se funda sobre esta intuición del individuo que plantea como real,
Aristóteles nos dice que después de todo no es la idea de caballo lo que es real, sino el
caballo mismo, sobre la cual nos vemos forzados precisamente a preguntarnos como
surge la idea, de dónde la tomamos; ella invierte, no sin argumentos perentorios aquello de
lo que hablaba Platón, a saber que es por participar de la idea de caballo que el caballo se
sostiene: lo que es más real, es la idea de caballo. Si nos ubicamos bajo el ángulo, bajo el
sesgo aristotélico, está claro que hay una contradicción entre el enunciado que para toda
x, x ocupa en ? de x la función de argumento y el hecho de que haya algún x que no
puede cubrir el lugar del argumento sino en la enunciación exactamente negación de la
primera. Si les dicen que todo caballo es lo que Uds. quieran, por ejemplo fogoso, y si se
agrega que hay algún caballo, al menos uno que no lo es, en la lógica aristotélica esto es una contradicción.
Lo que yo les anticipo está hecho para hacerles aprende que justamente, si puedo, si oso
anticipar dos términos, aquellos que están a la derecha de mi grupo de cuatro términos- no
son cuatro por azar —si puedo anticipar algo que manifiestamente hace defecciónar a
dicha lógica, es ciertamente en la medida en que el término existencia ha cambiado de
sentido en el intervalo y ya no se trata de la misma existencia cuando se trata de la
existencia de un término capaz de tomar, en una función matemática articulada, el lugar
del argumento.
Aquí todavía nada hace la juntura de ese «y a de l’Un» como tal ese «au moins Un» que
precisamente es lo que se formuló por la notación x: existe un x, al menos Uno, que da a
aquello que se plantea como función valor calificable de verdadero. Esta distancia que se
plantea de la existencia se puede decir, yo no lo llamaría hoy de otra manera a falta de
otra palabra- de la existencia natural que no está limitada a los organismos vivos, esos
Unos, por ejemplo, podremos verlos en los cuerpos celestes, los cuales no por nada han
sido los primeros en retener una atención propiamente científica, y es precisamente en
esta afinidad que tienen con el Uno. Aparecen como inscribiéndose en el cielo como
elementos tanto más cómodamente representantes del Uno, en tanto son puntiformes, y
es cierto que han hecho mucho para poner el acento como forma de paso, para poner el
acento sobre el punto. Si entre el individuo y lo que es de aquello que yo llamaría el Uno
real, en el intervalo, los elementos que se significan como puntiformes han jugado un rol
eminente para su transición, acaso no les es sensible, ¿acaso no les hizo parar la oreja el
pasaje en que yo hablo del Uno como de un Real, de un Real que bien puede no tener
nada que ver con ninguna realidad? Yo llamo realidad a aquello que es la realidad, a
saber, por ejemplo vuestra propia existencia, vuestro modo de sostén que es
seguramente material y primero es corporal. Pero se trata de saber de qué se habla
cuando se dice «y a de l’Un». De cierta manera, en la vía en la cual se empeña la ciencia,
quiero decir, a partir de esa vuelta en que decididamente ella se fija en el número como tal
para gran giro, el giro galileano, para nombrarlo, está claro que desde esta perspectiva
científica, el Uno que podemos calificar de individual, Uno y luego algo que se enuncia en
el registro de la lógica del número, no hay realmente espacio para interrogar sobre la
existencia, sobre el sostén lógico que se le puede dar a un unicornio en tanto que ningún
animal ha sido concebido de un modo más apropiado que el unicornio mismo. Es dentro
de esta perspectiva que podemos decir que lo que nosotros llamamos la realidad, la
realidad natural, podemos tomarla al nivel de un cierto discurso, y no retrocede a pensar
que el discurso analítico sea ese, la realidad, podemos siempre tomarla al nivel del
fantasma. Ese Real del cual yo hablo y «cuyo» discurso analítico está hecho para
recordarnos que su acceso es lo Simbólico, dicho Real, es en y por ese imposible que sólo
define lo simbólico que accedemos a él.
Retomo: a nivel de la historia natural de un Plinio, no veo que es lo que diferencia al
unicornio de cualquier otro animal que sea perfectamente existente dentro del orden
natural. La perspectiva que interroga a lo Real desde una cierta dirección nos manda
enunciar así las cosas. Sin embargo, no estoy hablando de cualquier cosa que se parezca
a un progreso. Lo que ganamos en el plano científico es incontestable, sin embargo esto
no acrecienta para nada nuestro sentido crítico por ejemplo, en materia de vida política. He
señalado siempre que lo que ganamos por este lado lo perdemos por el otro en tanto hay cierta
limitación inherente a lo que se puede llamar el campo de la adecuación en el ser
parlante. No es porque hayamos hecho en lo que concierne a la vida, a la biología,
hayamos hecho progresos desde Plinio, que el progreso es absoluto, Si un ciudadano
romano viera como vivimos, y lamentablemente está fuera de lugar evocarlo en persona
en esta ocasión, pero probablemente se sentiría trastornado de horror. Como nosotros no
podemos prejuzgar sino a partir de las ruinas que ha dejado esa civilización, la idea que
nosotros podemos hacernos de ella, surge de ver, de imaginarse lo que serán, en un
tiempo supuestamente equivalente, los restos de la nuestra. Esto dicho para que ustedes,
no se hagan ilusiones, si me permiten decirlo, sobre el hecho de la confianza que yo
tendría en la ciencia particularmente. En el discurso analítico, no se trata de un discurso
científico, sino de un discurso para el cual la ciencia nos provee el material, que es algo
muy diferente.
Por lo tanto, está claro que la toma del ser parlante en el mundo en el cual se concibe
como inmerso, esquema éste que ya insinúa su fantasma, esta toma no va en aumento
—y esto es cierto— no va en aumento sino en la medida en que algo se elabora y ese algo
es el uso del número. Yo pretendo mostrarles que ese número se reduce simplemente a
ese «y a de l’Un».
Ahora, es necesario ver lo que históricamente nos permite saber sobre ese «y a de l’Un»,
un poco más que lo que Platón hizo de él colocándolo en el mismo plano con lo que
corresponde al ser. Es cierto que este diálogo es extraordinariamente sugestivo y fecundo,
y que si ustedes, lo observan bien de cerca encontrarán en él ya la prefiguración de lo que
yo, desde su base, puedo sobre el tema de la Teoría de los Conjuntos enunciar de este «y
a de l’Un». Empiecen solamente por el enunciado de la primera hipótesis: si «l’Un» (el uno)
debe ser tomado por su significación, si el Uno es uno, ¿qué es lo que vamos a poder
hacer?. Lo primero que él pone como objeción es esto: que este Uno no estaría en
ninguna parte, porque si estuviera en alguna parte estaría dentro de una envoltura, dentro
de un límite y esto es absolutamente contradictorio con su existencia de Uno.
Para que el Uno haya podido ser elaborado en su existencia de «Uno», del modo en que lo
funda la Mengenlehre, la Teoría de los Conjuntos para traducirlo como lo ha traducido, no
sin gracia, en francés; pero ciertamente con un acento que no responde del todo al sentido
del término original en alemán que, desde el punto de vista de lo que enfocamos no es
mejor; y bien, esto no llegó sino tardíamente y en función de toda la historia de las
matemáticas mismas que, por supuesto, no es cuestión aquí de que yo les refiera aún del
modo más abreviado posible; pero es necesario tenerla en cuenta pues él ha tomado todo
su acento, todo su alcance, de aquello que yo podría llamar las extravagancias del
número. Esto evidentemente, comienza muy temprano, ya que en el tiempo de Platón el
número irracional creaba problemas y heredaba —él nos da ya el enunciado de ello con
todos sus desarrollos en el Teeteto— el escándalo pitagórico del carácter irracional de la
diagonal del cuadrado, del hecho que no se terminará nunca, y esto es demostrable en
una figura, y es esto lo mejor que había en esa época para hacerles aparecer la existencia
de lo que yo llamo la extravagancia numérica, quiero decir algo que surge del campo del
Uno: y después de esto, ¿qué?. Algo que podemos, en el llamado método de exhausión
de Arquímedes, considerar como el evitamiento de lo que viene, tantos siglos después,
bajo la forma de las paradojas del cálculo infinitesimal, bajo la forma del enunciado de lo
que se llama lo infinitamente pequeño, cosa que lleva mucho tiempo para ser elaborada poniendo alguna cantidad finita de la cual se dice que de todos modos un cierto modo de
operar dará por resultado ser más pequeño que la dicha cantidad, es decir al fin de
cuentas servirse de lo finito para definir un transfinito. Y luego, la aparición, ¡Dios mío!
—no podemos no mencionarla— de la serie trigonométrica de Fourier que ciertamente no
aparece sin plantear todo tipo de problemas de fundamento teórico, todo esto conjugado
con la reducción, la reducción a principios perfectamente finitistas del cálculo llamado
infinitesimal que se persigue en la misa época del cual el gran representante es Cauchy.
No hago esta evocación ultra rápida más que para ubicar lo que quiere decir: la retoma de
qué es el estatuto del Uno bajo la pluma de Cantor.
A partir del momento en que se trata de fundarlo, el estatuto del Uno no puede partir sino
de su ambigüedad, a saber que el resorte de la Teoría de los Conjuntos se sostiene
enteramente en que el Uno del conjunto es distinto del Uno del elemento. La noción de
conjunto que reposa sobre el hecho de que hay un conjunto incluso en un sólo elemento.
Habitualmente esto no se dice así, pero lo propio de la palabra es justamente avanzar
toscamente. Es suficiente abrir cualquier exposición de la Teoría de los Conjuntos para
tocar con el dedo lo que esto implica a saber; que si el elemento planteado como
fundamental de un conjunto es ese algo que la noción misma del conjunto permite
enunciar como un conjunto vacío, y bien, hecho esto, el elemento es perfectamente
recibible, a saber que un conjunto puede tener al conjunto vacío como constituyendo su
elemento; que es en este sentido absolutamente equivalente a lo que se llama un
elemento «Singleton» justamente para no anunciar enseguida la carta de la cifra Uno y esto
del modo más fundado, por la buena razón de que no podemos definir la cifra Uno sino
tomando la clase de todos los conjuntos que tienen un sólo elemento y destacando la
equivalencia como siendo aquello que constituye propiamente el fundamento del Uno.
Entonces, la Teoría de los Conjuntos está hecha para restaurar el estatuto del número. Y
lo que prueba que efectivamente lo restaura, en la perspectiva de lo que yo enuncio; es
que precisamente al enunciar, como ella lo hace, el fundamente del Uno, y al hacer
reposar en ello al número como clase de equivalencia, ella termina destacando lo que ella
llama el no-enumerable que el muy simple y —Uds. van a verlo— de un acceso inmediato.
Pero que al traducirlo a mi vocabulario yo llamo no el «no-enumerable», objeto que yo no
dudaría en calificar de místico, sino la imposibilidad de enumerar; lo que demuestra por el
método, aquí me disculpo por no poder ilustrar inmediatamente en el pizarrón la forma de
hacerlo pero realmente, después de todo, que es lo que les impide a los que entre
ustedes, están interesados en este discurso de abrir el menor tratado de «Teoría de los
conjuntos» para descubrir que, por el método llamado de la diagonal, se puede hacer tocar
con el dedo que existe manera de enunciar una serie de formas diferentes la serie de
números enteros ya que de verdad se la puede enunciar de 36.000 maneras, que será
inmediatamente accesible mostrar que, sea cual sea el modo en que los hayamos
ordenado, habrá tomado simplemente la diagonal, y en esta diagonal cambiando cada vez,
según una regla determinada antes, los valores, habrá otra forma aún de enumerarlos. Es
precisamente en esto en lo que consiste lo real ligado al Uno. Y tan es así que hoy yo
puedo llevar bastante lejos, en el tiempo al cual he prometido que me limitaría la
demostración, de cualquier modo, desde ahora voy a poner el acento sobre lo que
comporta esta ambigüedad puesta en el fundamento de el Uno como tal.
Es exactamente esto, contrariamente a la apariencia, el Uno no estaría fundado sobre la «memeté», la mismidad, sino que precisamente lo contrario, por la Teoría de los Conjuntos,
marcado como debiendo estar fundado sobre la pura y simple diferencia. Lo que regla el
fundamento de la Teoría de los Conjuntos consiste en que cuando ustedes, anotan,
digamos, para ir a lo más simple, 3 elementos cada uno por separado por una coma, o
sea por dos comas, si uno de esos elementos de algún modo parece ser el mismo que otro
si puede estar unido por algún signo que sea de igualdad, es pura y simplemente el nivel
de armazón que constituye la teoría llamada de los conjuntos. Este es el axioma de
extensionalidad que significa precisamente esto, que al comienzo no sabría actuar de
mismo. Se trata muy precisamente de saber en qué momento en esta construcción surge
la mismidad. La mismidad (mêmeté), no solamente surge tarde en la construcción, y, si me
permiten decirlo, en uno de sus bordes, sino más aún, puedo avanzar que esta mismidad
como tal se cuenta en el número y que por consiguiente el surgimiento del Uno, en tanto
es calificable como «mismo» no surge sino de una manera exponencial.
Quiero decir que es a partir del momento en que el Uno del cual se trata no es otra cosa
que este Aleph cero, a (1), donde se simboliza el cardinal del infinito, del infinito numérico,
de este infinito que Cantor llama «impropio» pero que está hecho de los elementos de lo
que constituye el primer infinito propio, a saber el Aleph cero en cuestión, es en el curso de
la construcción de este Aleph cero que aparece la construcción del «mismo», en sí mismo,
y que este «mismo» en la construcción es contado el mismo como elemento. He aquí
porque decimos que es inadecuado en el diálogo Platónico de dar participación a
cualquier cosa que sea de existente en el orden de lo semejante. Sin el paso del cual se
constituye el Uno primeramente, la noción de semejante no podría aparecer de ningún
modo. Es lo que nosotros vamos a ver, espero, si no lo vemos hoy aquí ya que estoy
limitado a un cuarto de hora menos de lo habitual, lo continuaré en otra parte y por qué no
la próxima vez el jueves en Sainte Anne ya que muchos entre ustedes conocen el camino.
Sin embargo lo que yo quiero marcar es lo que resulta de este comienzo de la Teoría de
los Conjuntos y de lo que yo llamaría, ¿porqué no?, «la cantorización» a condición de
escribir C-A-N del número. He aquí de lo que se trata: para fundar en ella al cardinal, no
hay otra vía que aquella de lo que se llama la aplicación bi-unívoca de un conjunto sobre
otro. Cuando se quiere ilustrar esto, no se encuentra nada mejor, no hay otro modo que
evocar alternativamente no sé que ritmo primitivo de potlatch para la prevalencia del dónde
saldrá la instauración de un chef al menos provisorio o más simplemente la manipulación
llamada del maître d’ hôtel, aquel que confronta uno por uno cada uno de los elementos de
un conjunto de cuchillos con un conjunto de tenedores. Es a partir del momento en que
aún habrá uno de un lado, y del otro lado nada como si se tratase de rebaños que hacen
atravesar un cierto umbral a cada uno de los dos aspirantes al título de chef, o que se
tratara del mâitre d’ hôtel que está haciendo sus cuentas. ¿Qué aparecerá?. El Uno
comienza en el nivel en que hay un Uno que falta. El conjunto vacío es pues propiamente
legitimado por ser él la puerta cuyo atravesamiento constituye el nacimiento del Uno. El
primer Uno que se designa, quiero decir recibible matemáticamente de una manera que
pueda enseñarse- porque eso es lo que quiere decir matema- y no que apele a esa
especie de figuración grosera que la de «es más o menos lo mismo», lo que constituye al
Uno y precisamente ninguna otra marca calificativa, es que no comienza con su falta. Y es
aquí donde se nos aparece, en la reproducción que yo les hice del Triángulo de Pascal:
1 [1] [1] [1] [1] [1]
1 2 3 4 5
1 3 6 10
1 4 10
1 5
1
la necesidad de distinguir cada una de esas líneas de las cuales, ustedes saben, yo
pienso, desde hace algún tiempo, ya se los he subrayado bastante, como ellas se
constituyen,estando cada una de ellas hecha de la adición de lo que está en alto sobre la
misma línea y de lo que está anotado sobre la derecha de cada una de estas líneas esta
entonces constituída así. «Importa darse cuenta lo que se designa cada una de esas
líneas». El error, la falta de fundamento que se enuncia de la definición de Euclides que es
precisamente esta:
(escritura en griego)
Euclides, Elementos, 4, VII.
«La mónada no es aquello según lo cual cada uno de los entes puede ser llamado Uno y el
número (escritura en griego) es precisamente esta multiplicidad que está hecha de
mónadas».
El triángulo de Pascal no está aquí para nada. Está aquí para figurar lo que se llama, en la
Teoría de los Conjuntos no los elementos, sino las partes de esos conjuntos. Al nivel de
las partes, las partes enunciadas monádicamente de un conjunto cualquiera son de la
segunda línea, la mónada es segunda. ¿Como llamaremos a la primera, aquella que, en
suma, está constituída por este conjunto vacío cuyo paso es justamente aquello de lo que
se constituye el Uno?. ¿Por qué no usar el eco que nos da la lengua española y no
llamarlo la Nada (Nade). Aquello de lo que se trata en ese Uno repetido de la primera
línea, es propiamente la Nada (Nade), a saber la puerta de entrada que se designa de la
falta. Es a partir de lo que se trata del lugar donde se hace un agujero, de ese algo que, si
ustedes quieren una figura, yo representaré como siendo el fundamento de «y a de l’Un»,
que pueda haber el Uno en la figura de una bolsa que es una bolsa agujereada: nada es
Uno sino sale de la bolsa o no entra en la bolsa, he aquí el fundamento original, a ser
tomado intuitivamente, del Uno.
No puedo, en razón de mis promesas, y lo lamento, llevar más lejos hoy y aquí lo que he
aportado. Sepan simplemente que nos interrogaremos como yo ya había aquí dibujado la
figura, que nos interrogaremos a partir de una tríada, la forma más simple en que las
partes, los subconjuntos hechos de partes del conjunto donde estas partes son figurables
de un modo que nos satisface para remontar a lo que sucede a nivel de la díada y al nivel de la
mónada. Verán que al interrogar, no a esos números primeros, sino esos primeros
números, levantará una dificultad de la cual el hecho de que sea una dificultad figurativa,
espero, no nos impedirá comprender que ella es la esencia y ver lo que es el fundamento
del Uno.
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