La etiología «específica» de la histeria
Que los síntomas de la histeria sólo se vuelven inteligibles reconduciéndolos a unas vivencias de eficiencia «traumática», y que estos traumas psíquicos se refieren a la vida sexual, he ahí algo que Breuer y yo hemos declarado ya en publicaciones anteriores. Lo que hoy tengo para agregar, como el resultado uniforme de los análisis, por mí realizados, de trece casos de histeria, atañe por un lado a la naturaleza de estos traumas sexuales, y por el otro al período de la vida en que ocurrieron. Para la causación de la histeria no basta que en un momento cualquiera de la vida se presente una vivencia que de alguna manera roce la vida sexual y devenga patógena por el desprendimiento y la sofocación de un afecto penoso. Antes bien, es preciso que estos traumas sexuales correspondan a la niñez temprana {frühen Kindheit} (el período de la vida anterior a la pubertad), y su contenido tiene que consistir en una electiva irritación de los genitales (procesos semejantes al coito).
Hallé cumplida esta condición específica de la histeria -pasividad sexual en períodos presexuales- en todos los casos de histeria analizados (entre ellos, dos hombres). Apenas si hace falta indicar todo lo que disminuye, en virtud de la apuntada condicionalidad de los factores etiológicos accidentales, el reclamo de una predisposición hereditaria; además, empezamos a entender la frecuencia incomparablemente mayor de la histeria en el sexo femenino, que, en efecto, es más estimulador de ataques sexuales aun en la niñez.
Las objeciones más obvias a este resultado aducirán que los ataques sexuales a niños pequeños son demasiado frecuentes para que su comprobación pudiera reclamar un valor etiológico, o que tales vivencias por fuerza carecerán de toda eficiencia por afectar a un ser no desarrollado sexualmente; además, se dirá, hay que guardarse de instilar a los enfermos, por medio del examen, esta clase de supuestas reminiscencias, o de creer en las novelas que ellos mismos inventan. A estas últimas objeciones cabe oponer el pedido de que nadie juzgue con demasiada suficiencia en estos oscuros terrenos si antes no se valió del único método capaz de iluminarlos (el psicoanálisis, para hacer conciente lo hasta entonces inconciente). En cuanto a lo esencial de las dudas consignadas en primer término, se lo aventa con la puntualización de que no son las vivencias mismas las que poseen efecto traumático, sino sólo su reanimación como recuerdo, después que el individuo ha ingresado en la madurez sexual. Mis trece casos de histeria eran todos graves; llevaban varios años de duración, algunos tras largo e infructuoso tratamiento en sanatorios. Los traumas infantiles descubiertos por el análisis para estos casos graves debieron calificarse sin excepción como unos serios influjos sexuales nocivos; a veces eran cosas directamente aborrecibles. Entre las personas culpables de esos abusos de tan serias consecuencias aparecen sobre todo niñeras, gobernantas y otro personal de servicio, a quienes son entregados los niños con excesiva desaprensión; están representados además los educadores, con lamentable frecuencia; en siete de aquellos trece casos se trataba, empero, de unos atentados infantiles no culposos, las más de las veces por hermanos varones que durante años habían mantenido relaciones sexuales con sus hermanas un poco menores. En todos los casos el proceso fue quizá semejante al que se averiguó con certeza en algunos, a saber: el muchacho había sufrido abusos de una persona del sexo femenino, lo cual le despertó prematuramente la libido, y años después, en una agresión sexual contra su hermana, repitió exactamente los mismos procedimientos a que lo habían sometido a él.
De la lista de las nocividades sexuales de la niñez temprana patógenas para la histeria, es preciso excluir una masturbación activa. Si, no obstante, tan a menudo se la encuentra junto a la histeria, ello se debe a la circunstancia de que la masturbación misma es, con frecuencia mucho mayor de lo que se cree, el resultado del abuso o de la seducción. No es raro que las dos partes de la pareja infantil contraigan luego neurosis de defensa: el hermano, unas representaciones obsesivas; la hermana, una histeria; y ello desde luego muestra la apariencia de una predisposición neurótica familiar. Esta seudoherencia se resuelve a veces, sin embargo, de una manera sorprendente; en una de mis observaciones, un hermano, una hermana y un primo algo mayor estaban enfermos. Por el análisis que emprendí con el hermano, me enteré de que sufría de unos reproches por ser el culpable de la enfermedad de la hermana; a él mismo lo había seducido el primo, y de este se sabía en la familia que había sido víctima de su niñera.
No puedo indicar con seguridad el límite máximo de edad hasta el cual un influjo sexual nocivo entra en la etiología de la histeria; dudo, sin embargo, de que una pasividad sexual después del octavo año, y hasta el décimo, pueda posibilitar una represión sí esta última no es promovida por una vivencia anterior. En cuanto al límite inferior, llega hasta donde alcanza el recuerdo, vale decir, ¡hasta la tierna edad de un año y medio, o dos años! (dos casos). En algunos de mis casos, el trauma sexual (o la serie de traumas) está contenido dentro del tercero y el cuarto año de vida. Yo mismo no daría crédito a estos peregrinos descubrimientos si ellos no se volvieran cabalmente confiables por la plasmación de la posterior neurosis. En cada caso, toda una suma de síntomas patológicos, hábitos y fobias sólo es explicable si uno se remonta a aquellas vivencias infantiles, y la ensambladura lógica de las exteriorizaciones neuróticas vuelve imposible desautorizar esos recuerdos que afloran desde el vivenciar infantil y se han conservado fielmente. Desde luego que en vano se pretendería inquirir a un histérico por estos traumas de la infancia fuera del psicoanálisis; su huella nunca se descubre en el recordar conciente, sino sólo en los síntomas de la enfermedad.
Todas las vivencias y excitaciones que preparan u ocasionan el estallido de la histeria en el período de la vida posterior a la pubertad sólo ejercen su efecto, comprobadamente, por despertar la huella mnémica de esos traumas de la infancia, huella que no deviene entonces conciente, sino que conduce al desprendimiento de afecto y a la represión. Armoniza muy bien con este papel de los traumas posteriores el hecho de que no estén sujetos al estricto condicionamiento de los traumas infantiles, sino que puedan variar en intensidad y naturaleza desde un avasallamiento sexual efectivo hasta unos meros acercamientos sexuales, y hasta la percepción sensorial de actos sexuales en terceros o el recibir comunicaciones sobre procesos genésicos.
En mi primera comunicación sobre las neurosis de defensa quedó sin esclarecer cómo el afán de la persona hasta ese momento sana por olvidar una de aquellas vivencias traumáticas podía tener por resultado que se alcanzara realmente la represión deliberada y, con ello, se abriesen las puertas a la neurosis de defensa. Ello no podía deberse a la naturaleza de la vivencia, pues otras personas permanecían sanas a despecho de idénticas ocasiones. No era posible entonces explicar cabalmente la histeria a partir del efecto del trauma; debía admitirse que la aptitud para la reacción histérica existía ya antes de este.
Ahora bien, tal predisposición histérica indeterminada puede remplazarse enteramente o en parte por el efecto póstumo {posthume} del trauma infantil sexual. Sólo consiguen «reprimir» el recuerdo de una vivencia sexual penosa de la edad madura aquellas personas en quienes esa vivencia es capaz de poner en vigor la huella mnérnica de un trauma infantil.
Las representaciones obsesivas tienen de igual modo por premisa una vivencia sexual infantil (pero de otra naturaleza que en la histeria). La etiología de las dos neuropsicosis de defensa presenta el siguiente nexo con la etiología de las dos neurosis simples, la neurastenia y la neurosis de angustia. Estas dos últimas son efectos inmediatos de las noxas sexuales mismas, según lo expuse en 1895 en un ensayo sobre la neurosis de angustia; y las dos neurosis de defensa son consecuencias mediatas de influjos nocivos sexuales que sobrevinieron antes del ingreso en la madurez sexual, o sea, consecuencias de las huellas mnémicas psíquicas de estas noxas. Las causas actuales productoras de neurastenia y neurosis de angustia desempeñan a menudo, simultáneamente, el papel de causas suscitadoras de las neurosis de defensa; por otro lado, las causas específicas de la neurosis de defensa, los traumas infantiles, establecen al mismo tiempo el fundamento para la neurastenia que se desarrollará luego. Por último, tampoco es raro el caso de que una neurastenia o una neurosis de angustia no sean mantenidas por influjos nocivos sexuales actuales, sino sólo por el continuado recuerdo de traumas infantiles.