LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE
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Más, ¿qué hace el escritor que escribe? Todo lo que hace el hombre que trabaja, pero en grado eminente. Él también produce algo: es la obra por excelencia. Produce esa obra modificando realidades naturales y humanas. Escribe a partir de cierto estado del lenguaje, de cierta forma de la cultura, de ciertos libros, también a partir de elementos objetivos, tinta, papel, imprenta. Para escribir, le es preciso destruir el lenguaje tal como es y realizarlo en otra forma, negar los libros haciendo un libro con lo que no son. Ese nuevo libro de seguro es una realidad: se ve, se toca, incluso se puede leer. De cualquier manera, no es nada. Antes de escribirlo, tenía cierta idea de él, cuando menos tenía el proyecto de escribirlo, pero entre esa idea y el volumen en que se realiza encuentro la misma diferencia que entre el deseo de calor y la estufa que me calienta. El volumen escrito es para mí una innovación extraordinaria, imprevisible y tal que, sin escribirlo, me es imposible representarme lo que podrá ser. Por eso me parece una experiencia cuyos efectos, por muy conscientemente que se produzcan, se me escapan, experiencia frente a la cual no podré volver a verme idéntico, por la razón siguiente: es que en presencia de otra cosa soy otro, pero también por esta razón más decisiva: que esa otra cosa –el libro–, de la que apenas tenía una idea y que me permitía conocer de antemano, precisamente soy yo mismo hecho otro.
El libro, cosa escrita, entra en el mundo en donde realiza su obra de transformación y de negación. El también es porvenir de muchas otras cosas y no sólo de libros, sino que, por los proyectos que de él pueden nacer, por las empresas que favorece, por la totalidad del mundo cuyo reflejo cambiado es, es fuente infinita de nuevas realidades, a partir de lo que la existencia será lo que no era.
Luego, ¿el libro no es nada? ¿Por qué entonces la acción de fabricar una estufa puede pasar por trabajo que forma y trae consigo la historia y por qué el acto de escribir parece una pura pasividad que permanece al margen de la historia y que la historia trae consigo a pesar suyo? La pregunta parece poco razonable y sin embargo ejerce sobre el escritor un peso abrumador. A primera vista, nos decimos que la fuerza formadora de las obras escritas es incomparable; también nos decimos que el escritor es un hombre dotado de mayor capacidad de acción que ningún otro, pues actúa sin medida, sin límites: lo sabemos (o nos gusta creerlo), una sola obra puede cambiar el devenir del mundo. Pero eso es precisamente lo que hace reflexionar. La influencia de los autores es grande, supera su acción al infinito, la supera en tal grado que aquello que hay de real en esta acción no pasa a esa influencia y que esa influencia no encuentra en ese poco de realidad la sustancia que sería necesaria para su amplitud. ¿Qué puede hacer un autor? Todo, por principio de cuentas, todo: tiene grilletes, lo apremia la esclavitud, pero que para escribir encuentre unos instantes de libertad y helo ahí libre de crear un mundo sin esclavos, un mundo en que el esclavo, constituido en amo, funda la nueva ley; así, escribiendo, el hombre encadenado obtiene inmediatamente la libertad para él y para el mundo; niega todo lo que es para ser todo lo que no es. En este sentido su obra es una acción prodigiosa, la más grande y la más importante que exista. Pero miremos con mayor detenimiento. Porque se da inmediatamente la libertad que no tiene, descuida las verdaderas condiciones de su emancipación, olvida lo que es preciso hacer de real para que se realice la idea abstracta de libertad. Su negación particular es global. No sólo niega su situación de hombre entre muros, sino que pasa por encima del tiempo que debe abrir las brechas en ese muro, niega la negación del tiempo, niega la negación de los límites. Por eso, a fin de cuentas, no niega nada y la obra en que se realiza tampoco es una acción en realidad negativa, destructora y transformadora, sino que más bien realiza la impotencia para negar, la negativa de intervenir en el mundo y transforma la libertad que habría que encarnar en las cosas según los caminos del tiempo en un ideal por encima del tiempo, vacío e inaccesible.
La influencia del escritor está vinculada a ese privilegio de ser amo de todo. Pero sólo es amo de todo, sólo posee lo infinito, le falta lo finito, se le escapa el límite. Ahora bien, no se actúa en el infinito, nada se realiza en lo ilimitado, de suerte que, si el escritor actúa de manera muy real produciendo esa cosa real que se llama un libro, mediante esa acción desacredita toda acción, sustituyendo el mundo de las cosas determinadas y del trabajo definido por un mundo donde todo está dado al punto y lo único que queda por hacer es gozar de ello mediante la lectura.
En general, el escritor parece sometido a la inacción porque es amo de lo imaginario donde aquellos que entran tras sus pasos pierden de vista los problemas de su verdadera vida. Pero el peligro que representa es mucho más grave.
La verdad es que estropea la acción, no porque disponga de lo irreal, sino porque pone a nuestra disposición toda la realidad. La irrealidad empieza con el todo. Lo imaginario no es una extraña región situada más allá del mundo, es el propio mundo, pero el mundo en conjunto, como un todo. Por eso no está en el mundo, pues es el mundo, aprehendido y realizado en su totalidad por la negación global de todas las realidades particulares que se hallan en él, por ser puestas fuera de juego, por su ausencia, por la realización de esa propia ausencia, con la que empieza la creación literaria que, cuando insiste en cada cosa y cada ser, se hace la ilusión de que los crea, porque ahora los ve y los nombra a partir de todo, a partir de la ausencia de todo, es decir de nada.
Cierto, la literatura llamada de pura imaginación tiene sus peligros. En primer lugar, no es de pura imaginación. Se cree al margen de las realidades cotidianas y de los acontecimientos actuales, pero precisamente se ha apartado de ellos, es esa distancia, ese retroceso ante lo cotidiano que por necesidad lo tiene en cuenta y lo describe como alejamiento, como extrañeza pura. Además, la literatura hace un valor absoluto de esta puesta al margen y ese alejamiento parece entonces fuente de comprensión general, poder para captarlo todo y para alcanzar inmediatamente todo por parte de los hombres que padecen su encantamiento, al grado de salir de su propia vida que, por su parte, es sólo comprensión limitada, y del tiempo que es apenas perspectiva estrangulada. Todo ello es la mentira de una ficción. Pero, en fin, esa literatura tiene para sí el no engañarnos: se presenta como imaginaria, sólo duerme a quien busca el sueño.
Mucho más mistificadora es la literatura de acción. Ésta llama a los hombres a hacer algo. Pero si todavía quiere ser literatura auténtica, les representa ese algo por hacer, ese fin determinado y concreto, a partir de un mundo en que esa acción remite a la irrealidad de un valor abstracto y absoluto. El “algo que hacer”, tal como puede expresarse en una obra literaria, nunca es un “todo está por hacer”, ya sea que se afirme como ese todo, es decir valor absoluto, ya que para justificarse y recomendarse tenga necesidad de ese todo en que desaparece. El lenguaje del escritor, incluso revolucionario, no es el lenguaje de mando. Él no manda, presenta, y no presenta haciendo presente lo que muestra, sino mostrándolo detrás de todo, como sentido y ausencia de ese todo. De ello resulta o bien que el llamado del autor al lector es sólo un llamamiento hueco, que no expresa sino el esfuerzo de un hombre privado de mundo por entrar en el mundo manteniéndose discretamente en su periferia, o bien que, como sólo puede ser reaprehendido a partir de valores absolutos, el “algo que hacer” precisamente parece al lector lo que no puede hacerse o lo que para hacerse no exige ni trabajo ni acción.
Lo sabemos, las principales tentaciones del escritor se llaman estoicismo, escepticismo, conciencia infeliz. Son actitudes del pensamiento que el escritor adopta por razones que cree pensadas, pero que sólo la literatura piensa en él. Estoico: es el hombre del universo que sólo existe en el papel y que, preso o miserable, soporta estoicamente su condición porque puede escribir y porque el minuto de libertad en que escribe basta para hacerlo fuerte y libre, para darle, no su propia libertad de la cual se burla, sino la libertad universal. Nihilista, pues no sólo niega esto y aquello mediante el trabajo metódico que transforma con lentitud cada cosa, sino que niega todo, al mismo tiempo, y sólo puede negarlo todo, pues sólo con el todo tiene que ver. ¡Conciencia infeliz! Se ve a las claras, esta desdicha es su don más profundo, si sólo es escritor por la conciencia desgarrada de momentos irreconciliables que se llaman: inspiración, que niega todo trabajo; trabajo, que niega la nada del genio; obra efímera, en la que se realiza negándose; obra como conjunto, en la que se retira y retira a los demás todo lo que al parecer se da y les da. Más hay otra tentación.
Reconozcamos en el escritor ese movimiento que va sin detenerse y casi sin intermediario de la nada al todo. Veamos en él esa negación que no se satisface con la irrealidad en que se mueve, pues quiere realizarse y no puede sino negando algo que es real, más real que las palabras, más cierto que el individuo aislado del que dispone: de ese modo la negación no deja de empujarlo hacia la vida del mundo y la existencia pública para llevarlo a concebir cómo, escribiendo, puede ser esa existencia misma. Entonces encuentra en la historia esos momentos decisivos en que todo parece en tela de juicio, en que la ley, la fe, el Estado, el mundo de arriba, el mundo de ayer, todo se hunde sin esfuerzo, sin trabajo, en la nada. El hombre sabe que no ha dejado la historia, pero ahora la historia es el vacío, es el vacío que se realiza, es la libertad absoluta hecha acaecimiento. A esas épocas se les llama Revolución. En ese instante, la libertad pretende realizarse en la forma inmediata del todo es posible, todo puede hacerse. Momento fabuloso, del que no puede sobreponerse por entero quien lo ha conocido, pues ha conocido la historia como su propia historia y su propia libertad como libertad universal. Momentos en efecto fabulosos: en ellos habla la fábula, la palabra de la fábula se hace en ellos acción. Nada más justo que tienten al escritor. La acción revolucionaria es por todos conceptos análoga a la acción, tal como la encarna la literatura: paso de la nada al todo, afirmación del absoluto como acontecimiento y de cada acontecimiento como absoluto. La acción revolucionaria se desencadena con la misma fuerza y la misma facilidad que el escritor, quien para cambiar al mundo sólo necesita alinear unas palabras. También tiene la misma exigencia de pureza y esa certidumbre de que todo lo que hace vale de manera absoluta, de que no es una acción cualquiera que se vincule a algún fin deseable y estimable, sino que es el fin último, el Acto Final. Ese acto final es la libertad y sólo es posible escoger entre la libertad y la nada. Por eso, entonces, la única frase soportable es: libertad o muerte. Así aparece el Terror. Todo hombre deja de ser un individuo que trabaja en determinada tarea, que actúa aquí y sólo ahora: es la libertad universal que no conoce ni otra parte ni mañana, ni trabajo ni obra. En esos momentos, nadie tiene nada que hacer, todo está hecho. Nadie tiene derecho a una vida privada, todo es público, y el hombre más culpable es aquel del que se sospecha, el que guarda un secreto, el que abriga para él solo un pensamiento, una intimidad. Y, en fin, nadie tiene ya derecho a su vida, a su existencia efectivamente separada y físicamente distinta. Ése es el sentido del Terror. Por decirlo así, cada ciudadano tiene derecho a la muerte: la muerte no es su condena, es la esencia de su derecho; no es suprimido por culpable, pero necesita la muerte para afirmarse como ciudadano y la libertad lo hace nacer en la desaparición de la muerte. En ese aspecto, la Revolución francesa tiene un significado más manifiesto que todas las demás. En ella, la muerte del Terror no es sólo castigo de los facciosos, sino que, hecha fracaso ineluctable, querida por todos, semeja el propio trabajo de la libertad en los hombres libres. Cuando la cuchilla cae sobre Saint-Just y sobre Robespierre, en cierto modo no golpea a nadie. La virtud de Robespierre, el rigor de Saint-Just no son más que su existencia ya suprimida, la presencia anticipada de su muerte, la decisión de dejar que la libertad se afirme en ellos y niegue, por su carácter universal, la realidad propia de su vida. Tal vez hagan reinar el Terror. Pero el Terror que encarnan no proviene de la muerte que dan, sino de la muerte que se dan. Llevan consigo sus rasgos, piensan y deciden con la muerte a cuestas, y por eso su pensamiento es frío, implacable, tiene la libertad de una cabeza cortada. Los Terroristas son los que, deseando la libertad absoluta, saben que con ello quieren su propia muerte, los que tienen conciencia tanto de esa libertad que afirman como de su muerte que realizan y los que, por consiguiente, en vida actúan, no como hombres vivos en medio de hombres vivos, sino como seres privados del ser, como pensamientos universales, como abstracciones puras que juzgan y deciden, por encima de la historia, en nombre de la historia entera.
Ni el propio hecho de la muerte tiene ya importancia. En el Terror, los individuos mueren y es insignificante. “Es –dice Hegel en una frase célebre– la muerte más fría, la más llana, sin más significación que la de cortar una col o de beber un trago de agua.” ¿Por qué? ¿No es la muerte la realización de la libertad, es decir el momento de significación más rica? Pero también no es más que el punto hueco de esa libertad, la manifestación del hecho de que esa libertad es todavía abstracta, ideal (literaria), indigencia y simpleza. Todos mueren, pero todo el mundo vive y a decir verdad ello también significa que todo el mundo ha muerto. Mas “ha muerto” es el lado positivo de la libertad hecha mundo: el ser se revela en él como absoluto. En cambio, “morir” es pura insignificancia, acontecimiento sin realidad concreta, que ha perdido todo valor de drama personal e interior, pues ya no hay interior. Es el momento en que Muero significa, para mí que muero, una banalidad a la que no debe tenerse en cuenta: en el mundo libre y en estos momentos en que la libertad es aparición absoluta, morir no tiene importancia y la muerte carece de profundidad. Eso nos lo enseñaron el Terror y la Revolución, no la guerra.
El escritor se reconoce en la Revolución. Lo atrae porque es el tiempo en que la literatura se hace historia. Es su verdad. Todo escritor que, por el propio hecho de escribir, no es llevado a pensar: soy la revolución, sólo la libertad me hace escribir, no escribe en realidad. En 1793 hay un hombre que se identifica a la perfección con la Revolución y el Terror. Es un aristócrata, aferrado a las almenas de su castillo medieval, hombre tolerante, más bien tímido y de una cortesía obsequiosa: pero escribe, no hace sino escribir y por más que la libertad lo devuelva a la Bastilla, de donde lo había retirado, es quien la comprende mejor, comprendiendo que es el momento en que las pasiones más aberrantes pueden transformarse en realidad política, éstas tienen derecho a la luz, son la ley. Es también aquel para quien la muerte es la más grande de las pasiones y la última de las trivialidades, quien corta las cabezas como se corta una col, con una indiferencia tan grande que nada es más irreal que la muerte que él da, y, sin embargo, nadie ha sentido más vivamente que la soberanía estaba en la muerte, que la libertad era la muerte. Sade es el escritor por excelencia, ha reunido todas sus contradicciones. Solo: de todos los hombres el más solo y, sin embargo, personaje público y hombre político importante. Encerrado perpetuamente y absolutamente libre, teórico y símbolo de la libertad absoluta. Escribe una obra inmensa y esa obra no existe para nadie. Desconocido, pero lo que representa tiene para todos una significación inmediata. Tan sólo un escritor, y concibe la vida elevada a la pasión, la pasión hecha crueldad y locura. Del sentimiento más singular, más oculto y más carente de sentido común hace una afirmación universal, la realidad de una palabra pública que, entregada a la historia, se constituye en explicación legítima de la condición del hombre en general. En fin, es la negación misma: su obra no es sino el trabajo de la negación, su experiencia el movimiento de una negación obstinada, empujada hacia la sangre, que niega a los demás, niega a Dios, niega a la naturaleza y, en ese círculo recorrido sin cesar, disfruta de sí misma como de la soberanía absoluta.
La literatura se mira en la revolución, en ella se justifica y si se le ha llamado Terror es porque claramente tiene por ideal ese momento histórico, en que “la vida lleva la muerte en sí y se mantiene en la propia muerte” para obtener de ella la posibilidad y la verdad de la palabra. Allí radica la “pregunta” que pretende realizarse en la literatura y que es su ser. La literatura está ligada al lenguaje. El lenguaje es a la vez tranquilizador e inquietante. Cuando hablamos, nos hacernos amos de las cosas con una facilidad que nos satisface. Digo: esta mujer, y al punto dispongo de ella, la alejo, la acerco, es todo lo que deseo que sea, es el lugar de las transformaciones y de las acciones más sorprendentes: la palabra es la facilidad y la seguridad de la vida. Con un objeto sin nombre no sabemos hacer nada. El ser primitivo sabe que la posesión de las palabras le da el dominio de las cosas, pero las relaciones entre las palabras y el mundo son para él tan completas que el manejo del lenguaje sigue siendo tan difícil y tan peligroso como el contacto con los seres: el nombre no ha salido de la cosa, es su interior mostrado peligrosamente a la luz y que sin embargo sigue siendo la intimidad oculta de la cosa; ésta, en consecuencia, no fue nombrada aún. Cuanto más sea el hombre hombre de una civilización, con mayor inocencia y sangre fría maneja las palabras. ¿Será que las palabras han perdido toda relación con aquello que designan? Pero esta ausencia de relaciones no es ningún defecto y si lo fuera, sólo de él obtiene el lenguaje su valor, al grado de que el más perfecto de todos es el lenguaje matemático, que se habla de un modo riguroso y al que no corresponde ningún ser.
Digo: esta mujer. Hölderlin, Mallarmé y en general todos aquellos cuya poesía tiene por tema la esencia de la poesía han visto una maravilla inquietante en el acto de nombrar. La palabra me da lo que significa, pero antes lo suprime. Para que pueda decir: esta mujer, es preciso que de uno u otro modo le retire su realidad de carne y hueso, la haga ausente y la aniquile. La palabra me da el ser, pero me lo da privado del ser. Es la ausencia del ser, su nada, lo que queda de él cuando ha perdido el ser, es decir el solo hecho de que no es. Desde este punto de vista, hablar es un derecho extraño. Hegel, en ello amigo y allegado de Hölderlin, en un texto anterior a La fenomenología, escribió: “El primer acto, mediante el cual Adán se hizo amo de los animales, fue imponerles un nombre, vale decir que los aniquiló en su existencia (en tanto que existentes).”[III] Hegel quiere decir que, a partir de ese instante, el gato deja de ser un gato únicamente real, para ser también una idea. El sentido de la palabra exige entonces, como prefacio a cualquier palabra, una especie de inmensa hecatombe, un diluvio previo, que hunda en un mar completo a toda la creación. Dios había creado a los seres, pero el hombre hubo de aniquilarlos. Entonces cobraron sentido para él, y a su vez él los creó a partir de esa muerte en la que habían desaparecido; sólo que, en vez de los seres y, como se dice, de los existentes, ya sólo hubo ser y el hombre fue condenado a no poder acercarse a nada y a no vivir nada sino por el sentido que le era preciso hacer nacer. Se vio encerrado en el día y supo que ese día no podía tener fin, pues el propio fin era luz, puesto que del fin de los seres había venido su significación, que es el ser.
Continúa en ¨LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (cuarta parte)¨
Notas:
[III] Ensayos reunidos con el nombre de Système de 1803-1804. En Introduction à la lecture de Hegel, interpretando un pasaje de La fenomenología, Alexandre Kojève demuestra de una manera admirable que, para Hegel, la comprensión equivale a un crimen.