Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA

V. DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA

Durante mucho tiempo, uno de los privilegios característicos del
poder soberano fue el derecho de vida y muerte. Sin duda derivaba
formalmente de la vieja patria potestas que daba al padre de familia
romano el derecho de «disponer» de la vida de sus hijos como de la de
sus esclavos; la había «dado», podía quitarla. El derecho de vida y
muerte tal como se formula en los teóricos clásicos ya es una forma
considerablemente atenuada. Desde el soberano hasta sus súbditos,
ya no se concibe que tal privilegio se ejerza en lo absoluto e
incondicionalmente, sino en los únicos casos en que el soberano se
encuentra expuesto en su existencia misma: una especie de derecho
de réplica. ¿Está amenazado por sus enemigos exteriores, que
quieren derribarlo o discutir sus derechos? Puede entonces hacer la
guerra legítimamente y pedir a sus súbditos que tomen parte en la
defensa del Estado; sin «proponerse directamente su muerte», es lícito
para él «exponer sus vidas»: en este sentido ejerce sobre ellos un
derecho «indirecto» de vida y muerte.(1) Pero si es uno de sus súbditos
el que se levanta contra él, entonces el soberano puede ejercer sobre
su vida un poder directo: a título de castigo, lo matará. Así entendido,
el derecho de vida y muerte ya no es un privilegio absoluto: está
condicionado por la defensa del soberano y su propia supervivencia.
¿Hay que considerarlo, como Hobbes, una trasposición al príncipe
del derecho de cada cual a defender su vida al precio de la muerte de
otros? ¿O hay que ver ahí un derecho específico que aparece con la
formación de ese nuevo ser jurídico: el soberano?(2) De todos modos, el
derecho de vida y muerte, tanto en esa forma moderna, relativa y
limitada, como en su antigua forma absoluta, es un derecho
disimétrico. El soberano no ejerce su derecho sobre la vida sino
poniendo en acción su derecho de matar, o reteniéndolo; no indica su
poder sobre la vida sino en virtud de la muerte que puede exigir. El
derecho que se formula como «de vida y muerte» es en realidad el
derecho de hacer morir o de dejar vivir. Después de todo, era
simbolizado por la espada. Y quizá haya que referir esa forma jurídica
a un tipo histórico de sociedad en donde el poder se ejercía
esencialmente como instancia de deducción, mecanismo de
sustracción, derecho de apropiarse de una parte de las riquezas,
extorsión de productos, de bienes, de servicios, de trabajo y de
sangre, impuesto a los súbditos. El poder era ante todo derecho de
captación: de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida;
culminaba en el privilegio de apoderarse de ésta para suprimirla.
Ahora bien, el Occidente conoció desde la edad clásica una
profundísima trasformación de esos mecanismos de poder. Las
«deducciones» ya no son la forma mayor, sino sólo una pieza entre
otras que poseen funciones de incitación, de reforzamiento, de
control, de vigilancia, de aumento y organización de las fuerzas que
somete: un poder destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y
ordenarlas más que a obstaculizarlas, doblegarlas o destruirlas. A
partir de entonces el derecho de muerte tendió a desplazarse o al
menos a apoyarse en las exigencias de un poder que administra la
vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas exigencias. Esa
muerte, que se fundaba en el derecho del soberano a defenderse o a
exigir ser defendido, apareció como el simple envés del derecho que
posee el cuerpo social de asegurar su vida, mantenerla y
desarrollarla. Sin embargo, nunca las guerras fueron tan sangrientas
como a partir del siglo XIX e, incluso salvando las distancias, nunca
hasta entonces los regímenes habían practicado sobre sus propias
poblaciones holocaustos semejantes. Pero ese formidable poder de
muerte —y esto quizá sea lo que le da una parte de su fuerza y del
cinismo con que ha llevado tan lejos sus propios límites— parece
ahora como el complemento de un poder que se ejerce positivamente
sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla,
ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales. Las
guerras ya no se hacen en nombre del soberano al que hay que
defender; se hacen en nombre de la existencia de todos; se educa a
poblaciones enteras para que se maten mutuamente en nombre de la
necesidad que tienen de vivir. Las matanzas han llegado a ser vitales.
Fue en tanto que gerentes de la vida y la supervivencia, de los
cuerpos y la raza, como tantos regímenes pudieron hacer tantas
guerras, haciendo matar a tantos hombres. Y por un giro que permite
cerrar el círculo, mientras más ha llevado a las guerras a la
destrucción exhaustiva su tecnología, tanto más, en efecto, la decisión
que las abre y la que viene a concluirlas responden a la cuestión
desnuda de la supervivencia. Hoy la situación atómica se encuentra
en la desembocadura de ese proceso: el poder de exponer a una
población a una muerte general es el envés del poder de garantizar a
otra su existencia. El principio de poder matar para poder vivir, que
sostenía la táctica de los combates, se ha vuelto principio de
estrategia entre Estados; pero la existencia de marras ya no es
aquella, jurídica, de la soberanía, sino la puramente biológica de una
población. Si el genocidio es por cierto el sueño de los poderes
modernos, ello no se debe a un retorno, hoy, del viejo derecho de
matar; se debe a que el poder reside y ejerce en el nivel de la vida, de
la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de población.
En otro nivel, yo habría podido tomar el ejemplo de la pena de
muerte. Junto con la guerra, fue mucho tiempo la otra forma del
derecho de espada; constituía la respuesta del soberano a quien
atacaba su voluntad, su ley, su persona. Los que mueren en el
cadalso escasean cada vez más, a la inversa de los que mueren en
las guerras. Pero es por las mismas razones por lo que éstos son más
numerosos y aquéllos más escasos. Desde que el poder asumió como
función administrar la vida, no fue el nacimiento de sentimientos
humanitarios lo que hizo cada vez más difícil la aplicación de la pena
de muerte, sino la razón de ser del poder y la lógica de su ejercicio.
¿Cómo puede un poder ejercer en el acto de matar sus más altas
prerrogativas, si su papel mayor es asegurar, reforzar, sostener,
multiplicar la vida y ponerla en orden? Para semejante poder la
ejecución capital es a la vez el límite, el escándalo y la contradicción.
De ahí el hecho de que no se pudo mantenerla sino invocando menos
la enormidad del crimen que la monstruosidad del criminal, su
incorregibilidad, y la salvaguarda de la sociedad. Se mata
legítimamente a quienes significan para los demás una especie de
peligro biológico.
Podría decirse que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir
fue remplazado por el poder de hacer vivir o de rechazar hacia la
muerte. Quizá se explique así esa descalificación de la muerte
señalada por la reciente caída en desuso de los rituales que la
acompañaban. El cuidado puesto en esquivar la muerte está ligado
menos a una nueva angustia que la tornaría insoportable para
nuestras sociedades, que al hecho de que los procedimientos de
poder no han dejado de apartarse de ella. En el paso de un mundo a
otro, la muerte era el relevo de una soberanía terrestre por otra,
singularmente más poderosa; el fasto que la rodeaba era signo del
carácter político de la ceremonia. Ahora es en la vida y a lo largo de
su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su
límite, el momento que no puede apresar; se torna el punto más
secreto de la existencia, el más «privado». No hay que asombrarse si
el suicidio —antaño un crimen, puesto que era una manera de usurpar
el derecho de muerte que sólo el soberano, el de aquí abajo o el del
más allá, podía ejercer— llegó a ser durante el siglo XIX una de las
primeras conductas que entraron en el campo del análisis sociológico;
hacía aparecer en las fronteras y los intersticios del poder que se
ejerce sobre la vida, el derecho individual y privado de morir. Esa
obstinación en morir, tan extraña y sin embargo tan regular, tan
constante en sus manifestaciones, por lo mismo tan poco explicable
por particularidades o accidentes individuales, fue una de las primeras
perplejidades de una sociedad en la cual el poder político acababa de
proponerse como tarea la administración de la vida.
Concretamente, ese poder sobre la vida se desarrolló desde el
siglo XVII en dos formas principales; no son antitéticas; más bien
constituyen dos polos de desarrollo enlazados por todo un haz
intermedio de relaciones. Uno de los polos, al parecer el primero en
formarse, fue centrado en el cuerpo como máquina: su educación, el
aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el
crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en
sistemas de control eficaces y económicos, todo ello quedó asegurado
por procedimientos de poder característicos de las disciplinas:
anatomopolítica del cuerpo humano. El segundo, formado algo más
tarde, hacia mediados del siglo XVIII, fue centrado en el cuerpoespecie,
en el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que
sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los
nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y
la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar;
todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones
y controles reguladores: una biopolítica de la población. Las
disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen
los dos polos alrededor de los cuales se desarrolló la organización
del poder sobre la vida. El establecimiento, durante la edad clásica, de
esa gran tecnología de doble faz —anatómica y biológica,
individualizante y especificante, vuelta hacia las realizaciones del
cuerpo y atenta a los procesos de la vida— caracteriza un poder cuya
más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente.
La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el
poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la
administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida.
Desarrollo rápido durante la edad clásica de diversas disciplinas —
escuelas, colegios, cuarteles, talleres; aparición también, en el campo
de las prácticas políticas y las observaciones económicas, de los
problemas de natalidad, longevidad, salud pública, vivienda,
migración; explosión, pues, de técnicas diversas y numerosas para
obtener la sujeción de los cuerpos y el control de las poblaciones. Se
inicia así la era de un «bio-poder». Las dos direcciones en las cuales
se desarrolla todavía aparecían netamente separadas en el siglo
XVIII. En la vertiente de la disciplina figuraban instituciones como el
ejército y la escuela; reflexiones sobre la táctica, el aprendizaje, la
educación, el orden de las sociedades; van desde los análisis
propiamente militares del mariscal de Saxe hasta los sueños políticos
de Guibert o de Servan. En la vertiente de las regulaciones de
población, figura la demografía, la estimación de la relación entre
recursos y habitantes, los cuadros de las riquezas y su circulación, de
las vidas y su probable duración: los trabajos de Quesnay, Moheau,
Süssmilch. La filosofía de los «ideólogos» —como teoría de la idea,
del signo, de la génesis individual de las sensaciones, pero también
de la composición social de los intereses, la Ideología como doctrina
del aprendizaje, pero también del contrato y la formación regulada del
cuerpo social— constituye sin duda el discurso abstracto en el que se
buscó coordinar ambas técnicas de poder para construir su teoría
general. En realidad, su articulación no se realizará en el nivel de un
discurso especulativo sino en la forma de arreglos concretos que
constituirán la gran tecnología del poder en el siglo XIX: el dispositivo
de sexualidad es uno de ellos, y de los más importantes.
Ese bio-poder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en
el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de
la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y
mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos
económicos. Pero exigió más; necesitó el crecimiento de unos y otros,
su reforzamiento al mismo tiempo que su utilizabilidad y docilidad;
requirió métodos de poder capaces de aumentar las fuerzas, las
aptitudes y la vida en general, sin por ello tornarlas más difíciles de
dominar; si el desarrollo de los grandes aparatos de Estado, como
instituciones de poder, aseguraron el mantenimiento de las relaciones
de producción, los rudimentos de anatomo y biopolítica, inventados en
el siglo XVIII como técnicas de poder presentes en todos los niveles
del cuerpo social y utilizadas por instituciones muy diversas (la familia,
el ejército, la escuela, la policía, la medicina individual o la
administración de colectividades) , actuaron en el terreno de los
procesos económicos, de su desarrollo, de las fuerzas involucradas
en ellos y que los sostienen; operaron también como factores de
segregación y jerarquización sociales, incidiendo en las fuerzas
respectivas de unos y otros, garantizando relaciones de dominación y
efectos de hegemonía; el ajuste entre la acumulación de los hombres
y la del capital, la articulación entre el crecimiento de los grupos
humanos y la expansión de las fuerzas productivas y la repartición
diferencial de la ganancia, en parte fueron posibles gracias al ejercicio
del bio-poder en sus formas y procedimientos múltiples. La invasión
del cuerpo viviente, su valorización y la gestión distributiva de sus
fuerzas fueron en ese momento indispensables.
Es sabido que muchas veces se planteó el problema del papel
que pudo tener, en la primerísima formación del capitalismo, una
moral ascética; pero lo que sucedió en el siglo XVIII en ciertos países
occidentales y que fue ligado por el desarrollo del capitalismo, fue otro
fenómeno y quizá de mayor amplitud que esa nueva moral que
parecía descalificar el cuerpo; fue nada menos que la entrada de la
vida en la historia —quiero decir la entrada de los fenómenos propios
de la vida de la especie humana en el orden del saber y del poder—,
en el campo de las técnicas políticas. No se trata de pretender que en
ese momento se produjo el primer contacto de la vida con la historia.
Al contrario, la presión de lo biológico sobre lo histórico, durante
milenios, fue extremadamente fuerte; la epidemia y el hambre
constituían las dos grandes formas dramáticas de esa relación que
permanecía así colocada bajo el signo de la muerte; por un proceso
circular, el desarrollo económico y principalmente agrícola del siglo
XVIII, el aumento de la productividad y los recursos más rápido aún
que el crecimiento demográfico al que favorecía, permitieron que se
aflojaran un poco esas amenazas profundas: la era de los grandes
estragos del hambre y la peste —salvo algunas resurgencias— se
cerró antes de la Revolución francesa; la muerte dejó, o comenzó a
dejar, de hostigar directamente a la vida. Pero al mismo tiempo, el
desarrollo de los conocimientos relativos a la vida en general, el
mejoramiento de las técnicas agrícolas, las observaciones y las
medidas dirigidas a la vida y supervivencia de los hombres,
contribuían a ese aflojamiento: un relativo dominio sobre la vida
apartaba algunas inminencias de muerte. En el espacio de juego así
adquirido, los procedimientos de poder y saber, organizándolo y
ampliándolo, toman en cuenta los procesos de la vida y emprenden la
tarea de controlarlos y modificarlos. El hombre occidental aprende
poco a poco en qué consiste ser una especie viviente en un mundo
viviente, tener un cuerpo, condiciones de existencia, probabilidades de
vida, salud individual o colectiva, fuerzas que es posible modificar y un
espacio donde repartirlas de manera óptima. Por primera vez en la
historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político; el hecho de vivir
ya no es un basamento inaccesible que sólo emerge de tiempo en
tiempo, en el azar de la muerte y su fatalidad; pasa en parte al campo
de control del saber y de intervención del poder. Éste ya no tiene que
vérselas sólo con sujetos de derecho, sobre los cuales el último poder
del poder es la muerte, sino con seres vivos, y el dominio que pueda
ejercer sobre ellos deberá colocarse en el nivel de la vida misma;
haber tomado a su cargo a la vida, más que la amenaza de
asesinato, dio al poder su acceso al cuerpo. Si se puede denominar
«biohistoria» a las presiones mediante las cuales los movimientos de la
vida y los procesos de la historia se interfieren mutuamente, habría
que hablar de «biopolítica» para designar lo que hace entrar a la vida y
sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al
poder-saber en un agente de trasformación de la vida humana; esto
no significa que la vida haya sido exhaustivamente integrada a
técnicas que la dominen o administren; escapa de ellas sin cesar.
Fuera del mundo occidental, el hambre existe, y en una escala más
importante que nunca; y los riesgos biológicos corridos por la especie
son quizá más grandes, en todo caso más graves, que antes del
nacimiento de la microbiología. Pero lo que se podría llamar «umbral
de modernidad biológica» de una sociedad se sitúa en el momento en
que la especie entra como apuesta del juego en sus propias
estrategias políticas. Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que
era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una
existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política
está puesta en entredicho su vida de ser viviente.
Tal trasformación tuvo consecuencias considerables. Es inútil
insistir aquí en la ruptura que se produjo entonces en el régimen del
discurso científico y sobre la manera en que la doble problemática de
la vida y del hombre vino a atravesar y redistribuir el orden de la
episteme clásica. Si la cuestión del hombre fue planteada —en su
especificidad de ser viviente y en su especificidad en relación con los
seres vivientes—, debe buscarse la razón en el nuevo modo de
relación entre la historia y la vida: en esa doble posición de la vida que
la pone en el exterior de la historia como su entorno biológico y, a la
vez, en el interior de la historicidad humana, penetrada por sus
técnicas de saber y de poder. Es igualmente inútil insistir sobre la
proliferación de las tecnologías políticas, que a partir de allí van a
invadir el cuerpo, la salud, las maneras de alimentarse y alojarse, las
condiciones de vida, el espacio entero de la existencia.
Otra consecuencia del desarrollo del bio-poder es la creciente
importancia adquirida por el juego de la norma a expensas del sistema
jurídico de la ley. La ley no puede no estar armada, y su arma por
excelencia es la muerte; a quienes la trasgreden responde, al menos
a título de último recurso, con esa amenaza absoluta. La ley se refiere
siempre a la espada. Pero un poder que tiene como tarea tomar la
vida a su cargo necesita mecanismos continuos, reguladores y
correctivos. Ya no se trata de hacer jugar la muerte en el campo de la
soberanía, sino de distribuir lo viviente en un dominio de valor y de
utilidad. Un poder semejante debe calificar, medir, apreciar y
jerarquizar, más que manifestarse en su brillo asesino; no tiene que
trazar la línea que separa a los súbditos obedientes de los enemigos
del soberano; realiza distribuciones en torno a la norma. No quiero
decir que la ley se borre ni que las instituciones de justicia tiendan a
desaparecer; sino que la ley funciona siempre más como una norma,
y que la institución judicial se integra cada vez más en un continuum
de aparatos (médicos, administrativos, etc.) cuyas funciones son
sobre todo reguladoras.
Una sociedad normalizadora fue el efecto histórico de una
tecnología de poder centrada en la vida. En relación con las
sociedades que hemos conocido hasta el siglo XVIII, hemos entrado
en una fase de regresión de lo jurídico; las constituciones escritas en
el mundo entero a partir de la Revolución francesa, los códigos
redactados y modificados, toda una actividad legislativa permanente y
ruidosa no deben engañarnos: son las formas que tornan aceptable
un poder esencialmente normalizador.
Y contra este poder aún nuevo en el siglo XIX, las fuerzas que
resisten se apoyaron en lo mismo que aquél invadía —es decir, en la
vida del hombre en tanto que ser viviente. Desde el siglo pasado, las
grandes luchas que ponen en tela de juicio el sistema general de
poder ya no se hacen en nombre de un retorno a los antiguos
derechos ni en función del sueño milenario de un ciclo de los tiempos
y una edad de oro. Ya no se espera más al emperador de los pobres,
ni el reino de los últimos días, ni siquiera el restablecimiento de
justicias imaginadas como ancestrales; lo que se reivindica y sirve de
objetivo, es la vida, entendida como necesidades fundamentales,
esencia concreta del hombre, cumplimiento de sus virtualidades,
plenitud de lo posible. Poco importa si se trata o no de utopía;
tenemos ahí un proceso de lucha muy real; la vida como objeto
político fue en cierto modo tomada al pie de la letra y vuelta contra el
sistema que pretendía controlarla. La vida, pues, mucho más que el
derecho, se volvió entonces la apuesta de las luchas políticas, incluso
si éstas se formularon a través de afirmaciones de derecho. El
«derecho» a la vida, al cuerpo, a la salud, a la felicidad, a la
satisfacción de las necesidades; el «derecho», más allá de todas las
opresiones o «alienaciones», a encontrar lo que uno es y todo lo que
uno puede ser, este «derecho» tan incomprensible para el sistema
jurídico clásico, fue la réplica política a todos los nuevos
procedimientos de poder que, por su parte, tampoco dependen del
derecho tradicional de la soberanía.
Sobre ese fondo puede comprenderse la importancia adquirida
por el sexo como el «pozo» del juego político. Está en el cruce de dos
ejes, a lo largo de los cuales se desarrolló toda la tecnología política
de la vida. Por un lado, depende de las disciplinas del cuerpo:
adiestramiento, intensificación y distribución de las fuerzas, ajuste y
economía de las energías. Por el otro, participa de la regulación de las
poblaciones, por todos los efectos globales que induce. Se inserta
simultáneamente en ambos registros; da lugar a vigilancias
infinitesimales, a controles de todos los instantes, a arreglos
espaciales de una meticulosidad extrema, a exámenes médicos o
psicológicos indefinidos, a todo un micropoder sobre el cuerpo; pero
también da lugar a medidas masivas, a estimaciones estadísticas, a
intervenciones que apuntan al cuerpo social entero o a grupos
tomados en conjunto. El sexo es, a un tiempo, acceso a la vida del
cuerpo y a la vida de la especie. Es utilizado como matriz de las
disciplinas y principio de las regulaciones. Por ello, en el siglo XIX, la
sexualidad es perseguida hasta en el más ínfimo detalle de las
existencias; es acorralada en las conductas, perseguida en los
sueños; se la sospecha en las menores locuras, se la persigue
hasta los primeros años de la infancia; pasa a ser la cifra de la
individualidad, a la vez lo que permite analizarla y torna posible
amaestrarla. Pero también se convierte en tema de operaciones
políticas, de intervenciones económicas (mediante incitaciones o
frenos a la procreación), de campañas ideológicas de moralización o
de responsabilización: se la hace valer como índice de fuerza de una
sociedad, revelando así tanto su energía política como su vigor
biológico. De uno a otro polo de esta tecnología del sexo se escalona
toda una serie de tácticas diversas que en proporciones variadas
combinan el objetivo de las disciplinas del cuerpo y el de la regulación
de las poblaciones.
De ahí la importancia de las cuatro grandes líneas de ataque a
lo largo de las cuales avanzó la política del sexo desde hace dos
siglos. Cada una fue una manera de componer las técnicas
disciplinarias con los procedimientos reguladores. Las dos primeras se
apoyaron en exigencias de regulación —en toda una temática de la
especie, de la descendencia, de la salud colectiva— para obtener
efectos en el campo de la disciplina; la sexualización del niño se llevó
a cabo con la forma de una campaña por la salud de la raza (la
sexualidad precoz, desde el siglo XVIII hasta fines del XIX, fue
presentada como una amenaza epidémica capaz de comprometer no
sólo la futura salud de los adultos sino también el porvenir de la
sociedad y de la especie entera); la histerización de las mujeres, que
exigió una medicalización minuciosa de su cuerpo y su sexo, se llevó
a cabo en nombre de la responsabilidad que les cabría respecto de la
salud de sus hijos, de la solidez de la institución familiar y de la
salvación de la sociedad. En cuanto al control de los nacimientos y la
psiquiatrización de las perversiones, actuó la relación inversa: aquí la
intervención era de naturaleza regularizadora, pero debía apoyarse en
la exigencia de disciplinas y adiestramientos individuales. De una
manera general, en la unión del «cuerpo» y la «población», el sexo se
convirtió en blanco central para un poder organizado alrededor de la
administración de la vida y no de la amenaza de muerte.
Durante mucho tiempo la sangre continuó siendo un elemento
importante en los mecanismos del poder, en sus manifestaciones y
sus rituales. Para una sociedad en que eran preponderantes los
sistemas de alianza, la forma política del soberano, la diferenciación
en órdenes y castas, el valor de los linajes, para una sociedad donde
el hambre, las epidemias y las violencias hacían inminente la muerte,
la sangre constituía uno de los valores esenciales: su precio provenía
a la vez de su papel instrumental (poder derramar la sangre), de su
funcionamiento en el orden de los signos (poseer determinada sangre,
ser de la misma sangre, aceptar arriesgar la sangre), y también de su
precariedad (fácil de difundir, sujeta a agotarse, demasiado pronta
para mezclarse, rápidamente susceptible de corromperse). Sociedad
de sangre —iba a decir de «sanguinidad»: honor de la guerra y miedo
de las hambrunas, triunfo de la muerte, soberano con espada,
verdugos y suplicios, el poder habla a través de la sangre; ésta es una
realidad con función simbólica. Nosotros, en cambio, estamos en una
sociedad del «sexo» o, mejor, de «sexualidad»: los mecanismos del
poder se dirigen al cuerpo, a la vida, a lo que la hace proliferar, a lo
que refuerza la especie, su vigor, su capacidad de dominar o su
aptitud para ser utilizada. Salud, progenitura, raza, porvenir de la
especie, vitalidad del cuerpo social, el poder habla de la sexualidad y
a la sexualidad; no es marca o símbolo, es objeto y blanco. Y lo que
determina su importancia es menos su rareza o su precariedad que su
insistencia, su presencia insidiosa, el hecho de que en todas partes
sea a la vez encendida y temida. El poder la dibuja, la suscita y utiliza
como el sentido proliferante que siempre hay que mantener bajo
control para que no escape; es un efecto con valor de sentido. No
quiero decir que la sustitución de la sangre por el sexo resuma por sí
sola las trasformaciones que marcan el umbral de nuestra
modernidad. No es el alma de dos civilizaciones o el principio
organizador de dos formas culturales lo que intento expresar; busco
las razones por las cuales la sexualidad, lejos de haber sido reprimida
en la sociedad contemporánea, es en cambio permanentemente
suscitada. Los nuevos procedimientos de poder elaborados durante la
edad clásica y puestos en acción en el siglo XIX hicieron pasar a
nuestras sociedades de una simbólica de la sangre a una analítica de
la sexualidad. Como se ve, si hay algo que esté del lado de la ley, de
la muerte, de la trasgresión, de lo simbólico y de la soberanía, ese
algo es la sangre; la sexualidad está del lado de la norma, del saber,
de la vida, del sentido, de las disciplinas y las regulaciones.
Sade y los primeros eugenistas son contemporáneos de ese
tránsito de la «sanguinidad» a la «sexualidad». Pero mientras los
primeros sueños de perfeccionamiento de la especie llevan todo el
problema de la sangre a una gestión del sexo muy coercitiva (arte de
determinar los buenos matrimonios, de provocar las fecundidades
deseadas, de asegurar la salud y la longevidad de los niños), mientras
la nueva idea de raza tiende a borrar las particularidades
aristocráticas de la sangre para no retener sino los efectos
controlables del sexo, Sade sitúa el análisis exhaustivo del sexo en los
mecanismos exasperados del antiguo poder de soberanía y bajo los
viejos prestigios de la sangre, enteramente mantenidos; la sangre
corre a todo lo largo del placer —sangre del suplicio y del poder
absoluto, sangre de la casta que uno respeta en sí y que no obstante
hace correr en los rituales mayores del parricidio y el incesto, sangre
del pueblo que se derrama a voluntad puesto que la que corre en esas
venas ni siquiera es digna de ser nombrada. En Sade el sexo carece
de norma, de regla intrínseca que podría formularse a partir de su
propia naturaleza; pero está sometido a la ley ilimitada de un poder
que no conoce sino la suya propia; si le ocurre imponerse por juego el
orden de las progresiones cuidadosamente disciplinadas en jornadas
sucesivas, tal ejercicio lo conduce a no ser más que el punto puro de
una soberanía única y desnuda: derecho ilimitado de la monstruosidad
todopoderosa. La sangre ha reabsorbido al sexo.
En realidad, la analítica de la sexualidad y la simbólica de la
sangre bien pueden depender en su principio de dos regímenes de
poder muy distintos, de todos modos no se sucedieron (como
tampoco esos poderes) sin encabalgamientos, interacciones o ecos.
De diferentes maneras, la preocupación por la sangre y la ley
obsesionó durante casi dos siglos la gestión de la sexualidad. Dos de
esas interferencias son notables, una a causa de su importancia
histórica, la otra a causa de los problemas teóricos que plantea.
Desde la segunda mitad del siglo XIX, sucedió que la temática de la
sangre fue llamada a vivificar y sostener con todo un espesor histórico
el tipo de poder político que se ejerce a través de los dispositivos de
sexualidad. El racismo se forma en este punto (el racismo en su forma
moderna, estatal, biologizante): toda una política de población, de la
familia, del matrimonio, de la educación, de la jerarquización social y
de la propiedad, y una larga serie de intervenciones permanentes a
nivel del cuerpo, las conductas, la salud y la vida cotidiana recibieron
entonces su color y su justificación de la preocupación mítica de
proteger la pureza de la sangre y llevar la raza al triunfo. El nazismo
fue sin duda la combinación más ingenua y más astuta —y esto por
aquello— de las fantasías de la sangre con los paroxismos de un
poder disciplinario. Una ordenación eugenésica de la sociedad, con lo
que podía llevar consigo de extensión e intensificación de los
micropoderes, so capa de una estatización ilimitada, iba acompañada
por la exaltación onírica de una sangre superior; ésta implicaba el
genocidio sistemático de los otros y el riesgo de exponerse a sí misma
a un sacrificio total. Y la historia quiso que la política hitleriana del
sexo no haya pasado de una práctica irrisoria mientras que el mito de
la sangre se trasformaba en la mayor matanza que los hombres
puedan recordar por ahora.
En el extremo opuesto, se puede seguir (también a partir de
fines del siglo XIX) el esfuerzo teórico para reinscribir la temática de la
sexualidad en el sistema de la ley, del orden simbólico y de la
soberanía. Es el honor político del psicoanálisis —o al menos de lo
que hubo en él de más coherente— haber sospechado (y esto desde
su nacimiento, es decir, desde su línea de ruptura con la
neuropsiquiatría de la degeneración) lo que podía haber de
irreparablemente proliferante en esos mecanismos de poder que
pretendían controlar y administrar lo cotidiano de la sexualidad: de ahí
el esfuerzo freudiano (por reacción sin duda contra el gran ascenso
contemporáneo del racismo) para poner la ley como principio de la
sexualidad —la ley de la alianza, de la consanguinidad prohibida, del
Padre-Soberano, en suma para convocar en torno al deseo todo el
antiguo orden del poder. A eso debe el psicoanálisis haber estado en
oposición teórica y práctica con el fascismo, en cuanto a lo esencial y
salvo algunas excepciones. Pero esa posición del psicoanálisis estuvo
ligada a una coyuntura histórica precisa. Y nada podría impedir que
pensar el orden de lo sexual según la instancia de la ley, la muerte, la
sangre y la soberanía —sean cuales fueren las referencias a Sade y a
Bataille, sean cuales fueren las prendas de «subversión» que se les
pida— no sea en definitiva una «retroversión» histórica. Hay que
pensar el dispositivo de sexualidad a partir de las técnicas de poder
que le son contemporáneas.
Se me dirá: eso es caer en un historicismo más apresurado que
radical; es esquivar, en provecho de fenómenos quizá variables pero
frágiles, secundarios y en suma superficiales, la existencia
biológicamente sólida de las funciones sexuales; es hablar de la
sexualidad como si el sexo no existiese. Y se tendría el derecho de
objetarme: «Usted pretende analizar en detalle los procesos merced a
los cuales han sido sexualizados el cuerpo de la mujer, la vida de los
niños, los vínculos familiares y toda una amplia red de relaciones
sociales. Usted quiere describir ese gran ascenso de la preocupación
sexual desde el siglo XVIII y el creciente encarnizamiento que
pusimos en sospechar la presencia del sexo en todas partes.
Admitámoslo; y supongamos que, en efecto, los mecanismos del
poder fueron más empleados en suscitar e ‘irritar’ la sexualidad que en
reprimirla. Pero así permanece muy cercano a aquello de lo que
pensaba, sin duda, haberse separado; en el fondo usted muestra
fenómenos de difusión, de anclaje, de fijación de la sexualidad, usted
intenta mostrar lo que podría denominarse la organización de ‘zonas
erógenas’ en el cuerpo social; bien podría resultar que usted no haya
hecho más que trasponer, a la escala de procesos difusos,
mecanismos que el psicoanálisis ha localizado con precisión al nivel
del individuo. Pero usted elide aquello a partir de lo cual la
sexualización pudo realizarse, y que el psicoanálisis, a su vez, no
ignora, o sea el sexo. Antes de Freud, buscaban localizar la
sexualidad del modo más estricto y apretado: en el sexo, sus
funciones de reproducción, sus localizaciones anatómicas inmediatas;
se volvían hacia un mínimo biológico —órgano, instinto, finalidad.
Pero usted está en una posición simétrica e inversa: para usted sólo
quedan efectos sin soporte, ramificaciones privadas de raíz, una
sexualidad sin sexo. También aquí, entonces: castración.»
En este punto hay que distinguir dos preguntas. Por un lado: ¿el
análisis de la sexualidad como «dispositivo político» implica
necesariamente la elisión del cuerpo, de lo anatómico, de lo biológico,
de lo funcional? Creo que a esta primera pregunta se puede
responder negativamente. En todo caso, el objetivo de la presente
investigación es mostrar cómo los dispositivos de poder se articulan
directamente en el cuerpo —en cuerpos, funciones, procesos
fisiológicos, sensaciones, placeres; lejos de que el cuerpo haya sido
borrado, se trata de hacerlo aparecer en un análisis donde lo biológico
y lo histórico no se sucederían (como en el evolucionismo de los
antiguos sociólogos), sino que se ligarían con arreglo a una
complejidad creciente conformada al desarrollo de las tecnologías
modernas de poder que toman como blanco suyo la vida. Nada, pues,
de una «historia de las mentalidades» que sólo tendría en cuenta los
cuerpos según el modo de percibirlos y de darles sentido y valor, sino,
en cambio, una «historia de los cuerpos» y de la manera en que se
invadió lo que tienen de más material y viviente.
Otra pregunta, distinta de la primera: esa materialidad a la que
se alude ¿no es acaso la del sexo, y no constituye una paradoja
querer hacer una historia de la sexualidad a nivel de los cuerpos sin
tratar para nada del sexo? Después de todo, el poder que se ejerce a
través de la sexualidad ¿no se dirige acaso, específicamente, a ese
elemento de lo real que es el «sexo» —el sexo en general? Puede
admitirse que la sexualidad no sea, respecto del poder, un dominio
exterior en el que éste se impondría, sino, por el contrario, efecto e
instrumento de sus arreglos o maniobras. Pero ¿el sexo no es acaso,
respecto del poder, lo «otro», mientras que es para la sexualidad el
foco en torno al cual distribuye ésta sus efectos? Pero, justamente, es
esa idea del sexo la que no se puede admitir sin examen. ¿El «sexo»,
en la realidad, es el ancoraje que soporta las manifestaciones de la
«sexualidad», o bien una idea compleja, históricamente formada en el
interior del dispositivo de sexualidad? Se podría mostrar, en todo
caso, cómo esa idea «del sexo» se formó a través de las diferentes
estrategias de poder y qué papel definido desempeñó en ellas.
A lo largo de las líneas en que se desarrolló el dispositivo de
sexualidad desde el siglo XIX, vemos elaborarse la idea de que existe
algo más que los cuerpos, los órganos, las localizaciones somáticas,
las funciones, los sistemas anatomofisiológicos, las sensaciones, los
placeres; algo más y algo diferente, algo dotado de propiedades
intrínsecas y leyes propias: el «sexo». Así, en el proceso de
histerización de la mujer, el «sexo» fue definido de tres maneras: como
lo que es común al hombre y la mujer; o como lo que pertenece por
excelencia al hombre y falta por lo tanto a la mujer; pero también
como lo que constituye por sí solo el cuerpo de la mujer, orientándolo
por entero a las funciones de reproducción y perturbándolo sin cesar
en virtud de los efectos de esas mismas funciones; en esta estrategia,
la historia es interpretada como el juego del sexo en tanto que es lo
«uno» y lo «otro», todo y parte, principio y carencia. En la sexualización
de la infancia, se elabora la idea de un sexo presente
(anatómicamente) y ausente (fisiológicamente), presente también si
se considera su actividad y deficiente si se atiende a su finalidad
reproductora; o asimismo actual en sus manifestaciones pero
escondido en sus efectos, que sólo más tarde aparecerán en su
gravedad patológica; y en el adulto, si el sexo del niño sigue presente,
lo hace en la forma de una causalidad secreta que tiende a anular el
sexo del adulto (fue uno de los dogmas de la medicina de los siglos
XVIII y XIX suponer que la precocidad del sexo provoca luego
esterilidad, impotencia, frigidez, incapacidad de experimentar placer,
anestesia de los sentidos); al sexualizar la infancia se constituyó la
idea de un sexo marcado por el juego esencial de la presencia y la
ausencia, de lo oculto y lo manifiesto; la masturbación, con los efectos
que se le prestaban, revelaría de modo privilegiado ese juego de la
presencia y la ausencia, de lo manifiesto y lo oculto. En la
psiquiatrización de las perversiones, el sexo fue referido a funciones
biológicas y a un aparato anatomofisiológico que le da su «sentido», es
decir, su finalidad; pero también fue referido a un instinto que, a través
de su propio desarrollo y según los objetos a los que puede apegarse,
torna posible la aparición de conductas perversas e inteligible su
génesis; así el «sexo» es definido mediante un entrelazamiento de
función e instinto, de finalidad y significación; y en esta forma, en parte
alguna se manifiesta mejor que en la perversión-modelo, ese
«fetichismo» que, al menos desde 1877, sirvió de hilo conductor para
el análisis de todas las demás desviaciones, pues en él se leía
claramente la fijación del instinto a un objeto con arreglo a la manera
de la adherencia histórica y de la inadecuación biológica. Por último,
en la socialización de las conductas procreadoras, el «sexo» es
descrito como atrapado entre una ley de realidad (cuya forma más
inmediata y más abrupta es la necesidad económica) y una economía
de placer que siempre trata de esquivarla, cuando no la ignora; el más
célebre de los «fraudes», el coitus interruptus, representa el punto
donde la instancia de lo real obliga a poner un término al placer y
donde el placer logra realizarse a pesar de la economía prescrita por
lo real. Como se ve, en esas diferentes estrategias la idea «del sexo»
es erigida por el dispositivo de sexualidad; y en las cuatro grandes
formas: la histeria, el onanismo, el fetichismo y el coito interrumpido,
hace aparecer al sexo como sometido al juego del todo y la parte, del
principio y la carencia, de la ausencia y la presencia, del exceso y la
deficiencia, de la función y el instinto, de la finalidad y el sentido, de la
realidad y el placer. Así se formó poco a poco el armazón de una
teoría general del sexo.
Ahora bien, la teoría así engendrada ejerció en el dispositivo de
sexualidad cierto número de funciones que la tornaron indispensable.
Sobre todo tres fueron importantes. En primer lugar, la noción de
«sexo» permitió agrupar en una unidad artificial elementos anatómicos,
funciones biológicas, conductas, sensaciones, placeres, y permitió el
funcionamiento como principio causal de esa misma unidad ficticia;
como principio causal, pero también como sentido omnipresente,
secreto a descubrir en todas partes: el sexo, pues, pudo funcionar
como significante único y como significado universal. Además, al
darse unitariamente como anatomía y como carencia, como función y
como latencia, como instinto y como sentido, pudo trazar la línea de
contacto entre un saber de la sexualidad humana y las ciencias
biológicas de la reproducción; así el primero, sin tomar realmente
nada de las segundas —salvo algunas analogías inciertas y algunos
conceptos trasplantados—, recibió por privilegio de vecindad una
garantía de cuasi-cientificidad; pero, por esa misma vecindad, ciertos
contenidos de la biología y la fisiología pudieron servir de principio de
normalidad para la sexualidad humana. Finalmente, la noción de sexo
aseguró un vuelco esencial; permitió invertir la representación de las
relaciones del poder con la sexualidad, y hacer que ésta aparezca no
en su relación esencial y positiva con el poder, sino como anclada en
una instancia específica e irreducible que el poder intenta dominar
como puede; así, la idea «del sexo» permite esquivar lo que hace el
«poder» del poder; permite no pensarlo sino como ley y prohibición. El
sexo, esa instancia que parece dominarnos y ese secreto que nos
parece subyacente en todo lo que somos, ese punto que nos fascina
por el poder que manifiesta y el sentido que esconde, al que pedimos
que nos revele lo que somos y nos libere de lo que nos define, el
sexo, fuera de duda, no es sino un punto ideal vuelto necesario por el
dispositivo de sexualidad y su funcionamiento. No hay que imaginar
una instancia autónoma del sexo que produjese secundariamente los
múltiples efectos de la sexualidad a lo largo de su superficie de
contacto con el poder. El sexo, por el contrario, es el elemento más
especulativo, más ideal y también más interior en un dispositivo de
sexualidad que el poder organiza en su apoderamiento de los
cuerpos, su maternidad, sus fuerzas, sus energías, sus sensaciones y
sus placeres. Se podría añadir que «el sexo» desempeña otra función
aún, que atraviesa a las primeras y las sostiene. Papel más práctico
que teórico esta vez. En efecto, es por el sexo, punto imaginario fijado
por el dispositivo de sexualidad, por lo que cada cual debe pasar para
acceder a su propia inteligibilidad (puesto que es a la vez el elemento
encubierto y el principio productor de sentido), a la totalidad de su
cuerpo (puesto que es una parte real y amenazada de ese cuerpo y
constituye simbólicamente el todo), a su identidad (puesto que une a
la fuerza de una pulsión la singularidad de una historia). Merced a una
inversión que sin duda comenzó subrepticiamente hace mucho tiempo
—ya en la época de la pastoral cristiana de la carne— hemos llegado
ahora a pedir nuestra inteligibilidad a lo que durante tantos siglos fue
considerado locura, la plenitud de nuestro cuerpo a lo que mucho
tiempo fue su estigma y su herida, nuestra identidad a lo que se
percibía como oscuro empuje sin nombre. De ahí la importancia que le
prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos, la aplicación
que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los
siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más
importante que nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del
mundo nos parezcan tan ligeros comparados con ese secreto,
minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya densidad lo torna más
grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya tentación
inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en
adelante, éste: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo,
contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte. Es
en este sentido, estrictamente histórico, como hoy el sexo está
atravesado por el instinto de muerte. Cuando Occidente, hace ya
mucho, descubrió el amor, le acordó suficiente precio como para
tornar aceptable la muerte; hoy, el sexo pretende esa equivalencia, la
más elevada de todas. Y mientras que el dispositivo de sexualidad
permite a las técnicas de poder la invasión de la vida, el punto ficticio
del sexo, establecido por el mismo dispositivo, ejerce sobre todos
bastante fascinación como para que aceptemos oír cómo gruñe allí la
muerte.
Al crear ese elemento imaginario que es «el sexo», el dispositivo
de sexualidad suscitó uno de sus más esenciales principios internos
de funcionamiento: el deseo del sexo —deseo de tenerlo, deseo de
acceder a él, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo como discurso,
de formularlo como verdad. Constituyó al «sexo» mismo como
deseable. Y esa deseabilidad del sexo nos fija a cada uno de nosotros
a la orden de conocerlo, de sacar a la luz su ley y su poder; esa
deseabilidad nos hace creer que afirmamos contra todo poder los
derechos de nuestro sexo, cuando que en realidad nos ata al
dispositivo de sexualidad que ha hecho subir desde el fondo de
nosotros mismos, como un espejismo en el que creemos
reconocernos, el brillo negro del sexo.
«Todo es sexo —decía Kate, en La serpiente emplumada—,
todo es sexo. Qué bello puede ser el sexo cuando el hombre lo
conserva poderoso y sagrado, cuando llena el mundo. Es como el sol
que te inunda, te penetra con su luz.»
Por lo tanto, no hay que referir a la instancia del sexo una
historia de la sexualidad, sino que mostrar cómo el «sexo» se
encuentra bajo la dependencia histórica de la sexualidad. No hay que
poner el sexo del lado de lo real, y la sexualidad del lado de las ideas
confusas y las ilusiones; la sexualidad es una figura histórica muy real,
y ella misma suscitó, como elemento especulativo requerido por su
funcionamiento, la noción de sexo. No hay que creer que diciendo que
sí al sexo se diga que no al poder; se sigue, por el contrario, el hilo del
dispositivo general de sexualidad. Si mediante una inversión táctica de
los diversos mecanismos de la sexualidad se quiere hacer valer,
contra el poder, los cuerpos, los placeres, los saberes en su
multiplicidad y posibilidad de resistencia, conviene liberarse primero
de la instancia del sexo. Contra el dispositivo de sexualidad, el punto
de apoyo del contraataque no debe ser el sexo-deseo, sino los
cuerpos y los placeres.
«Hubo tanta acción en el pasado —decía D. H. Lawrence—,
particularmente acción sexual, una tan monótona y cansadora
repetición sin ningún desarrollo paralelo en el pensamiento y la
comprensión. Actualmente, nuestra tarea es comprender la
sexualidad. Hoy, la comprensión plenamente consciente del instinto
sexual importa más que el acto sexual.»
Quizá algún día la gente se asombrará. No se comprenderá que
una civilización tan dedicada a desarrollar inmensos aparatos de
producción y de destrucción haya encontrado el tiempo y la infinita
paciencia para interrogarse con tanta ansiedad respecto al sexo; quizá
se sonreirá, recordando que esos hombres que nosotros habremos
sido creían que en el dominio sexual residía una verdad al menos tan
valiosa como la que ya habían pedido a la tierra, a las estrellas y a
las formas puras de su pensamiento; la gente se sorprenderá del
encarnizamiento que pusimos en fingir arrancar de su noche una
sexualidad que todo —nuestros discursos, nuestros hábitos, nuestras
instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes— producía a
plena luz y reactivaba con estrépito. Y el futuro se preguntará por qué
quisimos tanto derogar la ley del silencio en lo que era la más ruidosa
de nuestras preocupaciones. Retrospectivamente, el ruido podrá
parecer desmesurado, pero aún más extraña nuestra obstinación en
no descifrar en él más que la negativa a hablar y la consigna de callar.
Se interrogará sobre lo que pudo volvernos tan presuntuosos; se
buscará por qué nos atribuimos el mérito de haber sido los primeros
en acordar al sexo, contra toda una moral milenaria, esa importancia
que decimos le corresponde y cómo pudimos glorificarnos de
habernos liberado a fines del siglo XX de un tiempo de larga y dura
represión —el de un ascetismo cristiano prolongado, modificado,
avariciosa y minuciosamente utilizado por los imperativos de la
economía burguesa. Y allí donde nosotros vemos hoy la historia de
una censura difícilmente vencida, se reconocerá más bien el largo
ascenso, a través de los siglos, de un dispositivo complejo para hacer
hablar del sexo, para afincar en él nuestra atención y cuidado, para
hacernos creer en la soberanía de su ley cuando en realidad estamos
trabajados por los mecanismos de poder de la sexualidad.
La gente se burlará del reproche de pansexualismo que en cierto
momento se objetó a Freud y al psicoanálisis. Pero los que parecerán
ciegos serán quizá menos quienes lo formularon que aquellos
que lo apartaron de un revés, como si tradujera únicamente los
terrores de una vieja pudibundez. Pues los primeros, después de todo,
sólo se vieron sorprendidos por un proceso muy antiguo del cual no
vieron que los rodeaba ya por todas partes; atribuyeron nada más al
genio malo de Freud lo que había sido preparado desde antaño; se
equivocaron de fecha en cuanto al establecimiento, en nuestra
sociedad, de un dispositivo general de sexualidad. Pero los segundos,
por su parte, se equivocaron sobre la naturaleza del proceso; creyeron
que Freud restituía por fin al sexo, gracias a un vuelco súbito, la parte
que se le debía y durante tanto tiempo había estado impugnada; no
vieron que el genio bueno de Freud lo colocó en uno de los puntos
decisivos señalados desde el siglo XVIII por las estrategias de saber y
de poder; que así él reactivaba, con admirable eficacia, digna de los
más grandes religiosos y directores de conciencia de la época clásica,
la conminación secular a conocer el sexo y conformarlo como
discurso. Con frecuencia se evocan los innumerables procedimientos
con los cuales el cristianismo antiguo nos habría hecho detestar el
cuerpo; pero pensemos un poco en todas esas astucias con las
cuales, desde hace varios siglos, se nos ha hecho amar el sexo, con
las cuales se nos tornó deseable conocerlo y valioso todo lo que de él
se dice; con las cuales, también, se nos incitó a desplegar todas
nuestras habilidades para sorprenderlo, y se nos impuso el deber de
extraer la verdad; con las cuales se nos culpabilizó por haberlo
ignorado tanto tiempo. Ellas son las que hoy merecerían causar
asombro. Y debemos pensar que quizás un día, en otra economía de
los cuerpos y los placeres, ya no se comprenderá cómo las astucias
de la sexualidad, y del poder que sostiene su dispositivo, lograron
someternos a esta austera monarquía del sexo, hasta el punto de
destinarnos a la tarea indefinida de forzar su secreto y arrancar a esa
sombra las confesiones más verdaderas.
Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra
«liberación».

1 S. Pufendorf, Le droit de la nature (trad. franc. de 1734), p. 445.
2 «Así como un cuerpo compuesto puede tener cualidades que no se encuentran en ninguno de los cuerpos simples de la mezcla que lo forma, así también un cuerpo moral puede tener, en virtud de la unión misma de las personas que lo componen, ciertos derechos que no revestían formalmente a ninguno de los particulares y cuyo ejercicio sólo corresponde a los conductores.» Pufendorf, loc. cit., p. 452.

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