Miedo a la libertad (Erich Fromm), septima parte

LIBERTAD Y DEMOCRACIA

La ilusión de la individualidad

Existe la creencia convencional de que la democracia moderna ha alcanzado el verdadero individualismo al liberar al individuo de todos los vínculos exteriores. Nos sentimos orgullosos de no estar sujetos a ninguna autoridad externa, de ser libres de expresar nuestros pensamientos y emociones, y damos por supuesto que esta libertad garantiza nuestra individualidad. Pero el derecho de expresar nuestros pensamientos, sin embargo, tiene algún significado tan sólo si somos capaces de tener pensamientos propios. La represión de los pensamientos espontáneos y, por lo tanto, del desarrollo de una personalidad genuina, empieza tempranamente; en realidad desde la iniciacion misma del aprendizaje del niño. Dentro de nuestra cultura, la educación conduce con demasiada frecuencia a la eliminación de la espontaneidad y a la sustitución de los actos psíquicos originales por emociones, pensamientos y deseos impuestos desde fuera. Y aquello que la educación no puede llegar a conseguir se cumple luego por medio de la presión social, ya que en nuestras sociedades se desaprueban, en general, las emociones.
El hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando en realidad desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear. El hombre moderno está dispuesto a enfrentar graves peligros para lograr los propósitos que se supone sean suyos, pero teme profundamente asumir el riesgo y la responsabilidad de forjarse sus propios fines.
La dificultad que existe en reconocer hasta qué punto nuestros deseos, pensamientos y emociones, no son realmente nuestros sino que los hemos recibido desde afuera, se halla estrechamente relacionada con el problema de la autoridad y la libertad. En el curso de la historia moderna, la autoridad de la Iglesia se vio reemplazada por la del Estado, la de éste por el imperativo de la conciencia, y en nuestra época ésta ha sido sustituida por la autoridad anónima del sentido común y la opinión publica, en su carácter de instrumentos del conformismo.
 Nos hemos transformado en autómatas que viven bajo la ilusión de ser individuos dotados de libre albedrío. Tal ilusión ayuda a las personas a permanecer inconscientes de su inseguridad. En su esencia, el yo del individuo resulta debilitado, de manera que se siente impotente e inseguro. Piensa, siente y quiere lo que él cree que los demás suponen que él debe pensar, sentir y querer, y en este proceso pierde su propio yo, que debería constituir el fundamento de toda seguridad genuina del individuo libre. La pérdida del yo ha aumentado la necesidad de conformismo, dado que origina una duda profunda acerca de la propia identidad.
La duda acerca del propio yo se inicia con el derrumbe del mundo medieval, en el cual el individuo había disfrutado de un lugar seguro dentro de un orden fijo. Hoy damos por supuesto lo que somos; sin embargo, la duda acerca de nuestro ser todavía existe y hasta a aumentado. La pérdida de la identidad hace más imperiosa la necesidad de conformismo; significa que uno puede estar seguro de sí mismo sólo en cuanto logra satisfacer las expectativas de los demás. Si no lo conseguimos, no sólo nos vemos frente al peligro de la desaparición publica y de un aislamiento creciente, sino que también nos arriesgamos a perder la identidad de nuestra personalidad, lo que significa comprometer nuestra salud publica.
Al adaptarnos a las expectativas de los demás, al tratar de no ser diferentes, logramos acallar aquellas dudas acerca de nuestra identidad y ganamos así cierto grado de seguridad. Sin embargo, el precio de todo ello es alto: la consecuencia de este abandono de la espontaneidad y de la individualidad es la frustración de vida. Detrás de una fachada de satisfacción y optimismo, el hombre moderno es profundamente infeliz, y se aferra a la noción de individualidad: quiere ser diferente. Pero puesto que siendo un autómata no puede experimentar la vida como actividad espontánea, acepta como sucedáneo cualquier cosa que pueda causar excitación: bebidas, deportes, la identificacion con personajes de la pantalla, …

¿Cual es el significado de la libertad para el hombre moderno? Se ha liberado de los vínculos exteriores que le hubieran impedido obrar y pensar de acuerdo con lo que había considerado adecuado. Ahora sería libre de actuar según su propia voluntad si supiera lo que quiere, piensa y siente. Pero no lo sabe, ajustándose al mandato de autoridades anónimas y adoptando un yo que no le pertenece. Así, la desesperación del autómata humano es un suelo fértil para los propósitos políticos del fascismo.

2. Libertad y espontaneidad

Hemos visto que el individuo no puede soportar el aislamiento, a causa del cual la unidad del mundo se ha quebrado para él, sin tener ningún punto firme de orientación. Tanto el desamparo como la duda paralizan la vida, y de este modo el hombre, para vivir, trata de esquivar la libertad que ha logrado: la libertad negativa. Se ve así arrastrado hacia nuevos vínculos, diferentes de los vínculos primarios. La evasión de la libertad no le restituye la seguridad perdida, sino que únicamente lo ayuda a olvidarse de que constituye una entidad separada. Halla una nueva y frágil seguridad a expensas del sacrificio de la integridad de su yo individual; prefiere perder el yo porque no puede soportar su soledad. Así, la libertad, como libertad negativa, conduce hacia nuevas cadenas.

El proceso del desarrollo de la libertad no constituye un círculo vicioso; el hombre puede ser libre sin hallarse solo, crítico, sin henchirse de dudas, independiente, sin dejar de formar parte integrante de la humanidad. Esta libertad el hombre puede alcanzarla realizando su yo, siendo lo que realmente es. La libertad positiva consiste en la actividad espontánea de la personalidad total integrada. La actividad espontánea tan sólo es posible si el hombre no reprime partes esenciales de su yo, si llega a ser transparente para sí mismo y si las distintas esferas de la vida han alcanzado una integración fundamental. La espontaneidad es un fenómeno relativamente raro en nuestra cultura, aunque no carecemos completamente de ella (por ejemplo los artistas son capaces de expresarse espontáneamente, también los niños; incluso podemos percibir en nosotros mismos por lo menos algún momento de espontaneidad). La actividad espontánea es el único camino por el cual el hombre puede superar el terror de la soledad sin sacrificar la integridad del yo; puesto que en la espontánea realización del yo es donde el individuo vuelve a unirse con el hombre, con la naturaleza, con sí mismo.
El yo es fuerte en la medida en que es activo. Aquellas cualidades que surgen de nuestra actividad espontánea dan fuerza al yo y constituyen la base de su integridad. La incapacidad para obrar con espontaneidad, para expresar lo que verdaderamente uno siente y piensa, y la necesidad consecuente de mostrar a los otros y a uno mismo un pseudoyo, constituyen la raíz de los sentimientos de inferioridad y debilidad. Todo ello significa que lo importante aquí es la actividad como tal, el proceso y no sus resultados; en nuestra cultura es justamente lo contrario lo que se acentúa más.
Si el individuo realiza su yo por medio de la actividad espontánea y se relaciona de este modo con el mundo, deja de ser un átomo aislado; él y el mundo se transforman en un todo estructural; disfruta así de un lugar legítimo y con ello desaparecen sus dudas respecto de sí mismo y del significado de su vida: cuando logra vivir, no ya de manera compulsiva o automática, sino espontáneamente, entonces sus dudas desaparecen. Es entonces cuando aumentará su fuerza como individuo, así como su seguridad. Ésta, sin embargo, difiere de aquélla que caracteriza el estado preindividual, del mismo modo como su nueva forma de relacionarse con el mundo es distinta de la de los vínculos primarios. Esta nueva seguridad no se halla arraigada en la protección que el individuo recibe de parte de algún poder superior extraño a él; la nueva seguridad es dinámica, no se basa en la protección, sino en la actividad espontánea del hombre: es la seguridad que solamente la libertad puede dar, que no necesita de ilusiones, porque ha eliminado las condiciones que origina tal necesidad.

La libertad positiva como realización del yo implica la afirmación plena del carácter único del individuo. Todos los hombres nacen iguales pero también nacen distintos.
Este respeto por el carácter único de la personalidad, unido al afán de perfeccionarla, constituye el logro más valioso de la cultura humana y representa justamente lo que hoy se halla en peligro.
El carácter único del yo no contradice de ningún modo el principio de igualdad. La tesis de que todos los hombres nacen iguales implica que todos ellos participan de las mismas calidades humanas fundamentales, que comparten el destino esencial de todos los seres humanos, que poseen por igual el mismo inalienable derecho a la felicidad y a la libertad. Lo que el concepto de igualdad no significa es que todos los hombres sean iguales. Tal noción se deriva de la función que los individuos desempeñan actualmente en la vida económica. En ella un  hombre no es distinto de otro; pero sí lo es como persona real, y cultivar el carácter único de cada cual constituye la esencia de la individualidad.

La libertad positiva implica también el principio de que no existe poder superior al del yo individual, que el hombre representa el centro y el fin de la vida; el desarrollo y la realización de la individualidad constituyen un fin que no puede ser nunca subordinado a propósitos a los que se atribuyen una dignidad mayor. Pero decir que el hombre no debiera sujetarse a nada superior a él mismo no implica negar la dignidad de los ideales.
Los ideales genuinos tienen en común que expresan el deseo de algo que todavía no se ha realizado, pero que es deseable para el desarrollo y la felicidad del individuo. En cambio, los ideales ficticios son aquellos fines compulsivos e irracionales que, si bien subjetivamente representan experiencias atrayentes (como la sumisión) en realidad resultan perjudiciales para la vida.

Ahora bien: si se les permite a los individuos obrar libremente en el sentido de la espontaneidad, si los hombres no reconocen autoridad superior alguna a la de ellos mismos, ¿no surgirá inevitablemente la anarquía? Si se frustra la vida, si el individuo se ve aislado, abrumado por las dudas y los sentimientos de soledad e impotencia, entonces surge un impulso de destrucción, un anhelo de sumisión o de poder. Si la libertad humana se establece como libertad positiva, si el hombre puede realizar su yo plenamente y sin limitaciones, habrán desaparecido las causas fundamentales de sus tendencias impulsivas asociales.

CONCLUSIÓN DEL LIBRO

 La tesis de este libro es que la libertad posee un doble significado para el hombre moderno; éste se ha liberado de las autoridades tradicionales y ha llegado a ser un individuo. Pero, al mismo tiempo, se ha vuelto aislado e impotente, tornándose el instrumento de propósitos que no le pertenecen, extrañándose de sí mismo y de los demás. Se ha afirmado además de que tal estado socava su yo, lo debilita y asusta, al tiempo que lo dispone a aceptar la sumisión a nuevas especies de vínculos. La libertad positiva, por otra parte, se identifica con la realización plena de las potencialidades del individuo, así como con su capacidad para vivir activa y espontáneamente. La libertad ha alcanzado un punto crítico en el que, impulsada por la lógica de su dinamismo, amenaza transmutarse en su opuesto. El futuro de la democracia depende de la realización del individualismo, y éste ha sido el fin ideológico del pensamiento moderno desde el Renacimiento. La victoria de la libertad es solamente posible si la democracia llega a constituir una sociedad en la que el individuo, su desarrollo y felicidad, constituyan el fin y el propósito de la cultura; en la que la vida no necesite justificarse por el éxito o por cualquier otra cosa, y en la que el individuo no se vea subordinado ni sea objeto de manipulaciones por parte de ningún otro poder exterior a él mismo, ya sea el Estado o la organización económica; una sociedad, por fin, en la que la conciencia y los ideales del hombre no resulten de la absorción en el yo de demandas exteriores y ajenas, sino que sean realmente suyos y expresen propósitos resultantes de la peculiaridad de su yo. Tales propósitos no pudieron realizarse plenamente en ninguno de los periodos anteriores de la historia moderna; debieron permanecer en gran parte como fines ideológicos, pues faltaba la base material para el desarrollo de un genuino individualismo. Correspondió al capitalismo crear esa base. El problema de la producción ha sido resuelto, por lo menos en principio, y podemos profetizar un futuro de abundancia, en el que la lucha por los privilegios económicos ya no será necesaria consecuencia de la escasez. El problema que enfrentamos hoy es el de crear una organización de las fuerzas económicas y sociales capaz de hacer del hombre, como miembro de la sociedad estructurada, el dueño de tales fuerzas y no su esclavo.

Se ha subrayado el aspecto psicológico de la libertad, pero también se ha tratado de mostrar que el mismo no puede ser separado de la base material de la existencia humana, de la estructura económica, política y social de la colectividad. La consecuencia de esta premisa es que la realización de la libertad positiva y del individualismo se halla también conexa con los cambios económicos y sociales que permitirán al hombre llegar a ser libre, realizando su yo.
El progreso de la democracia consiste en acrecentar realmente la libertad, iniciativa y espontaneidad del individuo, no sólo en determinadas cuestiones privadas y espirituales, sino esencialmente en la actividad fundamental de la existencia humana: su trabajo.

Hoy la gran mayoría del pueblo no solamente no ejerce ninguna fiscalización sobre la organización económica total, sino que tampoco disfruta de la oportunidad de desarrollar alguna iniciativa y espontaneidad en el trabajo especial que le toca hacer. Son empleados, y de ellos no se espera más que el cumplimiento de lo que se les ordene. Solamente en una economía planificada en la que toda la nación domine racionalmente las fuerzas sociales y económicas, el individuo logrará participar de la responsabilidad de la dirección y aplicar en su trabajo la inteligencia creadora de que está dotado. La democracia constituye un sistema que crea condiciones políticas, culturales  y económicas dirigidas al desarrollo pleno del individuo. El fascismo, por el contrario, es un sistema que, no importa cuál sea el nombre que adopte, subordina al individuo a propósitos que le son extraños y debilita el desarrollo de la genuina individualidad.

Tan sólo si el hombre llega a dominar la sociedad y subordinar el mecanismo económico a los propósitos de la felicidad humana, si llega a participar activamente en el proceso social, podrá superar aquello que hoy lo arrastra hacia la desesperación: su soledad y su sentimiento de impotencia.